La provincia imaginaria

Luis Mateo Díez

Fragmento

cap-3

Nota del autor a la edición de 2006

La primera edición de Las Estaciones Provinciales apareció en 1982, muchos años después de estar escrita y guardada en el cajón, tras vanos intentos de sacarla a flote.

El escritor paciente en que me había convertido, alguien capaz de seguir al pie de la letra aquella advertencia de Conrad de no pasar a la frase siguiente hasta no estar plenamente convencido de la que se acaba de escribir, era también un escritor indolente, al menos en el esfuerzo de llegar a serlo más allá de la escritura. No había otros reclamos ni otra voluntad que la de escribir, y en la satisfacción de hacerlo se cifraba una parte importante de mi vida, pero no el total de ella.

Escribir y vivir, una pauta que en mi caso venía de lejos, ya que a escribir había comenzado en la infancia, y en la adolescencia y juventud la escritura marcaba alguna orientación a la vida, en alguien bastante desnortado o, al menos, tan desnortado como la mayoría de mis amigos generacionales.

Era de prever que la vida y la escritura se mezclasen y, más allá de alguna incertidumbre pasajera, comencé a asumir la naturalidad de escribir para vivir y vivir para escribir, al margen de lo que la literatura supusiese en mi supervivencia material, lejos de la idea profesional del escritor, que me parecía inalcanzable.

Luego las cosas no son como se piensan, los libros van encontrando, con esfuerzo, su destino más allá de los cajones, y se produce ese encuentro cómplice con el lector, y el encuentro reproduce la complicidad agradecida de tu propia experiencia lectora. Es la respuesta que contiene la mejor recompensa a tu esfuerzo: lectores que están contigo, que te esperan, que asumen en la lectura, como uno tantas veces hizo, esa intensidad del placer de vivir que promueve la ficción, el compromiso del arte y de la vida, de la sensibilidad y la conciencia: la experiencia y la constatación de que existen realidades imaginarias en las que se puede vivir más allá de la vida propiamente dicha.

Vivir en la novela la vida de la novela, sin otro tiempo que el tiempo de la misma, con los personajes que pueden llegar a ser más inolvidables que las personas. La ficción como ejemplo de vida. Buena pauta para alguien que en su afán vitalista quisiera ser el vividor que en la inmediata realidad se encuentra limitado, y que en la libertad y en la experiencia del arte hará el hallazgo de una lucidez y plenitud con las que enriquecer y dar complejidad e intensidad a su existencia.

No sé hasta qué punto con Las Estaciones Provinciales el escritor paciente y secreto que yo era, muy ambicioso en sus retos y absolutamente indolente para el destino de los mismos, intentó no sólo vivir escribiendo la novela, sino también volver a hacerlo. Recuperar unas vidas, inventándolas por supuesto, en el tiempo que les correspondía y en el escenario donde habían discurrido: una ciudad de provincias en la España de los años cincuenta.

Podía adueñarme de una memoria urbana, reconocida en lo inmediato, para trastocarla y darle la vuelta atrás, y en mi sensibilidad y memoria quedaban muchas fotos sueltas, observaciones, aromas, sensaciones, emociones, ya que el tiempo de esa realidad estaba bastante petrificado o eternizado, no era un tiempo extinguido.

Pero sobre todo, podía adueñarme, y ése fue el mayor aliciente para escribir la novela, de un clima verbal, de un patrimonio de palabras y voces, ya irremediablemente amarilleadas en esa eternidad, que sostuvieran la atmósfera de una fábula sobre aquellos años en que tan difícil había sido vivir, en una realidad secuestrada y administrada desde el ordeno y mando, entre tanta miseria moral y tan pocas posibilidades.

Las palabras de ese tiempo y de esa ciudad, trasunto de tantas otras y de ahí su presencia innominada, a las que el autor paciente quería ser fiel, ya que en su adecuada apropiación radicaría buena parte de la verosimilitud de lo narrado. Era un ejercicio de memoria y de oído, de mirada y resonancia.

El arqueo de esas estaciones no le planteaba al escritor paciente, iba a decir al escritor en ciernes, especiales complejos estéticos, la confianza en el relato se sustentaba en la convicción de su conocimiento y memoria, en esa incierta verdad de lo que hubiese acontecido. Y saber contarlo, saber inventarlo, no ofrecía otras alternativas que las del fotográfico color sepia en una ficción que pretendía ser, eso sí, un viaje transversal por las plazas y calles, bares, despachos, domicilios, chabolas, afueras y poblados, de la ciudad que el protagonista observa con la lente engañosa de quien de ella se siente dueño y prisionero.

Ese protagonista es Marcos Parra, periodista del Vespertino, más zascandil de lo que debiera, menos donjuán de lo que quisiera, capaz de ir y venir con tanto denuedo como entusiasmo por esa ciudad que será su espejo definitivo, y por ese tiempo que le robará sin remedio la juventud y, si se descuida, el alma.

Un testigo de la vida que huye, de los malos tiempos que se la llevan, dispuesto a echar un cuarto a espadas, a tomar una copa, a verlas venir para dejar constancia de lo que no le permitirán.

Un perdedor o un héroe del fracaso, como me gusta denominar a mis personajes, que conoce a todo el mundo y que pertenece al rumor de esos tiempos que yo quise escuchar en la que fue mi primera novela.

Luis Mateo Díez

Primavera de 2006

cap-4

Las Estaciones Provinciales

 

 

Pelo de ceniza

tu ciudad raposa.

Con la luz degollada

y metida en un saco.

 

AGUSTÍN DELGADO

Discanto

cap-5

Capítulo primero

cap-6

1.

Me había acostado a las cuatro de la madrugada y a las nueve sonaba el teléfono como una chicharra loca. No hay respeto para las aves nocturnas. Tuve intención de dejar que la chicharra siguiese cantando hasta aburrirse, pero estaba bañado en sudor, las sábanas me aprisionaban las piernas como trapos mojados y la humedad de la almohada me hizo pensar en un llanto ajeno. Era una sensación de desasosiego y telarañas en la cabeza. Salir de Morfeo como de un hospital no precisamente esterilizado.

A la chicharra se unió en seguida la campana de los capuchinos y entonces se quebraron los zócalos de la habitación, bailó la lámpara en compases de vals mareante y por el centro del cerebro se me incrustó la cuchilla. Justo e

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