El reino de Celama

Luis Mateo Díez

Fragmento

cap-2

1

Lo que pudiera contar es casi lo mismo que lo que pudiera recordar de un sueño, o de un mal sueño para ser más exacto. A veces pienso que un memorial sería lo más adecuado: poner sencillamente las palabras al servicio de los recuerdos, ordenadas con el único fin de que el olvido no se haga dueño y señor de ese reino de la nada en que se convertirá Celama.

El tiempo fluye con la misma inercia con que sucumbieron aquellos años de desconcierto, cuando la vida no parecía tener un sentido muy claro y la gente volvía a marcharse casi en la misma proporción en que los que se fueron dejaron de volver. Poco a poco se nivelaban las presencias y las ausencias, como si los que permanecían tuvieran borrada la idea de los que marcharon y aquellos se conformasen con la distancia que los haría desaparecer para siempre.

Esas presencias y ausencias se nivelaban a la baja, como todo en Celama, confluyendo en una reducción de la existencia misma: cada vez menos y con menos ganas, en las mismas hectáreas hueras, eso sí, que semejaban alcobas de casas que no se usan, donde los muebles no llenan el espacio sino que lo certifican, porque lo que ya no vale no ayuda a llenar lo que le corresponde sino a corroborar el vacío, que es lo que mejor promueve el abandono.

En cualquier caso, el orden de lo que pudiera contar tiene un principio en la geografía porque Celama, a pesar de todo, sigue siendo un Territorio, quiero decir que lo que subsiste en ese reino desolado es la demarcación de una tierra situada en el centro de la mitad meridional de la Provincia, una franja perfectamente delimitada del resto de la Meseta por los Valles de los ríos Urgo y Sela. El Urgo pone límite a la zona en toda su longitud Oeste y el Sela por el Este. La planicie va perdiendo su carácter hacia el Norte, en la transición de la Cordillera, y también hacia el Sur, donde la aproximación de los ríos, que acarreará la desembocadura del Urgo en el Sela, origina mayor erosión y da lugar a una zona de vallonadas.

Los geólogos dicen que Celama está constituida por terrenos modernos que van del Neógeno al Cuaternario. Antes de que el agua del Pantano produjera la transformación, cuando la tierra mantenía la identidad de su pobreza más antigua, el relato de los geólogos resultaba más evidente y explícito en la aspereza del paisaje. Luego la tierra transformada recuperó un verdor que no le correspondía, ganó la suerte de un raro vergel agrícola, y alguno de los forasteros que cruzaban las hectáreas húmedas rememoraba otra antigüedad mucho más remota, de la que en Celama nadie sabía nada: la antigüedad de los bosques que recriaban en la espesura los animales más variados y de la que, al parecer, había constancia en una lápida dedicada a Diana por el legado de una histórica Legión, allá en los años ciento sesenta después de Cristo. El legado se llamaba Tulio Máximo y dedicaba a Diana la cornamenta de los ciervos cazados en la Llanura.

Pero la descripción de los geólogos se atiene a esa otra aridez de las entrañas en la que el tiempo se mide en cantidades de oscuridad, quiero decir que la materia ordena su formación sin que el tiempo la controle, en cantidades de oscuridad mineral de las que nadie tuvo conciencia.

Dicen que sobre el relieve paleozoico se depositó durante el Mioceno, por toda Celama, un manto de arcillas arenosas con algunos cantos rodados de cuarzo. Y que en el Plioceno, arrastres masivos en forma de mantos cubrieron el substrato arcilloso con un nuevo depósito de materiales sueltos, rañas, constituidas por cantos de cuarcita, arcillas salubosas y limos. Del Cuaternario proviene la formación de los terrenos más recientes de terrazas y aluviales, donde será posible la actividad agraria. La erosión ha eliminado en algunas zonas las capas de rañas, dejando al descubierto retazos del substrato y dando lugar a suelos de tipo arcilloso. La pedregosidad es mayor y más abundante en los suelos que tienen su origen en los depósitos de rañas, más numerosos al Norte de Celama. Suelos ácidos en general, con poca materia orgánica y bajísimo contenido en elementos químicos fundamentales. La escorrentía resulta lenta y el drenaje interno también. La pedregosidad siempre dificultó las labores de estos suelos.

Tampoco sería preciso decir mucho más del destino primordial del Territorio, de esas vicisitudes que los geólogos enumeran como razones compaginadas en los distintos estratos que acumulan su pasado material, pero algo era necesario porque los habitantes de Celama siempre vivieron obsesionados por abrir los Pozos que sirviesen para sangrar la tierra en los reducidos espacios que les permitieran algún cultivo de sustento, entre la fiebre del secano y el pedregal oscuro que brillaba en la planicie como la roña de un cuerpo enfermo.

Alguien podría aventurar que en esa obsesión radica el destino espiritual de Celama, si convenimos que el espíritu es la razón misteriosa que infunde en la carne la inclinación de su deseo de supervivencia, siendo en este caso la carne la tierra misma que los geólogos analizan con esa especie de dictamen que determina su conformación en el tiempo, las vicisitudes de su naturaleza. El agua fue la medida de esa obsesión, tal vez porque las obsesiones más profundas son las que se construyen con lo que no se tiene, con el deseo de lo que se precisa con la urgencia de la necesidad extrema.

Los habitantes de Celama estaban hechos a la incuria de la sequedad, que era lo que los siglos legaban en la Llanura desolada. De esa incuria provenía su pobreza y en el intento de paliarla había, como siempre sucede, una lucha por la vida que animaba el espíritu con la fortaleza de su decisión, aunque el espíritu tampoco tenía muy claramente definidos sus poderes, porque el espíritu se difumina cuando la voluntad no supera el riesgo de la desgracia y el trabajo.

Además de esa razón misteriosa que infunde en la carne el deseo de supervivencia, el espíritu mostraba en Celama su condición fantasmal, también aceptada por los habitantes, porque bajo el manto de las rañas se presentía otro latido distinto al geológico, otra compaginación de estratos que sumaban los malos sueños y los peores augurios, las amenazas que componían en la sepultura de la tierra la morada de los pensamientos mortales. Por eso siempre hubo un temor incierto en el desarrollo de aquella obsesión, como si la tosca técnica de excavar los Pozos acarreara un riesgo añadido, más allá de los derrumbes y el fallo de los artilugios, en la emanación imprevista de un aliento fúnebre, en la maldición de un espectro dormido que no consentiría que no sufriera daño quien perturbara su sueño.

Siempre existió el sentimiento de que la muerte habitaba el subsuelo, y no en vano los muertos bajaban a ella, a recogerse en sus brazos una vez que los hacía suyos. Esa idea del espíritu fantasmal alimentaba el miedo de las noches de Celama, de aquellas en que la Llanura alcanzaba la vibración extrema del vacío, porque todos los años había media docena de noches en que la quietud hacía temblar la atmósfera como tiembla la nada cuando se congela. El miedo era una espina mortal que los más viejos sentían en su desamparo, y esa espina les cortaba la respiración generalmente en el límite del sueño y el sobresalto, alguna de esas noches.

Nadie comentaba nada de esa oculta y penosa emoción y en la conciencia de los habitantes de la Llanura, donde abundaban los creyentes, existía la imagen del Hades como un paisaje de nieve donde se juntan el frío y la inexistencia para hacer de la muerte una morada blanca. También dicen que algunas familias que habitaron las hectáreas del baldío más pedregoso, donde se acumulaban los mayores depósitos de rañas, mantuvieron una extraña fidelidad a un ignorado Dios de la Muerte, que habría de promover el juicio final y la destrucción del mundo sensible por el fuego y el agua. Eso dicen algunos de los pocos que se atreven a contar algo de estas cosas, con más temor que convencimiento.

Lo cierto es que la Llanura no tiene leyenda, nada que enaltezca la memoria con la imaginación de quienes la habitaron para que, en algún sentido, haya un patrimonio idealizado que modifique el espejo de la cruda realidad. Celama aceptó el destino de su pobreza y la suerte y la desgracia de lo que vino después son avatares de ese mismo destino, porque de la pobreza originaria al abandono que se presiente no hay tanta diferencia, apenas el tiempo limitado de un mal sueño del que pueden rescatarse algunos recuerdos.

cap-3

2

El tren de Olencia venía por el invierno de la Vega mientras iba amaneciendo y los ojos de Rapano podían distinguir una línea quebrada que perdía la continuidad en el horizonte, como si de cuando en cuando se cercenaran los límites de la tierra en la escotadura del firmamento.

La Vega era lo único que conocía Rapano y en su conciencia infantil no había otra idea del mundo que la que delimitaban las hectáreas del Caserío de Valma, donde el afluente menor del Sela alimentaba unos pagos escasos en los que había trabajado su padre.

—Era el nueve de enero de mil novecientos cuarenta y siete y yo tenía ocho años. El tren lo habíamos cogido en el apeadero de Valma, a eso de las seis y media, noche cerrada todavía. Desde el Caserío había no menos de seis kilómetros. Los anduve detrás de mi tío, como a lo largo del día habría de andar los veinticinco que restaban de Olencia al pueblo de Celama donde íbamos.

El invierno de la Vega mostraba la sombra parda de las huellas vegetales y los ojos de Rapano filtraban en el sueño, que le llevaba y le traía en el rastro sosegado del amanecer, esas huellas que eran como trapos depositados en la tierra, restos de la abundancia de la cosecha que la helada petrificó.

El tren no alcanzaba una velocidad razonable, avanzaba y se detenía sin necesitar la indicación de un apeadero, permanecía unos minutos quieto, con la respiración entrecortada, y los vagones entrechocaban en el arrastre como si exclusivamente tuviesen la intención de sobresaltar el sueño de algún viajero.

—Nunca había subido en él. En realidad, sólo lo había visto alguna vez en la dirección de Campos, cuando mi hermano Sepa y yo trepábamos a los chopos más altos para que mi madre no nos castigara. El humo que corría más allá de lo que podía apreciarse, había dicho Sepa, era el ordinario de Olencia...

Rapano no llegó a dormirse en aquel tramo ferroviario donde existía la mayor desproporción posible entre tiempo y distancia. En el acoso del sueño encontró el sosiego de una inconsciencia que reforzaba sus pensamientos infantiles, y entre ellos el viaje tenía una emoción especial, nada ajena a un sentimiento de temor y ansiedad.

La Vega corría ahora como había corrido el humo de ordinario, entre inciertos compases que reconvertían la velocidad en un ahogo. Por la ventanilla la veía iluminarse mientras el horizonte mostraba otra lejanía sin escarpaduras y en las sombras pardas brillaban las briznas de hielo.

—Serían las nueve cuando llegamos a Olencia. Al bajar del tren supe que estaba muy lejos, que el Caserío quedaba en otro hemisferio, la misma impresión que muchas veces me contarían los que emigraron de Celama. Puedo decir que fue en ese momento, cuando iba detrás de mi tío todavía por el andén, cuando se me humedecieron los ojos, lo que no había sucedido al despedirme de Sepa y de Amparo la noche anterior, ni al mirar a mi madre inmóvil en la cama desde que mi padre hubo muerto. En el Caserío de Valma, a esa hora, habría un tordo amaestrado que me buscaba por las habitaciones y al que Sepa tendría que echar de casa a escobazos diciéndole que ya no tenía dueño.

El mismo invierno de la Vega, que en igual proporción arruinaba la fronda de las choperas en las márgenes del Sela que la punta de las almenas de Coyanza, erosionadas en multitud de esquirlas, se extendía como una mano muerta hacia el interior que orientaba la carretera en una recta de badenes y costurones, por cuyo centro veía Rapano caminar a su tío, ajeno a la excesiva distancia de sus pasos más cortos, como si no le importara perderle. Corría sofocado en algunos tramos y descansaba inquieto un instante, atento siempre a la figura que alzaba la señal del sombrero de fieltro como un punto móvil en la a veces desesperante lejanía.

—Era una carretera que escoltaban algunos chopos, menos mientras más atrás quedaban Olencia y el río. La mañana de enero no resultaba de las peores, pero yo tenía rotos los codos del jersey y en ellos, lo mismo que en los dedos y en las orejas, me crecían los sabañones. Todo el equipaje era un hatillo que apenas pesaba. Nunca había visto tanta distancia fuera de los sembrados, quiero decir que esa recta me parecía infinita porque por ella daba la impresión de que sólo se podía ir, no volver. Me apuraba todo lo que podía pero no era suficiente para alcanzar a mi tío y hubo un momento en que ya no distinguí el sombrero.

La recta moría en el cruce de la carretera general y Rapano vio un camión que venía por ella con mayor lentitud y estrépito que la locomotora. Corrió de nuevo en el último tramo para verlo pasar de cerca.

—Tenía la cabina colorada y la caja enteramente cubierta por un toldo muy bien atado con muchos cabos. Los bultos que cargaba deformaban el toldo pero era imposible adivinar lo que llevaba. Pasó tan despacio que pude ver muy bien al conductor y a los dos acompañantes: eran albinos los tres y el que me miró tenía el ojo derecho de cristal. Al cruzar la carretera me percaté del rastro que el camión dejaba, una salpicadura de sangre como la que mana de las reses colgadas en el matadero.

Más allá de la general había unas casas esparcidas y un largo recuesto por donde se adivinaba la huella antigua de una carretera comarcal descarnada por las torrenteras. Hacia lo alto del promontorio descubrió de nuevo Rapano el sombrero de su tío pero antes de cerciorarse de que era el sombrero tuvo la duda de que se tratara de un pájaro negro que extraviaba el vuelo para confundirle.

—Los pájaros de esa especie son burlones y taimados, de ahí que puedan amaestrarse, haciendo de su inteligencia el uso que uno quiera...

El tío le aguardaba en el alto.

—Me había echado el hatillo al hombro y según ascendía comencé a sentir un hedor tan fuerte y tan acre que hube de contener la respiración, y casi sin darme cuenta la cabeza empezó a írseme y saqué fuerzas como pude para salir huyendo cuesta arriba. El hedor venía de una montaña de hollejos porque allí al lado había una Alcoholera. Es a lo que por mucho tiempo me siguió oliendo Celama, como si ese recuerdo quedara más vivo que ninguno y el fruto de los viñedos, las híbridas que merendaban los perros cuando no había otra cosa, que era casi siempre, tuviera ya igual aroma en las mismas vides.

El tío se había quitado el sombrero y cuando Rapano llegó a su lado, disimulando la respiración entrecortada y el azoramiento de la tardanza, lo tomó por el ala y lo lanzó con un esfuerzo calculado, de modo que el sombrero voló sobre la tierra hasta una distancia considerable.

—Vete a por él y mira dónde cayó porque allí empiezan Los Confines.

De la frontera de Celama jamás supo Rapano los límites verdaderos, porque esos límites variaban según quién los midiese. Existía la certeza de que Celama era la Llanura entre el Urgo y el Sela, pero las estribaciones de la misma confluían a uno y otro lado de muy distinto modo. Los Confines que indicaba su tío variaron aquella misma mañana, porque cuando corrió tras el sombrero el viento comenzó a llevarlo por el erial y le costó mucho alcanzarlo.

—Supe en seguida lo que era la Llanura. Lo supe en comparación con lo que la Vega suponía en mi recuerdo, quiero decir que la Llanura no era nada en sí misma, ni siquiera me la imaginaba mirándola, sólo en comparación con la Vega, el contraste de los sembrados y el erial, la pobreza y el desorden.

Con el sombrero de mi tío en la mano me quedé tiritando, porque en ese momento sentí un frío muy intenso y un escozor terrible en los sabañones. El viento soplaba con otra intención, acaso porque de aquella en Celama no había árboles, cuatro frutales en alguna Noria, y yo sabía que los árboles son los únicos que suavizan su voluntad.

Esperé a que mi tío viniera o me dijera algo, porque lo de Los Confines no lo comprendía bien. Se acercó y cuando estuvo como a treinta pasos de mí se inclinó en la tierra y me pareció que cogía una piedra del suelo.

—Hasta aquí viniste detrás —dijo mi tío—, y desde aquí te toca ir delante. El camino no tiene pérdida y a casa conviene que llegue primero el que lo hace de prestado.

El tío lanzó la piedra y Rapano la sintió cruzar peligrosamente sobre su cabeza.

—La buscas y la guardas —ordenó mi tío—, para que desconfíes de lo que te dan sin merecer.

La luz del invierno era más viva en la planicie, como en esas habitaciones desoladas donde al encender la bombilla no hay obstáculos que la tamicen, aunque la viveza de la desolación siempre sea más gélida. Había algunas nubes moradas en el horizonte y un fulgor macilento que se diluía en la atmósfera, entre livianas esquirlas que el viento levantaba en los posos helados.

Rapano comenzó a caminar. Sentía a su tío tras él, en una distancia incierta, pero no se atrevía a volver los ojos. También de vez en cuando le escuchaba decir algo pero sin llegar a entenderle. Miraba inquieto las hectáreas baldías y lo que más le impresionaba era el brillo oscuro de las piedras, un raro brillo de metal oxidado o corteza calcinada que mineralizaba la erosión.

—Tuvieron que pasar algunos años para que yo entendiera lo que supone ser huérfano. Un niño de ocho todavía vive en ese limbo que aligera la memoria porque apenas hay huella de lo que se vive inmediatamente, aunque luego lo que se vivió, casi sin conciencia de ello, imprime un sentimiento mucho más profundo.

Fueron los kilómetros más largos de mi existencia y fui comprobando que la tarde venía a la Llanura con la misma precipitación del viento, tal vez porque era el viento lo que a la Llanura traía y llevaba la mayoría de las cosas. También comprobé que Celama era la misma en toda su extensión, quiero decir que, salvando los Pozos y las Norias que la moteaban con la determinación del oasis en el desierto, nada variaba en el erial que configuraba la capa de un mendigo abandonada porque ya no servía para cubrir la miseria, ni los sarmientos leñosos que a veces arañaban una hectárea con igual penuria y parecido sufrimiento.

Las indicaciones de su tío se habían traducido definitivamente en las pedradas que le lanzaba, con algunas advertencias poco comprensibles. Tardó algunos kilómetros en entender el nombre de los pueblos que iban sorteando.

El oscurecer fue menos precipitado, porque al filo de la tarde el viento cesó y un frío inmóvil comenzó a espesar la atmósfera, como si entre la tierra y el firmamento creciera un humo raro que fluía del hielo de una hoguera.

Rapano presentía que en la dirección de la Llanura, mientras más se internaban y más cerca estaba la noche, más difícil sería llegar a ningún sitio. Hizo un esfuerzo por acostumbrarse a aquel destino que le haría transitar sin reposo por un paisaje que al ser siempre el mismo comenzaba a dejar de existir, como en los sueños donde el espacio no tiene medida porque no tiene identidad.

—Había perdido el rumbo porque, más allá de las pedradas de mi tío, alguna de las cuales me había rozado las orejas, había extraviado el sentido y era como una máquina pequeña que sale aturdida de las vías y pita para no descarrilarse. Debí ir muy lejos, mucho más allá de lo preciso, y mi tío tuvo que correr tras de mí para llamarme...

Del resto de aquel primitivo nueve de enero en que llegó a Celama no tiene Rapano más recuerdos. La casa de Dalga era un tendejón con el techo de barro. A su tía Olina la vio en la cama, tan quieta y callada como su madre.

—Me acosté donde mi tío me dijo, cruzado al final de una cama grande y seguí tiritando hasta quedar dormido. Cuando había entrado en calor otro frío más fuerte vino a dañarme el vientre y gemí bajo la manta sin atreverme a quejarme. Los dedos de los pies de mi tío Ascario buscaban el calor de mi regazo.

cap-4

3

En Sormigo lo único que sabían de los alemanes es que eran rubios, por eso cuando avisaron que venía uno de ellos a experimentar un artilugio para hacer Pozos, la mayor decepción fue comprobar que era un calvo de perilla plateada.

Fueron las hectáreas de más pedregal las elegidas, un terreno abandonado donde alguna vez hubo vides y el asiento de las cepas todavía mostraba la huella herrumbrosa.

Nada podía concitar más expectación en Celama que el anuncio de alguna nueva técnica para excavar los Pozos. Desde que la Llanura era Llanura, solían decir los más memoriosos, no quedó más remedio que mirar para abajo porque por arriba no había solución.

El primero que clavó una barra para alumbrar las aguas subterráneas lo hizo, Dios sabe cuándo, guiado por la fe de la desesperación, pero algún geógrafo había corroborado, más allá de la condición endorreica de Celama, ese subsuelo propicio. Y un ingeniero había comentado, mucho tiempo atrás, cuando ya los Pozos sangraban en las hectáreas yermas, que aquello era posible por la existencia de microconglomerados de cantos de cuarcita en el substrato arcilloso, que constituían acuíferos muy importantes.

Pero el problema seguía siendo cómo excavar los Pozos, cómo sacar la tierra y horadar los siete u ocho metros de profundidad hasta llegar al agua.

—De lo que es un Pozo —diría el Alemán en Sormigo— nadie va a darme lecciones. Los que tengo vistos, según venía, están hechos con más paciencia y trabajo que inteligencia, y si se hiciese un cálculo aproximado del costo humano de los mismos, tendríamos que convenir que hacerlos así es un disparate, porque una cosa es sangrar la tierra y otra muy distinta matarse en ello.

Escuchar al Alemán añadió más decepción a la ya provocada por la calva y la perilla. El Alemán se expresaba en un castellano perfecto, sin el menor acento extranjero. La única nota exótica era su indumentaria: un traje de mezclilla con pinzas en la chaqueta, una camisa de amplio cuello y un pañuelo floreado.

Había llegado conduciendo un coche difícil de identificar, probablemente compuesto y rectificado con restos de varias marcas, y en el Casino de Sormigo, antes de empezar la operación en las hectáreas elegidas, dio algunas explicaciones más o menos difusas, indicando someramente en un plano la mecánica de su artilugio.

—Lo que consigue esta técnica —dijo a modo de resumen— es que extraemos la mayor cantidad de tierra en el menor tiempo posible y con un costo humano inapreciable, porque el esfuerzo le compete todo a los bichos. Aquí la inteligencia está en el cuidado de la extracción, los animales tiran con los balancines y los baldes garantizan no menos de media tonelada por vuelta. Ustedes me escogen los mejores machos y yo les demuestro lo que consigue la ingeniería germana cuando lleva a efecto lo que se propone...

No hubo réplica porque en Sormigo la expectación estaba ya muy por encima de la decepción que había causado el Alemán y, además, la noticia se extendía por Celama y en el pueblo querían ser los primeros en comprobar la eficacia del artilugio.

—Mire, aquí los Pozos —fue la única observación que un Viejo le hizo al Alemán— siempre los hicimos de descanso, con ladrillo de muro para empedrarlos cuando se pudo. Y esto supone que a la boca en vez de redonda le damos forma de huevo, y lo que queda de resalte nos va sirviendo de escalón o descanso para ir subiendo la tierra que se saca. Tres vigas y un gancho para que tire el macho de las canastas es todo lo que se necesita.

—Demasiado poco... —le aseguró el Alemán—. El esfuerzo es más grande mientras la técnica es más simple, no hay que engañarse. Y la más simple de las técnicas es la que deja al cuerpo humano el mayor compromiso.

Los elementos del artilugio eran descargados de una camioneta, en el lugar elegido, por los tres ayudantes del Alemán, que vestían unos monos de mahón bastante raídos y grasientos y tenían el aspecto de los húngaros que algún que otro verano cruzaban Celama con sus carromatos. La tez oscura de los laboriosos ayudantes contrastaba con la plateada perilla de su jefe, y la siguiente decepción de la jornada fue ver salir al Alemán de la cabina de la camioneta, donde discretamente había cambiado la indumentaria, embutido en un mono de iguales características. En menos de media hora, mientras los cuatro sudaban acarreando los materiales e iban armando el artilugio, la perilla había perdido cualquier rastro de brillo plateado.

—Ingeniero no es... —dijo alguna de las mujeres que se sumaban al corro, respetando la distancia que el propio Alemán había aconsejado, para que todos pudiesen contemplar la demostración sin problemas.

—Ni Alemán parece... —aventuró otra de las mujeres, dejando en el aire esa duda que hasta el momento nadie se atrevía a hacer pública.

—Que sea lo que sea... —dijo una voz taxativa y contrariada—. Lo único que importa es la máquina.

La máquina era difícil de describir y cuando estuvo compuesta despertó en los espectadores, a partes iguales, asombro y escepticismo.

—Es un telar muy raro... —aseguró el mismo Viejo que le había hecho la observación al Alemán en el Casino.

Un árbol clavado en tierra, una anilla en lo alto con seis vientos, un disco bien amarrado por los cables, un eje con su palanca y la polea que salía entre el árbol. Luego otra polea a la orilla por donde rulaba y bajaba el cable al Pozo, y el tiro de los animales con unos balancines que sacarían la tierra en unos baldes enormes. En los vientos, que tenían las clavijas bien clavadas, había al menos metro y medio de sólidas cadenas.

La máquina restallaba en el esfuerzo de arranque, y en ese esfuerzo, todavía desorientado por el ímpetu ciego de los animales, todo se sumaba en un costoso temblor, en una desarticulada sensación de que los elementos que la componían no lograban compaginarse. Era un esfuerzo seco, compulsivo, que arrancaba el trallazo de las cadenas y tensaba con peligro los cables mientras pujaban unos vientos con otros.

El Alemán daba nerviosas instrucciones a sus ayudantes, que ya contaban con el ofrecimiento de los más dispuestos de Sormigo, aquellos que más fácilmente se animaban a echar una mano. El hombre parecía presa de una creciente excitación, intentaba que nadie hiciese nada antes de tiempo y controlaba cada uno de los elementos, repasando los ejes, aquilatando las poleas, asegurándose de los balancines.

Cada uno de los intentos parecía condenado al fracaso. El arranque en seguida se frustraba y los trallazos de las cadenas y los cables en la anilla daban la impresión de que la máquina era incapaz de articular la fuerza, y la violencia era un residuo incontrolado que demostraba penosamente el desajuste del artilugio.

Cuando el Alemán trepó por el árbol con un enorme martillo y un cortafríos, los ayudantes le gritaron inquietos y por primera vez se escuchó su nombre que, al menos en los oídos de los espectadores, sonó con toda su estridencia teutona.

—Valor no le falta... —dijo una de las mujeres, viendo cómo el hombre alcanzaba la anilla sorteando el disco y la palanca y comenzaba a operar en las alturas.

—Ni confianza en lo que se trae entre manos... —reconoció otra a su lado, mientras los ayudantes, que sujetaban los animales, repetían con creciente inquietud su nombre.

Nadie supo nunca en Sormigo cómo arrancó la máquina, qué raro brío hizo que los animales iniciaran el arrastre sin que ninguno los dirigiese ni lograra contenerlos, y con qué extraña pericia saltó el Alemán a tierra entre la furia de los vientos y el tenso vértigo de los cables y las cadenas.

Al asombro y temor de los espectadores, que abrieron el corro entre los gritos de los niños asustados, sucedió la emoción de comprobar cómo el artilugio lograba una violenta armonía, en la que todos sus elementos funcionaban compaginados y los baldes arrancaban la tierra en proporciones casi imposibles de medir, como si la tierra fuese propicia a esa violencia que laceraba su superficie y sus entrañas, tan lacradas por la costra de la incuria.

El Alemán de Sormigo, porque así quedó grabado su nombre en el recuerdo, cavó sesenta y seis Pozos en Celama y perdió la vida en el sesenta y siete, cuando un gancho se partió con el asa de un balde y el balde desprendido le alcanzó en la cabeza.

La máquina siguió armada en el lugar de ese Pozo inacabado, en unas hectáreas del peor secano de la Llanura. Los dos de los tres ayudantes que con él habían venido a Sormigo, y con él permanecieron, no mostraron la mínima intención de seguir con el modesto negocio. La máquina, decían, tiene un punto que sólo quien la inventó sabe darle.

Durante años el árbol alzó su centro con la anilla y el disco como la enseña malograda de lo que consigue la ingeniería germana cuando lleva a efecto lo que se propone. Luego las clavijas se corroyeron y dejaron caer los vientos y el mismo árbol se derrumbó talado por el invierno de la Llanura.

cap-5

4

Por el camino de Hoques no había nadie en la mañana helada. La hora y la distancia ayudaban a los pasos secretos de Elirio porque nadie madrugaba en esos días de febrero y los cinco kilómetros en esa dirección eran cinco kilómetros sin destino para cualquiera que tuviese dejadas de la mano de Dios las hectáreas en el invierno.

En realidad, en esos meses todas las hectáreas estaban dejadas de la mano de Dios, pero había caminos entre las Norias y senderos por los Pozos que seguían frecuentándose, porque algo siempre quedaba por hacer en algún sitio, por mucho que la desgana también enfriara la voluntad de moverse.

Rodeó el pueblo, simulando la desorientación de quien sale sin muchas convicciones sobre la ruta a seguir, y cuando tomó el camino de Hoques se detuvo un instante y miró a sus espaldas, hacia la mediana lejanía donde las casas estaban dormidas en el desorden que en vez de amontonarlas las esparcía extraviadas.

Elirio se había percatado de ese desorden, que afectaba a los pueblos de Celama, cuando regresó de su segunda emigración. Tras la primera le sucedió lo contrario: el contraste de aquella disposición alterada de las casas, emancipadas una a una como islotes en un imposible archipiélago, le llevó a pensar que no era allí donde se había perdido la armonía, sino en las ciudades y pueblos por donde había estado.

Existía un canon en el interior de su mirada y su memoria que otras miradas y recuerdos no habían logrado alterar, y en los primeros días del regreso sintió no sólo esa paz de la Llanura, que tanto alimentaba las nostalgias de los que se iban, sino ese criterio del adobe desparramado con una libertad caprichosa que hacía de las casas refugios de la soledad de cada uno, parapetos del respeto o la indiferencia.

Pero cuando volvió de su segunda emigración, el canon interior de su mirada y memoria se había borrado en los largos años de ausencia, y a ello había contribuido la convicción de que Celama no representaba otra cosa, más allá de las nostalgias y el desamparo, que un brumoso pasado lleno de incertidumbres y sufrimiento. La paz de la Llanura era más exactamente la de la pobreza, y en la cansada observación del emigrante enfermo que volvía derrotado, era el desorden lo que estructuraba aquellos pueblos dejados de la mano de Dios, crecidos en el naufragio del archipiélago, con el adobe que aferraba su existencia como una lepra calcinada.

Acababa de tomar el camino cuando tuvo la impresión de que le seguían. Los cinco kilómetros escoltaban en algún tramo la huerga, derivaban entre los viñedos más nutridos, que ahora mostraban el exterminio de los sarmientos, y dividían las hectáreas en una longitud en la que confluía la demarcación de varios pueblos.

Aminoró la marcha, simuló atarse una bota apoyándola en una piedra. La mañana tenía el blancor helado que acabaría asentándose como una costra por todo el firmamento a lo largo del día. Sólo por un instante dudó Elirio si dar la vuelta. Era imposible que en aquel tramo alguien pudiese acecharle sin ser visto. Volvió a caminar decidido y fue al cabo de medio kilómetro cuando comprobó que era un bicho el que venía detrás. Entonces se sentó a esperarle para que tomara confianza y en unos minutos vio a un perro que le observaba a la vera del camino. Le llamó pero el perro parecía recelar.

—El mejor amigo del hombre y el más fastidioso... —musitó al emprender el camino, después de hacer el gesto de tirarle una piedra.

A lo largo de los kilómetros el perro vino tras él, guardando una distancia razonable pero sin perderle en ningún momento de vista, como un tozudo merodeador. Cuando Elirio se detenía, él hacía lo mismo, y cuando apuraba el paso ganaba la distancia adecuada.

—Nadie tiene en el pueblo un perro así... —pensó Elirio—. Puede llevar tres días sin comer y a lo mejor me quedo corto. La oreja rota es de haber peleado con otro por un mendrugo y el andar medio lisiado, más de viejo que de impedido. Es de los que no tienen collar ni amo, de los que viven de las uvas, los ratones y los pájaros, hasta que el invierno los condena...

Era un perro sin raza, raquítico y enfermo, con el pelaje arruinado de los proscritos. Llegó al punto en que el camino de Hoques viraba hacia la encrucijada de la carretera comarcal y se detuvo para comprobar que el hombre, que ya parecía totalmente desentendido de él, se salía hacia una senda menos precisa en dirección a una casilla que limitaba con los marjales.

Vina le había dicho a Elirio que aquella era la última vez que se arriesgaba a verle. Los kilómetros longitudinales desde su casa al camino de Hoques, que ahora tenía que desandar, eran sólo tres pero las veredas resultaban menos gratas y el invierno derruía los pasos y hacía más costosa la desolación de los atajos.

El perro la vio salir de la casilla una hora después de que hubiese entrado el hombre y aguardó unos minutos para comprobar que también el hombre salía y retomaba la senda hacia el camino. Le sintió pasar muy cerca y todavía, durante unos instantes, le vio alejarse sin mucha decisión, como si el regreso contuviera el desánimo de lo que se pierde.

Vina tuvo el presentimiento de que alguien la seguía pero no se atrevió a contener los pasos agitados. El desánimo de lo que se pierde se diluía en su corazón entre la zozobra y la duda de lo que nunca se tuvo, porque el amor de Elirio duraba bastante más de lo que duraron sus dos emigraciones, y esa duración marcaba un tiempo de esperanza y desgracia que presidía su matrimonio con Somes y dos hijos que habían nacido en el recuerdo de quien hizo imposible la fidelidad debida.

El perro mantenía tras ella una distancia calculada. Respiró al comprobar que se trataba de un escuálido bicho, como si esa comprobación limitase la inquietud que siempre alimentaba sus pensamientos, porque en los avatares de su relación con Elirio jamás había existido un momento de sosiego: la desazón guiaba el destino de un amor desordenado que le había causado el mismo sufrimiento en el secreto de la pasión y en la ausencia.

—Nadie tiene en el pueblo un perro así... —pensó Vina para tranquilizarse.

De todas formas hizo un regreso mucho más precipitado, porque aquella vigilancia a sus espaldas no le resultaba nada grata. En su memoria de niña había un perro proscrito que una mañana la había hecho correr desesperada, y los perros, aun los más mansos y familiares, concitaban un recelo que la mantenía a la reserva, incapaz de tratarlos con la naturalidad con que lo hacía con los gatos y demás animales.

Entró en casa por el corral. La mañana intensificaba su blancura de hielo, inmovilizada como si esa palidez fuera ganando un espesor cada vez más aterido. La Llanura incrementaba el vacío invernal, la inclemencia de la nada que se esparcía con la misma parsimonia con que días después caerían los copos de una nevada que inundaría el alma de los amantes.

Esa misma mañana cuando Somes asomó al tejar, tras oír la voz de Vina que le reclamaba para el desayuno, vio a un perro que parecía aguardarle en la distancia que mantienen los animales cimarrones que vuelven al dueño dispuestos a restituir el pedazo de fidelidad que traicionaron.

—Surco... —exclamó Somes incrédulo, viendo cómo el perro alzaba la cola raída y ladraba con una furia desafiante cuando Vina asomaba temerosa a la ventana.

cap-6

5

El viejo Rivas se moría en el Argañal. Era una muerte lenta y contradictoria que ya duraba veintiséis días. Los dos médicos que le visitaron coincidieron en el mismo diagnóstico: los pulmones del viejo ya no daban más de sí y lo que quedaba era aliviar un final irremediable que no podía demorarse.

—Ahora o nunca... —dijo aquella mañana, cuando Celda, la hija mayor, entró en la habitación con la palangana de agua tibia y la toalla—. Llamas a Benigno a Omares y que venga con el coche...

Celda no pudo contener las lágrimas y, mientras el viejo intentaba incorporarse con un penoso esfuerzo que le hacía boquear, dejó la palangana y salió corriendo de la habitación casi sin voz para llamar al resto de la familia.

El viejo Rivas había logrado sentarse en la cama y había alcanzado el bastón que colgaba del cabezal. Entraron las tres hijas con Celda más asustada que ninguna y tras ellas asomaron dos de los yernos.

—Te dije que llamaras a Benigno, cabeza de chorlito... —gritó el viejo alzando amenazante el bastón—. Todas me sobráis menos Menina, que es la que mejor me viste. Y vosotros, que ya veo que hoy no salisteis al campo, esperar fuera para ayudarme a bajar...

Los yernos se miraron indecisos, incapaces luego de entender el gesto urgente y desesperado de Celda y Henar, que nada más salir de la habitación prorrumpieron en un llanto indignado.

—Sois los hombres los que tenéis que sujetarlo... —dijeron ambas—. Que se muera fuera de la cama será la mayor vergüenza que pueda pasarle a esta familia.

Los yernos volvieron a mirarse cohibidos y cuando Zarco tomó la decisión y Herminio le siguió, las mujeres duplicaron el llanto, mientras en la habitación se escuchaba, entre ahogos, la voz del viejo Rivas que las insultaba.

—Que venga Benigno... —se le oyó repetir— u os rompo el bastón en las costillas, malas pécoras...

Zarco se acercó exagerando el gesto contemplativo de quien busca un razonamiento tan pertinente como inútil, y Herminio se mantuvo en la media distancia exagerando una mirada suplicatoria.

Menina vestía a su padre con notable destreza, aunque el esfuerzo era excesivo para ella sola, porque el cuerpo del viejo sucumbía en su propio peso.

—Ayudarla, galopines... —ordenó a los yernos—. Ya que no fuisteis al campo, echar al menos una mano. Las bocas que comen en esta casa siempre justifican lo que comen.

—No hay razón para que usted haga esta locura, estando como está... —acertó a decir Zarco, dispuesto a ayudar a Menina.

El viejo Rivas tenía ya puestos los pantalones y Herminio alcanzó las botas que estaban debajo de la cama.

—Ahora o nunca... —repitió el viejo intentando acompasar la respiración, mientras Menina guiaba su brazo derecho por la manga de la camisa—. Nunca me resigné a que la muerte me pillara donde le diese la gana...

Hasta que Benigno llegó de Omares con su coche de punto, el viejo Rivas permaneció sentado en la cama. Celda y Henar sollozaban a los pies de la misma, intentando sin remedio que atendiera a la súplica de volver a acostarse, y Menina le había cepillado la chaqueta y derramaba sobre su cabello un poco de colonia para peinarle.

—Así me gusta... —dijo el viejo complacido— que me pongas guapo. Tu madre, después de tantos años, no tiene por qué verme llegar hecho un carcamal. Y vosotras callaros, que me aturdís con esa puñetera murga. En vez de tanto lloro, traerme una copa de orujo, que me parece que voy a necesitarla...

Los yernos bajaron al viejo Rivas, que mantenía el bastón en la mano y lo golpeaba en los peldaños para indicarles que necesitaba un reposo. Menina iba delante de ellos y Celda y Henar ya no lograban contener el llanto, observando la penosa operación desde lo alto de la escalera.

Benigno había aparcado el coche al pie del portal y cuando vio al viejo Rivas en los brazos de los yernos fue hacia ellos por el zaguán dispuesto a echar una mano.

—Ese Ford... —le dijo el viejo— es el mismo en que tu padre llevó a una novia y a un novio al tren de Olencia hace casi tantos años como tú tienes...

—Son vehículos eternos, don Venancio. Apenas hubo que cambiarle las ballestas y rectificar cuatro cosas del motor.

Benigno ayudó a colocar al viejo Rivas en el asiento trasero y a su lado se sentó Menina.

—Vosotras dos... —dijo el viejo señalando a Celda y Henar que lloraban sin consuelo— podéis venir si acabáis el concierto. Para echarme a perder el viaje con esa llantina no os quiero, así que ahora mismo decidís...

Celda se sentó junto a Benigno y Henar atrás, al lado de Menina. Los yernos querían subir al pescante pero no se atrevían a hacerlo.

—Caronte tiene plazas para todo quisque... —consintió el viejo Rivas—. Y ahora, Benigno, vamos a ver algo de lo que más me gusta de Celama, aquella Noria de Romayo donde cuando era chaval planté un cerezo.

Era media mañana y la brisa de la primavera que llegaba retardada al Argañal todavía mantenía el frescor del rescoldo de los hielos. El viejo no había consentido que bajasen el cristal de la ventanilla y la brisa batía su rostro con esa lumbre fría que aliviaba y agobiaba su respiración en igual medida.

Los kilómetros de la Llanura tenían una lentitud que el Ford de Benigno exageraba, como si el vehículo tuviese conciencia de la finitud del caprichoso viaje. El propio Benigno conducía con una especie de indecible desgana, sintiendo en la precaria velocidad el destino del tiempo y las hectáreas que fluían con la misma indolencia con que se va borrando lo que se pierde.

Todos guardaban un extremado silencio en el interior del coche, y los yernos ni siquiera se atrevían a mirar desde los pescantes. Sólo los ahogos del viejo Rivas moteaban la desolación del viaje, un eco gutural en la caverna de los pulmones, un desfallecimiento que le hacía boquear.

—Allí está la Noria y aquel es el cerezo... —indicó Benigno al pie del polvoriento camino que conducía a un oasis bastante desamparado.

—La flor se helará como siempre... —dijo el viejo Rivas—. El año que se logre el fruto el Páramo será el paraíso y los bienaventurados bajarán a mirarlo y nos lo dirán luego a los que estemos en las calderas de Pedro Botero, que seguiremos sin creerles. Vamos al Lozo, que quiero ver aquellas vides que plantó mi padre...

Celda y Henar retomaron el llanto. Menina había acercado la mano derecha a las de su padre, que sujetaban sin fuerza el bastón entre las rodillas. Las acarició y sintió en ellas el mismo frío de la brisa que avivaba el rescoldo de la mañana. Los ojos del viejo Rivas encontraron la mirada siempre ausente de Menina, la que más le recordaba aquella otra que la ausencia de tantos años jamás había reconducido al olvido.

—Mi niña muda... —musitó sin lograr que sus manos le obedeciesen para devolver la caricia.

El Ford surcaba un camino polvoriento y los yernos se defendían con dificultad de la ingrata tolvanera. Se divisaban algunos Pozos en la distancia y, en las hectáreas yermas, las vides abandonadas que todavía durante algún tiempo continuarían dando algunos frutos malogrados.

—Así se pierde lo que no se cuida... —dijo el viejo contrariado—. No llegues al Lozo, Benigno, que no quiero mirar lo que mi padre aborrecería.

El Ford se había detenido. El llanto de las hijas era más desesperado.

—¿Y dónde vamos ahora, don Venancio...? —quiso saber Benigno.

—Lo que queda hasta el Morgal de memoria lo sabes... —dijo el viejo—. A estas dos pesadas las dejamos en el cruce de la carretera para que se callen de una puta vez y los maridos las lleven a casa. Quería ver antes esa Piedra del Rayo que hay en la Linde de Serigo pero me parece que no me queda tiempo...

Celda y Henar se bajaron en el cruce amenazadas por el bastón del viejo y los yernos aceptaron contritos lo que las dos hijas consideraban el mayor desatino de aquel hombre, incapaces de contener el llanto y hundidas en el dolor y la indignación.

—Llamáis a don Fidel para que, si quiere, bendiga lo que dejo, este despojo humano que todavía llevo puesto... —ordenó con acritud—. Y lo que me sigáis llorando de vuestra cuenta queda, porque no hay cosa que más me joda en el mundo. Anda, Benigno, que para los tres kilómetros que restan al Morgal puede que ya no tenga aliento...

Se había recostado en el asiento mientras el Ford retomaba una marcha ligera con la que Benigno pretendía salvar los baches que asediaban la carretera comarcal. Menina volvía a acariciar las manos de su padre, que acababan de soltar el bastón. Los ojos del viejo Rivas surcaban la Llanura con la misma mirada con que el navegante surca las encrespadas aguas intentando divisar el faro que guíe su destino en el regreso de la costa.

—Páramo de mi vida... —musitó con los ojos extraviados en el erial que la mañana alzaba como una ola de piedra y sufrimiento.

cap-7

6

Hacia el mediodía comenzaron a llegar la media docena de coches que habrían de juntarse en la Hemina de Midas, donde Roco y sus dos hijas, Aceba y Mara, se habían refugiado, después de malvender la casa de Dalga y las dos Norias más maltrechas que les quedaban, las heredadas de su difunta madre.

En la Hemina de Midas había una casa abandonada, que reconstruyeron como buenamente pudieron, y a ella llevaron los cuatro enseres rescatados y el único baúl de sus pertenencias, un viejo trasto que olía a alcanfor y lana. Llegó primero el coche de Avidio y cruzó la Hemina por el camino polvoriento que conducía a la casa, pero antes de alcanzarla se detuvo un momento.

—Ésta es la piel de la miseria... —musitó escupiendo el palillo que sujetaba entre los dientes, mientras observaba el pedregal—. Cincuenta céntimos el metro cuadrado para un incauto que no sepa lo que son las rañas...

Roco le esperaba a la entrada de la casa y le indicó la sombra de dos frutales arruinados para que aparcase.

—¿A qué huele...? —quiso saber Avidio, que olfateaba un aroma de hierbas al bajar del coche.

—A los corderos que asan Aceba y Mara. La lumbre la tenemos detrás y en la sombra del corral está la mesa puesta.

—Si invitas es que puedes... —comentó Avidio desconfiado, evitando la mano de Roco y palmeándole el hombro.

—Se puede con lo que se tiene y con lo que no se tiene, siempre que se sea generoso. Uno de pobre ya no baja porque ya llegó al último escalón. Comer y beber en un día como éste, sólo es un gesto agradecido...

—Todavía no me enteré de lo que se celebra.

—Con el estómago lleno se ven las cosas mejor. Lo que está garantizado es lo que asan mis hijas, el vino, el café y las copas. A lo que huele es a tomillo y a sarmientos...

El mediodía alcanzaba una luz primaveral que sacaba un brillo oxidado a las piedras. Aceba y Mara habían logrado cubrir la mesa con un mantel de retales bastante disimulados y la loza de la vajilla mostraba las violentas mordeduras de unos platos que debían de tener muy distintas procedencias, tantas como dibujos y colores. Las servilletas debían provenir de los mismos retales del mantel y la cubertería era tan escueta que difícilmente ofrecería una navaja y un tenedor para cada comensal. Las jarras del vino eran más fáciles de compartir y, cuando los invitados comenzasen a hacer uso de ellas, Roco estaría especialmente atento para rellenarlas. En el pellejo quedaba por lo menos una arroba y había una botella de coñac y otra de anís.

—Huele que alimenta, es verdad... —corroboró Avidio, que se había acercado a la lumbre, donde trajinaban hacendosas las cocineras.

—Para beber no hay que esperar a que lleguen los otros... —aclaró Roco alcanzando una jarra.

Los otros fueron llegando en cortos intervalos. En el coche de don Rabanal vino también Bugido y después llegaron, cada uno en el suyo, Risco, don Manolín, Orbe y Palmiro. Todos ellos, menos Orbe que era el director de la Caja de Anterna, hicieron la misma parada que Avidio en el camino polvoriento de la Hemina, y todos pensaron en la piel de la miseria y en el valor exiguo de cada metro cuadrado de aquella escueta tierra que brillaba oxidada, como si la luz primaveral contribuyese a iluminar la herrumbre de su abandono.

—Ni para trigo argañudo, Bugido, te lo digo yo... —aseguró don Rabanal—. Si éste es el patrimonio de Roco, ya podemos darnos por jodidos los acreedores...

—El patrimonio hay que sacarlo a flote porque, como usted bien sabe, es muy frecuente dar largas cambiadas y disimular lo que se tiene y lo que no se tiene... —opinó su acompañante—. Esta Hemina no lleva precisamente el nombre de un pobre.

—Jamás conocí a nadie que se llamara Midas.

—Es el nombre de quien convierte en oro todo lo que toca.

—En la miseria de los créditos lo convierte Roco... —masculló don Rabanal—. La invitación que hoy nos trae aquí es la quimera de un pobre desgraciado. Se pierde el tiempo viniendo y, mucho más, viendo estas rañas...

Los invitados se saludaron con más desconfianza que complacencia. La extrañeza de verse juntos acarreaba casi tanta prevención como disgusto, ya que en algunos casos ni siquiera la relación era buena. Sólo Orbe, como director de la Caja de Anterna, tenía más datos para calibrar el nexo de los convidados, porque los relacionaba profesionalmente y estaba mejor informado que ninguno de la situación financiera de Roco, aunque acudía al banquete tan extrañado como los demás.

—Cuando se invita a tanta gente... —le dijo don Manolín a Roco en un aparte— hay que contar con el beneplácito de la concurrencia. Yo con Risco no me hablo desde hace ocho meses y donde don Rabanal come, prefiero en vez de alimentarme escupir...

—La vida no me dejó ser dueño ni siquiera de las amistades... —se disculpó Roco, pasándole una jarra de vino—. Estoy en las manos de quienes echármelas quisieron, unos con mejor voluntad que otros y todos, finalmente, al cuello. Este convite es, antes que nada, una muestra de agradecimiento...

—Yo no la necesitaba... —dijo don Manolín sin disimular el aborrecimiento—. A mí con que me pagues lo que me debes, me es suficiente. Comer y beber con esta jarca puede destrozarme el estómago.

En la contemplación del asado de Aceba y Mara hubo unanimidad. La carne llegaba en las fuentes de barro y el aroma fluía del jugo como una emanación de sustancias perfumadas. Las hijas de Roco habían partido las hogazas de pan y se mantenían a los extremos de la mesa con el gesto hacendoso y discreto de las sirvientas que velan para que nada falte.

—La pinta que tiene esta carne... —reconoció Palmiro, conteniendo con dificultad el ímpetu glotón— dice mucho de lo que valen tus hijas. La fama de cocineras y atildadas la tienen mejor ganada que la tuya, amigo Roco. El jugador y el manirroto siempre la ganan a base de perderse, y en perjuicio de los demás.

—Ellas salieron ambas a su madre... —reconoció Roco, que no cejaba en llenar y pasar las jarras de vino—. De mí, apenas tienen el azul de los ojos y el cariño con que me corresponden. Con su compañía es con lo único con que puedo compararme al Midas de esta Hemina...

Se habían ido sentando alrededor de la mesa y el orden demostraba con mayor claridad la animadversión que la confianza. Las hijas de Roco advertían del mal estado de las sillas y, en algún caso, estaban dispuestas a proporcionar un apolillado cojín para salvaguardar el asiento.

—Hay convites pensados de tal manera... —dijo Risco abalanzándose sobre las primeras tajadas y sin disimular el gesto airado— que lo mejor que puede pasarles es que acaben lo antes posible. Seguro que de los presentes no hay nadie que no tenga prisa.

—No hay obligación de entretenerse más de lo debido... —asintió Roco complaciente—. Mi intención no era otra que la de convocar a quienes tanto debo, como muestra agradecida de lo poco que puedo.

—Y tanto que debes... —dijo don Manolín torciendo el gesto, mientras alcanzaba una segunda tajada—. Nos ha jodido aquí el amigo Roco. Tanto y tan mal debido, que sólo por misericordia se alargan los plazos, aunque en la vida todo tiene un límite.

—Eso de lo poco que puedes no se entiende bien... —dijo Bugido muy circunspecto, después de mondar un hueso—. Puede el que arrima el hombro, el que madruga y no trasnocha, el que tiene bien demostrada la intención de saldar las deudas.

Era Orbe, el director de la Caja de Anterna, el único que mantenía una atención silenciosa, atraído por la curiosidad de aquella celebración, en la que todos participaban con aparente malestar pero dando cuenta de los alimentos y la bebida sin la mínima contención. El pellejo del vino se iba desinflando con notable celeridad y las fuentes quedaban arrasadas. Todos los presentes eran clientes suyos, y a todos podía contabilizarles, por distintos conductos, los créditos y los débitos que ataban a Roco, en más de un caso de forma sangrante.

—Lo que no hay es postre... —dijo el anfitrión, cuando sus hijas retiraron las fuentes—. El banquete del pobre siempre queda cojo, aunque en la Hemina de Midas se celebre. Lleno las jarras y liquidamos el pellejo. Luego el café, eso sí, hay dos botellas de coñac y anís para acompañarlo...

A los comensales no pareció agradarles la noticia. Orbe vio el rostro desairado que unificaba en todos ellos el mismo gesto de desprecio, la salpicadura del vino que acentuaba el rencor de las miradas, sobre todo las que se dirigían los que compartían el mayor aborrecimiento.

—Llamas pobre al tacaño... —dijo Bugido con voz espesa, mientras la jarra se le iba de la mano—. Un dulce no iba a aumentar mucho el déficit de tus finanzas, otra cosa son los naipes...

Aceba y Mara servían el café y Roco dejó sobre la mesa las botellas de coñac y anís.

—Ahora, si me lo permiten —dijo, cuando ellas se retiraron— les cuento un sueño que mi hija Aceba tuvo la otra noche.

Los comensales tardaron un momento en darse por enterados. Las botellas corrían de mano en mano con excesiva codicia y Roco aguardó paciente a que todos se sosegasen.

—Vino Midas a la Hemina en el sueño de Aceba y le acarició el cabello para que se despertara. Le dijo: no tengas ningún miedo que soy el rey de esta tierra del mismo modo que lo soy de Frigia. El dios Dioniso me ha dado el don de convertir en oro todo lo que toco. Sal a la Hemina y elige las siete piedras que más te gusten y me las traes que yo te las devolveré convertidas en oro. Aceba hizo lo que el rey le dijo y, cuando por la mañana, me contó el sueño, yo entendí que esas siete piedras eran para sufragar las deudas de los siete acreedores que se sientan a esta mesa...

Los comensales miraban atónitos a Roco y por un instante parecían haber perdido el interés de disputarse las botellas.

—Ni los sueños ni los cuentos valen para otra cosa que hacer de la vida una estúpida quimera... —dijo don Rabanal—. Cualquiera que observe esas piedras... —indicó, señalando los cantos oxidados del yermo— sabe que nada hay más ajeno a ellas que el oro. Midas tendría éxito en Frigia pero siempre fracasaría en Celama.

—Tienes a las hijas un poco grilladas... —opinó Palmiro—. Contando esos sueños no vas a casarlas.

—¿Y cuándo dijo ese Midas que volvía con las piedras convertidas en oro...? —quiso saber Risco.

Roco se encogió de hombros. Orbe le vio alzar luego los brazos con un gesto resignado, después volver a bajarlos y llevar las manos a los bolsillos del raquítico pantalón. Extrajo con la misma resignación los forros de los bolsillos, vueltos y rotos como dos monederos esquilmados, y los mostró como el inocente muestra la inútil prueba de su descargo.

—Pues la verdad —dijo Roco, después de un largo silencio que los acreedores respetaron— es que eso que comieron y bebieron es todo lo que había. Los dos corderos, el pellejo, el pan, el café y las botellas. Ahora puedo jurar que se acabó lo que se daba. La Hemina está empeñada y la única esperanza que queda es que lo que soñó Aceba sea cierto.

cap-8

7

A Verino lo esperó su madre como Penélope esperó a Ulises, pero la madre de Verino no tejía y destejía para alargar la espera, entre otras cosas porque se había quedado ciega, y además porque a nadie le urgía el regreso, antes al contrario, en el regreso de Verino nadie creía doce años después de su partida y tras la comunicación del mando Divisionario, en la que se le había dado por muerto o definitivamente desaparecido allá por los alrededores de alguna ciudad rusa de la república de Ucrania.

La espera de la vieja Ercina estaba alimentada, sin embargo, por una carta de Verino, que ni el mismo mando Divisionario debió conocer, y de la que, por supuesto, tenían noticia todos los habitantes de Hontasul. En Celama habían sido tres o cuatro los reclutados con el engaño de un destino aventurero, en aquella División que ayudaría a los alemanes en Rusia. Ninguno de ellos había vuelto.

Era una carta escrita desde un hospital de Jarkov donde, al parecer, estaba recluido a consecuencia de una herida mal curada en el muslo izquierdo, tras haberse extraviado en la retirada de las tropas alemanas y convivir como desertor con los partisanos rusos, al menos eso daba a entender.

—No sé si dice que va a morir o que viene... —comentó angustiada la vieja Ercina, indicando temblorosa los renglones de aquella carta que, por lo escueta y dramática, vaticinaba casi el estertor de quien la había escrito.

—Lo que parece decir es que, en cualquier caso, alguien vendrá en su nombre para que usted no se quede definitivamente sola, si él no puede. Allí da la impresión que Verino encontró un compañero a quien no le importa volver para que no pierda del todo a su hijo.

—Qué historia más rara... —decía la vieja Ercina—. ¿Qué hijo dejaría de serlo para que otro lo sustituya? Es hijo único el que no tiene hermanos y Verino lo fue por la gracia de Dios y de mi esposo, aquel hombre que me lo hizo la misma noche que al despertarse sintió que el corazón se le acababa y a mi lado quedó, muerto de repente con la conciencia del deber cumplido.

Todavía existe en el camino de Loza, a tres kilómetros de la carretera de Hontasul a Sormigo, una lápida que alguien labró con menos destreza de la necesaria, en la que puede leerse con demasiada dificultad un nombre extraño y una fecha desvaída. Está medio enterrada entre la cuneta y la linde de la hectárea donde la vieja Ercina tuvo la Noria que un día atendió su marido, antes de la noche en que se le acabó el corazón.

—Nadie en Hontasul da demasiada fe de ella... —decía Leda a su prima Osina, una tarde que la buscaban mientras cortaban altamisas.

—Porque de la historia del ruso nadie quiere acordarse. En el pueblo, muerta Ercina y muerto aquel hombre que vino de tan lejos, todo fueron dudas y figuraciones.

—Con la yema del dedo... —dijo Leda cuando descubrió la lápida y, después de limpiarla, buscó las toscas hendiduras que componían las letras— algo puede leerse, pero es un nombre tan raro. La fecha sí que se borró...

Las dos muchachas estaban arrodilladas en la cuneta, embebidas en el hallazgo que refrescaba la memoria de una historia incompleta.

—Dice Boris Olenko... —leyó Leda, y su prima Osina dejó que guiase la yema de su dedo índice por las letras desvaídas, hasta cerciorarse.

—¿Es de veras un nombre ruso...? —quiso saber.

—De Ucrania... —informó Leda, recordando lo que había oído—. De otra Llanura que como ésta tiene el límite de dos ríos, que en vez de llamarse Urgo y Sela se llaman, si no me equivoco, Dniéster y Don. Dicen que muchísimo más grande y menos pobre.

Habían pasado dos años desde que la vieja Ercina recibió aquella especie de carta testamentaria que alimentaba, a partes iguales, la esperanza y el sufrimiento. En la madrugada de un doce de noviembre, con la planicie helada y la atmósfera corrompida por el frío, vino un hombre por el camino de Loza y, al llegar a la altura de la Piedra Escrita, se detuvo un momento, dicen que sacó del macuto que cargaba a la espalda un papel arrugado y, después de consultarlo como si se tratase de un plano, cruzó hacia las hectáreas del Podio, en línea recta a la casa de la vieja, que era la primera en las estribaciones del pueblo.

—Ese hombre, según le oí a mi madre... —dijo Leda— vestía un abrigo muy largo, llevaba un pasamontañas y tenía la barba y el bigote muy crecidos. Tu madre se acuerda menos porque era la más pequeña, pero todo el mundo en Celama supo en seguida que se cumplía lo que la carta de Verino anunciaba, aunque a la vieja Ercina, como era de esperar, aquello le causó al principio más dolor que alegría.

El hombre llamó a la puerta del corral. Traía las manos enfundadas en unos guantes de lana y calzaba botas de media caña bien claveteadas. Parece que la vieja Ercina estaba dormida y tardó mucho en despertar. La vista ya la había perdido por completo pero dominaba a la perfección los espacios de la casa y el corral, hasta los últimos rincones. Cuando tomó conciencia de que llamaban, se incorporó en la cama, y cuando escuchó la voz del hombre supo, a ciencia cierta, que Verino había muerto, duda que siempre había guardado en secreto como alimento de una inútil esperanza, y sintió miedo, un miedo tan extraño que llegaba a paralizarla y hacerle dudar si debía contestar a aquella llamada de alguien a quien también secretamente se había acostumbrado a esperar.

—El hombre hablaba sin mucho acento, aunque con frecuencia decía cosas y palabras que no podían entenderse. Estaba claro que la amistad con Verino no sólo le había servido para aprender el idioma, sino también para conocer todo lo que de Celama Verino recordaba.

—La llamaba madrecita... —dijo Osina, que intentaba de nuevo guiar la yema del dedo índice por las letras borrosas—. Así la llamaba desde aquella misma madrugada hasta el final. La tía Leda dice que es el diminutivo familiar de los rusos.

—Mi madre se lo oiría en alguna ocasión. Es verdad que la llamó así aquella madrugada, cuando Ercina se levantó y bajó las escaleras para abrir la puerta del corral.

Se había puesto una toquilla sobre los hombros y bajaba inquieta, con más lentitud que nunca.

—¿Quién llama...? —inquirió, sin albergar la más mínima duda sobre la identidad del que lo hacía.

—Ábrame, madrecita... —suplicó el hombre—. Soy el hijo que viene de parte del hijo. Casi un año llevo de viaje para llegar a esta tundra, que tanto se parece a la mía.

El hielo de la madrugada seguía corrompiendo la atmósfera y probablemente la tundra era en la memoria del hombre el mismo Territorio helado que derrotaba la distancia, quiero decir que el destino de tan largo viaje no parecía corresponderse con las fatigas del mismo, porque Celama formaba parte de la misma memoria.

Boris Olenko siempre reconoció, en aquellos años que vivió en la Llanura, el aroma originario de los desiertos que cultivaban la intemperie con parecidos vientos y un gemelo cansancio en los horizontes, apenas diferenciado por la sombra de los abedules.

—Ella se resistía a abrirle... —dijo Leda— porque tanto tiempo y tanta confusión la habían hecho tan temerosa como desconfiada. En el pueblo respetaban y atendían a Ercina sin que se percatase, para no abrumarla. Mi madre y mi tía decían, a la vista del cambio que se produjo en su carácter con la llegada del hombre, que nadie supo nunca lo que pudo pasar en el corazón de la vieja, porque la soledad y el sufrimiento son las mejores prendas del secreto.

—Se hizo a la idea de que era de verdad su hijo... —comentó Osina, que no lograba completar el apellido con la yema del dedo.

—El hombre vivió esos años como hijo y como ruso, trabajó las hectáreas y la siguió llamando madrecita. Nunca tuvo muchas amistades ni era demasiado elocuente, pero alguna que otra vez, en el Casino de Sormigo o en las tabernas de Loza y Hontasul, bebía como los más aficionados y sólo en un carro era posible volverlo a casa.

—Tampoco tardó mucho tiempo en saberse que estaba enfermo... —dijo Leda—. Cuando hay nieve y se escupe sangre no hay modo de disimular. Los tres años que Ercina lo tuvo de hijo cambiaron su carácter y luego, como dice mi madre, a la felicidad de tenerlo le sucedió la pena y la melancolía de haberlo perdido, igual que había perdido al hijo verdadero.

El hombre parecía no tener fuerzas para seguir llamando. Intentó apoyarse en el vano de la puerta y suspiró para contener el desfallecimiento y no dar muestras del mismo. Los últimos kilómetros de la Llanura habían agotado sus pasos pero sabía que debía sacar fuerzas de flaqueza, porque la ilusión de la llegada tenía que acomodarse al optimismo de estar cumpliendo una promesa o una expiación.

—Ábrame, madrecita... —repitió de nuevo— que soy el hijo que viene de parte del hijo.

—Dime si murió... —inquirió la voz trémula de la vieja Ercina.

—En mis brazos... —confirmó el hombre.

—Entonces espera que me seque las lágrimas y, mientras lo hago, vete decidiendo lo que vas a decirme en seguida, porque de esto sólo vamos a hablar ahora, cuando todavía no te he abierto ni te he visto la cara. Nadie viene desde tan lejos por razones materiales ni tampoco por una promesa sentimental, yo soy lo suficientemente vieja para saber algo del corazón humano. Lo suficientemente vieja y lo suficientemente curtida, y ni un día dejé de pensar inquieta en la carta de Verino. ¿Me estás escuchando...?

El hombre había acercado el oído a la puerta y sujetaba las manos abiertas sobre ella.

—Sí, madrecita... —confirmó.

—Pues lo que tengas que decirme, dímelo ya —le urgió la vieja Ercina controlando a duras penas la emoción y el dolor de sus palabras, que vaticinaban la presunción más oscura que durante tanto tiempo había corroído su corazón—. No me engañes y, por Dios, hazlo antes de que empiece a quererte como a él le quise.

Los guantes del hombre acariciaron las esquirlas del hielo en la madera de la puerta y el esfuerzo de la caricia preludiaba su desplome porque era como un movimiento inanimado, el rastro insensible de una huella aterida por donde su conciencia llegaba a congelarse.

Fue entonces cuando la vieja Ercina escuchó sus desolados sollozos y tuvo la seguridad de que ese llanto de arrepentimiento se compaginaba con lo más oscuro de su presunción, aquel secreto que venía turbando el sueño de sus noches, cuando el rostro rejuvenecido de Verino musitaba su nombre y de sus labios brotaba un hilo de sangre.

—Vamos, no te dé miedo... —le urgió, mientras comenzaba a abrir la puerta con el corazón invadido por la piedad.

—Madrecita... —suspiró el hombre, a punto de derrumbarse— a lo que vengo es a pedirle perdón por haberlo dejado morir.

Leda y Osina guardaban silencio. Por el camino de Loza se levantaba un viento ralo y en la lejanía de la carretera de Hontasul podía predecirse el ruido de los camiones de la Ruta.

—¿Por qué lo enterrarían aquí, estando el cementerio de Santa Trina tan cerca...? —preguntó Osina.

—Por la religión... —dijo Leda—. Boris Olenko era ortodoxo, como casi todos los rusos.

—¿Y a Verino...? —inquirió Osina, como si en ese instante el recuerdo del hijo verdadero de la vieja Ercina le resultara un enigma que el tiempo y la distancia envolvían sin remedio.

—A Verino lo enterró la vieja con ella... —dijo Leda muy seria— porque un hijo sólo puede enterrarse en el corazón de la madre que lo pierde.

cap-9

8

Si hay que fiarse de los invitados conviene reconocer, porque en eso existe unanimidad, que fue Belsita la que le dio la primera bofetada a Pruno. Luego Pruno se la devolvió y ya, la tercera y la cuarta pillaron por el medio a la madrina y al padrino, quiero decir que, antes de que se enzarzaran directamente en el vertiginoso cuerpo a cuerpo que les hizo caer por las gradas del altar, el padrino, que no era otro que el padre de Belsita, y la madrina, que era la madre de Pruno, recibieron, al interponerse en la reyerta, las dos bofetadas más estrepitosas y desconsideradas de la ceremonia.

Bueno, en realidad habría que añadir la que se ganó don Sero, que era el celebrante, pero desgraciadamente no fue una bofetada, fue un puñetazo, lanzado de forma desafortunada por el novio, poco antes de rodar por las gradas, y que dejó a don Sero con el ojo izquierdo a la virulé.

Hasta ese momento la ceremonia se desarrollaba con normalidad, si descontamos la visible tensión que existía desde el comienzo entre los novios, que los invitados achacaban a la falta de consideración de la novia por haber llegado tres cuartos de hora tarde, estando como estaba su casa apenas a diez minutos escasos de la Iglesia.

Se les veía inquietos, escoltados por los padrinos en el altar, intentando hablar uno con otro más de la cuenta, hasta el punto de que don Sero, en alguna ocasión, les había hecho una educada advertencia para que prestasen más atención a la ceremonia o para que se apaciguaran. La madrina contó después que Belsita estaba imposible y el padrino dijo que Pruno era un manojo de nervios.

Pero, en fin, en estos acontecimientos es, a veces, difícil mantener la compostura, porque hay una ansiedad acumulada que te hace perderla y cualquier contratiempo pone patas arriba el sosiego necesario. Lo normal es que los novios estén bajos de forma, más cariacontecidos y resignados que otra cosa, y así es como habitualmente se les ha visto en Celama, pero si los nervios se desatan no hay miramientos y, en ese caso, más que a un acontecimiento social se puede asistir a un accidente. Los invitados de la boda de Belsita y Pruno coinciden en decir que, más que un accidente, aquello fue una catástrofe.

—Conociéndola a ella... —afirmaba Sole, una de las nueve primas de la novia, que llevaba seis años sin hablarse con la misma, y asistió a la ceremonia obligada por su madre bajo la amenaza de que si no lo hacía y le daba un beso de enhorabuena, sería literalmente echada de casa— no hay de qué extrañarse. Peliculera, pagada de sí misma, con ganas de armarla a la primera de cambio. La gente es que no se acuerda de las cosas, pero ya cuando hicimos la Primera Comunión, hace tanto tiempo, no quiso abrir la boca, y cuando el propio don Sero la conminó a que lo hiciese, contestó que es que la hostia suya era más pequeña que la que acababa de darme a mí. Y hasta que el pobre don Sero no encontró en el copón otra hostia a su gusto, no quiso comulgar...

También coinciden los invitados en que todo lo que sucedió en la Iglesia de San Nono, al menos en aquel primer acto, fue tan rápido y precipitado como en esas malas comedias en las que el autor liquida los hechos por la vía del medio sin que prácticamente haya tiempo de enterarse.

Todos escucharon, eso sí, el no rotundo de Pruno cuando don Sero le preguntó si quería a Belsita por legítima esposa, el insulto de ella y el grito que acompañaba a la primera bofetada, mientras la bandeja de las arras, que sostenía un monaguillo, saltaba por los aires, y algo parecido a la amenaza de que el anillo te lo vas a tragar, se mezclaba con las otras bofetadas.

Los invitados, que llenaban la nave central de San Nono, estaban de pie, y el armonio finalizaba un motete de forma bastante desinflada.

Se oyó el no de Pruno y, los más atentos, opinaron luego que fue un no rencoroso, premeditado, no precisamente la negativa del novio dubitativo que hasta el último momento aguanta la zozobra, como le sucedió a un viudo de Omares en las terceras nupcias, que negó con un gesto contrito y lloroso, justificando después avergonzado su decisión porque no era posible que a la tercera fuera la vencida, ya que para entonces tenía otra novia embarazada en un barrio de Olencia.

—Doña Dina y don Tero miraban estupefactos desde el altar, cada uno con la mano en la mejilla donde habían recibido la bofetada... —dijo Sino, el primo segundo de Pruno, a quien le correspondía hacer de testigo— y los hijos ya estaban agarrados como dos fieras, rodando gradas abajo, sin que nadie todavía reaccionase, porque los que estábamos más cerca no tuvimos tiempo de percatarnos. Don Sero se había vuelto al altar, ya con el ojo a la virulé y, es de suponer, que huyendo de la quema, igual que el monaguillo de la bandeja que salió corriendo por el centro de la nave como alma que lleva el diablo. A Belsita y a Pruno los separamos entre Garzo y yo, con la ayuda de los que después fueron reaccionando. De lo que se decían en ese momento es mejor no hablar, porque esas cosas era la primera vez que se escuchaban en una Iglesia de Celama, posiblemente en la historia de la Santa Madre Iglesia en su totalidad.

En la reyerta, como era de prever, había sufrido más desperfectos el traje de la novia que el del novio, si además tenemos en cuenta que, en un momento dado, ella intentó estrangular a Pruno con el velo.

El ramo fue lo último que pisoteó Belsita, cuando ya habían logrado sacar al novio de la Iglesia y a ella la mantenían sentada en uno de los primeros bancos, todavía dando voces y soltando imprecaciones, mientras algunos familiares hacían salir a los desconcertados invitados que, como pasa con los espectadores de los dramas más emotivos cuando se desmorona el decorado en la escena culminante, tenían tan suspendido el ánimo que no acertaban adónde dirigirse.

¿Qué puede hacerse en una boda después de un suceso como éste? Los invitados se arremolinaban silenciosos en el atrio de la Iglesia y vieron consternados cómo se llevaban a Belsita los padres y los parientes más cercanos, igual que poco antes habían hecho los suyos con Pruno. Nadie se atrevía a decir nada, sólo alguno de esos niños incordiantes, que en las bodas tanto se aburren, comenzaba a lagrimear y decir que tenía hambre. El banquete estaba lógicamente dispuesto en los salones del Casino de Arvera.

—Hombre, yo pienso que lo mejor es aguantar un poco... —opinó Emilio Yerto, intentando introducir una pizca de humor y optimismo en el ambiente, mientras ofrecía un pitillo a los más cercanos—. A casa hay tiempo de volver y después de la tempestad siempre viene la calma. Esos dos van a reflexionar en el momento en que se les pase el berrinche.

Don Sero salía precipitado, la teja en la mano y el ojo a la funerala. Los presentes pretendieron recibir alguna indicación pero el párroco no parecía muy propicio.

—Quiero hablar con las familias... —dijo según se iba—. La boda más que suspendida está destrozada, sólo hay que mirarme.

Emilio Yerto tenía razón, tal vez porque podía recordar la boda de un tío suyo, que no era de Celama, al que llevó a la Iglesia la pareja de la Guardia Civil, aunque en aquel caso hay que constatar que el padre de la novia era el Comandante del puesto y el tío de Yerto uno de esos seres sin voluntad y carácter a quienes la indecisión de última hora se les puede convertir en auténtica enfermedad del alma. El asunto era distinto, pero también la boda peligraba. La conducción, eso sí, se apalabró entre los progenitores, con la única condición por parte de la madrina de que no se le llevase esposado.

No habían transcurrido dos horas cuando los invitados, esparcidos con discreción por los alrededores de la Iglesia, los bares y las casas próximas de los amigos, comenzaron a ser convocados de nuevo. Era el padre del novio el que primero daba la cara para exponer, sin engorrosas explicaciones y con un talante educadamente exculpatorio y hasta forzadamente jovial, que todo estaba de nuevo a punto, y que a Belsita y a Pruno había que perdonarlos porque los nervios los habían traicionado. Le acompañaba el hermano mayor de la novia, corroborando las palabras e intentando alguna broma indirecta que, los de mayor confianza, celebraban encantados.

—Cuando se tiene el gas que esos dos tienen... —decía el hermano, ajustándose premioso la corbata.

En general los invitados reconocen que cuando vieron venir a los novios de la mano, cruzando la Plaza en dirección a la Iglesia, con los padrinos tres pasos detrás de ellos y el resto de los familiares a su vera, dieron por concluido el incidente y, algunos, no sólo por concluido sino por disculpado. Quiero decir que en ese momento todos estuvieron dispuestos a olvidar el penoso suceso, como se olvidan las desgracias que enturbian la memoria de lo que no paga el tiro recordar.

—No fue ése mi caso... —dijo en seguida Sole, la prima que hizo con Belsita la Primera Comunión—. Conociendo como conozco a esa pécora sabía de sobra que la guardaba. El orgullo que tiene sólo es comparable a la mala idea, y si mi hermana Tilde contara lo que le hizo una vez por haber estrenado unos pololos como los suyos, se vería hasta qué punto es vengativa. A mí lo que me ahorraron los acontecimientos fue tener que darle la enhorabuena, y con eso me siento más que pagada.

La comitiva entró en la Iglesia y, como digo, los invitados volvieron a ocupar los bancos de la nave central con el lógico sosiego, más allá de alguna que otra broma entre los más jóvenes, indicio de que las aguas volvían definitivamente a su cauce, con el único contratiempo poco reseñable de que el armonio se había encasquillado y sonaba como la voz de un tartamudo.

Desde luego, lo que más agradecieron los invitados fue ver cómo los novios, ya situados en el altar, entre los padrinos y esperando a que saliera don Sero, se mantuvieron cogidos de la mano y, durante un momento, volvieron el rostro hacia la nave y dedicaron una sonrisa de halago y disculpa a los presentes.

Parece que don Sero tardó unos minutos más de lo debido en salir, porque en la sacristía se discutió la conveniencia o no de que lo hiciese con gafas negras, ya que en el tiempo transcurrido el ojo se le había literalmente tapado y el hematoma iba a ser un signo muy inapropiado para la solemnidad de la ceremonia. Pero don Sero era un cura experimentado que había pechado con contingencias mucho más arduas, hasta se contaba de él que en los días perniciosos de la Guerra Civil había tenido que celebrar misa con leche de oveja, sin que le importara un comino que el rito tuviera reminiscencias priscilianas o que la leche se cortase, con tal de que la misa sirviera para la necesaria edificación de los fieles.

La ceremonia iba viento en popa y hasta el armonio retomaba, como buenamente podía, las notas desinfladas del motete, pero los invitados, y esto no queda más remedio que reconocerlo porque la mayoría no lograron superar la zozobra en el momento culminante de la misma, urgidos sin remedio por el recuerdo tan inmediato del desaguisado, se pusieron de pie con temor, hasta el punto de que en el interior de la Iglesia podía escucharse, como se suele decir y una vez que el armonio guardó silencio, el batir de las alas de una mosca o, mejor aún, el leve chisporroteo de las palomitas de aceite o el temblor del pábilo de las velas.

Don Sero carraspeó y cuando, dirigiéndose a Pruno le inquirió si aceptaba a Belsita como legítima esposa, ese silencio tenía la carga que auspicia las revelaciones más cruciales en los dramas decimonónicos. El sí de Pruno fue rotundo y cualquier oído medianamente dispuesto pudo percibir el suspiro de la nave y hasta algún que otro invitado, sobre todo en las últimas filas, corroboró con gratitud, y de forma excesivamente anticipada, que habría banquete.

La voz de don Sero, ya sin carraspeos, inquirió a Belsita si aceptaba por esposo a Pruno, y según cuentan los invitados la Iglesia ya estaba lo suficientemente relajada como para que nadie se llamara a engaño. Parece que el no fue, al principio, un no musitado, que no llegó más allá del altar, probablemente ni siquiera a los oídos de los padrinos ni del celebrante, aunque sí a los del novio, porque en esos vertiginosos momentos se percibió en su cuerpo algo parecido al movimiento que produce el impacto de un perdigón.

Don Sero repitió la pregunta y, como todavía nadie en la nave se había percatado de lo que sucedía, la repetición conmocionó a los invitados e hizo que un imprevisto murmullo segregara el estupor, como si uno de los candelabros del altar acabara de estrellarse en el suelo, cosa que por cierto sucedía en el momento en que la voz de Belsita decía un no como un latigazo y, ya ante el asombro y la consternación general, se daba media vuelta, recogía con un gesto imperativo la cola del traje de novia, después de deshacerse del velo, y bajaba decidida las gradas del altar para salir por el pasillo central con el paso más vivo que le permitían sus arreos, repitiendo que una y mil veces no, que no y que no.

—Mire usted... —dijo doña Fida, la mujer de Heleno Mera, un matrimonio tan íntimo de los padres del novio como de la novia y que precisamente habían casado a una hija la semana anterior, enterándose doña Fida en el mismísimo trance de la ceremonia, en el propio altar, de que su hija estaba embarazada porque, instantes antes de la Comunión, la requirió al oído para no tener que hacerlo en pecado mortal, reaccionando doña Fida con suficiente presencia de ánimo, pero sin poder evitar darle un golpe seco al novio, que perdió el equilibrio y rodó gradas abajo— en el fondo son chiquillerías, caprichos bobos de novios consentidos. Yo estoy convencida de que a

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos