Cuentos de hombres

Susana Pérez-Alonso

Fragmento

SUSANA - PASIONARIAS - OBERÓN

Si me preguntase hoy, a años inciertos de visión retrospectiva, quién representó mejor la divina impaciencia que caracterizó nuestra juventud provinciana, contestaría sin el menor atisbo de duda que Susana Pérez-Alonso. Quienes la recordamos recién llegada de ese Mieres paraíso de su infancia, rubia de inocencia y con voz cantarina, desplegando su humanidad como una veleta atenta a todos los vientos, sin desfallecer en las muchas ocasiones que se le presentaban para hacer uso de una oratoria que amansaba a las bestias pardas de aquella selva caduca y construir paraísos posibles con la palabra, no dejamos de desear que las secretas horas, que ya entonces dedicaba a violar la virginidad del blanco folio estudiantil, tuviesen algún día el merecido homenaje de la letra impresa, de la tinta perpetua.

No es fácil reconocer la madurez propia de nuestra edad, máxime si no somos proclives a desvelar públicamente los íntimos deseos que nos cautivan con cadenas de azúcar y hiel a esta realidad que se nos antoja tan extraña como propia, y de ahí que muchas veces la esperanza de lo cotidiano se convierta en la amarga experiencia de los días estériles.

Susana Pérez-Alonso subsanó esa confusión, ese error, con un gesto que nos hace adorarla una vez más como la amiga frecuente especialista en los gestos infrecuentes: se lanzó como Pinito del Oro de trapecio en trapecio, sin red, en un vuelo magistral a través del sueño y la historia, y tejió con malabarismos los cuentos más impropios para las tertulias de crochet y mesa camilla, sin perder de vista esos salones que siempre la fascinaron no tanto por el espacio decorativo sino por el escenario de las pasiones infinitas.

Cuando su editor me anunció que al fin se había decidido a dar originales a la imprenta, no pude ocultar mi gozo y marqué su número.

—Al fin podremos dar continuidad a la ansiada lectura y hacerla completa —dije como apertura de conversación.

—No te fíes, no estoy nada segura de que merezca la pena dar a conocer estos trabajos.

De fondo se oía un ligero y constante sonido metálico de difícil catalogación, que se advertía reflejo de un movimiento inconsciente.

—¿Qué es ese ruido? —pregunté mecánicamente.

—Es Histeria dándose aire con un abanico de cuchillos.

Comprendí que en aquel momento la inspiración sobrevolaba los territorios de lo anodino y enfilaba rumbo a los paraísos de la imaginación. Colgué el teléfono y tuve la sensación de haber estado leyendo algunas de aquellas páginas que como una limosna llegaban a mis manos de tarde en tarde gracias a la generosidad de la autora. La primicia como caridad siempre tiene una necesaria devolución, y no pude dejar de ser sincero cuando se me preguntaba qué me parecían aquellos cuentos. Son la agitación y el malestar de la magia, solía contestar.

Efectivamente, a Susana no hay nada que pueda desagradarle más que esa calma chicha del mar de la conciencia que en su conformidad anula cualquier intento de búsqueda. De ahí que la agitación que provoca con sus textos sea una conquista multiplicada en la que el gozo deviene en insatisfacción y la pasión se convierte en una mueca melodramática que hace a los ansiosos amantes finalizar su encuentro con un duelo de navajas barberas.

Habrá quien busque en estos cuentos el vehículo de un descargo de recuerdos más o menos apropiados a los gustos del público exigente o quien intente tirar del hilo de seda de la memoria para bordar el paño de una autobiografía velada. Nada más lejos de la verdad que esconden estas olas-frases con la sutil espuma del pasado, las que rememoran las andanzas y avatares vitales de aquellos personajes míticos con los que nos familiarizamos gracias a una genial Susana que modulaba la voz y gesticulaba, transfigurándose en la Jacoby, en la abuela vestida con el quimono de seda rasgada que el esposo trajo de su aventura filipina y con el que la retrató Whistler en una mirada cargada de ambición y deseo o aquella prima con mal de amores cuya única obsesión era tumbarse en el sofá esperando la carta imposible, y a la que el servicio llamaba Cornucopia porque siempre estaba en el salón con los destellos del susto, mientras Bubú revoloteaba sensible a la desgracia de su ama, y tantos otros cuentos que le oíamos de viva voz a lo largo de estos años.

Pero Susana no es ni proustiana ni flaubertiana («¡Lejos de mí cualquier insinuación a la Bovary!», llegó a gritar en confesión memorable), ni tampoco una mujer dispuesta a utilizar la escritura como medio de lucha posible. Es una escritora ciega de imaginación que sabe conjugar las tropelías de la realidad y las de la fantasía, y descorrer el telón que anuncia el comienzo del espectáculo, del verídico juego de nuestras vidas. Mujer escritora, confesa y mártir, y por ello valiente, que camina descalza hacia el Parnaso que en justicia debe coronarla de laureles y pasionarias, y que con esta recopilación de deliciosos cuentos de medida ambigüedad se expone, primeriza, a las lecturas intencionadas; las que siempre son objeto predilecto del rumor difundido por nuestras mejores lenguas viperinas, las de la urbe y las de la provincia, que a partir de ahora la reconocerán como a aquella joven que en los setenta paseaba desinhibida por nuestra ciudad del brazo de Oberón. Siempre la literatura.

FRANCISCO CRABIFFOSSE CUESTA

marzo de 1999

A mi padre, al que tanto extraño; a mi padre, con el que cada noche discuto los asuntos del día; a él, que durante tantos años me quiso y que durante tantas noches me dio leche con azúcar para que no tosiese; a él, que cuando metía la pata nunca me reñía, sólo me acariciaba la cabeza y procuraba ayudarme. A él, que ahora me ve sonreír con más fr

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