Índice
El imperio del agua
Agradecimientos
Réquiem por una princesa
Primera parte. Aguas asesinas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Segunda parte. El último galgo
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Tercera parte. Canal a ninguna parte
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Cuarta parte. Old Man River
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Quinta partE. El hombre de Pekín
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Epílogo. Fritz
Capítulo 55
Capítulo 56
Notas
Biografía
Créditos
AGRADECIMIENTOS
El autor desea expresar su gratitud a los hombres y mujeres del Servicio de Inmigración y Naturalización, por su generosa aportación de datos y estadísticas sobre inmigración ilegal.
Gracias también al Cuerpo de Ingenieros del Ejército por su colaboración para la descripción de los ríos Misisipí y Atchafalaya.
Y a las muchas personas que ofrecieron ideas y sugerencias sobre los obstáculos que Dirk y Al debían superar.
RÉQUIEM POR UNA PRINCESA
10 de diciembre de 1948
Aguas desconocidas
La violencia de las olas aumentaba con cada ráfaga de viento. El tiempo sereno de la mañana se había transformado de doctor Jekyll en un vehemente señor Hyde al anochecer. Las palomillas que coronaban las crestas de las gigantescas olas arrojaban cortinas de espuma. El agua agitada y las nubes negras se fundían bajo el ataque de una virulenta tormenta de nieve. Resultaba imposible definir dónde terminaba el agua y empezaba el cielo. Mientras el transatlántico Princess Dou Wan se abría camino entre olas que se elevaban como montañas, para luego desplomarse sobre el barco, los hombres que iban a bordo no eran conscientes del inminente desastre que iba a producirse al cabo de escasos minutos.
Las aguas enloquecidas eran azotadas por vientos muy fuertes que impulsaban feroces corrientes que se estrellaban contra el casco del barco. Los vientos no tardaron en alcanzar los ciento cincuenta kilómetros por hora, y las olas sobrepasaban los nueve metros de altura. Atrapado en el maelstrom, el Princess Dou Wan no tenía donde refugiarse. Su proa cabeceaba y las olas barrían sus cubiertas al aire libre, corriendo hacia la proa cuando la popa se alzaba y las hélices, girando a toda velocidad, quedaban fuera del agua. Sacudido por todos lados, el barco escoró treinta grados, y la barandilla de estribor a lo largo de la cubierta de paseo desapareció bajo un torrente de agua. Se enderezó muy lentamente y siguió sorteando la terrible tormenta.
Muerto de frío, incapaz de ver algo a causa de la nevisca, el segundo de a bordo Li Po, que montaba guardia, volvió al interior de la timonera y cerró la puerta de golpe. En todos sus días de navegar por el mar de la China nunca había visto la nieve remolinear en mitad de una tormenta tan violenta. Po no consideraba justo que los dioses enviaran contra el Princess unos vientos tan huracanados, después de recorrer la mitad del mundo y cuando sólo quedaban menos de doscientas millas para llegar a puerto. Durante las últimas dieciséis horas sólo habían avanzado cuarenta millas.
A excepción del capitán Leight Hunt y su jefe de máquinas, que se encontraba en la sala de máquinas, toda la tripulación estaba compuesta por chinos. Hunt, un avezado marinero que había servido doce años en la Royal Navy y dieciocho como oficial en tres diferentes flotas comerciales, había ostentado durante quince años el grado de capitán. De adolescente pescaba con su padre en las aguas de Bridlington, una pequeña ciudad de la costa este de Inglaterra, antes de embarcarse como marinero en un carguero con rumbo a Sudáfrica. Era un hombre delgado, de cabello gris, ojos tristes e inexpresivos, y se sentía muy pesimista sobre las posibilidades de que su barco saliera indemne de aquel infierno.
Dos días antes, uno de los tripulantes le había llamado la atención sobre una grieta descubierta en el revestimiento exterior de la única chimenea. Ahora que el barco estaba soportando una presión increíble, habría dado un mes de sueldo por inspeccionar la grieta. Desechó la idea a regañadientes. Tratar de llevar a cabo una inspección bajo vientos de ciento cincuenta kilómetros por hora y el agua que inundaba las cubiertas habría sido un suicidio. Sentía en sus huesos que el Princess estaba en peligro de muerte, y aceptaba que el destino del barco le había sido arrebatado de las manos.
Hunt clavó la vista en la capa de nieve que cubría las ventanas de la timonera y habló a su segundo sin volverse.
—¿El grueso de