La cueva de los vikingos (Dirk Pitt 16)

Clive Cussler

Fragmento

Índice

Índice

La cueva de los vikingos

Rumbo al olvido

Un monstruo de las profundidades

Primera parte. Infierno

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Segunda parte. El guardián del Hades

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Tercera parte. Una pista milenaria

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Cuarta parte. El engaño

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Quinta parte. Círculo cerrado

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Sexta parte. Un fantasma del pasado

Capítulo 58

Biografía

Créditos

Mi absoluta gratitud a Penn Stohr, Gloria Farley, Richard DeRosset, Tim Firme, a los U.S. Submarines y a los bomberos de mi zona, por su orientación y asesoramiento

RUMBO AL OLVIDO

RUMBO AL OLVIDO

Junio de 1035

En algún lugar de Norteamérica

Surcaban como espectros la niebla matinal, silenciosos y llenos de misterio en sus barcos fantasma. A proa y popa, en una grácil curva serpentina, se elevaban mascarones minuciosamente tallados en forma de dragón con dientes amenazadores como si sus ojos escrutaran la bruma en busca de víctimas. Aparte de su cometido de atemorizar a los enemigos de la tripulación, eran considerados como una protección contra los espíritus malignos que poblaban las aguas.

El reducido grupo de inmigrantes había cruzado un mar hostil en negras naves de elegante silueta que cortaban las olas con la misma facilidad y estabilidad que una trucha en las plácidas aguas de un arroyo. El casco estaba dotado de agujeros de los que salían largos remos que al hundirse en el agua oscura propulsaban a las embarcaciones sobre las olas. Ni un soplo de viento turbaba la flacidez de las velas, cuadradas y a rayas rojas y blancas. Cada popa llevaba atados pequeños botes de tingladillo, de seis metros y con cargamento suplementario.

Eran los precursores de otros que aún tardarían mucho en llegar: hombres, mujeres y niños entre cuyas escasas pertenencias se hallaba también el ganado. Ninguna de las rutas ganadas al océano por los escandinavos superaba en peligro al gran viaje por el norte del Atlántico. Arrostrando los peligros de lo desconocido, aquellos navegantes habían tenido la audacia de sortear témpanos, capear vientos huracanados, cortar olas gigantescas y soportar la atrocidad de las tormentas llegadas del sudoeste. La mayoría había sobrevivido, pero no sin pagar tributo al mar, pues dos de los ocho barcos salidos de Noruega se habían perdido sin remedio.

Ahítos de tormentas, los colonos llegaron al fin a la costa occidental de Terranova, pero no tomaron tierra en L’Anse aux Meadows, antiguo emplazamiento del poblado de Leif Eriksson; estaban decididos a explorar otras tierras más al sur, con la esperanza de encontrar un clima más cálido para su nueva colonia. Después de bordear una isla muy grande, pusieron rumbo al sudoeste hasta alcanzar un largo y curvo brazo de tierra que se alejaba del continente en dirección al norte. Circundaron dos islas más al sur, y los siguientes dos días de navegación les hicieron descubrir una gran playa blanca que causó un gran asombro a quienes habían vivido toda la vida en una interminable sucesión de acantilados.

Una vez rodeada la punta de la extensión de arena, que hasta entonces parecía no tener fin, hallaron una amplia bahía. Entonces la flotilla ingresó sin vacilar en aguas más tranquilas y siguió navegando hacia el oeste, ayudada por la marea. Un banco de niebla les pasó por encima, húmedo manto que cubrió las aguas; más tarde el sol, en su camino al invisible poniente, se convirtió en una vaga bola anaranjada. Los jefes de los barcos intercambiaron impresiones a gritos, y convinieron en echar el ancla hasta la mañana siguiente con la esperanza de que se levantara la niebla.

Con las primeras luces, gracias a que solo quedaba una neblina, se vio que la bahía se estrechaba en un fiordo que comunicaba con el mar. Los hombres, remo en mano, cortaron la corriente, mientras las mujeres y los niños contemplaban en silencio el alto acantilado que surgía de la menguante bruma, en la orilla oeste del río, y se cernía ominosa sobre los mástiles. Detrás de la escarpadura todo eran colinas cubiertas de árboles cuya gigantesca estatura les dejó estupefactos. Pese a la ausencia de señales de vida, sospecharon que entre los árboles había ojos escondidos, ojos humanos, espiándoles. Cada v

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