El amante lesbiano

José Luis Sampedro

Fragmento

cap-1

LA VIVENCIA

¿Qué es esto? ¿Dónde estoy?… No conozco este lugar. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Qué dirección le habré dado al taxista? Pues sin duda tomé un taxi al salir de la consulta, como siempre. Estaba contento, después de acudir tan preocupado por mi dolor del pecho, más frecuente estos últimos días. Sí, entré temiendo que me hospitalizaran, pero fue lo contrario. El electro resultó como siempre. El doctor Navarro me dejó tranquilo; me acompañó hasta la puerta, me despidió sonriente: «Hasta el día 21.» Bajé en el ascensor. El pavimento del vestíbulo siempre resbaladizo; menos mal que el portero estaba allí… Pero después, nada: un vacío y verme en este lugar… ¡Qué grande! Me recuerda el museo de Orsay o una gran estación central, con gente yendo y viniendo. ¿Será ese parque inaugurado hace poco? Centro de congresos, exposiciones y todo eso… ¡Qué altura de techo! Ni lo veo; lo oculta como una nube luminosa. El estilo de ahora, deslumbrar, pero es agradable, parece dar la bienvenida. Sin duda el taxista me entendió mal, ahora traerá aquí a mucho curioso… ¿Qué más da? No tengo nada que hacer, mi tiempo es mío, y me siento bien, el doctor Navarro me ha dado ánimo. Además tengo el mejor síntoma: mi bienestar como nunca, una levedad del cuerpo, libre de peso, da gusto. Influye también el buen tiempo, este aire y esta luz; invitan a pasear. Acacias ¡gran idea plantarlas!, estaban desapareciendo estos árboles tan madrileños, con su flor blanca en primavera. Y este suelo como una alfombra, césped artificial, seguro, inventos modernos, pero estos arbolitos como los de mi barrio, esta calle como la mía… ¡Y ese cine! ¡Esa película! Uno de arte y ensayo, claro, anunciando El ángel azul, nada menos, vendré a verla, Marlene cantando, bien plantada, brazos en jarras, imperiosa, aquella voz grave, tentadora, su fabuloso muslo en primer plano, lo imitó Silvana Mangano en Arroz amargo, pero no llegó a tanto, ¿o sería mi adolescencia deslumbrada por la carne de Marlene?… ¡Qué suerte equivocarme con el taxista! Así he descubierto este cine, hay que bajar escaleras, como en la sala Pleyel a la entrada de la calle Mayor. Volveré a este nuevo parque, cada vez me siento más a gusto, ni siquiera me roza ya la dentadura, me molestaba estos días… Lo sorprendente es la luz, antes no veía el techo, ahora no veo las nubes, la luminosidad lo cubre todo, color gaseoso y variable, más bien azul cuando llegué, ahora virando al verde, tan suave, todo sosiego, y este oportuno banco, sentarme y respirar. ¡Esto es vida!… La inolvidable Marlene, aquella imagen suya para siempre, sentada en su alto escenario, una pierna extendida, la otra replegada y abarcada por los brazos desnudos, la media negra y el tirante del liguero, contraste con el muslo blanquísimo, tierno y poderoso, esclavizando al profesor Unrat, haciéndole cacarear grotescamente. Sus alumnos acudiendo a reírse de él, a despreciarle, yo entonces también me reía, ahora envidio a aquel viejo, bebiendo hasta su final la copa de la vida, en deliciosa degradación… La Vida… ¡Tantos mueren sin probarla! Esa gente que veo pasar, incluso los ufanos en su coche, no digamos los viajeros del tranvía… ¡Dudo de mis ojos: ha pasado uno sobre sus raíles! Amarillo, tintineando, el conductor hace sonar el timbre pisando una palanquita. ¡Increíble, yo creía que los habían suprimido! Me vuelve a mi juventud, otra alegría en este lugar. Y un espectáculo esa bóveda luminosa, ahora verde con estrías doradas, mechas en hermosa cabellera, como en las discotecas de luces psicodélicas, aquí en mayor escala y más suave armonía. ¿Acaso un techo colosal cubre todo este recinto? No imaginé algo tan extraordinario cuando la noticia de su inauguración…

¿Cuánto tiempo llevo aquí? Imposible saberlo: mi reloj se ha parado. Inexplicable, venía funcionando bien, lo llevaré a componer, pero llegué hace rato, ¡cómo han pasado las horas! Seguro es más de mediodía, ¿cómo no siento hambre? Sólo viva curiosidad, y sensación creciente de haber estado antes aquí, de conocer ya este lugar, ¡imposible!… Sin embargo no me siento ajeno, acepto tanta técnica sin rechazo, la sorprendente luz, el tranvía inesperado, hasta la calle y los transeúntes me resultan casi familiares… Lo extraño no me inquieta, ¿por qué habría de inquietarme sintiéndome tan bien, tan seguro? No importa que me atraviesen ráfagas de recuerdos imprecisos, como las rayas doradas en la luz. ¿Invento ahora memorias difusas? ¿Acaso cabe crear recuerdos? ¡Sería como inventar hoy el ayer: un tiempo reversible! Pero claro que se inventa, a veces nos convencemos de haber sucedido lo que no pasó o, al revés, de que no ocurrió lo que vivimos, pero eso es el olvido, aunque hay varios olvidos como hay memorias diversas. Ahora mismo me asedian dos distintas: una obsesionada con El ángel azul, el que me deslumbró hace medio siglo, la otra con algo más oscuro pero acuciante… ¿De dónde ha surgido ésta? ¿Qué quiere recordarme? ¿Acaso algún quehacer pendiente? ¿Entonces no me equivoqué con el taxista? ¿Vine aquí a sabiendas? ¿A qué? No, no lo sé, me esfuerzo en vano por recordar mejor, hasta la luz arriba se ha vuelto más oscura, pero esa incertidumbre no me altera, mi bienestar no declina, tan anclado como el tiempo en mi reloj inmóvil.

Ha pasado otro tranvía, ha variado el color de la luz y sigo en mi paz, acomodado en el aire que me envuelve, sin más. El sol no ha aparecido, tampoco hay nubes y no puedo suponer una techumbre cubriendo la calle. ¿O sí? Me resulta curioso, difícil de explicar incluso, pero no me hace cavilar. No, tampoco perturba mi ánimo este flotar sobre lo nunca visto y sin embargo a veces recordado, como me ocurre con ese bar de enfrente, Cafetería Veracruz. El nombre no me dice nada, pero su situación en la esquina, la puerta en el chaflán, la disposición de las ventanas y, sobre todo, la lámpara colgada del techo… Todo parece encajar con una vivencia anterior. Para comprobarlo me levanto, cruzo la calle y entro en el local. Sí, recuerdo esa lámpara, pero la barra no estaba en ese lado, no me pregunto cómo lo sé sino que avanzo hacia ella y pido un café a la camarera. ¿Acaso también conocida y por eso me dirige esa mirada? Me sirve y le pregunto el importe. Me contesta extrañada:

—Nada… ¿No sabe usted que está todo incluido?

—¿Cómo que está incluido?

—En su entrada al recinto.

—No comprendo. Yo no he pagado entrada.

—Alguien habrá pagado por usted… Su familia, algún amigo…

—No imagino quién. Vivo solo.

—A veces alguien piensa en nosotros y no lo sabemos —me habla lentamente—. En todo caso yo no le puedo cobrar.

Su voz es cordial, pero concluyente. Temo llamar la atención y, tras darle las gracias, me concentro en saborear el café, desde luego excelente, mientras ella atiende a otros. Esa sorpresa de descubrirme invitado en este lugar, sin saberlo, reaviva mi impresión de haber venido aquí por algún motivo, como se me ocurrió hace poco, quizás citado con alguien. Y estimulada así mi memoria oscura me devuelve otro recuerdo: el de un bar como éste, más bien una tasca de mi tiempo, llamada Casa Velázquez, cuyo nombre me lo aclara todo: las iniciales son las mismas que las de esta Cafetería Veracruz. El local es aquél y la lámpara ha sobrevivido a otras reformas… En fin, he vuelto a donde estuve y, ya con esa certidumbre, miro a la camarera que me sonríe receptiva, adivinando mi descubrimiento:

—Creí que ya no me recordaba usted, señorito Mario.

—Usted es Chelo, ¿verdad?… ¡Claro que la recuerdo! Pero la encuentro tan joven…

—También usted. ¿De qué se sorprende? Las personas en la memoria no varían… Estamos como si viniera usted ahora a sentarse otra vez allí, en su mesita, con sus libros y sus papeles.

—Ya veo que me recuerdas bien… Oye, ¿qué lugar es éste? ¿El parque nuevo?

Súbito asombro en su rostro.

—¿No lo sabe? ¿Será posible? ¿Qué hace aquí entonces?

—He venido a no sé qué… Me trajo un taxista —respondo sin aclarar que no estoy seguro.

—¡Ah, eso lo explica: a veces ocurre así!… Pues a esto le llamamos Las Afueras. Esto es, no sé decirle, como un parking pero multiuso. Tiene estación, jardines, escuelas, cines, clínicas, hasta residencias, ¡qué sé yo!… ¿A usted qué le parece?

—Estupendo, sólo que no me acuerdo de lo que he venido a hacer. Cuando lo resuelva me marcharé, claro, pero pienso volver: me siento muy a gusto y me ha dado alegría verte y hablar de entonces.

—A lo mejor a eso ha venido usted, digo yo: A vivir a gusto. Bueno, a mí también me ha alegrado verle.

Me despido y me alejo en dirección opuesta a la entrada, hacia un ensanchamiento del local donde se vende prensa y artículos de fumador y papelería. Como ya me voy acostumbrando a lo raro no me sorprende ver que los periódicos no son del día sino semanarios y revistas viejas, en su mayoría de los años veinte y treinta: Blanco y Negro, Nuevo Mundo, La Esfera e incluso otros divertidos como Buen Humor y Gutiérrez. Me encanta reconocer portadas de Estampa, que compraban mis padres, y algunas de Crónica, que los muchachos curioseábamos con picardía por el erotismo de la «Foto de arte» de Manassé y el exquisito dibujo a toda plana de Federico Ribas, más elegante aún que las pinups posteriores del peruano Alberto Vargas. Y, para mi infantil nostalgia, descubro también números de mis primeras lecturas: TBO, Colorín, Macaco, Pinocho… Cojo alguno, paso a otro, reconozco personajes, historietas… No me cansaría nunca. Empiezo a temer un reproche de los vendedores cuando observo que un señor se marcha a la calle llevándose tranquilamente un número de Blanco y Negro, sin que el vigilante de la puerta se lo impida. Le pregunto al agente si eso está permitido.

—Claro… Llévese las que le gusten.

Por lo visto también eso está incluido en la entrada. Usando de esa libertad me encuentro poco después cómodamente instalado en un banco del paseo, junto a un macizo de flores: La claridad en lo alto ha seguido cambiando y ahora luce el dorado pálido de un atardecer tranquilo. Me distraigo curioseando un número de La Esfera del mismo año en que nací, con un artículo de Francisco Camba, una entrevista con el «maestro de novelistas» Alberto Insúa a raíz de su último éxito y una reproducción a todo color de Robledano que representa un «Tuesten hípico»; es decir, un tinglado para baile verbenero con sus farolillos, sus guirnaldas y el bastonero imponiendo el orden entre los castizos asistentes. Algo que me recuerda, a escala provinciana pero con artística gracia, el Moulin de la Galette de Renoir. Me conmuevo recordando aquel Madrid, arrasado por la guerra antes de que yo hubiera podido conocer su humano estilo de vida; aunque algo me comunicó mi padre, que compartía su amor a aquel mundo con su dedicación al arabismo, haciéndome leer a los costumbristas de la época, como el incomparable López Silva, y hablándome cuando paseábamos por las calles de aquel vivir, más allá de la plaza Mayor y el arco de Cuchilleros donde habitó la galdosiana Fortunata. La Esfera me impulsa a recordar, pero el tiempo pasa (o eso imagino, a falta del testimonio de mi reloj) y me reprocho vagamente no estar ya haciendo lo que sea. Si esto es un Centro multiuso razón de más para suponerme alguna intención concreta al venir aquí. Pero no he traído ni siquiera documentos en una cartera. ¿Y de qué podrían ser los tales documentos?… ¡Qué importa: ya saldrá lo que sea! Disfrutaré entre tanto de no haberme encontrado nunca mejor. ¡Y pensar que acudí acongojado a la consulta! Me siento tan bien como un niño; seguro que los niños no se preocupan de su cuerpo, lo disfrutan sin más. Ya los jóvenes son conscientes, pero más bien para jactarse de sus proezas… Por lo visto de viejo, sin dolores, mi cuerpo no me dice nada, y en eso consiste mi bienestar, mi beatitud.

—Perdone, señor, se ha olvidado usted esto.

Levanto la mirada hacia un botones sonriente, con su gorrito cilíndrico de color rojo. Me ofrece un paquete algo mayor que una caja de zapatos.

—¿Eso es mío? No tengo ni idea.

—Sí señor. Se lo dejó usted en la barra del bar. Lo encontró luego una clienta que se lo entregó a la camarera y ella me ha mandado traérselo.

¿Es posible que yo lo trajera en el taxi y viniera aquí con esto? Pero no lo llevé a la consulta. ¿Acaso pasé por casa a recogerlo? Una vez más, con esta memoria mía, todo es posible. Entonces el contenido tendrá que ver con mi venida aquí; a lo mejor me recuerda el motivo que me trajo… Examino el paquete y creo reconocer el papel que lo envuelve. ¡Y la cinta, sobre todo la cinta! No es un bramante sino una tira de seda malva con un nudo aplastado, sin duda, por haber estado guardado bajo ropa o envoltorios. Curiosamente, la luz en lo alto tiene ahora ese mismo matiz. Dejo la revista que leía y coloco la caja sobre mis rodillas. Estoy seguro de que es importante para mí, pero todavía no lo sé. Con abrirlo… pero no me atrevo. Es absurda mi inacción frente a un problema tan fácil, pero quiero probar a mi memoria, la habitual o la oscura. Siento emerger la sospecha, convertirse en creencia… ¡Las postales! Sí, las que guardaba mamá de toda su familia, escritas desde Argelia y Marruecos, por sus parientes y amigos, desde principios de siglo. ¡Qué gran distracción para mi infancia repasarlas una a una, contemplar los paisajes o figuras, curiosear los mensajes escritos al dorso (si estaban en francés me resultaban ilegibles) y agruparlas por lugares de origen, por temas representados, por remitentes o según otros criterios, lo mismo que se hacen solitarios con los naipes! La última vez que las manejé, hace muchos años, fue para separar de ellas las estampitas piadosas conseguidas en el colegio: una especie de depuración porque ya entonces, poco antes de la guerra civil, empezaba yo a encontrar bobaliconas aquellas imágenes y no les concedía el valor supersticioso de cuando, con menos edad, nos servían a los chicos de amuletos para ayuda celestial en los exámenes. Al estallar la sublevación militar y empezar en Madrid ciertos registros domiciliarios por patrullas incontroladas a las que pudiera resultar sospechosa tanta relación con Marruecos, mamá escondió la caja en algún sitio y no las volví a ver. Pero están aquí, no lo dudo. Aunque quizás no todas: no cabrían en este paquete. ¡Cómo voy a disfrutar! ¡Lo que me faltaba para celebrar haber descubierto estas Afueras!… Hombre, otro tranvía… ¡Pero si es un 3, el que pasó toda la vida por mi calle! Y ahora llega hasta aquí… Providencial: a tiempo para volver a casa en él.

Deposito el paquete sobre la mesa camilla en el cuarto de estar y alzo la mirada hacia el retrato de mamá, señero y dominante en toda la pared, desde donde me lanza una mirada como una saeta. Reacciono con un respingo de sorpresa: no era ésa su mirada; la encuentro diferente.

¿Qué me está ocurriendo? Postergo las postales y me siento frente a la ampliada fotografía, en la que mamá nos dejó su desafiante juventud. Emergiendo del generoso escote, muy de mil novecientos, la ambigua postura del busto es fronteriza entre perfil y dorso, mostrando de tres cuartos, casi de espaldas, la nuca desnuda, erótica entonces, bajo el recogido cabello negro. El rostro se vuelve a medias por encima de la morbidez del hombro y exhibe la audaz arista de la nariz, la sensual curvatura de la boca y, sobre todo, a lo condesa de Éboli, el mirar penetrante aunque a la vez lejano de una pupila azabache.

No es el primer cambio de ese retrato, recuerdo. En mis juveniles años fue nuestro mihrab de las mezquitas, el nicho sagrado orientador de los creyentes hacia La Meca. En él, desde su nube de gasa en torno a los hombros, mamá era el ideal, mi maga bienhechora, mi sol resplandeciente. Años después se desgarró el hechizo: con el fracaso de mi matrimonio y mis aprendizajes vitales pasé a interpretar su postura casi de espaldas como si mamá, sintiéndose abandonada, se alejara de mí hacia su soledad, lo cual me dejaba indiferente pues, por entonces, yo la culpaba de haber perturbado mi vida empeñándose en moldearla a su estilo, como si todos fuésemos de su misma condición. Sólo me sentí más compasivo durante su larga enfermedad final, que pareció dejar ya inalterable el retrato para siempre.

De ahí mi asombro al enfrentármelo ahora, porque no veo a mamá alejarse sola, sino permanecer aquí e incitarme con la mirada y una incipiente sonrisa a no sé qué complicidad o qué destino. Vuelve a reinar en su nicho sagrado, si no como el sol que fue, desde luego como una luna comprensiva, lámpara de la noche, benévola y abierta. Tal reaparición me seduce aunque a la vez se eriza de interrogantes: ¿Cuál es el invisible cambio? ¿O soy yo el que ha cambiado?… ¡Si apuntase una esperanza!

Cada sorpresa de este mágico día consolida mi bienestar: estas extrañas Afueras, las postales, mamá volviendo a su reino… ¡Las postales! Suyas eran y seguro que su reaparición se relaciona con el cambio en el retrato; no puede ser casualidad. Las contemplaré aquí mismo, bajo su mirada, en un rito de ofrenda propiciatoria, restaurador de nuestra convivencia primera. Conmovido, mis gestos se hacen reverentes al deshacer el envoltorio para sacar la caja de lujoso cartón, con su decoración floral estilo art nouveau en azul y malva. En la tapa, entre lirios y violetas, una rubia beldad digna de Alphonse Mucha y el nombre de un perfume francés entonces famoso: Iris Bleu, de Pivert… Rebosa de tarjetas y esparzo unas cuantas sobre la mesa. ¡Qué variedad de procedencias! Argel, Orán, Sétif, Biskra, Philippeville, Bone, Sidi-Bel-Abbès, Melilla, Tetuán, Tánger, Larache, más las enviadas desde España, Francia, Italia… Entre varias de la Exposición Universal de París de 1900 una representa la Grande Roue con la Tour Eiffel y otra, patética, muestra a Beanzin, último rey negro de Dahomey, fotografiado a la puerta de una cabaña colonial en compañía de cuatro esposas, todas de pie junto al monarca, sentado en una prosaica silla europea. Al dorso, el desconocido remitente de la postal informaba a mi abuela de que Beanzin repetía siempre a los curiosos que le interpelaban: Amis, amis, toujours amis… Así exhibían, como si fuera una jirafa o un macaco, a quien en su reino natal podía decapitar por capricho, sin que en París ninguna esposa sostuviera siquiera sobre su cabeza el parasol debido a la regia condición.

De pronto emerge una postal publicitaria que me maravilló en mi infancia. Representa a un orondo bebedor que se lleva a los labios una gran jarra cuya cerveza, al poner vertical la tarjeta, se derrama de verdad en la boca que la espera, quedando la jarra vacía y transparente. El truco es bien sencillo: basta poner la tarjeta boca abajo para que la finísima arena que simula ser cerveza, vuelva de la boca a la jarra. La postal, confeccionada con dos cartulinas pegadas a cada lado de un recio cartón presenta en éste un hueco oculto que recoge la arena caída en la boca del bebedor desde la jarra, cuyo cristal se simula con celofán en ambas cartulinas. Sonrío mientras, una y otra vez, repito el juego y…

—Disfrutas como entonces —oigo pronunciar a mi espalda.

¡Su voz! ¡Inconfundible, pero imposible!

Incrédulo, miro atrás… ¡Es verdad: mamá me sonríe desde su sillón!… En un impulso llego a ella y caigo de rodillas para abrazarla en su asiento, mi pecho contra el suyo, mis lágrimas en su mejilla, mi cuerpo estremecido… De golpe me explico el cambio en el retrato: la anunciaba.

—¡Mamá, mamá! ¿Tú aquí?

—¿Dónde mejor? En nuestra casa; contigo.

—¿Cómo es posible?

—¿Por qué te sorprendes? —Me abraza—. Sigues siendo un niño. ¡Mi niñito!

Reanudamos el abrazo, oyéndonos latir los corazones. No es la joven del retrato, pero sí la madre recordada. Viste una blusa blanca y pantalón verde; se decidió a usarlo cuando Schiaparelli empezó a lanzar la moda que popularizó Marlene. Mi bienestar de hoy llega al éxtasis sintiéndome de rodillas entre sus muslos, en cualquiera de los cuales el niño que fui gozaba cabalgando mientras ella me cantaba el «arre caballito, vamos a Belén», golpeando su talón rítmicamente para imprimirme un diminuto galope. «¡Corre, mi jinete!» me animaba… Me fijo en otra cosa:

—Llevas tus zapatos de baile.

De raso, bordados, con tacón en forma de carrete.

—Los lucí en aquella función del teatro. ¿Recuerdas?

¡El rosal de las tres rosas!, de Linares Rivas. Desde el palco en que yo estaba con papá resultabas una diosa.

Mamá ríe.

—Luego tú me los cogías para jugar, disfrazándote con unos trapos.

—Y tú te enfadabas porque era juego de niña. Y papá se reía y tú te indignabas aún más.

—Pues ya ves: los traigo porque te gustaban.

—¡Qué feliz soy!… ¿Sabes? Ya esperaba yo hoy algo especial pero no tanto. Porque me han pasado muchas cosas.

Mamá me mira incitándome a seguir.

—Primero fui al chequeo y, aunque yo estaba preocupado estos últimos días, el médico me encontró como siempre… A la salida, no sé cómo, el taxi me llevó a un parque nuevo, un lugar llamado Las Afueras. ¿Conoces?

—En él estamos.

—¡No me digas! ¿Abarca nuestra casa?… ¡Ya no me falta nada! Incluso aparecieron allí las postales, ya ves… Es verdad que a veces sentía, no sé, como si me faltase algo pendiente, pero ahora ya está resuelto: era tu venida.

—Eres tú quien ha venido —corrige ella suavemente.

—Da lo mismo, ya estamos juntos, como siempre… Y a papá ¿le ves?

—Claro; ya le verás, supongo.

—¿Y la tita Luisa? Ella coleccionó estas tarjetas ¿verdad?

—Sí, fue siempre el enlace entre todos nosotros ¡Éramos tantos, con mis hermanos y mi padre con frecuencia de viaje! En mi juventud la postal hacía furor, se usaba mucho.

—He visto varias de Biskra, del palmeral. Una con dos uled-nails danzarinas y cortesanas; otra de gumiers, soldados de la caballería indígena, ¡qué sé yo! Me encantaban de niño: había visto la película Beau Geste y jugábamos a aventuras en el desierto.

—Esas postales las mandaba tu tío Juan, que acabó allí su servicio militar… ¿Estás cómodo ahí en la alfombra?

—Estoy en la gloria, pero espera.

Me levanto y cojo de la mesa otras postales. Vuelvo a sentarme entre sus piernas, apoyando la espalda en el sillón. Entre tanto mamá ha encendido un cigarrillo y recuerdo que era su costumbre cuando disfrutaba de la vida. Sus zapatos me recuerdan cómo me gustaba de niño acercarme a ella gateando y meterme dentro de su bata, envuelto en su olor y la tibieza de su carne… Paso postales de una mano a otra, mientras la suya acaricia mi pelo.

—Mira lo que te escribía una tal Eliane en 1905 para felicitarte: «Espero, como Ana por la ventana de Barba Azul, que 1906 te traiga un buen novio y te conviertas en Madame lo que sea.» ¡Qué gracia!

—Era la meta de todas las chicas: el marido. Sólo que yo aspiraba a vivir mi propia vida, ya lo sabes.

Lo sé, pero no comento. Sus recuerdos no siempre eran felices.

—Hay muchas escritas por Susana.

—¡Ah, Susana! —suspira mamá.

La mano que me acaricia se crispa brevísimamente. Fue su gran amiga en Argel, su inseparable. Hasta que Susana se casó y mi abuelo se llevó a su familia a Melilla distanciándolas. Espero algo más, pero mamá guarda silencio.

—Mira, un bloc de doce postales, todas de Ras-Marif en 1925. Y ya estaba como yo lo conocí diez años después.

—¿Doce postales nada menos de aquel poblacho? ¿A quién pudo ocurrírsele, si no había nada notable? Las construcciones militares y tres docenas de casas.

En efecto, la primera postal, «Vista general del poblado», muestra una única calle sin pavimentar acabada en una playa al pie de un promontorio rocoso, en cuya cresta asoman los pequeños fortines de la posición militar y la casa del telégrafo que, mediante un cable submarino, comunicaba por morse con Melilla.

—Tienes razón, no había nada: por eso fue mi paraíso aquel verano… ¿Por qué no nos acompañaste cuando papá me llevó allí y me dejó con la tía Luisa durante mis vacaciones?

—No tenía buenos recuerdos.

Categórica, como siempre, pero no me convence. Mi Ras-Marif fue mi paraíso terrenal, donde tita Luisa fue Eva y aunque fuera sin manzana tanto mejor: claro que eso mamá no lo sabe. En cambio se da cuenta de mi reticencia y prosigue:

—Además, fuiste con papá y en aquellos tiempos ya convenía que alguien quedara en Madrid guardando la casa… ¡Y eso que aún no habían empezado a caer los obuses en la Gran Vía, como a los pocos meses, cuando uno mató a tu padre!… ¿Recuerdas que nos trajimos la cama grande a este cuarto porque la alcoba quedaba más expuesta a los bombardeos?

¡Turbadora experiencia la de dormir aquel primer invierno junto a un cálido cuerpo de mujer, aunque fuera el de mamá! Pero me aliviaba el miedo y calmaba el frío debido a la escasez de carbón.

—Eras ya el hombre de la casa.

No, no lo fui. Ni entonces ni nunca.

—No me ayudaba mucho a serlo el que me quitaras los pantalones largos que usaba desde marzo y me pusieras los cortos otra vez.

—¡Fue porque se hablaba de una movilización general y tú eras ya tan larguirucho que parecías mayor! Siempre para protegerte: para eso me apunté como obrera de guerra en talleres de confección… ¡Nunca sabrás todo lo que hice por tu bien!

Es muy verdad, y recordarlo me hace desearla más cerca todavía. Paso mis brazos bajo sus corvas y aprieto sus rodillas contra mis hombros. Recoge el mensaje y sus dedos oprimen cariñosamente mis sienes.

—Hubiera sido horrible que te llevaran al frente. Ya fue tremendo perder a tu padre, que había vuelto tan satisfecho de aquel congreso en Teherán. ¡Qué poco le duró su éxito!

Así fue. Papá parecía otro al regreso de la reunión internacional sobre el sufismo, en la que presentó una ponencia sobre «La unión mística en Rumí». Se mostraba dichoso, confiado; a ratos parecía un iluminado. Mamá se lo explicaba porque al fin le reconocían sus méritos y destacaba en un ambiente internacional, pero él ni lo mencionaba… Se ocupaba de mí con atención nueva y, sin yo comprenderle, algo me hizo entonces quererle más que nunca.

He seguido pasando postales en mis manos, mientras mamá sigue fumando, dando al aire el olor de entonces.

—Esto sí que es el desierto, estas dunas de Ain-Sefra. Enviadas por el tito Juan.

—Otro de los sitios donde hizo la mili. Por cierto, allí vio muchas veces a Isabelle Eberhardt.

—¿Tu heroína? —pregunto interesado.

Mamá me habló a veces de aquella mujer que adoptó el Islam y que, vestida de hombre, recorrió Argelia a caballo y se casó con un suboficial musulmán. Hablaba el ruso y otras lenguas, tenía admiradores de su literatura en París y en Argel, pero la gran mayoría no le perdonaba su feroz independencia y su desprecio de las convenciones.

—Sí, mi ídolo, mi modelo, tan fuerte como el hombre, libre hacia el futuro… Murió en Ain-Sefra: uno de esos rarísimos aguaceros en el desierto inundó el barranco a cuya orilla estaba su casa, arrastró tierras y se desplomó la vivienda. Entre los escombros la encontraron los soldados de su amigo el coronel Lyautey, que mandaba la plaza y luego fue el famoso mariscal.

—Tú también luchaste, mamá. Fuiste como ella.

—¡Qué más hubiera yo querido! El mundo estaba en contra de nosotras y sigue estando.

—Pero tú gobernabas tu vida.

Y las nuestras, pienso sin decirlo. En su retrato se ve: no nos necesitaba ni a papá ni a mí.

Me asombra respondiendo a mi pensamiento.

—Te equivocas. Incluso ahora te necesito tanto como tú a mí… No me juzgues sin saber, por favor.

Me conmueve ese «por favor», fórmula rara en sus labios.

—Pues aquí me tienes, mamá. Pero no imagino para qué. Nuestra vida ya está hecha.

—¿Tú crees? Para algo estaremos aquí.

La voz suena definitiva y el argumento me impresiona como una apertura, una esperanza. ¿Es que nuestra vida está aún por hacer? El instante se convierte en el más hermoso del día, pero pronto se disipa al darme cuenta de haberme quedado solo. No siento sus piernas a mi lado; estoy fuera de ellas, como recién nacido tras el parto… ¡Qué congoja! ¿Y ahora qué? No me atrevo a moverme, temo romper un sueño. Pero me reanimo: el encuentro fue real, huele a tabaco y sus zapatos siguen en el suelo, uno a cada lado, sólidos testimonios. Me pongo en pie, los elevo hasta mi pecho… Con el raso de uno de ellos acaricio mi mejilla y percibo la seda de su mano… ¿En qué relicario los guardaré dignamente? ¡Ah, claro, en el arcón de los recuerdos!

Aparece donde estuvo siempre, bajo la colchoneta que, cubierta por una alfombra, convierte el arcón en parte del diván de nuestro cuarto moruno. Dentro perduran los restos del pasado, arrojados a ese regolfo por el oleaje de los años. Encima de todo, justamente, el vestido de crêpe de Chine con cintura baja, a la moda de los años veinte, lucido por mamá con los zapatos que me ha dejado. Sigo curioseando, como si cada objeto fuese un conjuro para lograr otra visita materna: el abanico de plumas manejado en la misma ocasión, un sombrerito cloche con el que recuerdo a mamá en el parque, un corsé de raso ámbar con tirantes celestes para las medias, unos mitones y un álbum con recortes de prensa con el que concluye mi ojeo y que retengo para leerlo. Contiene artículos en francés y otros en el diario melillense El telegrama del Rif firmados por «Ariadna», seudónimo de mamá cuando intentaba destacar en literatura, animada por sus lecturas de Rachilde y por la popularidad entonces de Carmen de Burgos, que firmaba «Colombine»… Cierro el arcón dejando dentro los zapatos y el saloncito recupera su aspecto coloreado por los cristales de la lámpara de cobre recortado, cuya fragmentada luz alcanza al repostero moruno a lo largo de la pared, la gran bandeja repujada sobre un trípode para servir de mesita, el espejo y la gumía colgada bajo la repisa con perfumadores para el agua de azahar, cayendo la iluminación central sobre la alfombra de Rabat. Este cuarto interior, con sólo la lucerna alta siempre cerrada que da a la escalera, guarda como una cripta ese arca testimonial de una vida de mujer desafiante, heroína en su derrota como en las antiguas tragedias. Y se me ocurre que estoy aquí para abrir ese arcón, para encontrar a esa mujer.

Cruzo el pasillo hacia la habitación de enfrente, totalmente distinta por la claridad de su ventana a la calle lateral. Fue el despacho de papá y sigue como lo dejó, con el gran armario guardián no de recuerdos sino de sus muy leídas obras de los místicos musulmanes. Sobre la mesa sobreviven humildes objetos entrañables: sus

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