Las señoritas

Laura Ramos

Fragmento

Un sueño colonizador.
Prólogo

En enero de 1866 un vapor con treinta y cuatro jóvenes pasajeras navegó desde el puerto de Nueva York hasta el de Seattle, ubicado en el extremo oeste de Estados Unidos, sobre el Pacífico, en una travesía que duró tres meses y medio, ya que el único paso entonces era el Cabo de Hornos, en el hemisferio sur. Las viajeras, todas en “edad matrimonial”1 y de “carácter intachable”, emigraron protegidas por el gobierno, que con ánimo de poblar el salvaje oeste les prometió trabajo como maestras apenas llegaran. Un reportero del New York Times acompañó al contingente para escribir la crónica de los acontecimientos. El artículo se publicó cinco semanas después del desembarco, e incluyó una lista de los casamientos celebrados hasta ese día. Según el historiador Julio Crespo, que escribió un excelente libro sobre el tema, es posible que este viaje haya servido de inspiración al proyecto argentino.

En 1901, setenta muchachas cubanas viajaron desde La Habana hasta la Escuela Normal de New Paltz, en el estado de Nueva York, para formarse como maestras. La directora del Anexo Cubano de la escuela de New Paltz fue la estadounidense Clara Armstrong, que en 1878 había fundado la Escuela Normal de Catamarca, en el norte de la Argentina.

Entre 1869 y 1898 el gobierno argentino contrató a sesenta y una maestras estadounidenses —probablemente viajaron nueve más que no están registradas de modo formal— para trabajar en escuelas normales del interior del país, en muchos casos para fundarlas y, en ocasiones, para ayudar a construirlas. O para defenderlas, cuando se convirtieron en fortines sitiados durante las luchas sangrientas que agitaban la región. Muchas cumplieron los contratos de dos o tres años y regresaron a su país; otras se afincaron en la Argentina, casadas o no; dos de ellas se establecieron como pareja en la provincia de Mendoza durante cincuenta y tres años; ninguna se casó con un argentino. En su mayoría cumplieron con los requisitos pedidos por Domingo Faustino Sarmiento, el impulsor del proyecto: eran solteras, “de aspecto atractivo, maestras normales, jóvenes pero con experiencia docente, de buena familia, conducta y morales irreprochables y, en lo posible, entusiastas y que hicieran gimnasia”2.

Excéntrico en todos los sentidos posibles, de nariz achatada y labios gruesos, orejas sobresalientes y con un aspecto general alejado de cualquier idea de belleza, provinciano, vehemente, colérico, escritor genial, Sarmiento era autodidacta por conversión desde que intentó, sin lograrlo, entrar al colegio de Ciencias Morales de Buenos Aires. Aprendió griego, latín y francés con un tío clérigo y a los veinte años, en Chile, tuvo una hija con una alumna de diecisiete. La madre se desentendió de la niña y él la tomó bajo su cuidado, le dio su apellido y la llevó a San Juan, para que la criaran su madre y sus hermanas. A los treinta y cuatro años había fundado varias escuelas en Chile y la Argentina y un periódico desde el que lanzaba diatribas al gobierno central, sobre todo a las masas gauchas e indígenas, a las que llamaba la barbarie. Desde muy joven rumiaba varias obsesiones mesiánicas. Una de ellas era unir en una gran confederación a los estados argentino, paraguayo y uruguayo. La capital sería Argirópolis, una ciudad utópica emplazada en la isla Martín García, en ese tiempo en manos de Francia. Otra era cambiar el sistema educativo rioplatense. El 28 de octubre de 1845, exiliado en Chile por el gobierno de Juan Manuel de Rosas, partió hacia España con el encargo del ministro chileno de Instrucción de estudiar los sistemas educativos de distintos países europeos.

Las ciudades de Europa lo decepcionaron: “He visto sus millones de campesinos, proletarios y artesanos viles, degradados, indignos de ser contados entre los hombres, la costra de mugre que cubre sus cuerpos, los harapos y andrajos de que visten…”3. Ya hacia el final del viaje, en Londres, encontró unos escritos del pedagogo estadounidense Horace Mann. Así descubrió al gran reformador de su tiempo, el hombre que había aplicado en las escuelas públicas de su país las nuevas teorías pedagógicas del suizo Johann Heinrich Pestalozzi. Varado en Liverpool, con pocos recursos, se embarcó rumbo a Estados Unidos en el Montezuma, “un rápido velero que hubiera hecho once nudos con la más leve brisa”4, para entrevistarse con Mann.

Durante dos meses viajó en trenes, barcos y diligencias por veintiún estados y una parte de Canadá, una recorrida que registró en una bitácora de viaje alucinada: “Veinte millones de habitantes, todos educados, leyendo, escribiendo y gozando de derechos políticos”5. Su exaltación le impidió tomar nota de la pobreza del sur, del analfabetismo, de la cuestión de la esclavitud, de la guerra contra México, en la que Estados Unidos se había apropiado de más de la mitad del territorio vecino. Viajó desde Nueva York hasta Boston haciendo un rodeo desmedido, de más de mil kilómetros hacia Búfalo, en el noroeste, para conocer las cataratas del Niágara y los lagos de Ontario, donde albergó “el secreto deseo de quedarme por ahí a vivir para siempre, hacerme yankee”.

Aunque el país entero lo fascinó, Nueva Inglaterra fue su “patria de pensamiento”. Boston vivía en ese entonces una especie de siglo de las luces; era el centro cultural más sofisticado de la nueva nación, vecino de la Universidad de Harvard y del foco de filósofos de Concord. El pensamiento de Margaret Fuller, figura destacada entre los trascendentalistas y precursora del feminismo moderno, postulaba una definición del papel de la mujer que tuvo una notable influencia en la personalidad literaria de Jo March, la heroína de Mujercitas. El padre de Louisa May Alcott, su autora, pertenecía al cenáculo de filósofos que había florecido en Boston en 1830 alrededor de Ralph Waldo Emerson. Con su estilo desmesurado y florido Sarmiento describió Boston, el “santuario de mi peregrinación” —ya que allí vivía Horace Mann—, como “la reina de las escuelas de enseñanza primaria”, “la ciudad puritana, la Menfis de la civilización yankee”.

Horace Mann recibió al argentino en su casa, donde transcurrieron dos días de conversaciones que terminaron con la visita de Sarmiento, escoltado por la señora Mann, a la Escuela Normal de Lexington. Allí, escribió luego Sarmiento, “no sin asombro vi mujeres que pagaban una pensión por estudiar matemáticas, química, botánica y anatomía, como ramas complementarias de su educación. Eran niñas pobres que tomaban dinero anticipado para costear su educación, debiendo pagarlo cuando se colocasen en las escuelas como maestras; y como los salarios que se pagan son subidos, el negocio era seguro i lucrativo para los prestamistas”6.

En esos años secretario del Consejo de Educación de Massachusetts, Mann era el gran innovador de la educación primaria de Estados Unidos. Se contaba que había cerrado su despacho de abogado con la máxima “que mi

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