1La montaña de cristal
(1592-1595)
El conquistador desposeÃdo era Antonio de BerrÃo. HabÃa llegado por primera vez a las Indias hacÃa dieciséis años, a la edad de sesenta, como soldado en la reserva. Nacido en 1520, el año de la marcha de Cortés sobre México, BerrÃo participó en muchas de las guerras que confirmaron y al mismo tiempo deterioraron la gloria española. Luchó en Siena; contra los piratas de BerberÃa; en Alemania; en los PaÃses Bajos, a las órdenes del duque de Alba; en Granada, contra los rebeldes musulmanes conversos. Vio morir a dos de sus hermanos en el campo de batalla; un tercer hermano habÃa muerto en Lepanto, la famosa victoria naval española sobre los turcos que no solucionó nada.
BerrÃo se casó ya mayor, a los cincuenta y tres o cincuenta y cuatro años. Su mujer era sobrina del conquistador Quesada, que capturó el tesoro de los chibchas y fundó, en la zona que abarca aproximadamente Colombia, el reino español de Nueva Granada. Quesada era rico; sus fincas estaban valoradas en catorce mil ducados anuales; poseÃa el tÃtulo de adelantado.* Pero querÃa ser el tercer marqués del Nuevo Mundo, después de Cortés y Pizarro. Si lo descubrÃa, El Do
* En adelante, aparecen en cursiva las palabras en castellano en el original. (N. de la T.)
 rado serÃa ese tercer marquesado: era el trato que habÃa hecho, ya anciano, con el rey de España. Su expedición duró tres años; de dos mil personas, sobrevivieron veinticinco. Quesada murió años después, desfigurado por la lepra. Sus tierras de Nueva Granada pasaron a su sobrina, y a través de ella a Antonio de BerrÃo. Esa era la herencia que BerrÃo, cuando se retiró de las guerras de Europa, fue a reclamar a las Indias, en 1580. TenÃa sesenta años, pero su familia era joven. Su hija mayor tenÃa cinco años; su hijo, dos.
Cuando BerrÃo llegó a Nueva Granada descubrió que una cláusula del testamento de Quesada le exigÃa «con suma insistencia» que continuara la búsqueda de El Dorado. «Juzgué que no era momento de descansar», escribió cinco años más tarde. Y al cabo de trece, cuando la búsqueda habÃa pasado a ser un modo de vida, no pudo dar otra explicación. «Las circunstancias y mi propia inclinación eran suficientes en sà mismas para convencerme de ello; y asà determiné hacer los preparativos y partir en busca del mismo. Reunà una nutrida tropa y gran cantidad de caballos, ganado, municiones y otros pertrechos necesarios; y con tal equipo, que me costó mucho oro, me puse en marcha.» Pero aquellos preparativos, reflejados en una sola frase, llevaron finalmente tres años.
BerrÃo hizo tres viajes. El primero duró diecisiete meses; murieron varios hombres. El segundo acabó a los veintiocho meses. «Mientras me fabricaban canoas para descender por este rÃo, un capitán se amotinó y huyó con la mayorÃa de sus hombres, de modo que me vi obligado a salir en su busca.» El tiempo se desvanace en la narración de BerrÃo, como los esfuerzos, como el paisaje mismo, y BerrÃo se dispone a iniciar el tercer viaje. Han pasado diez años. Tiene setenta; tiene seis hijas; su hijo ha cumplido doce y acompañará a su padre en la exploración.
Este fue el gran viaje, al que BerrÃo se referÃa una y otra vez, no por los prodigios que habÃa visto ni por haber atrave sado un nuevo continente, sino porque a mitad de camino realizó una hazaña que a su entender le vinculaba con los héroes de la Antigüedad.
El plan consistÃa en bajar por el Orinoco hasta la región montañosa de El Dorado y buscar desde el rÃo un paso por la cordillera que se consideraba guardiana de la fabulosa ciudad. Era una expedición pequeña, con menos de ciento veinte hombres, con pocos porteadores y negros. La mitad de los hombres fueron por el rÃo en veinte canoas, a las órdenes de BerrÃo; la otra mitad con los doscientos caballos por la orilla del rÃo, a las órdenes de un viejo soldado que habÃa estado al servicio de Quesada.
Asà viajaron durante un año. Las montañas no les ofrecieron ningún paso. Después llegó la estación de las lluvias. Acamparon en las orillas anegadas del Orinoco y empezaron los problemas. «Se habÃan perdido las canoas, y desertaron tres escuadrones de españoles, treinta y cuatro hombres en total, llevándose muchos caballos. Una enfermedad parecida a la peste mató a todos mis porteadores y a más de treinta españoles.» Para evitar más deserciones y descartar cualquier idea de regresar a Nueva Granada, BerrÃo ordenó que mataran al resto de los caballos. Fue el acto heroico del que, cuando acabó el viaje, no dejó de maravillarse.
Se comieron los caballos. Construyeron cuatro canoas con troncos de árbol ahuecados y bajaron por el rÃo hasta llegar a la tierra de los caribes. Los caribes eran antropófagos. Dos veces al año, sus flotas de hasta treinta canoas subÃan por el rÃo, en busca de caza; las orillas habÃan quedado despobladas a lo largo de trescientas cincuenta leguas, engullidas; pero los cazadores con los que se topó BerrÃo eran afables. Les ofrecieron comida. También le ofrecieron a BerrÃo servirles de guÃa durante una parte del camino hasta El Dorado. Le llevaron hasta la desembocadura del rÃo Caroni, al territorio de un cacique llamado Moriquito.
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Moriquito estaba resentido; mantenÃa contacto con los españoles de la costa nororiental. BerrÃo casi habÃa vuelto a la civilización. Moriquito dijo que solo habÃa tres jornadas hasta El Dorado, pero a BerrÃo no le hacÃa ninguna gracia tener a Moriquito encima de él. «Solo contaba con cincuenta soldados, y únicamente quince de ellos tenÃan buena salud. Tampoco podÃa abandonar las canoas, porque, si estas se perdÃan, todo estarÃa perdido.» Otros cinco hombres cayeron enfermos, y cuando estalló una pelea por la comida con Moriquito, BerrÃo decidió marcharse.
Lo que le preocupaba en aquellos momentos era la supervivencia, salir del Orinoco y llegar a una colonia española. Al bajar por el rÃo encontró un fondeadero español, una catástrofe de El Dorado de hacÃa cincuenta años: habÃa muerto un famoso conquistador, compañero de Cortés. Pero el jefe a cuyo territorio llegó a continuación BerrÃo era amigable. TenÃa ochenta años de edad y era amable con todos, incluso con los caribes. ConocÃa bien Trinidad. HabÃa pasado allà su adolescencia para librarse de una lucha tribal y decÃa que habÃa conocido a muchos extranjeros. El estuario del Orinoco no era terreno fácil; pensaba que debÃa proporcionarle un piloto a BerrÃo.
«Seguà el Orinoco hasta el mar. Este rÃo se divide en tantos brazos y estrechos canales que inunda una extensión de doscientas leguas de costa y más de cuarenta leguas tierra adentro. El brazo por el que yo salà da a la isla de Trinidad, que se encuentra a cuatro leguas de la tierra firme. Yo habÃa determinado permanecer allà y colonizar la isla y reunir a mis hombres con el fin de volver a entrar en la Guayana. Pero Dios y mi destino quisieron que tan pronto como nos vimos en el mar nos separásemos. Las embarcaciones eran pequeñas, y los soldados estaban enfermos y eran inexpertos e incapaces de remar. Llegué a Trinidad con veinte hombres y allà permanecà durante ocho dÃas, si bien todos mis hombres estaban enfermos.» 
Eligió los emplazamientos para las colonias que tenÃa en mente: el puerto, la ciudad tierra adentro a orillas del rÃo. HabÃa rastros de oro en los barrancos, y el rÃo, como a imitación de la Guayana, tenÃa el nombre de Caroni. «Hallé la isla densamente poblada por nativos de una raza sumamente domesticada; y la tierra, muy fértil.» Después depositó a los hombres enfermos en las canoas para el último tramo del viaje, muy peligroso, atravesando las corrientes de la Boca del DragÃ