Al sur del corazón

Hans Ruesch

Fragmento

Al sur del corazón

1

En el nombre de Alá, el Generoso, el Compasivo.

El cambio repentino en el curso de mi vida, desencadenado por la serie de acontecimientos que me redujeron a mi estado actual, ocurrió el día de mi boda, y, teniendo en cuenta todos los factores, a consecuencia de ella. Para demostrar cuán poco preparado estaba para lo que el destino había planeado para mí, baste decir que cuando mi esclavo me despertó para mis oraciones aquel amanecer aciago, no tenía ni la más remota sospecha de que antes de que el almuédano llamara a vísperas yo iba a ser un hombre casado... y un hombre impulsado por una gran resolución.

—¡Que Alá prolongue tus días, oh Auda!

Con esas palabras mi infiel Yahya retorció una cáscara de limón dentro de la jarra de agua que me había traído y extendió el tapiz junto a mi lecho. Era un joven cetrino de mi edad, evidentemente de sangre servil, de escasa estatura pero sin que nada le faltara, excepto una mano. Observé que en su rostro de mono burlón con pequeñas cejas triangulares se dibujaba la mueca de libertino consumado que siempre anunciaba noticias de índole femenina. Pero aunque habitualmente no me inclinaba a aplaudir el vicio, las aventuras y desventuras galantes de mi esclavo me habían proporcionado mis escasos momentos de alegría en la sombría Hubeika.

—Que Alá te conserve fuerte —repliqué a su saludo, mientras él procedía a lustrar mis sandalias con la cáscara de limón—. Te veo muy animado. ¿Tienes alguna noticia que me alegre la mañana?

—¡Y también tus noches! Un mensajero en un jeep te ha traído una citación real, y eso confirma el rumor que oí anoche en el café de Jelab.

—¿Qué murmuraban tus compañeros de chismorreos?

—Que el rey Nesib te va a admitir por fin en su familia: ¡hoy te casarás con Lahlah!

—¿Será cierto esta vez?

—No cabe duda, Alá mediante. Centenares de camellos y de ovejas están siendo sacrificados para el festín.

—¡Por mi alma y mis ojos! ¿Deberán los camellos y ovejas enterarse de mi casamiento antes de saberlo yo? Me dan ganas de negarme.

—No te será dada la oportunidad de negarte, oh Auda, porque no se te preguntará. Cuando un rey ofrece a su hija, la única elección que le queda al elegido es convertirse en un hombre con una esposa o en un hombre sin cabeza. ¡Así que acepta el dulce sacrificio! Si no aprecias mucho tu cabeza, piensa al menos en los hambrientos que serán alimentados por esta ocasión.

Mi objeción había sido puramente formal. El último resentimiento que pudiera haber albergado contra el rey Nesib se había desvanecido con el anuncio de su decisión, y observé con un sentimiento de culpa que, por encima de mi admiración por el gran soberano que era, estaba empezando a sentir afecto por el hombre. Digo con un sentimiento de culpa porque Nesib había derrotado a mi padre en la guerra, y luego lo perdonó, dejándolo en el trono del sultanato de la tierra de Tee; y eso tuvo que doler a un hombre tan orgulloso como mi padre, y también debería haber dolido a sus hijos.

Durante los primeros años de su expansión en la Península Arábiga, Nesib había seguido la prudente tradición de pasar a espada a los jefes de los vencidos, con todos sus parientes y miembros de su séquito, hasta el último niño y esclavo, a fin de salvaguardarse de una venganza futura de sus descendientes. Pero, a medida que fue aumentando su reino y su poderío, empezó a permitirse el lujo de la misericordia y algunas veces se contentó con tomar a los hijos de los vencidos como rehenes.

Tenía yo trece años cuando me llevó junto con mi hermano mayor Saleeh a Hubeika, donde permanecimos en uno de los serais del gobierno que alojaban a los miles que vivían de la generosidad del rey en la capital: parientes y compañeros de juventud de Nesib, visitantes extranjeros, jefes de tribu llegados para recibir sus subsidios anuales, fugitivos de reinos vecinos y unos cuatrocientos rehenes; todos viviendo en aparente libertad dentro de los muros de la ciudad, pero todos estrechamente vigilados.

Tuve frecuentes ocasiones de reconocer que Nesib estaba ciertamente fortificado con las virtudes árabes, adorando al Todopoderoso de palabra y obra, mostrándose generoso en proporción a su riqueza y siendo accesible hasta para el más humilde, como lo había sido el propio Profeta. Sin embargo, debieron pasar años antes de que pudiera olvidar que me había arrancado del lado de mi padre, a quien lloraba como si ya no estuviese en este mundo, porque no podía prever ninguna oportunidad razonable de volver a verlo jamás.

Fue mi padre quien me enseñó los noventa y nueve nombres de Alá; cómo empuñar el cálamo y la espada; cómo soportar duras cabalgatas sin agua y cómo tirar certeramente en la deslumbrante blancura del desierto. Y fue él quien me enseñó a apreciar nuestra poesía, nacida en el desierto, derivada su cadencia del paso interminable de las caravanas; y la música de las palabras de nuestra lengua, sin rival bajo el sol, tanto es así que Alá la escogió para Sus Revelaciones. Todo esto y más evocaba el recuerdo de mi padre, mientras que Nesib no me había mostrado más que misericordia; y un hombre no puede vivir solamente de bondad.

Sin embargo, con el tiempo empecé a pensar que la vida podría no ser tan amarga si trataba de comprender al rey, en lugar de odiarlo como lo hacían los muchos que continuamente murmuraban, entre sus barbas negras, calumnias de él y de sus ochenta y nueve hijos; y había asumido su defensa hasta ser llamado traidor por mi propio hermano, Saleeh. Tres años mayor que yo, había compartido más plenamente las vicisitudes que culminaron en la derrota de nuestro padre, acumulando el tipo de odio, nacido en la sangre, que solo la muerte puede acallar. Últimamente incluso había empezado a dormir en el tejado cubierto de arena de nuestro serai para no compartir mi habitación.

Pero está escrito que Alá nunca cierra una puerta sin abrir otra, y las mismas palabras que me habían hecho perder el afecto de mi hermano llegaron a los oídos del rey y me ganaron su favor. Tuve acceso a la biblioteca real, el orgullo de Nesib, aunque él desconociera las letras; y fui invitado cada vez con mayor frecuencia a comer o a salir de caza o de cetrería con el séquito real, hasta que empezó a ser un rumor habitual que el rey pensaba darme a su hija Lahlah. A fin de sellar los lazos de amistad entre las dos familias, explicaba mi amigo y socio Ibn Idris, cuyo padre estaba en el gobierno. Porque Lahlah, que me había visto a menudo a través de las celosías, había pedido el matrimonio y Nesib era incapaz de negar un deseo a su hija favorita, afirmaba Yahya, cuya fuente de información era el humilde café de Jelab, tan digno de crédito como cualquier otro.

Sabía que debía de haber algo de cierto en la explicación de mi amigo y esperaba también que lo hubiera en la de mi sirviente. Pero, al transcurrir los meses sin confirmación oficial, empecé a sospechar que había sido objeto de una burla. Así que recibí el anuncio terminante de Yahya de que la boda se celebraría ese mismo día con una expectativa moderada por la experiencia. En todo caso, Nesib nunca me había llamado anteriormente al amanecer.

Tuve que hacer un esfuerzo para concentrarme mientras dirigía a Yahya en nuestras devociones rituales, porque mi mente divagaba. Y lo mismo creo que le pasaba a él, porque tan pronto como nos incorporamos de la alfombra exclamó:

—Mañana a esta hora podrás decirme, Alá mediante, si Lahlah está a la altura de su renombre. Dicen que tiene los ojos tan azules como el lago Tahir y los cabellos tan rubios como la miel de Hadramaut.

—¡Por Alá espero que no sea así! El lago Tahir es de un amarillo sucio y la miel de Hadramaut de un castaño sórdido.

—¿Qué te importan sus colores? ¡Tendrás los ojos cerrados mientras baile para ti con las caderas! ¡Todas las voces están de acuerdo en que puede hacer un hombre de un eunuco y un eunuco de un hombre! —Cada vez hablaba más inflamado; la imaginación sonrojaba sus mejillas y hacía temblar las aletas de su nariz—. Se le atribuye ser el capullo más hermoso de los jardines de Nesib, que contienen las flores más exquisitas de todo el mundo. ¡Dicen que sus pies son como los de una gacela y sus ojos como huevos de paloma!

—¡No me asustes antes de tiempo! Pero nada se sabe de cierto del harén de Nesib. Los sirvientes se cuidan bien de hablar, por miedo a perder la lengua. Y Lahlah, suponiendo que exista, puede resultar ser una vieja comadre con solo dos dientes.

—¡Qué importa, si son de oro macizo! Y cualquiera que sea su edad, esta noche, en vuestro primer encuentro, estará temblorosa en la más fresca de todas las vestimentas: ¡nada excepto una fragancia de incienso, que despierta algo más que el éxtasis religioso cuando surge de una piel de mujer!

—¡Oh Yahya! ¿Qué sabe un soltero como tú de galas nupciales?

—¡He sido recibido así por un millar de mujeres casadas en nuestra primera noche!

—¿En esta ciudad de austeridad onsari? ¿No estarás cambiando un poco la verdad?

—Bueno, por lo menos dos damas me recibieron así. ¡Por mis ojos y por la madre que me engendró, lo juro! Aun en una ciudad onsari, las mujeres son mujeres e inclinadas a apartarse del sendero de la prudencia, ¡Alá las bendiga! Pero suaviza tu ceño, oh virtuoso Auda, y mira más bondadosamente la debilidad de tu sirviente: lo mantiene apartado del pecaminoso hábito del tabaco.

—Estaba pensando en mi padre; si se me permitirá verlo nuevamente una vez sea admitido en la familia de Nesib.

—¡Tu sombra será mayor en Hubeika como yerno del rey que en Salmahnieh como hijo del sultán! Lo único que puedes hacer en la capital de tu padre es meditar, mientras que aquí pronto podrás aprovecharte de las ganancias de muchos. Ya te veo (con mi guía y el favor de Alá) como un próspero hombre de negocios, dueño de un exquisito harén, y a tu fiel Yahya vigilando con ojos de halcón a tus fieles esposas.

—¡Con ojos de halcón sin duda! Pero ¿quién vigilará al halcón? Conozco cuál de tus miembros deberá cortarse antes de confiarte mi harén, ¡y no es tu otra mano!

—¿Por qué no? Tener un sirviente sin manos ofrece una gran ventaja: no puede robar nada. —Y la risa le sacudió, como siempre que se le recordaba el pequeño accidente que le había costado la mano derecha: cuando él y la dama de sus amores habían sido sorprendidos por el marido, un mercader que había regresado de una gira prematuramente, como suelen a veces hacer los hombres de negocios y siempre los maridos que sospechan. Ante esta intrusión de tan poco tacto, la dama gritó: «¡Al ladrón, al ladrón!». Y Yahya se apresuró a llenarse la faja con objetos de plata, para sufrir solamente el castigo de los ladrones: la pérdida de la mano derecha. Y sin embargo trató de discutir con el cadí: «¿Por dónde ha salido el sol esta mañana, oh longevo?». Y el cadí: «Por el este, naturalmente». «¡Alabado sea el Señor! ¿No ha dicho el Profeta que podemos arrepentirnos hasta el día en que el sol salga por el oeste? ¡Todavía estoy a tiempo! Alá es Clemente, oh cadí.» «Glorificado sea su nombre, pero debes ser castigado como advertencia para los demás.» «¿Por qué no castigar a otro ladrón como advertencia para mí?» Sus esfuerzos no dieron resultado. Y como la justicia en la tierra de Nesib es siempre pronta, aunque no siempre infalible, no pudo ni siquiera sobornar al verdugo para que empleara en la operación un instrumento más rápido que su cortaplumas. Así que cuando el aceite hirviendo cortó la hemorragia y Yahya llegó tambaleándose a casa, tenía un aspecto lamentable; pero aún podía reírse en su otra manga, porque si se hubiese sabido que había robado amor en lugar de plata, él y su amante, cosidos juntos dentro de una bolsa de arpillera en llamas, habrían sido arrojados desde la torre del Kasr a la plaza pública, como una advertencia a todos los adúlteros de que no debían dejarse sorprender.

Desde entonces, cuando descubría a Yahya robando de mis enseres, se excusaba diciendo: «¡Oh Auda! ¿Cómo quieres que mi mano izquierda sea tan ligera como la derecha?». Pero poco a poco se volvió tan hábil que nunca pude sorprenderlo con las manos en la masa, y con la ayuda de sus dientes, pies y codos realizaba sus escasas tareas domésticas con tan poca eficiencia como antes. Su lema siempre fue el del camello: «La prisa es del demonio, la paciencia de Alá». En este sentido, mi Yahya era un santo.

Pero aquel día mostró un celo desacostumbrado, abrillantando mi pelo con grasa, peinándolo y trenzándolo. Mientras inspeccionaba el resultado de su obra en un trozo de espejo, pensaba en la impresión que causaría a la hija del rey. Debido tal vez al largo período que había pasado a la sombra de Nesib, mi apariencia no revelaba mis veintiséis años, desgraciadamente, o por lo menos así lo pensaba. Había calma en mis rasgos, pero no la calma de la fuerza sino la de la nulidad. Me extinguía en la débil dieta de Hubeika, en donde mi ejercicio más enérgico eran las postraciones de las plegarias diarias; condenado a ser un invitado, involuntario y no deseado; leyendo en la biblioteca para matar el tiempo, escuchando vanas charlatanerías animadas por rumores sin fundamento, o vagando bajo el techo público.

Los años de aquella vida se mostraban ahora con claridad en la palidez de mi tez, que, si bien era un indicio de la pureza de mi sangre árabe, debería de haber conocido también el rubor de la actividad, y en cierta expresión vacua de mis ojos verdosos, aún rodeados de largas pestañas y tan límpidos como los de un muchacho. Una barba podría haber disimulado la redondez juvenil de las mejillas y la suavidad de la boca, aparte de salvarme del ridículo, pero quería mostrar como un estandarte la desnudez del rostro tal como se acostumbraba en la tierra de Tee, donde solamente los jeques y los ancianos adornan sus mentones, y no cualquier perro como en la tierra de Nesib. Solamente las cimitarras de mis cejas espesas y arqueadas me salvaban el aspecto varonil, pero sospecho que unos pocos años más en Hubeika tal vez habrían llegado a borrarlas.

Una vez que Yahya hubo doblado mis largas trenzas con trozos de cinta, me puse mi gorro bordado, coloqué encima mi pañuelo blanco de forma que cayera sobre mis hombros en pliegues regulares y lo aseguré en mi cabeza con el doble cordón de cuerda de piel de camello; eso, junto con la camisa blanca que me caía sobre los pies y la capa de pelo de camello, completaba la vestimenta local suministrada por el rey. Enseguida salí.

Si hubiese sospechado que nunca la volvería a ver, habría echado una última ojeada a mi habitación, que había albergado tantos sueños y ansias: el jergón en el suelo, la pequeña y maltrecha alacena, la palangana, el trozo de espejo.

Yahya me escoltó con entusiasmo escalera abajo, alisando mi camisa donde se había arrugado mientras dormía. Resultaba siempre sorprendente contemplar la metamorfosis que experimentaba mi esclavo en el instante en que abandonaba el serai. Dentro estaba afligido por cuanta enfermedad existe bajo el sol, incluso la senilidad; se quejaba, sus hombros caían, le dolía la cabeza, sus extremidades eran atacadas por la parálisis y el esfuerzo de alcanzar mis sandalias le causaba dolores tan intensos que solamente un corazón de piedra podía soportar aquel espectáculo lamentable. Pero tan pronto como ponía los pies en el callejón, caminaba con vivacidad, robaba artículos de los estantes solamente por el gusto de escapar de los que le perseguían a gritos para arrojarles lo que había tomado, cambiaba epigramas y proverbios jocosos con amigos y extraños, restablecida misteriosamente su salud y recuperada su juventud. ¡Son ciertamente admirables los designios de Alá!

De esa manera marchamos a lo largo de calles que ya mostraban actividad, porque el sol había aparecido y la primera plegaria había despertado incluso a aquellos que habrían preferido dormir, ya que bajo el severo régimen onsari los guardias del rey irrumpían cada amanecer en varias casas y acicateaban el fervor de aquellos que habían ignorado el llamamiento del almuédano azotándoles las plantas de los pies hasta convertirlas en pulpa. Recién llegado a esta ciudad sagrada, la encontré tan pobre como lo fuera en los días del Profeta; ninguna casa estaba blanqueada, ni siquiera la Casa Blanca. Pero a medida que las regalías del petróleo empezaron a llenar las arcas del Tesoro, los marcos de las ventanas de los edificios del gobierno fueron pintados de un blanco brillante, luego las fachadas, después todas las estructuras de propiedad real, o sea las tres cuartas partes de la ciudad; más tarde las casas de los mercaderes; hasta que, al extenderse la prosperidad, no quedó un solo muro oscuro, salvo el amenazador Kasr. Todo el mundo prosperaba en Hubeika. O casi todo.

Un protegido de Alá (probablemente un ladrón recalcitrante, ya que le faltaban ambas manos) alzó su platillo de limosnas con los dientes, ofreciéndome la oportunidad de realizar una obra meritoria, y yo dejé caer agradecido mis dos últimas monedas de cobre, recordando que el Señor es Generoso.

—¡Alá bendiga tus manos, oh hijo mío, y no permita que tu rostro contemple el mal! —exclamó él.

—¡Que tengas un buen día, oh tío mío!

Y seguí mi camino, animado por el buen augurio, por delante de un nuevo serai del gobierno en construcción; por delante de los puestos de especias, incienso y perfume, cuyas fragancias se mezclaban con los olores de las diferentes carnes que se estaban friendo; por delante del palacio con sus balcones protegidos por celosías y su azotea cubierta, atalaya del harén real; más allá del depósito de agua; más allá de la Mezquita Verde, donde maestros que blandían látigos daban clase a grupos de muchachos bajo los soportales; más allá de la Casa Blanca, donde estaban internados los locos; más allá del narrador de cuentos, que contaba fábulas de amor y aventuras hechas a gusto de los oyentes; más allá del vendedor de proverbios, un optimista que facilitaba sentencias consoladoras para cada ocasión; más allá de portador de disgustos, un pesimista que prometía preocuparse en lugar de sus clientes; más allá del intérprete de sueños, un hombre de maravillosos conocimientos y vasta sabiduría; más allá de los vendedores de horóscopos y los cambistas de moneda; más allá del mercado de asnos y los carniceros y armeros; y finalmente a través de la puerta de Al Kebr hacia el campamento del desierto del rey.

Y durante todo el camino Yahya llenaba de consejos mi cabeza.

—Y en esta hora crítica para ti, debes hablar con elocuencia a Nesib, cuyos oídos están impregnados del almíbar de un millar de cortesanos. Llámale Espada del Profeta, Defensor de la Fe, Príncipe de los Creyentes. Cualesquiera que sean sus palabras, di: «Tus palabras son miel, oh Faro del Islam; déjame saborearlas». Si te ofrece refrescos: «Tomo esto solamente por mitigar la sed causada por el resplandor de tu presencia».

—Según un proverbio, aquel que te halaga te odia. Yo no odio a Nesib.

—¡Piensa en lo que he convertido, oh Auda, y sigue mi consejo! Pero trata de recordar una cosa sobre todas, por si no te volviese a ver antes de tu boda; porque los guardias del rey nunca me dejan acercar más allá del lugar de los zapatos. Es de primordial importancia para la felicidad futura de nuestro hogar que tan pronto como tu esposa se quite el velo, parezcas decepcionado y le escupas en el rostro.

—¿Por qué, en nombre del Profeta?

—Hará que derrame abundantes lágrimas, y las lágrimas derramadas en la noche de bodas pueden barrer cualquier sueño de otros hombres que la doncella pueda haber tenido. De esa manera serás el primero también en sus pensamientos, asegurándote su afecto duradero.

—Oh Yahya, ¿qué locura es esa? Sabes que está prohibido usar toda clase de magia. Todo el poder descansa en el Único y solamente a Él debemos elogiar y temer.

—También debemos temer al demonio, ¿y qué son las mujeres sino demonios sin cuernos? Recuerda por lo menos una regla prudente: nunca beses a tu mujer, la hace igual a ti.

El rey Nesib al-Hassani ibn-Khalid Fakrun ibn-Khaldun ibn-Othman al-Onsari había sacado provecho de su posición como jefe de la secta onsari para hacerse dueño por la espada del vasto dominio que ahora llevaba su nombre. Pero en el fondo de su corazón nunca había dejado de ser beduino, y seguía amando los espacios abiertos y prefería las casas de pelo de cabra a los edificios de adobe. Aparte de su inclinación natural hacia la vida nómada, pesaba en su memoria el recuerdo de tres años juveniles pasados en un calabozo británico en Aden, cuando en el juego de la política de fuerza Inglaterra se había puesto al lado de los rivales de Nesib, un error por el cual estuvo a punto de perder la totalidad de Oriente Próximo. Más tarde, después de haber conquistado Hubeika y haberla hecho su capital, vio que no podía dormir dentro de los muros del palacio real. Sus amigos murmuraban que era debido al recuerdo del baño de sangre que aquellas paredes habían contemplado cuando los askaris de Nesib exterminaron a todos los parientes del anterior emir, pero sus enemigos decían que debía de ser a causa del aire viciado, porque el recuerdo de la sangre derramada nunca quitaría el sueño a Nesib. Cualquiera que fuese el motivo, al segundo año de su gobierno, al regresar de una expedición punitiva contra hombres de las tribus insurgentes, a la vista de las puertas de la ciudad, decidió repentinamente acampar en el borde del desierto. Desde entonces visitaba el palacio solamente después de los servicios del viernes al mediodía en la mezquita, para honrar a su harén o agasajar a los visitantes. El resto del tiempo recibía a la corte en su tienda rectangular de pelo de cabra que cubría un espacio mayor que dos tiros de venablo, como lo hizo conmigo aquella mañana...

Un camello brillantemente enjaezado salía de la tienda real llevando una litera cerrada con cortinas cuando yo llegaba: una de las esposas del rey que regresaba al palacio. La sala de recepción en la entrada, separada con cortinas, estaba ya abarrotada con la mezcla habitual de ociosos que venían a sacar provecho de la generosidad del rey, caminantes fatigados o solicitantes (algunos de estos a veces prendían fuego a sus turbantes a fin de llamar la atención cuando aparecía el rey, a pesar de la inscripción sacra pintada en las paredes de la tienda, la misma que adornaba todas las oficinas del gobierno en su territorio: «¡Dulce es la espera!»). Sentados con las piernas cruzadas sobre los pies, como los turcos, o de cuclillas sobre los talones al estilo árabe, saboreaban el té con menta o el café con pimienta, el agua de almendras o el almíbar de tamarindo que repartían los sirvientes nigerianos de túnicas rojas.

Uno de ellos, al ver que me quitaba las sandalias en el lugar para el calzado, me hizo pasar al salón principal al mismo tiempo que las cortinas laterales, que habían sido enrolladas para permitir la entrada del aire nocturno, eran bajadas por el lado del sol. Podría haber sido la tienda de cualquier gran jeque del desierto, de no ser por los cables de electricidad que conectaban la ruidosa dinamo que estaba algo más apartada con las bombillas del techo y con el refrigerador que se apoyaba en uno de los postes principales. Encadenados al otro poste de la tienda, babeaban dos galgos afganos, flacos de hambre para que pudieran correr mejor tras las gacelas pardas.

El rey estaba sentado sobre una pila de alfombras cuando entré, con el codo descansando sobre un taburete y la espalda vuelta al sector de las mujeres. Su factótum, Yusuf el Eunuco (llamado «la conciencia de Nesib», porque era muy oscuro), estaba leyéndole unas cartas mientras los esclavos y askaris mercenarios de la guardia personal estaban en cuclillas cerca, pero fuera del alcance de las palabras.

Me toqué el pecho y la frente.

—¡Que la paz sea contigo, oh longevo! —Me incorporé respetuosamente, escondiendo mis manos dentro de las mangas.

El rey se puso en pie (un gesto realmente portentoso) y, tendiéndome las manos, dijo:

—Y para ti la paz y la gracia del Señor, oh hijo mío. Acércate.

Después de haberle besado la punta de la nariz y la frente, me hizo sentar en la alfombra, tendida sobre la blanda arena, lo cual me hizo sentir un poco azorado y muy honrado, como siempre que me encontraba ante aquel gran hombre.

Nesib había dejado ya bien atrás su mejor estado físico, pero en todos los demás aspectos sus facultades parecían ir aún en ascenso. Se le consideraba esa cosa inusual: un guerrero que al mismo tiempo era un estadista, y podían hallarse miles de personas dispuestas a jurar por las barbas del Profeta que lo único que necesitaba para convertirse en el más grande de los soberanos musulmanes después de Mahoma era unos pocos años más. Alto y de pesada osamenta, su aspecto era imponente, aunque sus anchos hombros habían empezado a encorvarse últimamente (algunos lo atribuían a la artritis, otros simplemente a su gordura). Sus largos cabellos, que le caían en trenzas a ambos lados de la cara, y su barba lujuriante se habían ennegrecido últimamente, gracias a un producto que era traído en avión expresamente para él desde Francia; recordaba cuando se le iban volviendo grises. Tenía sujeto su pañuelo blanco con la doble banda de oro de los príncipes, y un gran chal de paño de la India, adornado con hebras de oro, le rodeaba el tosco cuerpo. Pero ningún atuendo podía disimular el débil tinte amarillento de su tez que revelaba que no era de pura sangre árabe, lo mismo que los anillos que cubrían sus dedos no podían ocultar la rudeza de sus manos. Siempre pensé que recordaba más a un viejo camello de carga envuelto en correas que a un pura sangre.

Lo encontré más envejecido que la última vez que lo había visto en el mes del Ramadán. Su rostro parecía más abotagado y mayores las bolsas bajo sus ojos de espesas pestañas. La famosa cicatriz que le había partido la nariz y los labios y contribuía a su semejanza con un camello era oscura mientras el resto de su piel era sumamente pálido. (La cicatriz era un recuerdo de la guerra con Turquía, según la versión oficial; simplemente un recuerdo de una esposa repudiada, según murmuraban los maliciosos.)

Permanecimos sentados en silencio durante la ceremonia del café, y después de haberse retirado el esclavo con la cafetera y las tazas, el rey se dirigió a mí con semblante amable:

—Dicen, oh Auda, que además de los deberes religiosos, todos tenemos tres tareas humanas que cumplir en nuestra vida: plantar una palmera, cavar un pozo y engendrar un hijo. ¿Has cumplido alguna de ellas?

—Ninguna, por desgracia. Pero si tu primer jardinero me presta una pala, acometeré, Alá mediante, la única que mi condición actual me permite realizar.

—Alá es Generoso, oh Auda: te facilitaremos que puedas empezar más bien con la más fácil de las tres, dándote como esposa a nuestra hija doncella Lahlah. Nuestro querido Profeta (a quien el Señor tenga en paz) no era partidario del celibato, que en su sabiduría consideraba fuente de pecado.

—Así tendré una deuda más contigo, ¡oh tío mío!

—Debes dar las gracias a Alá y no a nos. —Enseguida pronunció un proverbio miserable—: «¡El casamiento es una gran alegría para el pueblo!». —Y se rió con rudeza, haciéndole eco Yusuf, que siempre reflejaba el humor cambiante de su amo como refleja un espejo al sol.

Evité mirar la cara lupina del eunuco para no ver la sonrisa insultante que nos dirigía a todos los rehenes, como si estuviésemos ahí por nuestro propio gusto, alimentándonos de los desechos de su territorio, cuando todo el mundo lo miraba como la rapaz carroñera que realmente era. Pero se diría que los grandes rara vez se llevan bien con sus pares, ni siquiera con los hombres dignos; solamente toleran bajo su mesa los perros, que menean la cola pidiendo los huesos de las sobras.

Continuó el rey diciendo:

—Lahlah es el corazón de nuestro corazón y la luz de nuestra casa. Estamos seguros de que te agradará, Alá mediante.

—Casarse con alguien de tu casa sería honor sobrado para cualquier árabe. Pero la fama de la hija de Yamile ha rebasado los muros del palacio, y he oído que es perfecta.

Nesib sonrió, con el encanto irresistible de aquellos que rara vez lo hacen.

—El mundo ha conocido solamente cuatro mujeres perfectas, oh hijo mío. ¡Si hubiesen vivido en nuestra época! ¿Quienes fueron, oh Yusuf? Nunca puedo recordarlas a todas.

Y Yusuf contestó prestamente:

—Fueron Kadija, la esposa de Mahoma (a quien Alá guarde en paz); su hija Fátima, esposa de Alí; la mujer del faraón, y la judía Miriam, madre de nuestro profeta Jesús de Nazareth a quien los cristianos idólatras llaman Hijo de Alá.

—Dejaremos que decidas, oh Auda, si nuestra pequeña Lahlah debe ampliar ese distinguido cuarteto transformándolo en un quinteto. ¿Quién puede ser mejor juez de los méritos de una mujer que su propio marido?

Su buen humor me llenó de esperanzas.

—¡Oh tú, que estás a salvo del mal!

—Habla.

—¿Se me permitirá entonces volver a Salmahnieh?

—¿Para qué? Como miembro de nuestra familia será

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