Los hechos

Philip Roth

Fragmento

Mi querido Zuckerman...

Mi querido Zuckerman:

En el pasado, como bien sabes, los hechos siempre han sido anotaciones rápidas en un cuaderno, manera mía de colarme en la ficción. Para mí, como para la mayor parte de los novelistas, todo suceso auténticamente imaginario empieza por abajo, en los hechos, en lo específico, no en lo filosófico, ni en lo ideológico, ni en lo abstracto. Y, sin embargo, para mi sorpresa, ahora parece que me he puesto a escribir un libro absolutamente hacia atrás, tomando lo que ya había imaginado y, por así decirlo, desecándolo, para de este modo devolver mi experiencia a la autenticidad, a un estadio previo a la ficción. ¿Por qué? ¿Para demostrar que hay un desfase significativo entre el escritor autobiográfico que los demás ven en mí y el escritor autobiográfico que de veras soy? ¿Para demostrar que la información que extraje de mi vida era, en la ficción, incompleta? Si eso fuera todo, no creo que me hubiera molestado, porque los lectores reflexivos, si hubieran puesto el interés suficiente, ya lo habrían averiguado por sí solos. Tampoco es que hubiera necesidad alguna de este libro: nadie me lo encargó, nadie reclamó una autobiografía de Philip Roth. El encargo, si alguna vez existió, se produjo hace ya treinta años, cuando hubo, entre los venerables judíos que me aventajaban en edad, quienes quisieron saber quién era el chico ese que tales cosas escribía.

No, el asunto parece surgido de otras necesidades, y el hecho de enviarte a ti este manuscrito, pidiéndote, como estoy haciendo, que me digas si en tu opinión debería publicarlo, me invita a explicar qué es lo que puede haberme impulsado a presentarme así, en prosa, sin disfraz. Hasta ahora siempre he recurrido al pasado como base de la transformación, de, entre otras cosas, una intrincada explicación que a mí mismo me propongo, de mi mundo. ¿Por qué presentarme sin elaboración delante de la gente, siendo así que, en general, en el mundo no imaginado, siempre me había abstenido de divulgar desnudamente mi vida personal (imponiendo una personalidad televisiva) ante un público serio. En el péndulo de la autoexposición, que oscila entre el mailerismo agresivamente exhibicionista y el salingerismo secuestrado, diría que yo ocupo una posición intermedia, tratando en plaza pública de resistirme tanto al cotilleo gratuito como al pavoneo, sin hacer del secreto y la reclusión un fetiche demasiado santo. De manera que ¿por qué reclamar ahora la visibilidad biográfica, sobre todo teniendo en cuenta que me educaron en la creencia de que la realidad independiente propia de la ficción es lo único verdaderamente importante, y que los escritores deben permanecer en la sombra?

Pues bien: digamos, iniciando ya la respuesta, que la persona a quien he pretendido hacerme visible aquí es, sobre todo, yo mismo. A partir de los cincuenta, uno empieza a necesitar maneras de hacerse visible a uno mismo. Llega un momento, como me llegó a mí hace unos meses, en que se halla uno en tal estado de desamparo y confusión, que no logra comprender lo que otrora resultaba obvio: por qué hago lo que hago, por qué vivo donde vivo, por qué comparto mi vida con quien la comparto. La mesa del despacho se me había trocado en un lugar ajeno y espantable; y —a diferencia de otros momentos de mi vida anterior en que emprendí con toda energía el camino de la renovación, porque las antiguas tácticas habían dejado de funcionarme, tanto en los asuntos prácticos de la vida cotidiana, las dificultades a que todo el mundo tiene que enfrentarse, como en los problemas especializados de la escritura— llegué al convencimiento de que no iba a ser capaz de reconstruirme de nuevo. Lejos de sentirme capaz de reconstruirme, lo que percibía era que me estaba desmoronando.

Estoy hablando de una depresión. No hay por qué entrar en detalles, pero te diré que en la primavera de 1987, en el momento culminante de un período de diez años de creatividad, lo que iba a ser una operación quirúrgica de poca importancia se convirtió en una durísima y prolongada tortura física, origen a su vez de una depresión que me condujo hasta el borde de la disolución mental y afectiva. Fue durante el período de meditación posterior a la depresión, con la claridad de que suelen venir acompañadas las remisiones, cuando empecé, de modo totalmente involuntario, a enfocar prácticamente toda mi atención despierta en los mundos de que me había mantenido alejado durante decenios, recordando por dónde había empezado yo y cómo había empezado todo. Cuando pierdes algo, te dices: «Vale, vamos a repasar los últimos movimientos. Entré en casa, me quité el abrigo, fui a la cocina», etcétera, etcétera. Yo, para recuperar lo que había perdido, tuve que regresar al momento original. Pero no descubrí ningún momento original, sino una serie de momentos, una historia de orígenes múltiples, y eso es lo que he escrito aquí, en un intento de poseer la vida otra vez. Antes, ni siquiera había cartografiado así mi vida, sino que, como acabo de decir, sólo había parado mientes en lo que puede transformarse. Aquí, para recaer en mi vida anterior, para recobrar mi vitalidad, para transformarme en mí mismo, me puse a recoger la experiencia sin transformar.

Quizá no fuera en mí mismo en quien quería verme transformado, sino en el muchacho que era cuando empecé en la universidad, en el chico a quien rodeaban sus compatriotas del barrio en el recreo... Así hasta el nivel cero. Tras la depresión, lo que hacemos es abalanzarnos, llenos de agradecimiento, hacia la vida corriente, y aquélla era mi vida en su variante más corriente. Supongo que lo que quería era regresar al punto en que el inicio era el inicio de un Roth más corriente y, al mismo tiempo, renegociar aquellos encuentros formativos, reivindicar los primeros empeños, volver al momento lleno de fuerza anímica en que despegó el lado maníaco de mi imaginación y me convertí en un escritor con personalidad propia: regreso a la fuente primera, pero no en busca de material, sino de inicio, de reinicio; estaba sin carburante y tenía que volver a llenar el depósito de sangre mágica. Al igual que tú, Zuckerman, que renaces en La contravida gracias a tu mujer inglesa, al igual que tu hermano Henry, que busca el renacimiento en Israel con sus fundamentalistas de Judea, al igual que ambos, en el mismo libro, milagrosamente, lográis que os revivan de la muerte, yo también estaba maduro para una nueva oportunidad. Mientras escribía no era capaz de ver con exactitud lo que me traía entre manos, pero ahora sí: este manuscrito contiene mi contravida, el antídoto y la respuesta a todas esas ficciones que culminaron en la ficción de ti. De alguna manera, La contravida puede leerse como ficción sobre la estructura; y esto, en cambio, es el mero esqueleto, la estructura de una vida sin la ficción.

De hecho, las dos obras de ficción, bastante largas, que escribí sobre ti, a lo largo de todo un decenio, fueron seguramente las que me llevaron, por hartazgo, a dejar de ficcionalizarme, cansado ya de dorarle la píldora, para que aceptara existir, a un ser cuya experiencia era comparable con la mía, sí, pero que registraba una valen

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