El imperio del agua (Dirk Pitt 14)

Clive Cussler

Fragmento

Índice

Índice

El imperio del agua

Agradecimientos

Réquiem por una princesa

Primera parte. Aguas asesinas

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Segunda parte. El último galgo

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Tercera parte. Canal a ninguna parte

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Cuarta parte. Old Man River

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Quinta partE. El hombre de Pekín

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Epílogo. Fritz

Capítulo 55

Capítulo 56

Notas

Biografía

Créditos

AGRADECIMIENTOS

AGRADECIMIENTOS

El autor desea expresar su gratitud a los hombres y mujeres del Servicio de Inmigración y Naturalización, por su generosa aportación de datos y estadísticas sobre inmigración ilegal.

Gracias también al Cuerpo de Ingenieros del Ejército por su colaboración para la descripción de los ríos Misisipí y Atchafalaya.

Y a las muchas personas que ofrecieron ideas y sugerencias sobre los obstáculos que Dirk y Al debían superar.

RÉQUIEM POR UNA PRINCESA

RÉQUIEM POR UNA PRINCESA

10 de diciembre de 1948

Aguas desconocidas

La violencia de las olas aumentaba con cada ráfaga de viento. El tiempo sereno de la mañana se había transformado de doctor Jekyll en un vehemente señor Hyde al anochecer. Las palomillas que coronaban las crestas de las gigantescas olas arrojaban cortinas de espuma. El agua agitada y las nubes negras se fundían bajo el ataque de una virulenta tormenta de nieve. Resultaba imposible definir dónde terminaba el agua y empezaba el cielo. Mientras el transatlántico Princess Dou Wan se abría camino entre olas que se elevaban como montañas, para luego desplomarse sobre el barco, los hombres que iban a bordo no eran conscientes del inminente desastre que iba a producirse al cabo de escasos minutos.

Las aguas enloquecidas eran azotadas por vientos muy fuertes que impulsaban feroces corrientes que se estrellaban contra el casco del barco. Los vientos no tardaron en alcanzar los ciento cincuenta kilómetros por hora, y las olas sobrepasaban los nueve metros de altura. Atrapado en el maelstrom, el Princess Dou Wan no tenía donde refugiarse. Su proa cabeceaba y las olas barrían sus cubiertas al aire libre, corriendo hacia la proa cuando la popa se alzaba y las hélices, girando a toda velocidad, quedaban fuera del agua. Sacudido por todos lados, el barco escoró treinta grados, y la barandilla de estribor a lo largo de la cubierta de paseo desapareció bajo un torrente de agua. Se enderezó muy lentamente y siguió sorteando la terrible tormenta.

Muerto de frío, incapaz de ver algo a causa de la nevisca, el segundo de a bordo Li Po, que montaba guardia, volvió al interior de la timonera y cerró la puerta de golpe. En todos sus días de navegar por el mar de la China nunca había visto la nieve remolinear en mitad de una tormenta tan violenta. Po no consideraba justo que los dioses enviaran contra el Princess unos vientos tan huracanados, después de recorrer la mitad del mundo y cuando sólo quedaban menos de doscientas millas para llegar a puerto. Durante las últimas dieciséis horas sólo habían avanzado cuarenta millas.

A excepción del capitán Leight Hunt y su jefe de máquinas, que se encontraba en la sala de máquinas, toda la tripulación estaba compuesta por chinos. Hunt, un avezado marinero que había servido doce años en la Royal Navy y dieciocho como oficial en tres diferentes flotas comerciales, había ostentado durante quince años el grado de capitán. De adolescente pescaba con su padre en las aguas de Bridlington, una pequeña ciudad de la costa este de Inglaterra, antes de embarcarse como marinero en un carguero con rumbo a Sudáfrica. Era un hombre delgado, de cabello gris, ojos tristes e inexpresivos, y se sentía muy pesimista sobre las posibilidades de que su barco saliera indemne de aquel infierno.

Dos días antes, uno de los tripulantes le había llamado la atención sobre una grieta descubierta en el revestimiento exterior de la única chimenea. Ahora que el barco estaba soportando una presión increíble, habría dado un mes de sueldo por inspeccionar la grieta. Desechó la idea a regañadientes. Tratar de llevar a cabo una inspección bajo vientos de ciento cincuenta kilómetros por hora y el agua que inundaba las cubiertas habría sido un suicidio. Sentía en sus huesos que el Princess estaba en peligro de muerte, y aceptaba que el destino del barco le había sido arrebatado de las manos.

Hunt clavó la vista en la capa de nieve que cubría las ventanas de la timonera y habló a su segundo sin volverse.

—¿El grueso de

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