Nieve en abril

Rosamunde Pilcher

Fragmento

CAPÍTULO PRIMERO

CAPÍTULO PRIMERO

Envuelta en una perfumada espuma y con el cabello recogido en el gorro de baño, Caroline Cliburn permanecía tendida en la bañera, escuchando la radio. El cuarto de baño era amplio, como todas las habitaciones de la casa. Antes había sido cuarto de baño y vestidor, pero tiempo atrás Diana había decidido que la gente ya no usaba ni necesitaba vestidores, por lo que lo había desmantelado y había hecho colocar porcelana color rosa, una mullida alfombra blanca en el suelo y una cortina de calicó en la ventana. En una mesita baja con superficie de cristal había recipientes de sales de baño, revistas y una gran pastilla de jabón con perfume de rosas. También había rosas estampadas en las toallas de baño y en la estera sobre la cual reposaban en ese momento la bata de Caroline, sus zapatillas, la radio y un libro.

La radio emitía un vals. Uno-dos-tres, uno-dos-tres, decían los arrullos de los violines, evocando visiones de patios con palmeras, caballeros de guante blanco y ancianas damas sentadas en sillas doradas, siguiendo con movimientos de la cabeza el compás de la bonita melodía.

«Me pondré el nuevo traje pantalón», pensó. Pero entonces recordó que uno de los botones dorados de la chaqueta se había caído y que, casi con seguridad, lo había perdido. Claro que podía buscar el botón, enhebrar una aguja y coserlo. La operación no le llevaría más de cinco minutos, pero sería más sencillo no hacerlo y ponerse en su lugar el caftán de color turquesa o el vestido de terciopelo negro que, según decía Hugh, le confería aspecto de Alicia en el país de las maravillas.

El agua se estaba enfriando. Abrió el grifo del agua caliente con el dedo gordo del pie y decidió salir de la bañera a las siete y media, secarse, maquillarse y bajar. Llegaría con retraso, pero no importaba. Todos la estarían esperando en torno de la chimenea; Hugh con aquel esmoquin de terciopelo que ella tanto aborrecía, y Shaun ceñido con su faja escarlata. Y los Haldane estarían allí, Elaine ya iría por el segundo martini y Parker con sus maliciosos y bellos ojos, y los invitados de honor, los socios de Canadá de Shaun, Mr. y Mrs. Grimandull, o algo por el estilo. Tras una razonable espera, los invitados pasarían al comedor para saborear la sopa de tortuga y el cassoulet que Diana se había pasado toda la mañana preparando y el sensacional budín que probablemente sería servido flameado entre los «ohs» y los «ahs» y los «Pero, Diana querida, ¿cómo lo haces?».

Como de costumbre, el solo hecho de pensar en toda aquella comida le provocó náuseas. Lo cual era muy extraño porque la indigestión era privilegio sin duda de los muy viejos, los glotones y tal vez las embarazadas, y Caroline, a sus veinte años, no entraba en ninguna de esas categorías. No es que se encontrara mal, pero nunca se sentía del todo bien. Puede que antes del martes… no, del martes de la otra semana, fuera a ver a un médico. Ya se imaginaba su explicación. «Me voy a casar y me encuentro siempre mal.» E imaginaba la sonrisa paternal y comprensiva del médico. «Son los nervios que preceden a la boda, eso es muy natural, le recetaré un sedante.»

El vals terminó discretamente y el locutor anunció el noticiario de las siete y media. Caroline lanzó un suspiro, se incorporó en la bañera, quitó el tapón antes de sucumbir a la tentación de seguir disfrutando del baño y pisó la estera de baño. Apagó la radio, se secó superficialmente, se puso la bata y se dirigió a su dormitorio, dejando unas húmedas huellas en la inmaculada alfombra blanca. Se sentó ante el tocador con faldones, se quitó el gorro de baño y observó sin demasiado entusiasmo su propia imagen reflejada tres veces. El largo cabello liso tan pálido como la leche le colgaba a ambos lados del rostro cual dos borlas de seda. Su rostro no era bonito en el habitual sentido del término. Los pómulos eran demasiado altos, la nariz chata, la boca ancha. Sabía que podía resultar guapa o fea según se mirara y que sólo sus grandes ojos oscuros de espesas pestañas llamaban la atención en cualquier circunstancia, incluso en aquellos momentos en que estaba totalmente agotada.

(Recordó algo que Drennan le había dicho una vez, sosteniéndole la cabeza entre sus manos y levantándole el rostro hacia el suyo. «¿Cómo es posible que tengas la sonrisa de un chico y los ojos de una mujer? ¿Y, para colmo, los ojos de una mujer enamorada?» Ambos estaban sentados en el asiento delantero del coche de Drennan y fuera llovía y estaba muy oscuro. Recordaba el rumor de la lluvia, el tictac del reloj del coche y la sensación de las manos de Drennan rodeándole la barbilla, pero era como evocar un suceso de un libro o una película, un suceso que ella había presenciado, pero en el que no había intervenido. Le había ocurrido a otra chica.)

Alargó bruscamente la mano hacia el cepillo, se recogió el cabello con una banda elástica y empezó a maquillarse. De pronto, oyó unas suaves pisadas sobre la mullida alfombra del pasillo. Las pisadas se detuvieron delante de su puerta, que estaba entornada.

—Hola.

—¿Puedo entrar?

Era Diana.

—Pues claro.

Su madrastra ya estaba vestida de blanco y oro y llevaba el cabello rubio ceniza recogido en un moño y atravesado con un alfiler de oro. Se veía, como siempre, hermosa, esbelta, alta, inmaculadamente impecable. El azul de sus ojos destacaba en un rostro que conservaba el bronceado gracias a las regulares sesiones de lámpara ultravioleta, que era uno de los motivos de que a menudo la tomaran por nórdica. Poseía la rara habilidad de estar tan guapa con ropas de esquí o tweed como con un lujoso vestido de noche, dispuesta a participar en una elegante velada de gran etiqueta.

—¡Caroline, aún no estás lista!

Caroline empezó a hacer unas cosas muy complicadas con el cepillo del rímel.

—Voy por la mitad. Ya sabes lo rápida que soy en cuanto empiezo. Creo que fue lo único provechoso que aprendí en la Escuela de Arte Dramático —añadió—. Quiero decir, maquillarme en un minuto exacto.

Inmediatamente lamentó haber hecho aquel imprudente comentario. La Escuela de Arte Dramático seguía siendo todavía territorio prohibido desde el punto de vista de Diana, la cual adoptaba una actitud belicosa en cuanto la oía nombrar.

—En tal caso —dijo fríamente Diana—, los dos años que pasaste allí no fueron una completa pérdida de tiempo. —Al ver que Caroline, arrepentida, no contestaba, añadió—: Bueno, de todos modos, no hay prisa. Hugh ya ha llegado y Shaun le está sirviendo una copa, pero los Lundstrom llegarán un poco tarde. Me ha telefoneado ella desde Connaught para decirme que John se ha retrasado por culpa de una reunión.

—Lundstrom. No recordaba su apellido. Pensaba que se llamaban Grimandull.

—Qué poca consideración. Ni siquiera los conoces.

—¿Tú sí?

—Sí y son muy simpáticos.

Con indirecta intención, Diana empezó a ordenar el dormitorio de Caroline, emparejando los zapatos, doblando un jersey y recogiendo la toalla que estaba en el suelo. La dobló y la llevó al cuarto de baño donde Caroline la oyó limpiando el lavabo, abriendo y cerrando el armario con espejos y guardando sin duda un pote de crema para la cara tras haber cerrado la tapa.

—Diana —dijo Caroline, levantando la voz—, ¿qué son esas reuniones de Mr. Lundstrom?

—¿Cómo? —dijo Diana, regresando a la habitación.

Caroline le repitió la pregunta.

—Es un banquero.

—¿Tiene algo que ver con este nuevo negocio de Shaun?

—Tiene mucho que ver. Él lo va a financiar. Por eso ha venido a este país, para ultimar los detalles.

—O sea que todos tendremos que ser encantadores y portarnos muy bien.

Caroline se levantó, se quitó la bata y, completamente desnuda, fue en busca de su ropa.

Diana se sentó a los pies de la cama.

—¿Y eso te parece un esfuerzo tan grande? Caroline, estás terriblemente delgada. De verdad, demasiado delgada, deberías engordar un poco.

—Estoy bien. —Caroline sacó unas prendas de ropa interior de un cajón muy bien surtido y empezó a ponérselas—. Estoy bien así.

—No digas tonterías. Se te marcan las costillas. Y comes menos que una mosca. Hasta Shaun se dio cuenta el otro día, y sabes lo poco observador que es. —Caroline se puso unas bragas—. Y además, estás muy pálida. Lo he visto al entrar. Quizá tendrías que empezar a tomar hierro.

—¿Eso no te pone los dientes negros?

—Pero bueno, ¿de dónde has sacado esa historia?

—A lo mejor, me pasa porque me voy a casar y he tenido que escribir ciento cuarenta y tres cartas de agradecimiento.

—No seas desagradecida… Ah, por cierto, Rose Kintyre me ha llamado para preguntarme qué quieres que te regale. Le he sugerido aquellas copas que viste en Sloane Street, ya sabes, aquellas que tenían las iniciales grabadas. ¿Qué te vas a poner esta noche?

Caroline abrió el armario y sacó el primer vestido que le vino a mano, el cual resultó ser el de terciopelo negro.

—¿Éste?

—Sí, me encanta ese vestido. Pero tendrías que ponerte medias oscuras.

Caroline lo volvió a guardar y sacó el siguiente.

—¿Y éste?

Por suerte, era el caftán, no el traje pantalón.

—Sí. Precioso. Con pendientes de oro.

—Los he perdido.

—Oh, no me digas que has perdido los que Hugh te regaló.

—Bueno, en realidad, es que no sé dónde los he puesto. Los guardé, pero no recuerdo dónde. No te preocupes. —Caroline se pasó por la cabeza el fino modelo de seda color turquesa—. De todos modos, a mí no se me ven los pendientes a menos que me recoja el cabello. —Mientras se abrochaba los pequeños botones, preguntó—: ¿Y Jody, dónde va a cenar?

—Con Katy en el sótano. Le he dicho que podía cenar con nosotros, pero prefiere ver una película del Oeste en la televisión.

Caroline se soltó el cabello y empezó a cepillárselo.

—¿Está allí ahora?

—Creo que sí.

Caroline se roció con el perfume del primer frasco que le vino a mano.

—Si no te importa —dijo—, bajaré primero a darle las buenas noches.

—No tardes mucho. Los Lundstrom estarán aquí dentro de unos diez minutos.

—No tardaré.

Mientras bajaban juntas, se abrió la puerta del salón y apareció Shaun Carpenter, llevando un recipiente de hielo de color rojo en forma de manzana cuyo tallo dorado, surgiendo de la tapadera, formaba el asa. Shaun miró hacia arriba y las vio.

—No hay hielo —dijo a manera de explicación y entonces se distrajo, como un comediante que dirige una segunda mirada antes de decir su parlamento, al verlas aparecer, y se quedó de pie allí, en medio del vestíbulo, para verlas bajar.

—Estáis las dos guapísimas —dijo—. Sois unas mujeres maravillosas.

Shaun era el marido de Diana y, para Caroline, solía ser varias cosas distintas. «El marido de mi madrastra», lo llamaba algunas veces. O, «mi padrastro». O, simplemente, Shaun.

Él y Diana llevaban tres años casados, pero, tal como Shaun se complacía en decirle a la gente, conocía a Diana y la adoraba desde hacía muchísimo más tiempo.

«La conocí hace mucho tiempo —decía—. Pensaba que ya la tenía en el bote, pero entonces ella se fue a las islas griegas a comprarse una casa e, inesperadamente, me escribió para decirme que había conocido a un arquitecto llamado Gerald Cliburn, y se había casado con él. Más pobre que una rata, con hijos y más bohemio que yo qué sé. Podrían haberme derribado con una pluma.»

A pesar de todo, él había seguido fiel a su memoria, había triunfado en los negocios y había tenido igual éxito en su papel del más sofisticado soltero profesional, muy solicitado por las anfitrionas de Londres, que siempre tenía la agenda llena de compromisos con varios meses de antelación.

Su vida de soltero era tan agradable y estaba tan bien organizada que, cuando Diana Cliburn, viuda y con dos hijastros a su cargo, regresó a Londres para instalarse en su antigua casa e iniciar una nueva vida, la gente empezó a preguntarse qué iba a hacer Shaun Carpenter. ¿Se habría acostumbrado demasiado a su cómoda vida de soltero? ¿Sería capaz, por Diana, de renunciar a su independencia y aceptar la rutinaria existencia de un padre de familia normal y corriente? Los chismosos lo dudaban.

Pero los chismosos no habían contado con Diana. Esta había regresado de Afros, si cabe, más hermosa y deseable que nunca. Tenía entonces treinta y dos años y estaba en la cumbre de su atractivo. Shaun reanudó cautelosamente la amistad y cayó en la trampa en cuestión de unos días. Antes de que transcurriera una semana le pidió que se casara con él y fue repitiendo la petición a intervalos regulares de siete días hasta que, por fin, ella dijo que sí.

Lo primero que Diana le pidió fue que él mismo comunicara la noticia a Caroline y Jody.

—Yo no puedo ser un padre —les dijo Shaun, paseando muy nervioso por la alfombra del salón mientras ellos lo observaban con sus grandes ojos curiosamente idénticos—. No sabría serlo por mucho que quisiera, pero me gustaría que supierais que siempre podréis contar conmigo como confidente o posible financiero… después de todo, ésta es vuestra casa… y me gustaría que os sintierais…

Se atascó y maldijo a Diana por haberlo colocado en aquella situación tan embarazosa, y deseando que lo hubiera dejado en paz y permitido que su relación con Caroline y Jody se desarrollara lenta y naturalmente. Pero Diana era impaciente por naturaleza y le gustaba que las cosas estuvieran claras desde el principio.

Jody y Caroline contemplaron a Shaun con simpatía, pero nada dijeron ni hicieron para echarle una mano. Les gustaba Shaun Carpenter y, con la clara mirada de la juventud, habían visto que Diana ya se lo había metido en el bosillo. Les habló de Milton Gardens como la casa de ellos, a pesar de que su casa, para Caroline y Jody, era y siempre sería un cubo blanco como un pan de azúcar suspendido por encima del intenso azul del mar Egeo. Pero aquello ya había quedado atrás, se había hundido sin dejar huella en la confusión del pasado. Lo que Diana eligiera hacer o la persona con la que eligiera casarse, no les incumbía. No obstante, si tenía que casarse con alguien, ellos se alegraban de que lo hiciera con el corpulento y simpático Shaun.

En ese momento, cuando Caroline pasó por su lado, Shaun se apartó cortésmente y se sintió un tanto ridículo, sosteniendo en sus manos el cubo de hielo cual si fuera una ofrenda. Olía a Brut y a ropa limpia. Caroline recordó Ja barba frecuentemente cerdosa de su padre y su gastada camisa azul de trabajo que prefería ponerse directamente salida de la lavadora y sin el menor toque de plancha. Recordó también las peleas y discusiones en las que él y Diana solían enzarzarse alegremente, ¡y que casi siempre ganaba él!, y se asombró de que una misma mujer pudiera casarse con dos hombres tan diametralmente opuestos.

Bajar al sótano y a los dominios de Katy era como pasar de un mundo a otro. Arriba había alfombras en tonos pastel, arañas y pesados cortinajes de terciopelo. Abajo todo estaba revuelto y desordenado y se respiraba una atmósfera tremendamente alegre y despreocupada. El suelo de linóleo a cuadros competía con las alfombras de vivos colores, las cortinas estampadas con dibujos en zigzag y hojas, y todas las superficies horizontales ocupadas por fotografías, ceniceros de porcelana de olvidadas localidades costeras, conchas pintadas y jarrones con flores de plástico. El fuego crepitaba en la chimenea y, delante de ella, acurrucado en un combado sillón y con los ojos clavados en la parpadeante pantalla del televisor, estaba Jody, el hermano de Caroline.

Vestía unos pantalones tejanos y un jersey de cuello cisne azul marino, calzaba unas viejas botas de polo, y se tocaba, sin motivo aparente, con una destartalada gorra de marinero demasiado grande para él. Al entrar su hermana, el niño levantó la vista, pero enseguida volvió a centrar su atención en la pantalla. No quería perderse ni una sola escena, ni un solo segundo de acción.

Caroline lo empujó un poco para hacerse sitio en el sillón y se sentó a su lado.

—¿Quién es la chica? —le preguntó después de un momento.

—Una imbécil. Se pasa todo el tiempo dando besos. Una de ésas.

—Pues entonces, apágalo.

Jody estudió la posibilidad, decidió que quizá no era mala idea, y se levantó del sillón para apagarlo. El televisor emitió un breve gemido. El permaneció de pie sobre la alfombra de la chimenea, mirando a su hermana.

Tenía once años, una buena edad, pues había dejado atrás la infancia, pero todavía no era alto, delgado y malhumorado ni tenía problemas con las espinillas. Sus rasgos eran tan parecidos a los de Caroline que, cuando los desconocidos los veían por primera vez juntos, enseguida adivinaban que eran hermanos, a pesar de que Caroline era muy rubia mientras que Jody tenía un lustroso cabello castaño tirando a rojizo, y de que Caroline sólo tenía unas cuantas pecas en el caballete de la nariz y Jody las tenía diseminadas como confetis por la espalda, los hombros y los brazos. Sus ojos eran grises, su sonrisa, no muy frecuente pero cautivadora cuando se producía, dejaba al descubierto unos dientes demasiado grandes para su rostro y algo torcidos, como si hubieran luchado entre sí para hacerse espacio.

—¿Dónde está Katy? —le preguntó Caroline.

—Arriba, en la cocina.

—¿Ya has cenado?

—Sí

—¿Te han dado lo mismo que vamos a cenar nosotros?

—He tomado una sopa, pero no me ha apetecido lo otro, así que Katy me ha preparado unos huevos con bacon.

—Ojalá hubiera podido cenar eso contigo. ¿Has visto a Shaun y Hugh?

—Sí. He subido. —Hizo una mueca—. Van a venir los Haldane, que te sean leves.

Ambos sonrieron con expresión de conspiradores. La opinión que les merecían los Haldane era prácticamente la misma.

—¿De dónde has sacado esta gorra? —preguntó Caroline.

Jody ya no se acordaba de la gorra. Se la quitó, con cierta turbación.

—La encontré en una vieja caja en el armario del cuarto de los niños.

—Era de papá.

—Sí, ya lo suponía.

Caroline se inclinó y se la quitó. Estaba sucia, deformada y manchada de sal, y la insignia se estaba descosiendo.

—Se la ponía cuando salía a navegar. Decía que el hecho de ir debidamente vestido le daba confianza porque, así, cuando alguien le soltaba un taco por haber hecho mal alguna cosa, él le contestaba con otro taco. ¿Recuerdas cuando decía estas cosas?

—Algunas —contestó Jody sonriendo—. Y también lo recuerdo leyendo Rikki Tikki Tavi.

—Tú eras muv pequeño. Seis años, pero ya veo que lo recuerdas. —El sonrió de nuevo y Caroline le puso la vieja gorra en la cabeza. Como la visera le tapaba la cara, la muchacha tuvo que inclinarse para darle un beso—. Buenas noches —le dijo.

—Buenas noches —contestó Jody sin moverse.

No hubiera querido separarse de él. Al llegar al pie de la escalera se volvió. El la estaba mirando fijo por debajo de la visera de la ridicula gorra. Algo en sus ojos la indujo a preguntarle:

—¿Qué pasa?

—Nada.

—Pues entonces, hasta mañana.

—Sí —dijo Jody—. Buenas noches.

Una vez arriba, Caroline observó que la puerta del salón estaba cerrada, oyó un murmullo de voces procedente del interior y vio a Katy colgando en una percha un abrigo de pieles oscuro y colocándolo en el armario que había junto a la puerta principal. Katy llevaba un vestido marrón y un delantal floreado, su concesión a una cena de etiqueta. Pegó un respingo cuando Caroline apareció de repente.

—Oh, qué susto me has dado.

—¿Quiénes han venido?

—Mr. y Mrs. Haldane. —Señaló con la cabeza—. Están ahí dentro. Será mejor que te des prisa, llegas tarde.

—He ido a ver a Jody.

No le apetecía incorporarse a la fiesta, decidió quedarse un ratito con Katy y apoyó la espalda en la barandilla de la escalera. Imaginó la dicha de subir a su habitación, meterse en la cama y que le sirvieran un huevo duro.

—¿Aún está mirando esa película de indios?

—No creo. Dijo que había demasiados besos.

Katy hizo una mueca.

—Mejor mirar besos que toda esta violencia, digo yo. —Cerró la puerta del armario—. Prefiero que los niños sientan curiosidad por estas cosas a que salgan por ahí a pegarles una zurra a las viejas con sus propios paraguas.

Tras esta atinada observación, Katy regresó a la cocina y Caroline, una vez sola y sin otra excusa para retrasarse, cruzó el vestíbulo, se puso una sonrisa en la cara y abrió la puerta del salón. (Otra de las cosas que había aprendido en la Escuela de Arte Dramático era cómo hacer una entrada.) Inmediatamente cesó el murmullo de las conversaciones y alguien dijo:

—Aquí está Caroline.

El salón de Diana, por la noche, iluminado para una fiesta, resultaba tan espectacular como un decorado de teatro. Los tres grandes ventanales que daban a la tranquila plaza estaban adornados con cortinas de terciopelo verde manzana claro. Había unos grandes y mullidos sofás en tonos rosa y beige, una alfombra beige y, combinando maravillosamente con unos cuadros antiguos, unas vitrinas de nogal, varias piezas de estilo Chippendale y una moderna mesita auxiliar italiana de acero y cristal. Había flores por todas partes y el aire estaba impregnado de una variedad de deliciosos y caros aromas: jacintos, Madame Rochas y los cigarros habanos de Shaun.

Tal como Caroline había imaginado, se encontraban todos reunidos alrededor de la chimenea con sendas copas en las manos. Pero, antes de que ella cer

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