Biblioteca esencial George Orwell (1984 | Rebelión en la granja | Homenaje a Cataluña | Opresión y resistencia)

Fragmento

Orwell, o la energía visionaria[*]

Casi por casualidad Eric Arthur Blair decidió elegir, como nom de plume, el de George Orwell (tras haber descartado H. Lewis Allways, Kenneth Miles y P. S. Burton). Casi por casualidad decidió titular su novela Nineteen Eighty-Four. Al parecer había estado considerando también 1980 y 1982, y se dice que finalmente el título surgió al invertir la fecha de 1948, año en que el escritor redactó la última versión de la novela. Orwell buscaba un futuro lo suficientemente lejano para poder situar en él una historia que hoy en día calificaríamos de ciencia ficción o, mejor aún, una utopía negativa, pero suficientemente cercano para que se cumplieran los temores que realmente le inquietaban, es decir, que antes o después realmente tuviese que suceder algo semejante.

Pero por casual que fuera la elección de la fecha, también la casualidad, una vez que ha dado origen a un hecho, instaura una necesidad, de modo que una vez llegados al fatídico 1984, ya no podemos sustraernos a los fantasmas que esta fecha evoca. Forman parte de nuestro imaginario colectivo.

El semanario Time, que en noviembre de 1983 dedicó a Orwell su portada, enumeraba en tono alarmado la enorme cantidad de congresos, seminarios, artículos, ensayos y documentales de televisión que se estaban acumulando en espera del fatídico 1 de enero. Anunciaba una nueva edición crítica de las obras de Orwell, la colocación de una escultura de cera en el museo Tussaud, una decena de congresos en los que iban a participar desde fans de la ciencia ficción hasta el Instituto Smithsoniano y la Biblioteca del Congreso, la publicación de un Calendario 1984 destinado a documentar «la erosión de las libertades civiles en América», y terminaba temiendo la comercialización de camisetas del doblepensamiento y de una barbacoa a lo Hermano Mayor.

Hoy sabemos lo que es la emoción de las celebraciones, y las modas no pueden sustraerse a la fascinación de centenarios, bodas de oro y conmemoraciones de difuntos. Pero si tanta locura rodea a este hecho que no sabríamos definir en términos de una celebración codificable (¿cumpleaños, nacimiento, vencimiento, cita?), no es por razones frívolas. El terrible libro de Orwell ha marcado nuestro tiempo, le ha proporcionado una imagen obsesiva, la amenaza de un milenio bastante cercano, y diciendo «vendrá un día…» nos ha implicado a todos en la espera de ese día, sin permitirnos tomar la distancia psicológica necesaria para preguntarnos si el 1984 no ha ocurrido hace ya tiempo.

Ciertamente, son muchos los que han leído este libro como la descripción de un presente, y en este caso como una sátira —así la definió en realidad Orwell, aunque se trata de una sátira sin alegría— del régimen soviético. Es más, en cuanto salió el libro suscitó reacciones opuestas, apasionadas y discordes, y todas más o menos miopes. Unos lo interpretaron como un providencial panfleto de apoyo a la guerra fría, otros como un libelo conservador (olvidando que Orwell se consideró socialista hasta el final), otros —por las mismas razones, pero de signo ideológico opuesto— consideraron a Orwell un lacayo del imperialismo, y hubo quien insistió en la honestidad de ese anarquista herido por la terrible experiencia sufrida como voluntario en la guerra de España, donde el grupo en el que militaba fue expulsado sin piedad por las formaciones comunistas. Así que este torbellino de pasiones ha impedido durante mucho tiempo leer este libro sine ira et studio, para decidir de qué hablaba realmente.

Digamos también que el libro tiene muy poco —aunque ese poco es muy importante— de profético. Al menos las tres cuartas partes de lo que explica no es utopía negativa, es historia.

El libro apareció en 1949, y en aquella fecha no hacía falta tener espíritu profético (a lo sumo, y para un socialista convencido, coraje y lealtad intelectual) para hablar del Hermano Mayor y de su archienemigo, el heresiarca judío Goldstein. La lucha Stalin-Trotski, las grandes purgas, la enciclopedia soviética que reivindicaba para los científicos rusos los grandes descubrimientos científicos del siglo, la atribución al dictador de todas las gestas históricas que habían conducido al triunfo del régimen, incluso la corrección continua de la historia (uno de los hallazgos más populares y estremecedores de la novela): todo esto era ya crónica, aunque eliminada. Tampoco podemos olvidar que en 1940 ya había aparecido El cero y el infinito de Koestler.

Pero Orwell no solo se estaba recuperando de su decepción como revolucionario y combatiente traicionado, sino que era un inglés que vivía el final de la Segunda Guerra Mundial y la victoria sobre el nazismo: muchas de las atrocidades que se celebran en Oceanía recuerdan costumbres y ritos nazis; piénsese en la pedagogía del odio, en el racismo que separa a los miembros del partido de los «proles», en los niños reunidos en una especie de Hitlerjugend y educados para espiar y para denunciar a sus padres, en el puritanismo de la raza elegida para la que el sexo es únicamente un instrumento eugenésico…

Lo que hace Orwell no es tanto inventar un futuro posible pero increíble, como realizar una labor de collage sobre un pasado absolutamente creíble porque ya ha sido posible. E insinuar la sospecha (tal como sugiere que los regímenes de los tres superestados en guerra continua sean sustancialmente iguales) de que el monstruo de nuestro siglo es la dictadura totalitaria y que, con respecto al mecanismo fatal del totalitarismo, las diferencias ideológicas en el fondo cuentan muy poco. Así interpreta 1984, por ejemplo, Bertrand Russell.

Esta es sin duda una de las buenas razones que han convertido el libro en un grito de alarma, una llamada de atención y una denuncia, y es también por esto por lo que el libro ha fascinado a decenas de millones de lectores en todo el mundo. Sin embargo, creo que hay otra razón, más profunda. Y es que a lo largo de casi cuatro décadas (las que nos separan de la publicación de 1984) se ha ido abriendo paso la impresión de que el libro, si bien por un lado hablaba de lo que ya había sucedido, por el otro, más que hablar de lo que podría suceder, hablaba de lo que estaba sucediendo.

Tómese el indicador más evidente y luminoso: la televisión. Baird proyecta su primer televisor en 1926, las primeras transmisiones experimentales se realizan hacia 1935, en Inglaterra y en América se empieza a hablar de televisión no experimental después de la guerra; de modo que Orwell pone en escena algo que todavía no es un instrumento de masas pero que ya existe, y no está haciendo ciencia ficción. Que a través de los nuevos medios de comunicación se pudiese recibir adoctrinamiento no era una utopía negativa: la filosofía goebbelsiana de la radio como instrumento de propaganda y de control ideológico ya había sido ampliamente discutida; Adorno y Horkheimer comienzan la Dialéctica de la Ilustración en 1942; y de los prodigios tecnológicos como instrumentos de opresión ya había hablado (¡en 1932!) otro extraordinario libro, Un mundo feliz, de Huxley.

Pero lo que en Orwell resulta nuevo y profético no es la idea de que con la televisión podemos ver a personas distantes, sino la de que personas distantes pueden vernos a nosotros. Es la idea del control a través del circuito cerrado, que se pondría en práctica en las fábricas, en las cárceles, en los locales públicos, en los supermercados y en las comunidades fortificadas de la burguesía acomodada; es esta idea (a la que hoy ya estamos acostumbrados) la que Orwell agita con energía visionaria. Y a causa de esas ideas, que la historia ha ido confirmando día a día, los lectores han seguido interpretando 1984 como un libro sobre la actualidad, más que como un libro sobre futuribles. Orwell nos hizo narrativamente evidente lo que solo más tarde Foucault nos descubriría como la idea benthamiana del Panóptico, un centro penitenciario donde el que está encerrado puede ser observado sin poder observar. No obstante, Orwell sugiere anticipadamente algo más: la amenaza de que el mundo entero se convierta en un inmenso Panóptico.

Entonces descubrimos el alcance de la utopía negativa de Orwell y descubrimos por qué —y a muchos les habrá parecido puro pasotismo— el escritor nos recuerda que no hay diferencias entre el régimen de Oceanía, el de Eurasia y el de Estasia. La sátira de Orwell no solo va dirigida contra el nazismo y el comunismo soviético, sino contra la propia civilización burguesa de masas.

De hecho, ¿dónde se producirá una situación en que a la clase dirigente se le imponga un severo control de su moralidad sobre la base de criterios de eficiencia, mientras a la clase sometida, los «proles», se les deja amplia libertad de desenfreno, incluidos no solo la libre expresión del sexo sino incluso su incentivo programado a través de la pornografía industrializada? No son los pobres del régimen soviético (opuestos a la Nomenklatura) los que pueden ver las películas porno: son los marginados de los países capitalistas —con la diferencia, ciertamente no secundaria, de que estos comen, visten y beben mejor que los «proles» de Oceanía.

¿Y dónde se ha desarrollado el Newspeak, la nuevalengua, que reduce el léxico y la sintaxis para reducir la riqueza de las ideas y de los sentimientos? Los países socialistas han desarrollado una lengua estándar de la ideología y de la propaganda, hecha de eslóganes y frases hechas, pero si bien esta lengua tiene la misma finalidad de la nuevalengua orwelliana, no posee su estructura gramatical. La nuevalengua se parece mucho más a la lengua de los concursos televisivos, de la prensa popular anglosajona y de la publicidad. Muchas de las palabras que Orwell presenta en el breve tratado de lingüística que figura a modo de apéndice a su obra (aunque solo se lean en la adaptación del traductor pero, a primera vista, la impresión, mutatis mutandis, es la misma que se tiene con un simple cotejo con el original) parecen salidas de la publicidad televisiva, se asemejan a las palabras que dirigen diariamente al ama de casa y al niño los vendedores de felicidad con vales de regalo. Me pregunto qué diferencia hay entre palabras como infrío, dobleplusfrío, viejopensar y barrigasentir (nuevalengua), y «inlimitado», «dhulicioso», «chocobueno» o «refrescancia»…

Y finalmente (gran idea de Goldstein), Orwell anticipó no solo la división del mundo en zonas de influencia con alianzas cambiantes según los casos (¿con quién está hoy China?) —idea que ya se podía extraer de las crónicas de Yalta—, sino que vio lo que realmente está sucediendo hoy: que la guerra no es algo que estallará, sino algo que estalla todos los días, en áreas determinadas, sin que nadie piense en soluciones definitivas, de modo que los tres grandes grupos en conflicto puedan lanzarse advertencias, chantajes e invitaciones a la moderación. Ciertamente, muere gente, e incluso esas muertes se contabilizan, de modo que la guerra pasa de ser epidémica a endémica. Pero en último término tiene razón el Hermano Mayor, «la guerra es paz». La propaganda de Oceanía por una vez no miente: dice una verdad tan ultrajante que nadie consigue entenderla.

Orwell va mucho más allá de una simple sátira del estalinismo: de hecho, para él no es en absoluto necesario que el Hermano Mayor exista realmente. Sí era todavía necesario que Stalin existiese; Andropov, no, y (mientras escribo) algún diario insinúa que tal vez esté muerto, o postrado en una silla de ruedas; sin embargo, es completamente irrelevante que recobre la salud o que se celebren sus exequias en la plaza Roja. El problema es que al fin y al cabo también es irrelevante quién sea el presidente de Estados Unidos o quién mande realmente en China (con independencia de las distintas técnicas que cada potencia elabora para obtener el consenso interno). Orwell intuyó que en el futuro-presente del que habla se despliega el poder de los grandes sistemas supranacionales y que la lógica del poder ya no es, como en tiempos de Napoleón, la lógica de un hombre. El Hermano Mayor sirve porque también es necesario tener un objeto de amor, pero basta que sea una imagen televisiva.

Todo esto explica la fascinación que ejerce esta novela, aunque —y creo que en este momento se puede decir sin miedo a ser tachados de antiorwellianos— no se trata en absoluto de una obra maestra de la literatura. Su moralismo es más proclamado en voz alta que afirmado con los hechos, el estilo no supera al de una buena novela de acción y sin duda Le Carré, desde un punto de vista narrativo, lo haría hoy mejor. Todo en la obra, hasta sus páginas más fascinantes, nos recuerda algo ya visto, y piénsese, solo a modo de ejemplo, en Kafka. Las páginas dedicadas a la tortura, al sutil vínculo de amor que une al torturado y al torturador, ya las hemos leído en algún otro sitio, por lo menos en Sade. La idea de que la víctima de un proceso ideológico no solo ha de confesar sino que ha de arrepentirse, convencerse de su error y amar sinceramente a sus torturadores e identificarse con ellos (y que solo entonces vale la pena matarla), Orwell nos la presenta como si fuera nueva, pero no lo es: es una práctica constante de todas las inquisiciones que se respeten.

Sin embargo, en un determinado momento, la indignación y la energía visionaria dominan al autor y le hacen ir más allá de la «literatura», de modo que Orwell no escribe tan solo una obra narrativa, sino un cult book, un libro mítico.

Las páginas sobre la tortura de Winston Smith son terribles, tienen justamente una grandeza de culto, y la figura de su torturador nos corta la respiración, porque también lo hemos visto en algún otro sitio, aunque sea disfrazado, y en cierto modo ya hemos participado en esta liturgia, y nos tememos que de repente el torturador se revele y aparezca a nuestro lado, o delante de nosotros, y nos sonría con infinita ternura.

Y cuando Winston finalmente, apestando a ginebra, llora contemplando el rostro del Hermano Mayor, y lo ama sinceramente, nos preguntamos si también nosotros estamos amando (bajo cualquier imagen) nuestra Necesidad.

Aquí ya no estamos (solo) ante lo que habitualmente reconocemos como «literatura» e identificamos con la buena escritura. Aquí estamos, repito, ante energía visionaria.

Y no todas las visiones se refieren al futuro, o al Más Allá.

UMBERTO ECO

PRIMERA PARTE

1

Era un día frío y luminoso de abril y los relojes estaban dando las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en un esfuerzo por escapar al desagradable viento, pasó a toda prisa entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no lo bastante rápido para impedir que se colara tras él un remolino de polvo y suciedad.

El vestíbulo olía a col hervida y a esteras viejas. En un extremo habían colgado en la pared un cartel coloreado y demasiado grande para estar en el interior. Representaba solo una cara enorme de más de un metro de ancho: el rostro de un hombre de unos cuarenta y cinco años, con un espeso bigote negro y facciones toscas y apuestas. Winston se dirigió a las escaleras. Era inútil tratar de coger el ascensor. Raras veces funcionaba y en esos días cortaban la corriente eléctrica durante las horas diurnas. Era parte del impulso del ahorro en preparación para la Semana del Odio. El apartamento estaba en el séptimo, y Winston, que tenía treinta y nueve años y una úlcera varicosa en el tobillo derecho, subió despacio, parándose a descansar varias veces. En cada rellano, enfrente del hueco del ascensor, el cartel con el rostro gigantesco le contempló desde la pared. Era uno de esos carteles pensados para que los ojos te sigan cuando te mueves. «El Hermano Mayor vela por ti», decía el eslogan al pie.

Dentro del apartamento una voz pastosa estaba leyendo una lista de cifras relacionadas con la producción de hierro en lingotes. La voz procedía de una placa oblonga de metal parecida a un espejo empañado que formaba parte de la superficie de la pared de la derecha. Winston encendió una luz y el volumen de la voz disminuyó un poco, aunque las palabras siguieron siendo comprensibles. El instrumento (la «telepantalla», lo llamaban) podía atenuarse, pero no había manera de apagarlo del todo. Winston fue hacia la ventana: una figura pequeña y frágil cuya delgadez acentuaba el mono azul del uniforme del Partido. Su cabello era muy rubio y tenía el rostro rubicundo y con la piel curtida por el tosco jabón, las hojas de afeitar embotadas y el frío del invierno que acababa de concluir.

Fuera, incluso a través de la ventana cerrada, el mundo parecía frío. Abajo, en la calle, pequeños remolinos de viento formaban espirales de polvo y papeles rotos, y aunque lucía el sol y el cielo tenía un intenso color azul, todo parecía desvaído excepto los carteles que había pegados por todas partes. El rostro de los bigotes negros observaba desde todas las esquinas. Había uno en la casa de enfrente. «El Hermano Mayor vela por ti», decía el eslogan mientras los ojos oscuros miraban directamente a los de Winston. En la calle, otro cartel rasgado por una esquina aleteaba al viento, cubriendo y descubriendo alternativamente la palabra «Socing». A lo lejos un helicóptero volaba entre los tejados, se cernía un momento como un moscardón y volvía a alejarse describiendo una curva. Era la patrulla de la policía que se asomaba a las ventanas de la gente. No obstante, lo malo no eran las patrullas, sino la Policía del Pensamiento.

Detrás de Winston la voz de la telepantalla seguía hablando del hierro en lingotes y del cumplimiento del Noveno Plan Trienal. La telepantalla recibía y transmitía al mismo tiempo. Era capaz de captar cualquier sonido que hiciera Winston por encima de un susurro muy bajo; es más, mientras estuviera en el campo de visión dominado por la placa metálica podían verle y oírle. Por supuesto, era imposible saber si te estaban observando o no en un momento dado. Con qué frecuencia o con qué sistema la Policía del Pensamiento encendía la placa de cada cual eran puras conjeturas. Incluso era concebible que vigilaran a la vez a todo el mundo. Pero en cualquier caso podían conectarse contigo cuando quisieran. Tenías que vivir —y la costumbre acababa por convertirlo en un instinto— dando por sentado que escuchaban hasta el último sonido que hacías y que, excepto en la oscuridad, observaban todos tus movimientos.

Winston continuó de espaldas a la telepantalla. Era más seguro; aunque sabía muy bien que incluso una espalda podía ser reveladora. A un kilómetro de allí, el Ministerio de la Verdad, su lugar de trabajo, se elevaba blanco e inmenso sobre el lúgubre paisaje. Eso, pensó con una especie de vaga repugnancia, era Londres, la principal ciudad de la Franja Aérea Uno, a su vez la tercera provincia más poblada de Oceanía. Hurgó en su memoria en busca de algún recuerdo de infancia que le dijera si Londres había sido siempre así. ¿Había habido siempre esas vistas de casas destartaladas del siglo XIX, con los costados reforzados con tablones de madera, las ventanas tapadas con cartones, el tejado cubierto con planchas de hierro ondulado y las absurdas tapias de los jardines inclinadas en todas las direcciones? ¿Y esos sitios bombardeados donde el polvo de la escayola se arremolinaba con el viento y las adelfas cubrían los montones de cascotes? ¿Y los lugares donde las bombas habían abierto un hueco mayor y habían surgido sórdidas colonias de casas de madera que parecían gallineros? Pero fue inútil, no pudo recordarlo: no conservaba de su infancia más que una serie de imágenes muy luminosas sin el menor trasfondo que le resultaban casi ininteligibles.

El Ministerio de la Verdad —el Miniver, en nuevalengua—[*] era inquietantemente distinto de los demás edificios. Era una gigantesca estructura piramidal de reluciente cemento blanco que se alzaba, una terraza tras otra, a más de trescientos metros de altura. Desde donde estaba Winston podían leerse, labrados con elegante caligrafía en la fachada blanca, los tres eslóganes del Partido:

LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

Se decía que el Ministerio de la Verdad tenía tres mil habitaciones por encima del nivel del suelo y sus correspondientes ramificaciones bajo tierra. Desperdigados en Londres había solo otros tres edificios de tamaño y apariencia parecidos. Empequeñecían de tal modo la arquitectura de los alrededores que desde el tejado de las Casas de la Victoria se divisaban los cuatro a la vez. Eran la sede de los cuatro ministerios en los que se dividía todo el sistema gubernamental. El Ministerio de la Verdad, que se ocupaba de las noticias, los espectáculos, la educación y las bellas artes. El Ministerio de la Paz, encargado de los asuntos relativos a la guerra. El Ministerio del Amor, que se ocupaba de mantener la ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, que era el responsable de los asuntos económicos. Sus nombres, en nuevalengua, eran: Miniver, Minipax, Minimor y Minindancia.

El Ministerio del Amor era el más imponente. No tenía una sola ventana. Winston nunca había estado dentro, ni tampoco a medio kilómetro de él. Era imposible entrar allí si no era por algún asunto oficial, y aun así había que atravesar un laberinto de alambre de espino, puertas de acero y nidos de ametralladora ocultos. Incluso las calles que conducían a las barreras exteriores estaban patrulladas por guardias de uniforme negro, cara de pocos amigos y armados con cachiporras.

Winston se volvió de pronto. Había adoptado la expresión de relajado optimismo que convenía exhibir ante la telepantalla. Cruzó la habitación para ir a la minúscula cocina. Al salir del trabajo a esa hora del día había sacrificado su almuerzo en el bar del Ministerio y sabía que en la cocina no había más comida que un mendrugo de pan moreno que tenía que guardar para el desayuno del día siguiente. Cogió de un estante una botella de un líquido incoloro con una sencilla etiqueta que decía «Ginebra de la Victoria». Despedía un olor repugnante y aceitoso a licor de arroz chino. Winston se sirvió casi una tacita, hizo acopio de valor y se lo tragó como si fuera una medicina.

Al instante su rostro se encendió y le lloraron los ojos. El licor sabía a ácido nítrico y al tragarlo uno tenía la sensación de que lo golpearan en la nuca con una porra de goma. No obstante, un instante después, se le calmó el ardor del estómago y el mundo empezó a parecerle más alegre. Sacó un cigarrillo de una cajetilla arrugada cuya etiqueta decía «Cigarrillos de la Victoria» y por despiste lo puso en posición vertical, de modo que el tabaco acabó en el suelo. Con el siguiente tuvo más cuidado. Volvió al salón y se sentó en una mesita que había a la izquierda de la telepantalla. Sacó del cajón un portaplumas, un tintero y un grueso libro de notas con el lomo rojo y las tapas imitando el mármol.

Por alguna razón, la telepantalla del salón ocupaba una posición poco frecuente. En lugar de estar, como era habitual, en la pared del fondo, desde donde dominaba toda la habitación, estaba en la pared más larga, enfrente de la ventana. A un lado había un pequeño hueco donde estaba sentado Winston y que, cuando se construyeron los apartamentos, probablemente se concibiera para instalar una estantería. Sentado en aquel hueco lo más pegado posible a la pared, Winston quedaba fuera del campo de visión de la telepantalla. Por supuesto, aún podían oírle, pero mientras siguiese allí no podrían verle. En parte era esa peculiar disposición de la sala la que le había sugerido lo que estaba a punto de hacer.

No obstante, también se lo había sugerido el libro que acababa de sacar del cajón. Era un libro muy hermoso. Su papel suave de color crema, un poco amarillento por el paso del tiempo, hacía al menos cuarenta años que no se fabricaba, aunque lo más probable era que fuese mucho más antiguo. Lo había visto en el escaparate de una desaliñada tienda de objetos de segunda mano en uno de los barrios bajos de la ciudad (aunque no recordaba cuál) y había sentido un irresistible deseo de poseerlo. Se suponía que los miembros del Partido no debían entrar en tiendas normales («traficar en el mercado libre», se llamaba), pero la norma no se cumplía de manera estricta porque había varias cosas, como los cordones de los zapatos y las cuchillas de afeitar, que no se podían conseguir de ninguna otra manera. Había echado un rápido vistazo calle arriba y abajo y luego se había colado en la tienda y había comprado el libro por dos dólares cincuenta. En aquel momento no había sido consciente de quererlo por ninguna razón concreta. Se lo había llevado a casa en su maletín sintiéndose culpable. Incluso aunque no hubiese escrito nada en él era una posesión comprometedora.

Lo que estaba a punto de hacer era empezar un diario. No es que fuese ilegal (nada lo era, porque ya no había leyes), pero en caso de que lo encontraran era casi seguro que lo condenarían a muerte, o al menos a veinticinco años en un campo de trabajos forzados. Winston colocó un plumín en el portaplumas y lo chupó para quitarle la grasa. La pluma era un instrumento arcaico, que rara vez se utilizaba ni siquiera para firmar, y él había conseguido una furtivamente y con cierta dificultad, sobre todo porque tenía la sensación de que el precioso papel de color crema merecía que escribieran en él con una pluma de verdad en lugar de garabatear con un tintalápiz. De hecho, no estaba habituado a escribir a mano. Aparte de notas muy breves, lo normal era dictarlo todo en el «hablascribe», lo cual evidentemente era imposible en este caso. Mojó la pluma en la tinta y luego vaciló un segundo. Le hicieron ruido las tripas. Marcar el papel era el acto decisivo. Con letra pequeña y torpe escribió: «4 de abril de 1984».

Se recostó en la silla. Sintió una impotencia absoluta. Para empezar, ni siquiera sabía con certeza si de verdad estaban en 1984. Debían de rondar esa fecha, pues estaba casi seguro de tener treinta y nueve años, y creía haber nacido en 1944 o 1945, pero era imposible fijar una fecha sin una imprecisión de uno o dos años.

¿Para quién —pensó de pronto— estaba escribiendo aquel diario? Para el futuro, para los que aún no habían nacido. Su imaginación se detuvo un momento en la dudosa fecha de la página y cayó con un sobresalto en la palabra en nuevalengua «doblepiensa». Por primera vez reparó en la magnitud de lo que había hecho. ¿Cómo iba a comunicarse con el futuro? Era por naturaleza imposible. O bien el futuro se parecería al presente, en cuyo caso nadie le haría ningún caso, o sería diferente y sus problemas carecerían de sentido.

Se quedó un rato contemplando el papel como un idiota. La telepantalla había pasado a emitir estridente música militar. Lo curioso no era solo que hubiese perdido la capacidad de expresarse, sino que hubiera olvidado también lo que tenía pensado decir. Había pasado semanas preparándose para ese momento y no se le había ocurrido que fuese a necesitar nada más que valor. Escribir sería fácil. Lo único que tenía que hacer era trasladar al papel el interminable e inquieto monólogo que llevaba años literalmente rondándole por la cabeza. En ese momento, no obstante, incluso el monólogo se le había olvidado. Además, la úlcera había empezado a picarle de manera insoportable. No se atrevió a rascarse, porque cuando lo hacía siempre se le inflamaba. Fueron pasando los segundos. No era consciente de nada que no fuese la hoja de papel en blanco que tenía ante sus ojos, el picor de la piel por encima del tobillo, el estruendo de la música militar y la leve embriaguez producida por la ginebra.

De pronto empezó a escribir como llevado por el pánico, solo consciente en parte de lo que hacía. Con su caligrafía pequeña, pero infantil, fue trazando líneas torcidas en la página y acabó desprendiéndose al principio de las letras mayúsculas y por fin de los puntos y aparte.

4 de abril de 1984. Anoche fui al cine. Todo películas bélicas. Una muy buena de un barco abarrotado de refugiados que bombardean en mitad del Mediterráneo. El público se lo pasó en grande con los planos de un hombre muy gordo que intentaba huir a nado del helicóptero que le perseguía, primero se le veía chapoteando en el agua como una marsopa, luego aparecía a través de la mira de las ametralladoras del helicóptero, después lo llenaban de agujeros, el agua se volvía de color rosa y se hundía como si los agujeros hubiesen dejado entrar el agua, la gente se moría de risa al ver cómo se hundía, luego había un bote salvavidas lleno de niños que sobrevolaba un helicóptero, había una mujer de mediana edad que tal vez fuese judía sentada a popa con un crío de unos tres años en brazos, el bebé lloraba de miedo y ocultaba la cabeza entre sus pechos tratando de protegerse, la mujer lo abrazaba y lo consolaba aunque ella también estaba aterrorizada y procuraba taparlo como si creyera que sus brazos podían detener las balas, luego el helicóptero, soltaba una bomba de veinte kilos con un terrible resplandor y el bote se encendía como una caja de cerillas, después había un plano genial del brazo de un niño volando por los aires, yo creo que debieron de rodarlo desde un helicóptero, y hubo muchos aplausos en los asientos del partido aunque una mujer de la parte de los proles organizó un escándalo y se puso a gritar que no deberían proyectar esas cosas delante de los niños, que no estaba bien delante de los niños, hasta que la policía la sacó; no creo que le ocurriera nada porque a nadie le importa lo que digan los proles, es una típica reacción prole y nunca...

Winston dejó de escribir, en parte porque le había dado un calambre. Ignoraba a santo de qué había escrito todas esas incongruencias. Pero lo raro era que mientras lo hacía había acudido claramente a su memoria un recuerdo totalmente distinto, hasta el punto de que se vio capaz de escribirlo. Era, comprendió de pronto, ese otro incidente el que le había decidido a volver a casa y empezar el diario.

Había ocurrido esa mañana en el Ministerio, suponiendo que pudiera decirse tal cosa de algo tan vago.

Eran casi las once y en el Departamento de Archivos, donde trabajaba Winston, estaban sacando las sillas de los cubículos hasta el centro del vestíbulo enfrente de la gran telepantalla, en preparación para los Dos Minutos de Odio. Winston acababa de ocupar su sitio en una de las filas de en medio cuando dos personas a quienes conocía de vista, pero con las que nunca había hablado, entraron de pronto en la habitación. Una de ellas era una chica con la que se cruzaba a menudo en los pasillos. No sabía su nombre, pero sí que trabajaba en el Departamento de Ficción. Probablemente —la había visto a veces con las manos grasientas y cargada con una llave inglesa— trabajaba de mecánica en una de las máquinas de escribir novelas. Era una chica de aspecto decidido, de unos veintisiete años, cabello negro y espeso, rostro pecoso y movimientos ágiles y atléticos. Una estrecha faja de color rojo, emblema de la Liga Juvenil Antisexo, ceñía su cintura por encima del mono y resaltaba lo esbelto de sus caderas. A Winston le había resultado antipática desde el primer momento. Y sabía por qué. Por el ambiente de campos de hockey, baños fríos, excursiones comunitarias e higiene mental que siempre la rodeaba. En realidad, le disgustaban casi todas las mujeres, y en particular las jóvenes y guapas. Siempre eran ellas, sobre todo las jóvenes, las más fanáticas seguidoras del Partido, las que se tragaban todas las consignas, las espías aficionadas y las que se dedicaban a husmear cualquier forma de heterodoxia. Pero esa chica en concreto parecía más peligrosa que la mayoría. Una vez que se cruzaron en el pasillo le había echado una penetrante mirada de soslayo que le había aterrorizado. Incluso llegó a pensar que pudiera ser una agente de la Policía del Pensamiento. Es cierto que no parecía muy probable, pero aun así seguía experimentando una extraña inquietud, mezcla de miedo y hostilidad, cada vez que la tenía cerca.

La otra persona era un hombre llamado O’Brien, un miembro del Partido Interior que ocupaba un puesto tan importante y misterioso que Winston solo tenía una idea muy vaga de en qué consistía. Se produjo un momento de silencio entre la gente que había en torno a las sillas al ver acercarse el mono negro de un miembro del Partido Interior. O’Brien era un hombretón fornido de cuello grueso y rostro tosco y brutal que al mismo tiempo resultaba cordial. A pesar de su aspecto imponente, sus modales eran amables y tenía una manera de subirse las gafas que desarmaba a cualquiera de un modo indefinible y curiosamente civilizado. Era un gesto que, si alguien hubiera pensado todavía en esos términos, habría podido recordar a un noble del siglo XVIII que ofreciera su caja de rapé. Winston, que había visto a O’Brien tal vez una docena de veces en otros tantos años, sentía una extraña atracción por él, y no solo porque le intrigara el contraste entre la urbanidad de sus modales y su físico de boxeador, sino porque abrigaba la secreta convicción —o tal vez fuese solo una esperanza— de que la ortodoxia política de O’Brien no era perfecta. Había algo en su gesto que lo sugería de un modo irresistible. Incluso era posible que lo que llevaba pintado en el semblante no fuese la heterodoxia sino simplemente la inteligencia. En cualquier caso, tenía aspecto de ser una persona con quien uno podría entenderse, si pudiera burlar a la telepantalla y estar a solas con él. Winston jamás había hecho el menor intento de comprobarlo: de hecho, era imposible. En ese momento O’Brien echó un vistazo a su reloj de pulsera, vio que eran casi las once y decidió quedarse en el Departamento de Archivos hasta que terminaran los Dos Minutos de Odio. Ocupó una silla en la misma fila que Winston, a un par de asientos. En medio había una mujer menuda de cabello rubio que trabajaba en el cubículo contiguo al de Winston. La chica del cabello moreno se sentó justo detrás.

Un instante después la telepantalla del fondo de la sala emitió un chirrido estridente y desagradable, como el de una gigantesca máquina sin engrasar. Era un ruido que ponía los pelos de punta y hacía rechinar los dientes. Había empezado el Odio.

Como de costumbre, el rostro de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo, apareció en la pantalla. Se oyeron silbidos aquí y allá entre el público. La mujer de cabello rubio soltó un chillido de asco y temor. Goldstein era el renegado y desertor que hace mucho tiempo (nadie recordaba con exactitud cuánto) había sido una figura señera del Partido, casi a la altura del Hermano Mayor, y luego se había dedicado a las actividades contrarrevolucionarias, lo habían condenado a muerte y se las había arreglado para escapar y desaparecer misteriosamente. Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban a diario, pero no había ninguno en el que Goldstein no fuese el protagonista. Era el traidor por excelencia, el primero en mancillar la pureza del Partido. Todos los crímenes subsiguientes contra el Partido, todas las traiciones, los actos de sabotaje, las herejías y las desviaciones emanaban directamente de sus enseñanzas. Seguía vivo y conspirando en algún sitio: tal vez al otro lado del mar, bajo la protección de sus amos extranjeros, quizá incluso —y así se rumoreaba de vez en cuando— oculto en algún escondrijo en la propia Oceanía.

Winston notó una opresión en el diafragma. Era incapaz de ver el rostro de Goldstein sin sentir una penosa mezcla de emociones. Era una cara delgada de judío con una aureola de cabello blanco y despeinado y una barbita de chivo: un rostro inteligente y, sin embargo, inherentemente despreciable con una especie de estupidez senil en la fina nariz en cuya punta se sostenían un par de gafas. Parecía el rostro de una oveja y su propia voz tenía un no sé qué ovino. Goldstein estaba pronunciando su habitual discurso envenenado contra las doctrinas del Partido, un ataque tan exagerado y perverso que hasta un niño podía darse cuenta de que no se tenía en pie, aunque al mismo tiempo resultaba lo bastante creíble para causar la sensación de que otros, menos inteligentes que uno mismo, pudieran dejarse convencer. Estaba insultando al Hermano Mayor, denunciando la dictadura del Partido y exigiendo la firma inmediata de la paz con Eurasia, defendía la libertad de expresión, la libertad de prensa, el derecho de reunión, el derecho de opinión, gritaba histéricamente que habían traicionado a la revolución y todo con un estilo rápido y polisilábico que parecía una parodia del estilo habitual de los oradores del Partido, incluso utilizaba palabras en nuevalengua, más de las que utilizaría cualquier miembro del Partido en la vida real. Y, entretanto, por si alguien dudaba de la realidad que ocultaban los engañosos disparates de Goldstein, por detrás de él, en la telepantalla, desfilaban las interminables columnas del ejército de Eurasia, filas y filas de hombres de aspecto robusto y rostro asiático e impasible, que llenaban la pantalla y desaparecían para ser reemplazados por otros de aspecto exactamente idéntico. Las pisadas rítmicas de las botas de los soldados servían de trasfondo a los balidos de Goldstein.

Antes de que hubieran transcurrido treinta segundos de Odio, la mitad de los presentes estallaron en incontrolables exclamaciones de rabia. El rostro ovino y complacido y el terrorífico poder del ejército de Eurasia a su espalda eran insoportables: además, bastaba con ver o incluso pensar en Goldstein para sentir miedo y rabia de forma automática. Era un motivo de odio aún más constante que Eurasia o Esteasia, pues siempre que Oceanía estaba en guerra con una de esas potencias por lo general estaba en paz con la otra. Pero lo raro era que, por más que todo el mundo odiara y despreciara a Goldstein, por más que todos los días, y mil veces al día, sus teorías se refutaran, aplastaran, ridiculizaran y mostraran al mundo como una sarta de sinsentidos en las tribunas públicas, la telepantalla y los libros y los periódicos, su influencia no parecía disminuir. Siempre había nuevos incautos dispuestos a dejarse embaucar. No pasaba un día en que la Policía del Pensamiento no desenmascarara a algún espía o saboteador que trabajara a sus órdenes. Era el jefe de un inmenso ejército que actuaba en la sombra, una red clandestina de conspiradores que se proponían derrocar al Estado. Se decía que dicha organización se llamaba la Hermandad. También corrían rumores sobre un libro terrible, un compendio de todas las herejías de las que era autor Goldstein y que circulaba de manera clandestina aquí y allá. No tenía título. La gente lo llamaba sin más «el libro». Pero esas cosas solo se sabían por vagos rumores. Ni la Hermandad ni «el libro» eran algo a lo que ningún miembro del Partido hiciera alusión si tenía manera de evitarlo.

En el segundo minuto el Odio se convirtió en frenesí. La gente daba saltos en los asientos y chillaba a voz en grito en un esfuerzo por acallar los desquiciantes balidos de la pantalla. La mujer rubia se había puesto de color rosa y abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua. Incluso el tosco rostro de O’Brien parecía congestionado. Estaba muy recto en su silla con el pecho hinchado y tembloroso como si resistiera el embate de una ola. La joven del cabello oscuro que había detrás de Winston había empezado a gritar: «¡Cerdo, cerdo, cerdo!», y de pronto cogió un grueso diccionario de nuevalengua y lo lanzó contra la pantalla. El diccionario golpeó a Goldstein en la nariz y rebotó: la voz continuó inexorable. En un momento de lucidez, Winston descubrió que estaba gritando con los demás y dando patadas con violencia contra el marco de la silla. Lo más horrible de los Dos Minutos de Odio no era que la participación fuese obligatoria, sino que era imposible no participar. Al cabo de treinta segundos, se hacía innecesario fingir. Un espantoso éxtasis de temor y afán de venganza, unos deseos de asesinar, torturar y aplastar caras con un mazo parecían recorrer a todo el mundo como una corriente eléctrica, y lo convertían a uno, incluso en contra de su voluntad, en un loco furioso. Y, no obstante, la rabia que se sentía era una emoción abstracta y carente de finalidad que podía dirigirse de un objeto a otro como la llama de un soplete. Así, al cabo de un instante, el odio de Winston se concentraba no en Goldstein, sino, por el contrario, en el Hermano Mayor, el Partido y la Policía del Pensamiento; en momentos así su corazón estaba con el solitario y denigrado hereje de la pantalla, el único guardián de la cordura y la verdad en un mundo de mentiras. Y poco después volvía a estar de acuerdo con la gente que le rodeaba y todo lo que se decía de Goldstein le parecía cierto. En esos momentos, el secreto odio que le inspiraba el Hermano Mayor se trocaba en adoración y el Hermano Mayor daba la impresión de alzarse como un protector valiente e invencible, que se interponía igual que una roca ante las hordas de Asia, y Goldstein, a pesar de su aislamiento, de su indefensión y de las dudas sobre su propia existencia, parecía un siniestro taumaturgo capaz de resquebrajar con el mero poder de su voz la estructura misma de la civilización.

En ciertos momentos incluso era posible trasladar a voluntad el odio de una cosa a otra. De pronto, mediante un esfuerzo como el que hacemos para apartar la cabeza de la almohada en plena pesadilla, Winston logró transferir su odio del rostro en la pantalla a la joven de cabello moreno que tenía detrás. Vívidas y hermosas alucinaciones cruzaron por su imaginación. Se vio golpeándola hasta la muerte con una cachiporra de goma, atándola desnuda a una estaca y acribillándola a flechazos como a un san Sebastián, violándola y cortándole el cuello en el momento del clímax. Por si fuera poco, comprendió mejor que antes por qué la odiaba. La odiaba por ser joven, guapa y asexuada, porque quería acostarse con ella y nunca lo haría, porque en torno a su dulce y cimbreante cintura, que parecía estar pidiendo que la rodearan con el brazo, no había más que la odiosa faja roja, un agresivo símbolo de castidad.

El Odio llegó a su apogeo. La voz de Goldstein se había convertido en un verdadero balido, y por un instante su rostro se transformó en el de una oveja. Luego el rostro de la oveja se fundió con la figura de un soldado de Eurasia que parecía estar avanzando, enorme y terrible entre el ruido del subfusil ametrallador, como si fuese a salirse de la pantalla, de modo que algunos de los que estaban sentados en primera fila se echaron atrás. Sin embargo, en ese mismo instante, y para enorme alivio de todos los presentes, aquella figura hostil se fundió con el rostro del Hermano Mayor, con su cabello negro, su bigote, su poder y su misteriosa calma, tan enorme que casi llenaba la pantalla. Nadie oyó lo que estaba diciendo el Hermano Mayor. Eran solo unas palabras de ánimo, como las que se dicen en el fragor de la batalla, incomprensibles pero capaces de infundir confianza por el mero hecho de ser pronunciadas. Luego el rostro del Hermano Mayor volvió a difuminarse y en su lugar aparecieron las tres consignas del partido en letra mayúscula y negrita:

LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

Sin embargo, la faz del Hermano Mayor dio la impresión de persistir unos segundos en la pantalla, como si el impacto que había causado en la retina fuese demasiado intenso para desaparecer de inmediato. La mujer rubia se había apoyado en el respaldo de la silla que tenía delante. Con un murmullo trémulo que sonaba como si dijera «¡Mi Salvador!» extendió los brazos hacia la pantalla. Luego se tapó la cara con las manos. Era evidente que estaba rezando.

En ese momento, todo el mundo empezó a repetir lentamente de manera rítmica y profunda: «¡H–M...! ¡H–M...! ¡H–M!» una y otra vez, muy despacio, con una larga pausa entre la hache y la eme, un murmullo extraño y primitivo tras el cual se tenía la sensación de oír las pisadas de los pies descalzos y el batir de los tantanes. Siguieron así al menos treinta segundos. Era una cantinela que se oía a menudo en los momentos de gran emoción. En parte, era una especie de himno a la sabiduría y la majestad del Hermano Mayor, pero aun más un acto de autohipnosis, una renuncia deliberada a la conciencia mediante un sonido rítmico. Winston tuvo la sensación de que se le helaban las tripas. En los Dos Minutos de Odio no podía evitar dejarse arrastrar por el delirio general, pero el cántico infrahumano de «¡H–M...! ¡H–M...!» siempre le llenaba de pavor. Por supuesto, lo entonaba con los demás, era imposible no hacerlo. Disimular tus sentimientos, controlar tus gestos y hacer lo mismo que los demás era una reacción instintiva. Pero había un par de segundos en que la expresión de sus ojos podría haberle traicionado. Y fue exactamente en ese instante cuando sucedió aquello tan revelador, si es que de verdad había sucedido.

Por un momento cruzó la mirada con O’Brien. Este se había levantado; se había quitado las gafas y estaba volviendo a ponérselas con aquel gesto suyo tan característico. Pero por una fracción de segundo sus ojos se encontraron y Winston supo —¡sí, supo!— que O’Brien pensaba lo mismo que él. Habían cruzado un mensaje inconfundible. Fue como si sus mentes se abrieran y sus pensamientos pasaran del uno al otro a través de los ojos.

—Estoy contigo —parecía estar diciéndole O’Brien—. Sé exactamente lo que sientes. Comparto tu desprecio, tu odio, tu repugnancia. Pero no te preocupes, ¡estoy de tu lado!

Y luego aquel instante de entendimiento había concluido y el rostro de O’Brien había vuelto a ser tan inescrutable como el de cualquiera.

Eso fue todo, y ahora ni siquiera estaba seguro de que hubiera ocurrido. Incidentes así nunca tenían consecuencias. Tan solo servían para conservar la fe o la esperanza en que además de él hubiese otros enemigos del Partido. Tal vez los rumores de una inmensa conspiración clandestina fuesen ciertos después de todo, ¡puede que la Hermandad existiera realmente! A pesar de las constantes detenciones, confesiones y ejecuciones, era imposible estar seguro de que no fuese más que un mito. Algunos días, lo creía; otros, no. No había pruebas, solo indicios pasajeros que lo mismo podían significar alguna cosa o nada: retazos de conversación oídos por casualidad, frases vagas pintarrajeadas en las paredes de los lavabos, una vez, incluso el movimiento de las manos de dos desconocidos al saludarse le había parecido una señal. Todo eran conjeturas, lo más probable era que lo hubiese imaginado todo. Había vuelto a su cubículo sin mirar a O’Brien. Apenas se le pasó por la cabeza la idea de prolongar aquel contacto momentáneo. Habría sido muy peligroso incluso si se le hubiese ocurrido cómo hacerlo. Por un segundo o dos habían intercambiado una mirada equívoca y ya está. Pero incluso eso era un suceso memorable en la soledad en que tenían que vivir.

Winston se sentó más erguido. Soltó un eructo. Le repitió el sabor de la ginebra que tenía en el estómago.

Sus ojos volvieron a centrarse en la página. Descubrió que, mientras recordaba, había seguido escribiendo como impulsado por un acto automático. Y ya no era la caligrafía torpe y acalambrada de antes. La pluma se había deslizado voluptuosa sobre el suave papel y había escrito con letra clara y mayúscula, una y otra vez, hasta llenar media página:

ABAJO EL HERMANO MAYOR
ABAJO EL HERMANO MAYOR
ABAJO EL HERMANO MAYOR
ABAJO EL HERMANO MAYOR
ABAJO EL HERMANO MAYOR

No pudo evitar una punzada de pánico. Era absurdo, puesto que escribir esas palabras no era más peligroso que el hecho de haber iniciado el diario; pero por un momento estuvo tentado de arrancar las páginas que había escrito y renunciar a la empresa sin más.

No obstante, no lo hizo porque sabía que era inútil. Daba igual que escribiese o no «Abajo el Hermano Mayor». Tanto si continuaba con el diario como si no la Policía del Pensamiento acabaría descubriéndolo. Había cometido —y lo habría cometido incluso aunque no hubiese aplicado la pluma al papel— el delito esencial que incluía todos los demás delitos. Lo llamaban «crimental». El crimental no podía ocultarse eternamente. Podías disimular un tiempo, incluso unos años, pero antes o después acababan descubriéndote.

Siempre era de noche: las detenciones ocurrían invariablemente de noche. La sacudida que te arrancaba del sueño, la mano áspera que te sacudía el hombro, las luces que te cegaban los ojos, el círculo de rostros implacables en torno a la cama. En la mayoría de los casos no había juicio ni informe sobre la detención. La gente desaparecía sin más y siempre de noche. Tu nombre se eliminaba de los archivos, borraban hasta la última referencia a cualquier cosa que hubieras hecho, tu antigua existencia se negaba y luego caía en el olvido. Eras abolido, aniquilado: «vaporizado» era la palabra que usaban.

Por un instante, lo dominó una especie de histeria. Empezó a escribir con una letra descuidada y apresurada:

me matarán no me importa me pegarán un tiro en la nuca me da igual abajo el hermano mayor siempre disparan en la nuca no me importa abajo el hermano mayor...

Se arrellanó en el asiento, ligeramente avergonzado de sí mismo, y dejó la pluma en la mesa. Justo después dio un violento respingo. Habían llamado a la puerta.

¡Tan pronto! Se quedó quieto como un ratón, con la fútil esperanza de que quienquiera que fuese se marchara al ver que no abría. Pero no, volvieron a insistir. Lo peor que podía hacer era demorarse. El corazón le latía como un tambor, aunque su rostro probablemente siguiera inexpresivo por la fuerza de la costumbre. Se levantó y se dirigió lentamente a la puerta.

2

Al poner la mano en el tirador de la puerta, Winston reparó en que había dejado el diario abierto sobre la mesa, con «Abajo el Hermano Mayor» escrito en letra tan grande que casi era legible desde el otro lado de la habitación. Era un descuido de una estupidez inconcebible. Pero, a pesar del pánico, comprendió que no había querido emborronar el papel de color crema al cerrar el libro con la tinta húmeda.

Contuvo el aliento y abrió la puerta. Al instante lo recorrió una cálida oleada de alivio. Fuera había una mujer ajada e insulsa, con el cabello lacio y el rostro surcado de arrugas.

—¡Oh, camarada! —empezó con voz monótona y quejosa—, me había parecido oírte entrar. ¿Podrías pasar por mi apartamento y echarle un vistazo al fregadero de la cocina? Se ha atascado y...

Era la señora Parsons, la mujer de un vecino del mismo piso. («Señora» era una palabra mal vista en el Partido —se suponía que había que llamar «camarada» a todo el mundo—, pero con ciertas mujeres uno la utilizaba de manera instintiva.) La mujer tendría unos treinta años, pero parecía mucho mayor. Daba la impresión de que sus arrugas estuviesen cubiertas de polvo. Winston la siguió por el pasillo. Esas chapuzas eran una molestia casi diaria. Los pisos de las Casas de la Victoria eran antiguos, las habían construido alrededor de 1930, y se encontraban en un estado ruinoso. La escayola se caía de los techos y las paredes, las tuberías reventaban cada vez que caía una helada, había goteras siempre que nevaba, el sistema de calefacción funcionaba a medio gas cuando no lo apagaban del todo por economizar. Las reparaciones que no pudiera hacer uno mismo tenían que ser autorizadas por remotos comités que podían retrasar hasta dos años la reparación del cristal de una ventana.

—No te habría llamado de haber estado Tom... —dijo vagamente la señora Parsons.

El piso de los Parsons era más grande que el de Winston e igual de sombrío, aunque en otro sentido. Todo tenía aspecto de estar abollado y pisoteado, como si acabara de pasar por allí algún animal grande y violento. Tirados por el suelo había toda clase de objetos deportivos —bastones de hockey, guantes de boxeo, un balón deshinchado y un par de pantalones cortos sudados y vueltos del revés—, y sobre la mesa había un montón de platos sucios y varios cuadernos escolares muy manoseados. En las paredes había banderas rojas de la Liga Juvenil y de los Espías, y un cartel a tamaño natural del Hermano Mayor. Se notaba el acostumbrado olor a col hervida que predominaba en todo el edificio, aunque allí estaba mezclado con un acre olor a sudor de alguna persona que —uno lo sabía nada más olerlo, aunque era difícil saber cómo— no se hallaba presente en ese momento. En otra habitación alguien con un peine y un trozo de papel higiénico se esforzaba en acompañar la música militar que seguía emitiendo la telepantalla.

—Son los niños —dijo la señora Parsons, mirando aprensiva por la puerta—. Hoy todavía no han salido y claro...

Tenía la costumbre de interrumpir sus frases por la mitad. El fregadero de la cocina estaba lleno casi hasta el borde de un agua sucia y verdosa que aún olía más a col. Winston se arrodilló y examinó el codo de la tubería. Odiaba tener que utilizar las manos y tener que agacharse, pues siempre le daba tos. La señora Parsons lo miró con desánimo.

—Si Tom estuviera en casa, lo arreglaría en un santiamén —dijo—. Le encantan estas cosas. Se le dan muy bien los trabajos manuales.

Parsons trabajaba con Winston en el Ministerio de la Verdad. Era un hombre grueso, pero activo y de una estupidez desquiciante: un amasijo de entusiasmos imbéciles, uno de esos tipos sumisos que nunca se cuestionaban nada y de quienes la estabilidad del Partido dependía aún más que de la Policía del Pensamiento. A los treinta y cinco años lo habían echado de la Liga Juvenil, y antes se las había arreglado para quedarse en los Espías un año más de la edad legal. En el Ministerio desempeñaba un puesto subordinado que no requería inteligencia alguna, aunque era una figura destacada en el Comité Deportivo y en todos los demás comités encargados de organizar excursiones comunitarias, manifestaciones espontáneas, campañas de ahorro y actividades voluntarias en general. Entre jadeos y con silencioso orgullo se jactaba de haber ido al Centro Comunitario todas las tardes de los últimos cuatro años. Un penetrante olor a sudor, una especie de testimonio inconsciente de lo fatigoso de su existencia, lo seguía allí donde iba y persistía incluso cuando se marchaba.

—¿Tienes una llave inglesa? —preguntó Winston, toqueteando la tuerca de la tubería.

—Una llave inglesa —repitió la señora Parson, con impotencia—. No estoy segura. A lo mejor los niños...

Se oyeron varios pisotones y otro trompetazo del peine cuando los niños entraron corriendo en el salón. La señora Parsons le llevó la llave inglesa. Winston dejó correr el agua y quitó asqueado la bola de cabellos humanos que había bloqueado el desagüe. Se limpió los dedos como pudo con agua del grifo y regresó a la otra habitación.

—¡Arriba las manos! —gritó una voz espantosa.

Un niño guapo y de aspecto cruel, que aparentaba unos nueve años, había salido de detrás de la mesa y le estaba apuntando con una pistola automática de juguete, mientras su hermanita, unos dos años más pequeña, hacía el mismo gesto con un trozo de madera. Ambos llevaban los pantalones cortos de color azul, las camisas grises y los pañuelos rojos del uniforme de los Espías. Winston levantó las manos, aunque la actitud del niño era tan agresiva que lo hizo con la desasosegante sensación de que aquello no era exactamente un juego.

—¡Eres un traidor! —chilló el niño—. ¡Un criminal mental! ¡Un espía de Eurasia! ¡Te voy a pegar un tiro, te vaporizaré y te enviaré a las minas de sal!

De pronto, los dos empezaron a saltar en torno a él gritando «¡Traidor!» y «¡Criminal mental!», la niña imitaba todos los gestos de su hermano. Era un poco inquietante, como cuando uno ve retozar a unas crías de tigre que pronto se convertirán en devoradores de hombres. En los ojos del crío había una calculada inquina, un evidente deseo de golpear o patear a Winston y la convicción de ser casi lo bastante mayor para hacerlo. Era una suerte que la pistola no fuese de verdad, pensó Winston.

Los ojos de la señora Parsons fueron nerviosos de Winston a los niños y otra vez a Winston. A la luz del salón, él vio con interés que realmente había polvo en las arrugas de su cara.

—Son muy ruidosos —dijo—. Están disgustados porque no han podido ir a ver la ejecución, sí señor. Yo estoy demasiado ocupada para llevarlos y su padre no llegará a tiempo del trabajo.

—¿Por qué no podemos ir a ver la ejecución? —rugió el niño con su atronadora voz.

—¡Queremos ver la ejecución! ¡Queremos ver la ejecución! —salmodió la niñita sin dejar de dar saltos.

Winston recordó que esa tarde iban a ahorcar en el Parque a unos prisioneros de Eurasia culpables de crímenes de guerra. Había una ejecución al mes y era un espectáculo muy popular. A los niños siempre les hacía mucha ilusión ir. Se despidió de la señora Parsons y fue hacia la puerta. Pero apenas había dado seis pasos, cuando algo le golpeó en la nuca y notó un dolor horrible, como si le hubiesen clavado un alambre al rojo vivo. Se volvió justo a tiempo de ver a la señora Parsons forcejeando con su hijo en el umbral mientras el niño se guardaba un tirachinas.

—Goldstein —gritó el crío cuando se cerró la puerta. Pero lo que más sorprendió a Winston fue la mirada de pavor e impotencia pintada en el rostro grisáceo de la mujer.

Una vez en el piso cruzó a toda prisa por delante de la telepantalla y volvió a sentarse a la mesa sin dejar de frotarse la nuca. La música de la telepantalla se había interrumpido. Una seca voz militar estaba leyendo, con una especie de brutal delectación, una descripción del armamento de la nueva fortaleza flotante que acababan de anclar entre Islandia y las islas Feroe.

Con esos niños, pensó, la pobre mujer debía vivir aterrorizada. Uno o dos años más y estarían vigilándola día y noche en busca de indicios de heterodoxia. Hoy en día casi todos los niños eran horribles. Lo peor era que organizaciones como la de los Espías los convertían sistemáticamente en salvajes incontrolables, y, sin embargo, eso no producía en ellos la menor tendencia a rebelarse contra la disciplina del Partido. Al contrario: adoraban al Partido y todo lo que tuviera que ver con él. Las canciones, los desfiles, las banderas, las excursiones, la instrucción con rifles de juguete, la repetición de las consignas a voz en grito, la adoración al Hermano Mayor, para ellos todo era como un divertidísimo juego. Toda su agresividad se volcaba hacia fuera, contra los enemigos del Estado, contra los extranjeros, los traidores, los saboteadores y los criminales mentales. Era casi normal que los mayores de treinta años temieran a sus propios hijos. Y con razón, pues apenas pasaba una semana sin que el Times publicara un párrafo explicando cómo algún mocoso fisgón —un «héroe infantil» era la expresión utilizada generalmente— había oído alguna observación comprometedora y había denunciado a sus padres a la Policía del Pensamiento.

El dolor del proyectil del tirachinas se había pasado. Cogió con desgana la pluma, preguntándose si se le ocurriría alguna otra cosa. De pronto empezó a pensar otra vez en O’Brien.

Hacía unos años —¿cuánto tiempo haría? Debían de ser unos siete años— había soñado que andaba por una habitación totalmente a oscuras. Alguien que estaba sentado a su lado le había dicho al pasar: «Nos encontraremos donde no hay oscuridad». Lo había dicho en voz muy baja, en tono casual, como si se tratara de una observación y no de una orden. Él había seguido sin detenerse. Lo curioso era que en aquel momento, en el sueño, las palabras no le habían causado mucha impresión. Solo después, y muy poco a poco, parecían haber cobrado sentido. Ahora ya no recordaba si había visto a O’Brien por vez primera antes o después de tener ese sueño, ni cuándo había reparado en que la voz era la de O’Brien. Pero en todo caso no tenía la menor duda de que quien le había hablado en la oscuridad había sido O’Brien. Winston nunca había podido estar seguro —ni siquiera después del cruce de miradas de esa mañana— de si O’Brien era un amigo o un enemigo. Ni tampoco parecía tener mayor importancia. Entre ellos había un vínculo de entendimiento más importante que los afectos o el partidismo. «Nos encontraremos donde no hay oscuridad», había dicho. Winston ignoraba qué quería decir con eso, pero sabía que de un modo u otro se haría realidad.

La voz de la telepantalla se interrumpió. Un toque de trompeta claro y diáfano flotó en el aire estancado. La voz continuó en tono chirriante.

—¡Atención! ¡Atención, por favor! Acabamos de recibir una última hora del frente malabar. Nuestras tropas han logrado una gloriosa victoria en el sur de la India. Estoy autorizado a decir que la batalla de la que estamos informando podría muy bien acercar la guerra a su final. He aquí la noticia...

«Malas noticias», pensó Winston. Y, efectivamente, después de la sangrienta descripción de la aniquilación de uno de los ejércitos de Eurasia, con magníficas cifras de muertos y prisioneros, llegó el anuncio de que, a partir de la semana siguiente, la ración de chocolate se reduciría de treinta gramos a veinte.

Winston volvió a eructar. El efecto de la ginebra empezaba a disiparse y le dejó una sensación de desánimo. La telepantalla —ya fuese para celebrar la victoria o para borrar el recuerdo del chocolate perdido— empezó a emitir «Por ti, Oceanía». En teoría, había que ponerse en posición de firmes. Pero en aquel rincón era invisible.

«Por ti, Oceanía» dio paso a otra música más intrascendente. Winston fue hacia la ventana, dándole la espalda a la telepantalla. El día seguía frío y despejado. En la distancia estalló con un estruendo sordo y reverberante una bomba volante. Últimamente caían en Londres entre veinte y treinta a la semana.

En la calle, el viento movía el cartel roto de aquí para allá y la palabra «Socing» aparecía y desaparecía. Socing. Los sagrados principios del Socing. La nuevalengua, el doblepiensa, la mutabilidad del pasado. Se sintió como si estuviese recorriendo los bosques del fondo del mar, perdido en un mundo monstruoso donde él mismo era el monstruo. Estaba solo. El pasado estaba muerto, el futuro era inimaginable. ¿Qué certeza tenía de que quedara una sola persona con vida de su parte? ¿Y cómo saber si el dominio del Partido no duraría eternamente? A modo de respuesta, los tres eslóganes en la blanca fachada del Ministerio de la Verdad le recordaron que:

LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

Sacó del bolsillo una moneda de veinticinco céntimos. Ahí también con letra clara y minúscula estaban inscritos los tres eslóganes, y, en el reverso, el busto del Hermano Mayor. Incluso en las monedas parecía que sus ojos te siguieran. En las monedas, en los sellos de correos, en las cubiertas de los libros, en las banderas, en los carteles y en las envolturas de las cajetillas de tabaco... en todas partes. Siempre aquellos ojos y aquella voz que te envolvía. Dormido o despierto, trabajando o comiendo, en casa o en la calle, en el baño o en la cama... no había escapatoria. Lo único que te pertenecía eran los pocos centímetros cúbicos del interior de tu cráneo.

El sol se había desplazado y las miles de ventanas del Ministerio de la Verdad, ahora que no reflejaban la luz, parecían tan sombrías como las aspilleras de una fortaleza. Al ver la enorme mole piramidal se le encogió el corazón. Era demasiado fuerte, no podía ser asaltado. No lo echarían abajo ni mil bombas volantes. Volvió a preguntarse para quién estaba escribiendo el diario. Para el futuro, para el pasado... para una época que podía ser imaginaria. Y por delante tenía no la muerte, sino la aniquilación. Reducirían el diario a cenizas y a él a vapor. Solo la Policía del Pensamiento leería lo que había escrito, antes de borrarlo de la existencia y del recuerdo de cualquiera. ¿Cómo apelar al futuro si no podía sobrevivir ni rastro de ti, ni siquiera una palabra anónima garabateada en una hoja de papel?

La telepantalla dio las catorce. Debía marcharse en diez minutos. Tenía que estar de vuelta en el trabajo a las catorce treinta.

Curiosamente, las campanadas parecieron infundirle nuevos ánimos. Era un fantasma solitario pronunciando una verdad que nadie oiría. Pero, mientras la pronunciara, la continuidad no se interrumpiría. El legado de la humanidad se transmitía no haciéndose oír, sino conservando la cordura. Volvió a la mesa, mojó la pluma en el tintero y escribió:

Al futuro o al pasado, a un tiempo en el que el pensamiento sea libre, en el que los hombres sean diferentes unos de otros y no vivan solos... a un tiempo en que la verdad exista y lo que se haga no se pueda deshacer.

Desde la época de la uniformidad, desde la época de la soledad, desde la época del Hermano Mayor, desde la época del doblepiensa... ¡saludos!

Ya estaba muerto, pensó. Le pareció que, solo ahora que había empezado a poder formular sus pensamientos, había dado el paso decisivo. Las consecuencias de cada acto están incluidas en el propio acto. Escribió:

El crimental no supone la muerte: el crimental ES la muerte.

Ahora que se había reconocido como un muerto, seguir con vida el mayor tiempo posible se convirtió en algo crucial. Tenía dos dedos de la mano derecha manchados de tinta: he ahí el típico detalle que podía traicionarte. Cualquier fanático entrometido del Ministerio (probablemente una mujer, alguien como aquella rubia o la chica morena del Departamento de Ficción) podía empezar a preguntarse por qué había estado escribiendo a la hora de la comida, por qué había utilizado una pluma, qué era lo que había escrito, y luego ir con el soplo al lugar indicado. Fue al cuarto de baño y se lavó la tinta cuidadosamente con el áspero jabón marrón, que raspaba la piel como papel de lija y era por tanto muy adecuado para ese propósito.

Guardó el diario en el cajón. Era inútil pensar en esconderlo, pero al menos podía saber si habían descubierto su existencia. Un cabello colocado entre las páginas sería demasiado evidente. Con la punta del dedo cogió un grano de polvo blancuzco fácil de identificar y lo dejó en la esquina de la tapa, de donde por fuerza se caería si alguien movía el libro.

3

Winston estaba soñando con su madre.

Debía de tener unos diez u once años cuando desapareció su madre. Era una mujer alta, elegante, más bien callada, de movimientos lentos y precioso cabello rubio. A su padre lo recordaba de manera más vaga como un hombre moreno y delgado, vestido siempre pulcramente de negro (Winston recordaba sobre todo la suela finísima de los zapatos de su padre) y con gafas. Era evidente que los dos debieron de ser engullidos por una de las primeras grandes purgas de los años cincuenta.

En ese momento su madre estaba con su niña pequeña en brazos por debajo de donde él se encontraba. Winston apenas recordaba a su hermana, solo a un bebé pequeño y débil, siempre silencioso y de ojos muy grandes y despiertos. Ambas lo estaban mirando. Se hallaban en algún lugar subterráneo —el fondo de un pozo, por ejemplo, o una tumba muy profunda— que cada vez se alejaba más de él. Era el salón de un barco que se hundía, y las dos lo miraban a través del agua oscura. Aún había aire en el salón, todavía podían verlo y él a ellas, pero seguían hundiéndose en las verdes aguas que de un momento a otro las cubrirían para siempre. Él estaba al aire libre mientras a ellas se las tragaba la muerte, y si estaban ahí abajo era porque él estaba arriba. Winston lo sabía y ellas también, y por la expresión de su cara era evidente que así era. No vio ningún reproche en su rostro ni en su corazón, solo la conciencia de que debían morir para que él pudiera seguir con vida y de que eso formaba parte del orden inevitable de las cosas.

No recordaba lo que había ocurrido, pero en su sueño supo que de algún modo su madre y su hermana habían sacrificado su vida por él. Era uno de esos sueños que, pese a conservar un ambiente onírico característico, son una continuación de la propia vida intelectual, y en los que uno comprende hechos e ideas que siguen pareciendo nuevos y valiosos después de despertar. Winston reparó de pronto en que la muerte de su madre, hacía casi treinta años, había sido trágica y triste de un modo que ya no era posible. Intuyó que la tragedia pertenecía al pasado, a una época en la que aún había intimidad, amor y amistad, y en la que los miembros de una familia se apoyaban unos a otros sin necesidad de tener un motivo. El recuerdo de su madre le atormentaba porque había muerto queriéndolo, cuando él era demasiado joven y egoísta para corresponderle, y porque, de algún modo que él no acertaba a recordar, se había sacrificado por una idea de la lealtad que era privada e inalterable. Cosas así ya no podían ocurrir hoy. Ahora había miedo, odio y dolor, pero no emociones dignas, ni penas complejas o profundas. Todo eso le pareció ver en los grandes ojos de su madre y su hermana que lo miraban a través de las aguas verdes, a cientos de brazas de profundidad, mientras seguían hundiéndose.

De pronto se vio al pie de un montículo cubierto de hierba una tarde de verano en la que los rayos oblicuos del sol doraban el suelo. El paisaje que estaba contemplando aparecía con tanta frecuencia en sus sueños que nunca estaba seguro de si lo había visto o no en el mundo real. Cuando pensaba en él estando despierto lo llamaba el País Dorado. Era un prado viejo y mordisqueado por los conejos, atravesado por un sendero y con alguna topera aquí y allá. En el seto descuidado que había al otro lado del prado las ramas de los olmos se cimbreaban levemente con la brisa y el follaje se estremecía como el cabello de una mujer. Cerca de allí, aunque no pudiera verlo, había un río lento y cristalino donde los mújoles nadaban en las pozas a la sombra de los sauces.

La chica del cabello oscuro corría hacia él a través del prado. Con un rápido movimiento se quitó la ropa y la echó desdeñosa a un lado. Su cuerpo era blanco y suave, pero no despertó en él ningún deseo, de hecho apenas la miró. Lo que le abrumó en ese instante fue su admiración por el gesto con que se había despojado de la ropa. Esa gracia y despreocupación parecieron aniquilar toda una cultura y todo un sistema de pensamiento, como si el Hermano Mayor, el Partido y la Policía del Pensamiento pudiesen reducirse a la nada con un sencillo movimiento del brazo. También eso era un gesto de otra época. Winston despertó con la palabra «Shakespeare» en los labios.

La telepantalla estaba emitiendo un silbido desquiciante que continuó sonando treinta segundos. Eran las cero siete quince, la hora de despertarse de los empleados en las oficinas. Haciendo un esfuerzo, Winston se levantó de la cama —desnudo porque un miembro del Partido Exterior recibía solo tres mil cupones de ropa al año y un pijama eran seiscientos—, se puso una camiseta de tirantes y unos pantalones cortos que había tirados sobre una silla. Los Ejercicios Gimnásticos empezarían en tres minutos. Justo después se dobló con un violento ataque de tos que casi siempre le daba después de levantarse. Se le vaciaron tanto los pulmones que para empezar a respirar otra vez tuvo que tumbarse de espaldas y dar unas profundas bocanadas. Las venas se le habían hinchado con el esfuerzo y la variz empezó a picarle.

—¡Grupo de treinta a cuarenta! —ladró una penetrante voz de mujer—. ¡Grupo de treinta a cuarenta! Ocupad vuestro sitio, por favor. ¡De treinta a cuarenta!

Winston se puso en posición de firmes delante de la telepantalla, donde había aparecido ya la imagen de una joven, escuálida pero musculosa, vestida con una blusa y unas zapatillas deportivas.

—¡flexionad y extended los brazos! —dijo con voz seca—. Contad conmigo. ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Vamos, camaradas, un poco más de entusiasmo! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro...!

El dolor del acceso de tos no había disipado la impresión causada por el sueño en la imaginación de Winston y los movimientos rítmicos de los ejercicios contribuyeron en cierto modo a reforzarla. Mientras extendía los brazos mecánicamente adelante y atrás, sin perder la expresión de alegría que se consideraba apropiada durante los Ejercicios Gimnásticos, se esforzó por recordar aquel oscuro período de su primera infancia. Era muy difícil. Más allá de los años cincuenta todo estaba borroso. Sin registros externos en los que basarse, incluso el perfil de tu propia vida perdía nitidez. Recordabas acontecimientos cruciales que tal vez no hubiesen sucedido, detalles de incidentes aislados, aunque sin poder recobrar su ambiente, y largos períodos en blanco a los que no se podía asignar nada. Entonces todo había sido distinto. Incluso los nombres y las formas de los países. La Franja Aérea Uno, por ejemplo, no se llamaba así, sino Inglaterra o Gran Bretaña, aunque estaba seguro de que Londres siempre se había llamado Londres.

Winston no recordaba ningún momento en el que su país no hubiese estado en guerra, aunque era evidente que había habido un largo período de paz en su infancia, porque uno de sus primeros recuerdos era un ataque aéreo que había cogido a todo el mundo por sorpresa. Quizá fuese cuando cayó la bomba atómica en Colchester. No recordaba aquel ataque aéreo concreto, aunque sí la mano de su padre cogida a la suya mientras bajaban a toda prisa a un lugar subterráneo por una escalera de caracol que resonaba con sus pisadas y que le cansó tanto las piernas que empezó a lloriquear y tuvieron que detenerse a descansar. Su madre les seguía muy atrás con movimientos soñolientos. Llevaba en brazos al bebé, aunque tal vez fuese solo un hato de mantas: no estaba seguro de que su hermana hubiese nacido ya. Por fin llegaron a un sitio ruidoso y abarrotado que resultó ser una estación del metro.

Había gente sentada sobre las losas de piedra del suelo mientras otros se apretaban en literas metálicas. Winston, su madre y su padre encontraron un sitio en el suelo, al lado de una pareja de ancianos que se acurrucaban en una litera. El hombre llevaba un pulcro traje de color oscuro y una gorra de tela sobre el cabello cano, tenía el rostro rubicundo y los ojos azules y lacrimosos. Apestaba a ginebra. Parecía exudarla por la piel en lugar de sudor, y cualquiera habría dicho que lo que brotaba de sus ojos también era ginebra. Pero, aunque estuviese un poco borracho, su dolor era genuino e insoportable. Winston supuso de un modo infantil que acababa de ocurrirle algo imperdonable que no tenía remedio. También le pareció saber lo que era. Alguien a quien amaba aquel anciano, tal vez una nieta pequeña, había muerto. Cada pocos minutos el hombre repetía:

—No deberíamos habernos fiado de ellos. Te lo dije, Ma, ¿lo recuerdas? Eso nos pasa por fiarnos de ellos. Te lo había dicho. No deberíamos habernos fiado de esos cabrones.

Pero Winston no recordaba quiénes eran esos cabrones de los que no deberían haberse fiado.

A partir de esa época, la guerra había sido incesante, aunque para ser precisos no se había tratado siempre de la misma guerra. Varios meses de su infancia había habido confusos combates callejeros en el propio Londres, y algunos los recordaba con mucha claridad. Pero reconstruir la historia de aquel período y decir quién luchaba con quién en cada momento habría sido totalmente imposible, puesto que no había registros escritos y nadie hablaba más que de la situación presente. En aquel momento, por ejemplo, en 1984 (si es que estaban en 1984), Oceanía estaba en guerra con Eurasia y era aliada de Esteasia. En ningún foro público ni privado se admitía jamás que las tres potencias se hubiesen alineado nunca de otro modo. En realidad, Winston sabía muy bien que apenas hacía cuatro años que Oceanía había estado en guerra con Esteasia y aliada con Eurasia. Pero eso era solo un jirón de conocimiento furtivo que tenía porque su memoria no estaba controlada del todo. Oficialmente, el cambio de aliados no había sucedido nunca. Oceanía estaba en guerra con Eurasia, y por tanto Oceanía siempre había estado en guerra con Eurasia. El enemigo de cada momento representaba siempre el mal absoluto, y de ahí se deducía que cualquier pacto pasado o futuro con él fuese inconcebible.

Lo más terrible, reflexionó por enésima vez mientras echaba dolorido los hombros hacia atrás (estaban girando el cuerpo por la cintura con las manos en las caderas, un ejercicio que se suponía que era beneficioso para los músculos de la espalda), lo más terrible era que cabía la posibilidad de que todo fuese cierto. Si el Partido podía echar mano al pasado y decir de este o aquel acontecimiento: «Nunca ocurrió», era mucho más aterrador que la mera tortura y la muerte.

El Partido afirmaba que Oceanía jamás había sido aliada de Eurasia. Él, Winston Smith, sabía que Oceanía había estado aliada con Eurasia apenas cuatro años antes. Pero ¿existía ese conocimiento? Solo en su propia conciencia, que en cualquier caso pronto sería aniquilada. Y, si todos aceptaban la mentira impuesta por el Partido —si todos los archivos contaban la misma mentira—, la mentira pasaba a la historia y se convertía en verdad. «Quien controla el pasado —decía la consigna del Partido— controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado.» Y aun así el pasado, a pesar de ser alterable por naturaleza, nunca había sido alterado. Lo que era cierto hoy lo había sido siempre y lo sería hasta el fin de la eternidad. Era muy sencillo. Lo único que se necesitaba era una interminable serie de victorias sobre tu propia memoria. Lo llamaban «control de la realidad» y, en nuevalengua, «doblepiensa».

—¡Descanso! —graznó la instructora, en tono un poco más cordial.

Winston bajó los brazos y llenó los pulmones de aire muy despacio. Su imaginación se deslizó por el laberíntico mundo del doblepiensa. Saber y no saber, tener plena conciencia de algo que sabes que es verdad y al mismo tiempo contar mentiras cuidadosamente elaboradas, mantener a la vez dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer en ambas, utilizar la lógica en contra de la lógica, repudiar la moralidad en nombre de la moralidad misma, creer que la democracia era imposible y que el Partido era el garante de la democracia, olvidar lo que hacía falta olvidar y luego recordarlo cuando hacía falta, para luego olvidarlo otra vez. Y, por encima de todo, aplicar ese mismo proceso al propio proceso. Esa era la mayor sutileza: inducir conscientemente a la inconsciencia, y luego, una vez más, volverse inconsciente del acto de hipnosis que acababas de realizar. Incluso la comprensión del término «doblepiensa» implicaba el uso del doblepiensa.

La instructora había vuelto a decirles que se pusieran en posición de firmes.

—¡Y ahora veamos quiénes pueden tocarse la punta del pie! —dijo con entusiasmo—. flexionaos desde las caderas, por favor, camaradas. ¡Uno, dos! ¡Uno, dos...!

Winston odiaba aquel ejercicio que hacía que le doliera desde los talones hasta las nalgas y a menudo acababa causándole otro acceso de tos. Sus meditaciones perdieron su cualidad en parte placentera. El pasado, reflexionó, no solo había sido alterado, sino destruido. Pues ¿cómo establecer el hecho más evidente cuando no había ninguna otra prueba que tu propia memoria? Intentó recordar en qué año había oído hablar por vez primera del Hermano Mayor. Debió de ser en los años sesenta, aunque era imposible estar seguro. Por supuesto, en la historia del Partido, el Hermano Mayor aparecía como líder y guardián de la Revolución desde sus primeros días. Sus logros habían ido retrasándose en el tiempo hasta hacerlos extensivos al mundo casi mítico de los «años treinta y cuarenta», cuando los capitalistas con sus extraños sombreros cilíndricos todavía conducían por las calles de Londres en coches grandes y relucientes o en carruajes tirados por caballos con ventanillas de cristal. Era imposible saber hasta qué punto esa leyenda era cierta o inventada. Winston no recordaba ni siquiera la fecha en que había cobrado existencia el Partido. No creía haber oído la palabra Socing antes de 1960, aunque era posible que el nombre en viejalengua —es decir, «socialismo inglés»— hubiese sido corriente antes. Todo se fundía en una neblina. A veces podías dar con una mentira palmaria. No era cierto, por ejemplo, que, como se decía en los libros de historia, el Partido hubiese inventado el aeroplano. Winston recordaba haber visto aeroplanos desde su más tierna infancia. Pero era imposible demostrarlo. Nunca había pruebas. Solo una vez en toda su vida había tenido en sus manos una prueba documental inequívoca de la falsificación de un hecho histórico. Y en aquella ocasión...

—¡Smith! —gritó la voz enfadada desde la telepantalla—. ¡6079 Smith W! ¡Sí, tú! ¡flexiónate más, por favor! Puedes hacerlo mejor. No te estás esforzando. ¡Más, por favor! Así está mejor, camarada. Y ahora descanso todo el mundo y fijaos bien.

Un repentino sudor ardiente le había cubierto todo el cuerpo a Winston. Su rostro siguió totalmente inescrutable. ¡Nunca muestres desánimo! ¡Nunca muestres enfado! El más leve parpadeo podía delatarte. Se quedó observando cómo la instructora elevaba los brazos sobre la cabeza y —no podía decirse que con gracia, aunque sí con notables pulcritud y eficiencia— se flexionaba y se cogía los dedos de los pies.

—¡Ahí tenéis, camaradas! ¡Así es como quiero veros hacerlo! Fijaos otra vez. Tengo treinta y nueve años y he tenido cuatro hijos. Mirad. —Volvió a flexionarse—. ¿Veis que no estoy doblando las rodillas? Si queréis podéis hacerlo —añadió mientras se incorporaba—. Cualquiera que no haya cumplido los cuarenta y cinco es perfectamente capaz de tocarse la punta de los dedos. No todos tenemos el privilegio de combatir en el frente, pero al menos podemos mantenernos en forma. ¡Recordad a nuestros muchachos en el frente malabar! ¡Y a los marineros de las fortalezas flotantes! Pensad en todo lo que tienen que soportar. Y ahora volved a intentarlo. Eso está mejor, camarada, mucho mejor —añadió en tono alentador mientras Winston, con un violento estirón, conseguía tocarse la punta de los pies por primera vez en varios años sin doblar las rodillas.

4

Con el suspiro profundo e inconsciente que ni siquiera la presencia de la telepantalla le impedía soltar al inicio de su día de trabajo, Winston acercó el hablascribe, sopló para quitar el polvo del micrófono y se puso las gafas. Luego desenrolló y sujetó con un clip los cuatro pequeños cilindros de papel que acababan de salir del tubo neumático que había a la derecha de su escritorio.

En las paredes del cubículo había tres orificios. A la derecha del hablascribe, un pequeño tubo neumático para los mensajes escritos; a la izquierda, otro más grande para los periódicos; y en la pared, al alcance de la mano, una gran ranura oblonga protegida por una rejilla de alambre. Esta última estaba pensada para tirar el papel sobrante. Había miles o decenas de miles de ranuras iguales en el edificio, no solo en todos los despachos sino también en los pasillos. Por alguna razón las llamaban agujeros de memoria. Cuando uno sabía que cierto documento debía ser destruido, o incluso si encontraba un trozo de papel tirado por ahí, levantaba automáticamente la tapa del agujero de memoria más cercano y lo echaba en él, donde una corriente de aire caliente lo arrastraba hasta los enormes hornos que había ocultos en las entrañas del edificio.

Winston examinó las cuatro tiras de papel que había desenrollado. Cada cual contenía un mensaje de solo una o dos líneas en la jerga abreviada —no exactamente nuevalengua, aunque consistente sobre todo en palabras en nuevalengua— que se empleaba para uso interno del Ministerio. Decían así:

times 17.3.84 discurso hm dato erróneo áfrica rectifica

times 19.12.83 previsiones cuarto trimestre pt 83 erratas verifica ejemplar actual

times 14.2.84 minindancia cita equivocada rectifica chocolate

times 3.12.83 informe ordendía hm doblemasmalo refs nopersonas reescribe tot enviaut antearchiva

Con una leve sensación de euforia Winston apartó el cuarto mensaje. Era un trabajo intrincado y de responsabilidad y más valía dejarlo para el final. Los otros tres eran cuestiones rutinarias, aunque el segundo probablemente requiriera repasar tediosas listas de cifras.

Winston tecleó «números atrasados» en la telepantalla y pidió los ejemplares del Times, que salieron por el tubo neumático al cabo de unos pocos minutos. Los mensajes que había recibido se referían a artículos o noticias que por alguna razón se consideraba necesario alterar, o, por utilizar el término oficial, rectificar. Por ejemplo, en el Times del 17 de marzo había aparecido que el Hermano Mayor, en su discurso del día anterior, había predicho que el sur de la India seguiría en calma pero que Eurasia pronto lanzaría una ofensiva en el norte de África. Sin embargo, el alto mando de Eurasia había lanzado la ofensiva en el sur de la India y había dejado en paz el norte de África. Por ello era necesario reescribir un párrafo del discurso del Hermano Mayor para que predijese lo que había ocurrido en realidad. O, por dar otro ejemplo, en el Times del 19 de diciembre se habían publicado las previsiones oficiales de la producción de distintos artículos de consumo en el cuarto trimestre de 1983, que era también el sexto trimestre del Noveno Plan Trienal. El ejemplar de hoy incluía los resultados reales, que demostraban que las previsiones estaban totalmente equivocadas. El trabajo de Winston consistía en rectificar las cifras originales para que coincidieran con las otras. En cuanto al tercer mensaje, se refería a un error muy sencillo que podía corregirse en un par de minutos. En febrero, el Ministerio de la Abundancia había prometido (un «compromiso categórico», según la expresión oficial) que en 1984 no se reduciría la ración de chocolate. En realidad, como sabía Winston, la ración de chocolate se iba a reducir de treinta a veinte gramos a finales de esa semana. Lo único que había que hacer era sustituir la promesa original por una advertencia de que probablemente sería necesario reducir la ración en abril.

En cuanto terminó, sujetó con un clip las correcciones hechas con el hablascribe a cada ejemplar del Times y los metió en el tubo neumático. Luego, con un movimiento casi inconsciente, arrugó los mensajes originales y las notas que había tomado y los echó por el agujero de memoria para que los devorasen las llamas.

Winston no sabía con exactitud lo que sucedía en el laberinto invisible al que conducían los tubos neumáticos, aunque sí en términos generales. En cuanto se reunían y cotejaban todas las correcciones consideradas necesarias en un ejemplar concreto del Times, volvía a imprimirse el periódico, se destruía la copia original y se incluía la copia corregida en los archivos. Este proceso de alteración continua se aplicaba no solo a los periódicos, sino también a los libros, las revistas, los panfletos, los carteles, los folletos, las películas, las bandas sonoras, los dibujos animados, las fotografías... y a cualquier tipo de literatura o documentación que pudiera tener el menor significado político o ideológico. Día a día, y casi minuto a minuto, se iba actualizando el pasado. De ese modo podía demostrarse con pruebas documentales que todas las predicciones hechas por el Partido habían sido correctas; no se permitía que ninguna noticia, ni expresión de opinión, en conflicto con las necesidades del momento pasara a los archivos. La historia era un palimpsesto, borrado y reescrito tantas veces como fuese necesario. En ningún caso habría sido posible, una vez hecho el cambio, demostrar que había tenido lugar una falsificación. La mayor sección del Departamento de Archivos, mucho mayor que aquella en la que trabajaba Winston, la integraba gente cuya obligación era buscar y recoger todos los ejemplares de libros, periódicos y otros documentos que hubiesen podido quedarse anticuados y tuvieran que ser destruidos. Cualquier ejemplar del Times que, debido a cambios en las alianzas políticas o a una profecía equivocada del Hermano Mayor, hubiera habido que reescribir una docena de veces continuaría estando en los archivos con su fecha original, y no habría ningún otro que lo contradijese. Los libros también volvían a escribirse una y otra vez, y se reeditaban sin admitir que se hubiese hecho el menor cambio. Ni siquiera las instrucciones que Winston recibía por escrito y de las que invariablemente se deshacía nada más terminar afirmaban o implicaban que fuese necesario cometer una falsificación: solo hacían referencia a deslices, errores, erratas o equivocaciones que convenía corregir en interés de la exactitud.

Pero en realidad, pensó mientras rectificaba las cifras del Ministerio de la Abundancia, ni siquiera se trataba de una falsificación. Era solo sustituir un disparate por otro. La mayor parte del material con que trabajaba no guardaba la menor relación con el mundo real, ni siquiera la de ser una mentira descarada. Las estadísticas eran tan fantasiosas antes como después de ser rectificadas. Muchas veces se suponía que tenías que inventarlas tú mismo. Por ejemplo, la previsión del Ministerio de la Abundancia había calculado la producción de botas para el cuatrimestre en ciento cuarenta y cinco millones de pares. La verdadera producción era de sesenta y dos millones. Winston, no obstante, al reescribir la predicción la había rebajado a cincuenta y siete millones para permitir la habitual afirmación de que la cuota había superado las previsiones. En cualquier caso, los sesenta y dos millones no estaban más cerca de la verdad que los cincuenta y siete millones, o que los ciento cuarenta y cinco millones. Lo más probable era que no se hubiese fabricado ninguna bota. Y aún más probable era que nadie supiera cuántas se habían fabricado y que a todo el mundo le trajera sin cuidado. Lo único que se sabía era que cada trimestre se registraba sobre el papel una cantidad astronómica de botas, cuando la mitad de la población de Oceanía iba descalza. Y lo mismo ocurría con todos los datos archivados, grandes o pequeños. Todo se difuminaba en un mundo de sombras en el que incluso la fecha de los años se había vuelto poco fiable.

Winston echó un vistazo al otro lado de la sala. En el cubículo de enfrente un hombre menudo, de barbilla oscura y aspecto minucioso llamado Tillotson estaba trabajando, con un periódico doblado sobre las rodillas y la boca muy cerca del micrófono del hablascribe. Daba la impresión de estar intentando que lo que decía fuese un secreto entre él y la telepantalla. Alzó la mirada y sus gafas lanzaron un destello hostil en dirección a Winston.

Winston apenas conocía a Tillotson, y no tenía ni idea de a qué se dedicaba. Los empleados del Departamento de Archivos no hablaban de buena gana de su trabajo. En la sala larga y sin ventanas, con la doble hilera de cubículos, el incesante rumor del papeleo y el murmullo de las voces en los hablascribes, había al menos una docena de personas a quien Winston ni siquiera conocía de nombre aunque los veía ir y venir a diario a toda prisa por los pasillos o gesticular durante los Dos Minutos de Odio. Sabía que la mujer rubia del cubículo de al lado trabajaba día tras día buscando y borrando de la prensa nombres de personas que habían sido vaporizadas y por tanto se consideraba que no habían existido. Lo cual no dejaba de tener cierta lógica pues su propio marido había sido vaporizado unos años antes. Y unos cuantos cubículos más allá, un individuo soñoliento e inútil llamado Ampleforth, con las orejas peludas y un sorprendente talento para medir y rimar versos, estaba ocupado en hacer versiones confusas —los llamaban «textos definitivos»— de poemas que se habían vuelto ofensivos desde el punto de vista ideológico, pero que por algún motivo debían conservarse en las antologías. Y aquella sala, con sus cerca de cincuenta empleados, era solo una subsección, una celda, por así decirlo, en la enorme complejidad del Departamento de Archivos. Más allá, por encima y por debajo, había más enjambres de trabajadores dedicados a una inimaginable multitud de tareas. Estaban los gigantescos talleres de impresión con sus ayudantes de edición, sus expertos en tipografía y sus complejos sistemas para la falsificación de fotografías. Estaba la sección de teleprogramas con sus ingenieros, sus productores y sus equipos de actores especialmente escogidos por su habilidad para imitar voces. Había ejércitos de empleados cuyo trabajo consistía simplemente en elaborar listas de libros y periódicos que era necesario revisar. Estaban los enormes depósitos donde se almacenaban los documentos corregidos y los hornos ocultos donde se destruían los ejemplares originales. Y en algún lugar, de manera casi anónima, estaban los cerebros que coordinaban todo el trabajo y bosquejaban la política que hacía necesario que se preservara un fragmento del pasado, se falsificara otro y se borrara un tercero de la existencia.

Y, al fin y al cabo, el Departamento de Archivos no era más que una rama del Ministerio de la Verdad, cuya labor principal no consistía en reconstruir el pasado sino en proporcionar a los ciudadanos de Oceanía periódicos, películas, libros de texto, programas de telepantalla, obras de teatro y novelas con todo tipo de información, instrucción y entretenimiento imaginables, de una estatua a un eslogan, de un poema lírico a un tratado de biología y de una cartilla escolar a un diccionario de nuevalengua. Y el Ministerio no solo tenía que suplir las múltiples necesidades del Partido, sino también repetir toda la operación en un nivel inferior a beneficio del proletariado. Había toda una cadena de departamentos dedicados a la literatura, la música, el teatro y en general todos los espectáculos proletarios. En ellos se producían periódicos basura que solo contenían noticias deportivas, de sucesos y astrología, noveluchas sensacionalistas de cinco centavos, películas que rezumaban sexo y cancioncillas sentimentales que se componían por medios enteramente mecánicos en una especie de calidoscopio particular llamado «versificador». Había incluso toda una subsección —cuyo nombre en nuevalengua era «Secporn»— encargada de producir pornografía de ínfimo nivel, que se enviaba en paquetes sellados y que ningún miembro del Partido que no trabajase en la sección podía ver.

Mientras Winston trabajaba salieron tres mensajes del tubo neumático, pero eran cosas sencillas y las terminó antes de que lo interrumpieran los Dos Minutos de Odio. Cuando terminó el Odio, volvió a su cubículo, cogió el diccionario de nuevalengua del estante, apartó el hablascribe a un lado, se limpió las gafas y empezó su labor principal de esa mañana.

El mayor placer en la vida de Winston era su trabajo. La mayor parte era tedioso y rutinario, pero también incluía tareas tan difíciles e intrincadas que podías perderte en ellas como en las profundidades de un problema matemático: delicados casos de falsificación en los que solo podías guiarte por tu conocimiento de los principios del Socing y tu intuición de lo que el Partido quería que dijeras. A Winston se le daban bien esas cosas. En una ocasión incluso le habían confiado la rectificación de los editoriales del Times, que estaban totalmente escritos en nuevalengua. Desenrolló el mensaje que había apartado antes a un lado y que decía así:

times 3.12.83 informe ordendía hm doblemasmalo refs nopersonas reescribe tot enviaut antearchiva

Lo que en viejalengua (o inglés corriente) podía traducirse así:

La información sobre el orden del día del Hermano Mayor del Times del 3 de diciembre de 1983 es extremadamente insatisfactoria y hace referencia a personas no existentes. Reescríbase por completo y envíese el borrador a una autoridad superior antes de archivarla.

Winston leyó el artículo en cuestión. Al parecer, el orden del día del Hermano Mayor había estado dedicado a aplaudir la labor de una organización conocida como FFCC, que proporcionaba cigarrillos y otros artículos a los marineros de las Fortalezas flotantes. Cierto camarada Withers, un miembro prominente del Partido Interior, había merecido una mención especial y le habían concedido una condecoración, la Orden del Mérito Conspicuo de Segunda Clase.

Tres meses después, la FFCC había sido disuelta sin más explicaciones. Era de suponer que Withers y sus amigos habían caído en desgracia, aunque nadie había dicho nada en la prensa ni en la telepantalla. No era raro, porque muy pocas veces se procesaba o siquiera denunciaba a los criminales políticos. Las grandes purgas que afectaban a miles de personas, con juicios públicos de traidores y criminales mentales que confesaban abyectamente su delito y luego eran ejecutados, eran espectáculos que no ocurrían más que cada dos o tres años. Lo más habitual era que la gente que había contrariado de algún modo al Partido desapareciera sin más y no se volviese a saber de ella. Uno jamás tenía ni la menor idea de lo que les ocurría. En algunos casos incluso era posible que ni siquiera estuvieran muertos. Sin contar a sus padres, puede que hubiesen desaparecido en uno u otro momento unos treinta conocidos de Winston.

Winston se rascó suavemente la nariz con un clip. En el cubículo de enfrente, el camarada Tillotson seguía inclinado con aire misterioso sobre el hablascribe. Alzó la cabeza un momento y las gafas volvieron a reflejar un destello hostil. Winston habría querido saber si el camarada Tillotson estaba ocupado con el mismo trabajo que él. Era muy posible. Una tarea tan delicada nunca se confiaba a una sola persona: por otro lado, encargársela a un comité equivaldría a admitir abiertamente que se estaba haciendo una falsificación. Lo más probable era que hubiese al menos una docena de personas trabajando en versiones rivales de lo que el Hermano Mayor había dicho en realidad. Luego, algún cerebro privilegiado del Partido Interior escogería esta o aquella versión, la corregiría, pondría en marcha el complejo proceso de referencias cruzadas necesario y luego la mentira elegida pasaría a los archivos y se convertiría en verdad.

Winston ignoraba por qué Withers había caído en desgracia. Puede que por corrupción o por incompetencia. Tal vez el Hermano Mayor se hubiera librado de un subordinado demasiado popular. A lo mejor Withers o alguien próximo a él era sospechoso de tendencias heréticas. O quizá —era lo más probable— había ocurrido sencillamente porque las purgas y vaporizaciones eran una parte necesaria del funcionamiento del gobierno. La única pista verdadera estaba en las palabras «refs nopersonas», que indicaban que Withers estaba muerto. No siempre podía decirse lo mismo después de que detuvieran a alguien. A veces los soltaban y les permitían vivir en libertad uno o incluso dos años antes de ser ejecutados. Muy de vez en cuando alguien a quien creías muerto desde hacía mucho tiempo reaparecía como un fantasma en algún juicio público donde implicaba a cientos de personas con su testimonio antes de desaparecer, en esa ocasión para siempre. No obstante, Withers era ya una «nopersona». No existía y nunca había existido. Winston decidió que no bastaría con cambiar el sentido del discurso del Hermano Mayor. Era mejor hacer que tratara de algo que no guardase la menor relación con el asunto original.

Podía convertir su discurso en la habitual denuncia de los traidores y criminales mentales, pero eso era demasiado evidente; mientras que inventar una victoria en el frente, o algún éxito en la superproducción del Noveno Plan Trienal, podía complicar demasiado los registros. Necesitaba algo totalmente inventado. De pronto acudió a su mente, como pintado para la ocasión, cierto camarada Ogilvy, fallecido recientemente en circunstancias heroicas. En ocasiones el Hermano Mayor dedicaba el orden del día a conmemorar a algún humilde miembro de base del Partido cuya vida y muerte ofrecía como ejemplo digno de imitación. Ese día conmemoraría al camarada Ogilvy. La verdad era que no había habido ningún camarada Ogilvy, pero unas líneas impresas y un par de fotografías falsas servirían para traerlo a la existencia.

Winston se quedó pensando un momento, luego acercó el hablascribe y empezó a dictar con el estilo habitual del Hermano Mayor: un estilo al mismo tiempo marcial y pedante, y fácil de imitar por el recurso de hacer preguntas y responderlas enseguida («¿Qué lección sacamos de esto, camaradas? La lección —que es también uno de los principios fundamentales del Socing— es que... etc., etc.»).

A los tres años el camarada Ogilvy había rechazado todos los juguetes excepto un tambor, un fusil ametrallador y un helicóptero en miniatura. A los seis años —un año antes de lo reglamentado, gracias a una concesión especial— había ingresado en los Espías; a los nueve, había sido jefe de tropa. A los once había denunciado a su tío a la Policía del Pensamiento después de oír una conversación que le pareció tener tendencias criminales. A los diecisiete había sido coordinador de distrito de la Liga Juvenil Antisexo. A los diecinueve había diseñado una granada de mano que había adoptado el Ministerio de la Paz y que, la primera vez que se utilizó, mató a treinta y un prisioneros eurasiáticos. A los veintitrés había fallecido en acto de servicio. Perseguido por aeroplanos a reacción enemigos mientras sobrevolaba el océano Índico con unos despachos de suma importancia, había saltado al mar desde el helicóptero con los despachos y la ametralladora..., un final, decía el Hermano Mayor, que era imposible considerar sin sentir envidia. El Hermano Mayor añadía unas cuantas observaciones sobre la pureza y la dedicación de la vida del camarada Ogilvy. Era abstemio y no fumaba, no tenía otra afición que la hora que pasaba a diario en el gimnasio, y había hecho voto de celibato, pues creía que el cuidado de una familia era incompatible con la devoción al deber veinticuatro horas al día. No tenía otro tema de conversación que los principios del Socing, ni otro objetivo en la vida que la derrota del enemigo eurasiático y la persecución de los espías, saboteadores, criminales mentales y traidores en general.

Winston dudó si conceder o no al camarada Ogilvy la Orden del Mérito Conspicuo, al final decidió no hacerlo por las muchas referencias cruzadas innecesarias que eso acarrearía.

Una vez más miró a su rival en el cubículo de enfrente. Algo parecía decirle con toda certeza que Tillotson estaba ocupado en la misma tarea que él. Era imposible saber qué versión adoptarían al final, aunque tenía la firme convicción de que sería la suya. El camarada Ogilvy, inimaginable apenas hacía una hora, se había convertido en realidad. Le pareció raro que se pudieran crear personas muertas, pero no vivas. El camarada Ogilvy, que nunca había existido en el presente, existía ahora en el pasado, y una vez que la falsificación cayera en el olvido, existiría de manera tan auténtica, y con el mismo tipo de pruebas, que Carlomagno o Julio César.

5

En el comedor subterráneo y de techo bajo, la cola de la comida avanzaba lentamente y a sacudidas. La sala estaba muy llena y el ruido era ensordecedor. De la rejilla del mostrador salía el vapor del estofado con un olor amargo y metálico que no llegaba a tapar los efluvios de la ginebra de la Victoria. Al otro extremo del comedor había un bar, apenas un agujero en la pared donde podía comprarse ginebra a diez céntimos la copa.

—Justo el hombre a quien estaba buscando —dijo una voz detrás de Winston. Este se volvió. Era su amigo Syme, del Departamento de Investigación. Tal vez «amigo» no fuese la palabra exacta. Ya nadie tenía amigos sino camaradas, pero la compañía de algunos era más agradable que la de otros. Syme era filólogo, especialista en nuevalengua. De hecho, formaba parte del enorme equipo de expertos dedicados a compilar la undécima edición del Diccionario de nuevalengua. Era un tipo menudo, más bajo que Winston, de cabello negro y grandes ojos saltones, al mismo tiempo tristes y burlones, que parecían escrutar tu rostro mientras te hablaba.

—Quería preguntarte si te quedan cuchillas de afeitar.

—¡Ni una! —respondió Winston con una especie de precipitación culpable—. Las he buscado por todas partes. Es como si hubieran dejado de existir.

Todos se pasaban el día pidiendo cuchillas de afeitar. En realidad, Winston tenía dos sin usar que guardaba como un tesoro. Hacía meses que escaseaban. Siempre había alguna cosa necesaria que las tiendas del Partido no podían proporcionar. Unas veces eran botones; otras, lana de tejer; otras, cordones para los zapatos y ahora eran las cuchillas de afeitar. Solo se podían conseguir, y eso con suerte, buscándolas de manera más o menos furtiva en el «mercado libre».

—Llevo seis semanas utilizando la misma —añadió faltando a la verdad.

La cola dio otro tirón hacia delante. Cuando se detuvo, Winston se volvió otra vez hacia Syme. Los dos cogieron una bandeja metálica grasienta de una pila que había al extremo del mostrador.

—¿Fuiste ayer a ver ahorcar a los prisioneros? —preguntó Syme.

—Estaba trabajando —respondió Winston con indiferencia—. Ya lo veré en el cine.

—Un sucedáneo muy poco adecuado —dijo Syme.

Sus ojos burlones recorrieron el rostro de Winston. «Te conozco —parecían decir los ojos—. Te tengo calado. Sé muy bien por qué no fuiste a ver ahorcar a esos prisioneros.» A su estilo intelectual, Syme era un ortodoxo virulento. Hablaba con una desagradable delectación de los ataques de helicóptero contra los pueblos enemigos, de los juicios y las confesiones de los criminales mentales, de las ejecuciones en los sótanos del Ministerio del Amor. Para poder hablar con él había que hacer un esfuerzo por apartarlo de esos asuntos y enredarlo, en lo posible, en los tecnicismos de la nuevalengua, en los que era toda una autoridad. Winston ladeó un poco la cabeza para esquivar el escrutinio de los grandes ojos negros.

—Fue una buena ejecución —dijo Syme haciendo memoria—. En mi opinión, cuando les atan los pies se echa a perder el efecto. Me gusta verles patalear. Sobre todo al final, cuando sacan la lengua de color azul, un azul brillante. Es el detalle que más me gusta.

—¡Siguiente, por favor! —chilló la prole del cucharón y el delantal blanco.

Winston y Syme empujaron las bandejas por debajo de la rejilla. En cada una de ellas echaron el almuerzo reglamentario: un bote metálico de estofado rosado, un mendrugo de pan, un cubito de queso, un tazón de café de la Victoria sin leche y una tableta de sacarina.

—Debajo de aquella telepantalla hay una mesa libre —dijo Syme—. Cojamos una ginebra por el camino.

La ginebra se servía en tazones de porcelana sin asas. Se abrieron paso por la sala abarrotada y dejaron las bandejas sobre la mesa forrada de metal en cuya esquina alguien había dejado un charquito de estofado, un sucio revoltijo que parecía vómito. Winston cogió su tazón de ginebra, hizo una pausa para hacer acopio de valor y se tragó la sustancia aceitosa. Después de parpadear para quitarse las lágrimas de los ojos, descubrió que tenía hambre. Empezó a tragar cucharadas de estofado aguado que tenía trozos de algo blando y sonrosado que probablemente fuese un preparado cárnico. Ninguno volvió a decir palabra hasta después de vaciar el contenido de los botes. En la mesa a la izquierda de Winston, un poco detrás de él, alguien estaba hablando deprisa y sin cesar, una cháchara áspera como el graznido de un pato que atravesaba el rumor de la sala.

—¿Qué tal va el diccionario? —dijo Winston alzando la voz para sobreponerse al ruido.

—Despacio —respondió Syme—. Ahora estoy con los adjetivos. Es fascinante.

La mera mención de la nuevalengua había bastado para animarle. Apartó a un lado el bote, cogió el mendrugo con una mano delicada y el queso con la otra y se inclinó sobre la mesa para poder hablar sin tener que gritar.

—La undécima edición será la definitiva —dijo—. Estamos dándole a la lengua su forma final, la forma que tendrá cuando nadie hable otra cosa. Cuando terminemos, la gente como tú tendrá que aprenderlo todo de nuevo. Seguro que crees que nuestro trabajo consiste en inventar palabras nuevas. ¡Pues no! Lo que hacemos es destruirlas, decenas, cientos de palabras al día. Estamos podando el idioma. Ni una sola de las palabras en la undécima edición se quedará anticuada antes de 2050.

Mordió hambriento el pan y engulló un par de bocados, luego siguió hablando con una especie de apasionamiento pedante. Su rostro delgado y moreno se había animado, sus ojos habían perdido la expresión burlona y se habían vuelto casi soñolientos.

—La destrucción de palabras es muy hermosa. Por supuesto, lo que más sobran son verbos y adjetivos, pero hay cientos de sustantivos de los que se puede prescindir. Y no solo por los sinónimos, sino también por los antónimos. Al fin y al cabo, ¿qué justificación tiene una palabra que no es más que lo contrario de otra? Cualquier palabra incluye a su contraria. Fíjate, por ejemplo, en la palabra «bueno». Si tenemos esa palabra, ¿de qué nos sirve «malo»? «Nobueno» es igual... incluso mejor porque es exactamente el contrario mientras que la otra no lo es. O, si lo que quieres es reforzar la palabra bueno, ¿para qué queremos toda una serie de palabras vagas e inútiles como «excelente», «espléndido» y otras parecidas? «Masbueno» ya significa eso, o «doblemasbueno», si quieres algo aún más claro. Por supuesto que ya usamos todas esas formas, pero en la versión final de la nuevalengua serán las únicas. Al final todo el concepto de la bondad se limitará a seis palabras —en realidad una sola—. ¿No ves lo hermoso que es, Winston? La idea original fue del H. M., claro —añadió pensativo.

Una especie de insulsa animación iluminó el rostro de Winston al oír mencionar al Hermano Mayor. No obstante, Syme detectó enseguida cierta falta de entusiasmo.

—No aprecias la nuevalengua en lo que vale, Winston —dijo casi con tristeza—. Piensas en viejalengua hasta cuando escribes. He leído alguno de los artículos que escribes en el Times. Están muy bien, pero no dejan de ser traducciones. En el fondo, prefieres seguir utilizando la viejalengua, con todas sus vaguedades y sus matices inútiles. No comprendes la belleza de la destrucción de las palabras. ¿No sabes que la nuevalengua es el único idioma del mundo cuyo vocabulario se reduce cada día?

Winston lo sabía, claro. Trató de esbozar una sonrisa comprensiva, sin atreverse a decir nada. Syme dio otro bocado al pan moreno, lo mascó un poco y continuó:

—¿No ves que el objetivo final de la nuevalengua es reducir el alcance del pensamiento? Al final conseguiremos que el crimen del pensamiento sea literalmente imposible, porque no habrá palabras con las que expresarlo. Todos los conceptos necesarios se expresarán exactamente con una palabra cuyo significado estará rígidamente definido y cuyos significados subsidiarios se habrán borrado y olvidado. En la undécima edición ya casi lo hemos conseguido. Pero el proceso tendrá que seguir cuando tú y yo hayamos muerto. Cada año habrá menos palabras y el rango de la conciencia será cada vez más pequeño. Por descontado que ahora tampoco hay razón o excusa para los crímenes mentales. Todo es cuestión de autodisciplina y control de la realidad. Pero al final no hará falta ni siquiera eso. La Revolución se habrá completado cuando el lenguaje sea perfecto. La nuevalengua es el Socing y el Socing es la nuevalengua —añadió con una especie de mística complacencia—. ¿Alguna vez te has parado a pensar que, en el año 2050, como muy tarde, no quedará con vida una sola persona capaz de entender una conversación como la que estamos teniendo ahora?

—Excepto... —empezó dubitativo Winston, y luego se interrumpió.

Había estado a punto de decir «Excepto los proles», pero se contuvo, pues no estaba muy seguro de la ortodoxia de esa observación. No obstante, Syme adivinó lo que iba a decir.

—Los proles no son seres humanos —dijo con despreocupación—. En 2050, probablemente antes, la viejalengua habrá desaparecido. Toda la literatura del pasado habrá sido destruida. Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron... existirán únicamente en versiones en nuevalengua, no solo convertidas en algo diferente sino transformadas en algo opuesto a lo que eran antes. Incluso la literatura del Partido cambiará. Y los eslóganes. ¿Cómo vas a decir «La libertad es la esclavitud» si el concepto de libertad ha dejado de existir? El pensamiento será totalmente distinto. De hecho, no existirá pensamiento tal como lo entendemos hoy. La ortodoxia equivale a no pensar, a no tener la necesidad de pensar. La ortodoxia es la inconsciencia.

«Cualquier día de estos —pensó Winston con una súbita convicción— vaporizarán a Syme. Es demasiado inteligente. Ve las cosas con demasiada claridad y habla con excesiva franqueza. Al Partido no le gusta la gente así. El día menos pensado desaparecerá. Lo lleva escrito en la cara.»

Winston había terminado el pan con queso. Se volvió un poco en la silla para beberse el café. En la mesa de su izquierda, el hombre de la voz estridente seguía hablando sin parar. Una joven que tal vez fuese su secretaria y que estaba sentada de espaldas a Winston le escuchaba y parecía estar totalmente de acuerdo con todo lo que decía. De vez en cuando, Winston oía alguna frase como: «Cuánta razón tienes. No podría estar más de acuerdo», pronunciada en tono juvenil, femenino y bobalicón. La otra voz no se interrumpía ni un instante, ni siquiera cuando hablaba la chica. Winston conocía de vista a aquel tipo, aunque solo sabía que desempeñaba un puesto de importancia en el Departamento de Ficción. Rondaba los treinta años, tenía el cuello musculoso y la boca grande y expresiva. Había ladeado la cabeza y, debido al ángulo en que estaba sentado, sus gafas reflejaban la luz y mostraban a Winston dos discos vacíos en lugar de ojos. Lo más inquietante era que resultaba imposible distinguir una sola palabra del chorreo de sonidos que salían de su boca. Solo una vez Winston captó la frase «la eliminación completa y total del goldsteinismo» mascullada a toda velocidad, como si la hubiera compuesto con tipos de imprenta. El resto era ruido, un cuac, cuac, cuac. Y aun así, aunque no se oyese lo que decía, no cabía ninguna duda de la naturaleza de su conversación. Poco importaba que estuviese acusando a Goldstein y exigiendo medidas más severas contra los criminales mentales y los saboteadores, despotricando contra las atrocidades del ejército de Eurasia o alabando al Hermano Mayor o a los héroes del frente malabar. Fuese lo que fuese, era evidente que hasta la última palabra era pura ortodoxia, puro Socing. Al observar el rostro sin ojos y la mandíbula que se movía a toda prisa arriba y abajo, Winston tuvo la sensación de que no era una persona de verdad sino una especie de muñeco. No era el cerebro de aquel hombre quien hablaba, sino su laringe. Lo que salía de ella estaba hecho de palabras, pero no era un verdadero discurso: era un ruido emitido inconscientemente, como el graznido de un pato.

Syme llevaba un rato en silencio y estaba trazando dibujos con el mango de la cuchara en los restos de estofado. La voz de la otra mesa graznaba sin parar, claramente audible a pesar del ruido del comedor.

—Hay una palabra en nuevalengua —dijo Syme—, no sé si la conoces: «grazbla», graznar como un pato. Es una de esas palabras interesantes que tienen dos sentidos contradictorios. Aplicada a un adversario, es un insulto; aplicada a alguien con quien estás de acuerdo, es un halago.

No había duda de que Syme acabaría vaporizado, volvió a pensar Winston. Sintió una especie de tristeza, aunque sabía muy bien que Syme le despreciaba, que le profesaba cierta antipatía y que era perfectamente capaz de denunciarle por criminal mental si veía la menor razón para hacerlo. Había algo en Syme que no acababa de encajar. Le faltaba alguna cosa: discreción, distanciamiento, una especie de estupidez conservadora. No podía decirse que fuese un heterodoxo. Creía en los principios del Socing, veneraba al Hermano Mayor, se alegraba de las victorias, odiaba a los herejes, no solo con sinceridad sino con una especie de celo incansable, y estaba más al día que cualquier miembro normal del Partido. Sin embargo, tenía un no sé qué de poco respetable. Decía cosas que más valdría callar, había leído demasiados libros, frecuentaba el Café del Castaño, lugar de reunión de músicos y pintores. Ninguna ley, ni siquiera no escrita, prohibía frecuentarlo, pero era un sitio de mal agüero. Los antiguos y desacreditados dirigentes del Partido se habían reunido en él antes de ser purgados. Se decía que el propio Goldstein se había dejado caer por allí hacía años o decenios. No era difícil prever el destino de Syme. Y, sin embargo, lo cierto era que si Syme hubiese intuido, aunque fuese por espacio de tres segundos, cuál era la naturaleza de las opiniones secretas de Winston, lo habría denunciado al instante a la Policía del Pensamiento. Igual que habría hecho cualquier otro, aunque Syme con más ahínco. El celo no era suficiente. La ortodoxia es la inconsciencia.

Syme alzó la vista.

—Ahí llega Parsons —dijo.

Su tono de voz pareció añadir: «ese puñetero imbécil». Parsons, el vecino de Winston en las Casas de la Victoria, se estaba abriendo paso por el comedor. Era un tipo rechoncho, no muy alto, de cabello rubio y cara de rana. A los treinta y cinco empezaba a tener barriga y papada, pero sus movimientos eran ágiles e infantiles. Por su aspecto parecía un niño que hubiese crecido demasiado, tanto que, aunque llevaba puesto el mono reglamentario, era casi imposible no imaginárselo con los pantalones cortos, la camisa gris y el pañuelo rojo de los Espías. Al mirarlo, uno veía siempre unas rodillas con hoyuelos y una camisa arremangada sobre los rollizos antebrazos. Parson, de hecho, se ponía los pantalones cortos cada vez que una excursión comunitaria o cualquier otra actividad física le proporcionaba la menor excusa para hacerlo. Los saludó con un alegre: «¡Hola, hola!» y se sentó a la mesa desprendiendo un intenso olor a sudor. Gotitas de humedad cubrían su rostro sonrosado. Su capacidad de sudoración era extraordinaria. En el Centro Comunitario siempre se sabía si había jugado al ping-pong por la humedad del mango de la raqueta. Syme había sacado una tira de papel en la que figuraba una larga columna de palabras y estaba leyéndola con un tintalápiz entre los dedos.

—Mira cómo trabaja a la hora de comer —dijo Parsons dándole un codazo a Winston—. Eso sí que es devoción, ¿eh? ¿Qué tienes ahí, muchacho? Seguro que es demasiado intelectual para mí. Smith, muchacho, te buscaba por lo de la sub que has olvidado pagarme.

—¿Qué sub es esa? —respondió Winston echando mano al bolsillo. Cerca de un cuarto del salario estaba destinado a subscripciones voluntarias, tan numerosas que era difícil recordarlas todas.

—La de la Semana del Odio. Ya sabes... el fondo casa por casa. Soy el tesorero de nuestro edificio. Estamos haciendo un esfuerzo enorme... Será un espectáculo impresionante. Te aseguro que si las Casas de la Victoria no tienen más banderas que ningún otro edificio de la calle no será por culpa mía. Me prometiste dos dólares.

Winston encontró y le entregó dos billetes sucios y arrugados, que Parsons anotó en un cuaderno de apuntes con la pulcra caligrafía de un analfabeto.

—A propósito, amigo —añadió—. Me han dicho que mi crío te disparó ayer con un tirachinas. Le eché un buen rapapolvo. De hecho, le dije que si volvía a hacerlo le quitaría el tirachinas.

—Creo que estaba un poco disgustado por no haber podido asistir a la ejecución —le disculpó Winston.

—¡Ah, bueno...!, quiero decir que ese es el espíritu adecuado, ¿no? Son unos críos muy traviesos, pero si se trata de devoción... No piensan más que en los Espías, y en la guerra, claro. ¿Sabes lo que hizo el sábado mi hija cuando su tropa salió de excursión cerca de Berkhamsted? Convenció a otras dos niñas de que la acompañaran, se escabulleron del grupo y se pasaron la tarde siguiendo a un desconocido. Estuvieron siguiéndolo más de dos horas por el bosque y luego, cuando llegaron a Amersham, lo denunciaron a una patrulla.

—¿Por qué? —preguntó Winston un tanto desconcertado. Parsons prosiguió triunfante.

—Mi niña estaba convencida de que era una especie de agente enemigo... Podían haberlo lanzado en paracaídas, por ejemplo. Pero escucha, muchacho: ¿qué crees que la puso sobre su pista? Vio que llevaba unos zapatos raros... Dijo que nunca había visto a nadie con esos zapatos, así que supuso que sería extranjero. No está mal para ser solo una mocosa de siete años, ¿eh?

—¿Qué le pasó al hombre? —preguntó Winston.

—¡Ah! Eso no lo sé, claro. Pero no me sorprendería si... —Parsons hizo el gesto de apuntar un rifle y chasqueó la lengua para imitar el sonido de un disparo.

—Bien —dijo Syme abstraído y sin levantar la vista del papel.

—Por supuesto, no podemos permitirnos correr riesgos —asintió Winston en tono.

—A eso me refería, estamos en guerra —coincidió Parsons.

A modo de confirmación, un toque de trompeta flotó de la telepantalla que había justo sobre sus cabezas. No obstante, esta vez no se trataba de la proclamación de una victoria militar, sino solo un anuncio del Ministerio de la Abundancia.

—¡Camaradas! —gritó una emocionada voz juvenil—. ¡Atención, camaradas! Tenemos una gloriosa noticia que comunicaros. ¡Hemos ganado la batalla de la producción! Los resultados de producción de todos los artículos de consumo demuestran que el año pasado el nivel de vida aumentó nada menos que el veinte por ciento. Esta mañana ha habido manifestaciones espontáneas e incontenibles en toda Oceanía cuando los obreros salieron de las fábricas y las oficinas y desfilaron por las calles con pancartas vitoreando al Hermano Mayor para agradecerle la vida nueva y feliz que su sabio liderazgo nos ha proporcionado. He aquí algunas de las cifras: alimentos...

La expresión «la vida nueva y feliz» se repitió varias veces. Últimamente se había convertido en una de las favoritas del Ministerio de la Abundancia. Atento al toque de trompeta, Parsons se quedó escuchando solemne y boquiabierto con una especie de aburrimiento edificante. Era incapaz de entender las cifras, pero sabía que, de un modo u otro, eran un motivo de satisfacción. Había sacado una pipa grande y mugrienta llena hasta la mitad de tabaco carbonizado. Con la ración de cien gramos de tabaco a la semana rara vez se podía llenar una pipa hasta arriba. Winston se estaba fumando un cigarrillo de la Victoria que sostenía con mucho cuidado en posición horizontal. La nueva ración no entraba en vigor hasta el día siguiente y solo le quedaban cuatro. De momento había cerrado los oídos a los ruidos más lejanos y estaba escuchando solo lo que emanaba de la telepantalla. Al parecer había habido manifestaciones para agradecer al Hermano Mayor que aumentara la ración de chocolate a veinte gramos por semana. Y eso que un día antes, recordó, habían anunciado que la ración se reduciría a veinte gramos por semana. ¿Sería posible que se lo tragaran al cabo de solo veinticuatro horas? Pues sí. Parsons se lo tragó sin más, con la estupidez de un animal. La criatura sin ojos de la otra mesa se lo tragó fanática y apasionadamente, con un furioso deseo de desenmascarar, denunciar y vaporizar a cualquiera que pudiera insinuar que la semana anterior la ración había sido de treinta gramos. Syme también se lo tragó —aunque de un modo más complejo que implicaba recurrir al doblepiensa—. ¿Acaso era él el único que seguía teniendo memoria?

La telepantalla seguía vertiendo estadísticas increíbles. En comparación con el año pasado había más comida, más ropa, más casas, más muebles, más utensilios de cocina, más combustible, más barcos, más helicópteros, más libros y más recién nacidos... más de todo, excepto enfermedad, delitos y locura. Año tras año y minuto a minuto, todo aumentaba vertiginosamente. Igual que Syme, Winston había cogido la cuchara y estaba trazando dibujos con un reguero de salsa que había sobre la mesa. Meditó enfadado sobre la textura física de la vida. ¿Había sido siempre así? ¿La comida siempre había tenido ese sabor? Recorrió el comedor con la mirada. Una sala abarrotada y de techo bajo, con las paredes sucias por el contacto de un sinfín de cuerpos, mesas y sillas metálicas abolladas y colocadas tan juntas que le rozabas el codo al vecino, cucharas dobladas, bandejas desportilladas, tazones blancos y gruesos, superficies sucias de grasa, porquería en todas las rendijas, y un acre olor a ginebra y café de mala calidad mezclado con el aroma metálico del estofado y de la ropa sucia. En tu estómago y tu piel había siempre una especie de protesta, una sensación de que te habían privado de algo a lo que tenías derecho. Cierto que no conservaba ningún recuerdo muy distinto. No recordaba con claridad ningún momento en que hubiese habido suficiente comida, nunca habían tenido calcetines o ropa interior que no estuvieran llenos de agujeros, muebles que no estuviesen desvencijados, habitaciones que estuvieran bien caldeadas, trenes del metro que no estuviesen abarrotados, casas que no se cayeran a pedazos, pan blanco, té que no fuese una rareza, café que no tuviese mal sabor ni cigarrillos que escasearan... Nunca había habido nada barato y en abundancia excepto la ginebra sintética. Y, por supuesto, todo empeoraba a medida que tu cuerpo envejecía, ¿y qué mejor indicio de que ese no era el orden natural de las cosas que a uno se le encogiera el corazón por las incomodidades, la mugre y la escasez, los inviernos interminables, los calcetines pegajosos, los ascensores que nunca funcionaban, el agua fría, el jabón áspero, los cigarrillos que se deshacían y la comida con sus sabores extraños y repugnantes? ¿Por qué todo iba a parecer tan insoportable a menos que uno conservara una especie de recuerdo ancestral de que las cosas habían sido distintas?

Volvió a contemplar el comedor. Casi todos los presentes eran feos, y habrían seguido siéndolo aunque no hubiesen llevado los monos azules del uniforme. Al otro extremo de la sala, sentado solo en una mesa, un hombrecillo menudo que parecía un escarabajo bebía una taza de café mientras sus ojillos observaban con suspicacia. ¡Qué fácil era —pensó Winston—, si no mirabas a tu alrededor, convencerse de que el tipo físico establecido por el Partido como ideal: los jóvenes musculosos y las mujeres rubias, vitales, bronceadas y despreocupadas de pechos grandes existían e incluso predominaban! En realidad, por lo que podía juzgar, la mayor parte de la gente de la Franja Aérea Uno era pequeña, morena y poco agraciada. Era curioso cómo proliferaban en los ministerios esos tipos que parecían escarabajos: hombrecillos que empezaban a engordar pronto, de piernas cortas, movimientos rápidos y huidizos y rostro grueso e inescrutable con ojillos diminutos. Era el tipo que parecía medrar mejor bajo el dominio del Partido.

El anuncio del Ministerio de la Abundancia concluyó con otro toque de trompeta y dio paso a música enlatada. Parsons, dominado por un vago entusiasmo por el bombardeo de cifras, se sacó la pipa de la boca.

—Sin duda el Ministerio de la Abundancia ha hecho un buen trabajo este último año —dijo moviendo la cabeza con gesto de entendido—. A propósito, Smith, muchacho, ¿no tendrás por ahí alguna cuchilla de afeitar?

—Ni una —respondió Winston—. Hace seis semanas que utilizo la misma.

—¡Ah, bueno!, lo decía por preguntar.

—Lo siento —dijo Winston.

Los graznidos de la mesa de al lado, momentáneamente interrumpidos por el anuncio del Ministerio, habían vuelto a empezar más alto que nunca. Por alguna razón, Winston se sorprendió de pronto pensando en la señora Parsons, con su cabello encrespado y aquel polvillo en las arrugas de la cara. Al cabo de un par de años, sus hijos la denunciarían a la Policía del Pensamiento. La señora Parsons sería vaporizada. Syme sería vaporizado. Winston sería vaporizado. O’Brien sería vaporizado. Parsons, en cambio, nunca lo sería. Igual que la criatura sin ojos que no paraba de graznar. Y que los hombrecillos con aspecto de escarabajo que se movían con tanta habilidad por los laberínticos pasillos de los Ministerios. La chica de cabello oscuro, la joven del Departamento de Ficción, tampoco sería vaporizada. Tenía la impresión de saber instintivamente quién sobreviviría y quién no: aunque no era fácil decir qué era lo que permitía sobrevivir.

En ese momento lo sacó de su ensoñación una violenta sacudida. La joven de la mesa de al lado se había vuelto y lo estaba mirando. Era la chica de cabello oscuro. Lo estaba mirando de reojo, pero con una fijeza peculiar. En cuanto sus ojos se cruzaron, ella volvió a apartar la mirada.

El sudor empezó a recorrerle la espina dorsal. Sintió una terrible punzada de terror que desapareció casi enseguida, pero le dejó una especie de intranquilidad. ¿Por qué estaba mirándolo? ¿Por qué lo seguía a todas partes? Por desgracia, no recordaba si estaba allí cuando él llegó o si había aparecido después. Pero el día anterior, en cualquier caso, durante los Dos Minutos de Odio, se había sentado justo detrás de él cuando no había ninguna necesidad. Lo más probable era que su verdadera intención hubiese sido escucharle para asegurarse de que gritaba lo bastante fuerte.

Recordó su primera impresión: lo más probable era que no fuese en realidad miembro de la Policía del Pensamiento, pero los espías aficionados eran precisamente los más peligrosos. Ignoraba cuánto tiempo llevaba mirándole, pero tal vez fuesen cinco minutos, y era posible que sus rasgos no hubiesen estado del todo bajo control. Era muy peligroso dejar vagar los pensamientos en público o en el radio de visión de una telepantalla. El más ínfimo detalle podía delatarte. Un tic nervioso, una mirada inconsciente de preocupación, la costumbre de murmurar para tus adentros, cualquier cosa que llevara implícita una anormalidad o que diera a entender que tenías algo que ocultar. En cualquier caso, adoptar una expresión inapropiada (un gesto de incredulidad cuando se anunciaba una victoria, por ejemplo) era ya un delito punible. Incluso había un término en nuevalengua para definirlo: crimenfacial.

La joven había vuelto a darle la espalda. Después de todo, quizá no estuviera siguiéndole; tal vez fuese solo una coincidencia que se hubiese sentado tan cerca dos días seguidos. Su cigarrillo se había apagado y lo dejó con cuidado al borde de la mesa. Terminaría de fumárselo después del trabajo, si lograba impedir que se cayera el tabaco. Era bastante probable que la persona de la mesa de al lado fuese confidente de la Policía del Pensamiento, y aún lo era más que al cabo de tres días él acabara en los sótanos del Ministerio del Amor, pero esa no era razón para desperdiciar un cigarrillo. Syme dobló la tira de papel y se la guardó en el bolsillo. Parsons empezó a hablar otra vez.

—¿Te he contado alguna vez —dijo, riéndose con la boquilla de la pipa en la boca— que en cierta ocasión mis dos chiquillos le pegaron fuego a la falda de una vendedora en el mercado porque la vieron envolver salchichas en un cartel con un retrato del H. M.? Se acercaron a hurtadillas y le pegaron fuego con una caja de cerillas. Creo que le causaron quemaduras bastante graves. Vaya par de granujillas, ¿eh? ¡Pero más listos que el hambre! Hoy en día, reciben una formación de primera en los Espías... incluso mejor que en mis tiempos. ¿Qué dirías que les han regalado la última vez? ¡Unas trompetillas para escuchar por los ojos de las cerraduras! Mi niña trajo una a casa la otra noche, la probó en la puerta del salón y dijo que oía dos veces mejor que aplicando el oído en la cerradura. Claro que no es más que un juguete. Pero no es mala manera de acostumbrarlos desde niños, ¿eh?

En ese momento la telepantalla soltó un penetrante silbido. Era la señal para volver al trabajo. Los tres se pusieron en pie de un salto para ir a agolparse con los demás delante de los ascensores y el cigarrillo de Winston terminó de vaciarse.

6

Winston estaba escribiendo en su diario:

Sucedió hace tres años. Una noche oscura en una callejuela cerca de una de las grandes estaciones de ferrocarril. Ella estaba de pie cerca de un portal a la luz de una farola que apenas iluminaba nada. Tenía el rostro juvenil y muy maquillado. En realidad fue el maquillaje lo que me llamó la atención, su blancura, como la de una máscara, y los labios rojos y brillantes. Las mujeres del partido nunca se pintan. No había nadie más en la calle, y ninguna telepantalla. Me pidió dos dólares. Yo...

De momento le resultó demasiado difícil continuar. Cerró los ojos y se los apretó con los dedos, tratando de extirpar aquella imagen recurrente. Tuvo la tentación casi irreprimible de ponerse a gritar palabrotas. O de golpear con la cabeza contra la pared, volcar la mesa y lanzar el tintero por la ventana, de hacer cualquier cosa ruidosa o dolorosa que pudiera borrar aquel recuerdo que le atormentaba.

Tu peor enemigo, pensó, era tu propio sistema nervioso. Cuando menos lo esperabas, la tensión acumulada en tu interior podía traducirse en un síntoma visible. Recordó a un hombre con el que se había cruzado por la calle hacía unas semanas, un individuo normal, miembro del Partido, de treinta y cinco o cuarenta años, alto y delgado, que llevaba un maletín en la mano. Estaban a unos pocos metros cuando el lado izquierdo de la cara del hombre se contrajo con una especie de espasmo. Volvió a ocurrir justo en el momento en que se cruzaron: fue solo una contracción nerviosa, un temblor tan rápido como el obturador de una cámara, pero era evidente que se trataba de un tic habitual. En aquel momento pensó: «Ese pobre diablo está perdido». Y lo más inquietante era que muy probablemente se tratara de un gesto inconsciente. Lo más peligroso era hablar en sueños. Que él supiera, no había forma de protegerse de eso.

Tomó aliento y siguió escribiendo:

Entré con ella en el portal y pasamos por un jardín trasero hasta llegar a una cocina en un sótano. Había una cama junto a la pared y una lámpara en la mesita, que daba muy poca luz. Ella...

Le rechinaban los dientes. Le habría gustado escupir. Al mismo tiempo que en la mujer del sótano, pensó en Katharine, su esposa. Winston estaba casado, o lo había estado y probablemente aún siguiera estándolo, porque no le constaba que su mujer hubiese muerto. Le pareció respirar de nuevo el olor a cerrado de la cocina en el sótano, una mezcla de bichos muertos, ropa sucia y perfume barato, pero aun así atractivo, porque ninguna mujer del Partido utilizaba perfume o ni siquiera era concebible que pudiera usarlo. Solo los proles se perfumaban. En su imaginación aquel aroma estaba inextricablemente unido a la fornicación.

Cuando estuvo con aquella mujer fue su primer fallo en casi dos años. Frecuentar a prostitutas estaba prohibido, claro, pero era una de esas normas que uno se atrevía a quebrantar de vez en cuando. Era peligroso, pero no una cuestión de vida o muerte. Que te pescaran con una prostituta podía suponer cinco años en un campo de trabajos forzados, nada más, siempre que no hubieses cometido algún otro delito. Y resultaba muy fácil si conseguías que no te sorprendieran en pleno acto. Los barrios pobres estaban llenos de mujeres dispuestas a venderse. Algunas podían comprarse por una botella de ginebra, que en teoría tenían prohibida los proles. Tácitamente el Partido incluso fomentaba la prostitución para dar salida a unos instintos que no podían reprimirse del todo. Esos deslices no tenían demasiada importancia, con tal de que fuesen furtivos, sórdidos y que solo implicaran a mujeres de clase ínfima y despreciada. El crimen imperdonable era la promiscuidad entre miembros del Partido. Pero —a pesar de que era uno de los crímenes que invariablemente confesaban los acusados en las purgas— era difícil imaginar que una cosa así llegase a suceder.

El objetivo del Partido no era solo impedir que hombres y mujeres establecieran lazos que no pudiera controlar. Su intención real y no confesada era eliminar cualquier placer del acto sexual. El enemigo no era tanto el amor, como el erotismo dentro y fuera del matrimonio. Todos los esponsales entre miembros del Partido tenían que ser aprobados por un comité nombrado para la ocasión y —aunque el principio no se formulaba con claridad— siempre se negaba el permiso si la pareja en cuestión daba la impresión de sentir atracción física. El único fin admitido del matrimonio era engendrar hijos para el servicio del Partido. Las relaciones sexuales se consideraban una operación menor y ligeramente desagradable, como ponerse un enema. Eso tampoco se decía claramente, pero a todos los miembros del Partido se les inculcaba de manera indirecta desde la infancia. Incluso había organizaciones como la Liga Juvenil Antisexo que defendía la abstinencia total en ambos sexos. Los niños debían engendrarse por inseminación artificial («insemart», en nuevalengua) y educarse en instituciones públicas. Winston era consciente de que no lo decían verdaderamente en serio, aunque encajaba en la ideología general del Partido, que estaba tratando de eliminar el instinto sexual, o, en caso de que eso fuese imposible, de mancillarlo y desvirtuarlo. Ignoraba el porqué, pero le parecía natural que fuese así. Y, por lo que se refería a las mujeres, los esfuerzos del Partido tenían bastante éxito.

Volvió a pensar en Katharine. Debían de llevar nueve, diez... casi once años separados. Era curioso lo poco que pensaba en ella. Pasaban días en los que olvidaba por completo que había estado casado. Solo habían estado juntos unos quince meses. El Partido no permitía el divorcio, aunque fomentaba la separación en caso de que no hubiera hijos.

Katharine era alta, rubia, espigada y se movía con suma elegancia. Tenía un rostro osado y aquilino que casi parecía noble hasta que uno descubría que detrás de él no había nada. Al poco tiempo de empezar su vida de casados —aunque tal vez fuese que ahora la conocía más íntimamente que la mayoría de la gente— decidió que era, sin excepción, la inteligencia más vulgar, vacía y estulta que había visto jamás. Era incapaz de albergar una sola idea que no fuese un eslogan y no había imbecilidad que no pudiera tragarse si provenía del Partido. La «banda sonora humana» la llamaba en su imaginación. Sin embargo, habría podido vivir con ella de no ser precisamente por eso: por el sexo.

Cada vez que la tocaba se ponía tensa y rígida. Abrazarla era como abrazar una imagen articulada de madera. Y lo raro era que incluso cuando ella lo rodeaba con sus brazos parecía como si al mismo tiempo lo apartara de su lado con todas sus fuerzas. La rigidez de sus músculos lograba producir esa impresión. Se tumbaba con los ojos cerrados, sin resistirse ni cooperar, como si se sometiera a él. Era muy violento, y con el tiempo llegó a ser horrible. Pero habría podido resistirlo si hubiesen acordado no tener relaciones. Lo curioso es que fue Katharine quien insistió en tenerlas. Aseguró que tenían que engendrar un hijo si podían. Así que siguieron haciéndolo una vez a la semana, con bastante regularidad siempre que no era imposible. Incluso se lo recordaba por la mañana, como si fuese algo que tenían que hacer por la noche y que no debían olvidar. Tenía dos maneras de decirlo. Una era «hacer un bebé» y la otra era «nuestro deber con el Partido»: sí, había llegado a usar esa frase. Winston llegó a sentir verdadero horror cada vez que llegaba el día señalado. Por suerte no tuvieron hijos y al final ella aceptó dejar de intentarlo y poco después se separaron.

Winston suspiró de forma inaudible. Volvió a coger la pluma y escribió:

Se tumbó en la cama y de pronto, sin ningún preliminar, del modo más vulgar y horrible que quepa imaginar, se subió la falda. Yo...

Se vio a sí mismo iluminado por la mortecina luz de la lámpara, con el olor a bichos y perfume barato en la nariz, y en el fondo de su corazón notó una sensación de derrota y resentimiento que incluso en aquel momento se mezcló con el recuerdo del blanco cuerpo de Katharine, eternamente frígido por el poder hipnótico del Partido. ¿Por qué siempre tenía que ser así? ¿Por qué no podía tener su propia mujer en lugar de esos sórdidos encuentros cada pocos años? Pero tener una verdadera relación amorosa era casi inconcebible. Las mujeres del Partido eran todas iguales. La castidad estaba tan arraigada en ellas como la lealtad al Partido. Un minucioso condicionamiento temprano, los juegos y las duchas de agua fría, las bobadas que les inculcaban en el colegio, en los Espías y en la Liga Juvenil, las conferencias, los desfiles, las canciones, los eslóganes y la música militar habían extirpado de ellas ese sentimiento natural. La razón le decía que debía de haber excepciones, pero en el fondo de su corazón se resistía a creerlo. Todas eran inexpugnables, como quería el Partido. Y lo que él quería, incluso más que ser amado, era derribar ese muro de virtud, aunque fuese solo una vez en la vida. El acto sexual bien hecho era una forma de rebelión. El deseo era un crimental. Si hubiese logrado despertar a Katharine se habría considerado una especie de seducción, aunque se tratara de su mujer.

Pero tenía que terminar su historia. Escribió:

Acerqué la lámpara. Cuando la vi a la luz...

Después de la oscuridad, la débil luz de la lámpara de parafina le había parecido muy brillante. Por primera vez pudo ver bien a la mujer. Había dado un paso hacia ella y luego se había detenido, lleno de deseo y terror. Era muy consciente del riesgo que había asumido al ir allí. Lo más probable era que lo detuviera alguna patrulla al salir, incluso cabía la posibilidad de que estuvieran esperándole al otro lado de la puerta. ¡No valía la pena marcharse sin hacer lo que había ido a hacer...!

Tenía que escribirlo, tenía que confesarlo. Lo que había visto de pronto a la luz de la lámpara era que la mujer era vieja. El maquillaje formaba una capa tan gruesa en su cara que parecía que fuese a romperse como una máscara de cartón, pero el detalle verdaderamente horroroso fue que había entreabierto la boca revelando solo una negrura cavernosa. No tenía dientes.

Escribió a toda prisa con caligrafía apresurada:

Cuando la vi a plena luz reparé en que era bastante vieja, cincuenta años al menos. Pero seguí y lo hice de todos modos.

Volvió a apretarse los párpados con los dedos. Por fin lo había escrito, pero no había servido de nada. La terapia no había funcionado. La tentación de ponerse a gritar palabrotas seguía siendo tan grande como antes.

7

«Si queda alguna esperanza —escribió Winston—, está en los proles.»

Si quedaba alguna esperanza, debía estar en los proles, porque solo en esas masas despreciadas, que constituían el ochenta y cinco por ciento de la población de Oceanía, podía generarse la fuerza necesaria para destruir al Partido. Este no podía derrocarse desde dentro. Sus enemigos, si es que los había, no tenían forma de unirse o siquiera de reconocerse mutuamente. Incluso en caso de que existiera la legendaria Hermandad —lo cual no era del todo imposible— resultaba inconcebible que sus miembros pudieran reunirse en grupos de más de dos o tres. La rebelión se limitaba a un cruce de miradas, una inflexión de la voz o, como mucho, una palabra susurrada ocasionalmente. En cambio los proles, si pudieran ser conscientes de su fuerza, no tendrían necesidad de conspirar. Bastaría con que se encabritaran como un caballo que se sacude las moscas. Si quisieran, podrían volar el Partido en pedazos a la mañana siguiente. Tarde o temprano tenía que ocurrírseles. Y sin embargo...

Recordó una ocasión en que al pasar por una calle abarrotada había oído un enorme griterío de cientos de voces femeninas proveniente de un callejón que había un poco más adelante. Era un grito de rabia y desesperación, un profundo «¡Oh–o–o–o–oh!» que sonaba como la reverberación de una campana. El corazón estuvo a punto de salírsele del pecho. «¡Ha empezado! —pensó—. ¡Un motín! ¡Por fin se han rebelado los proles!» Cuando llegó a aquel lugar vio que no era más que una turba de doscientas o trescientas mujeres que se agolpaban en torno a los puestos de un mercadillo callejero con un gesto tan trágico como el de los pasajeros de un barco a punto de irse a pique. De pronto, la desesperación general se disgregó en innumerables disputas individuales. Al parecer, en uno de los puestos se vendían cacerolas de latón. Eran de ínfima calidad, pero encontrar cacharros de cocina cada vez era más difícil. Las existencias se habían agotado de pronto. Las mujeres que habían logrado comprar una intentaban marcharse con sus cacerolas mientras las otras las empujaban e insultaban y docenas de ellas vociferaban en torno al puesto y acusaban al dueño de favoritismo y de tener más cacerolas escondidas. Se oyeron nuevos gritos. Dos mujeres de apariencia abotargada, una de ellas con el pelo suelto, habían cogido la misma cacerola y estaban intentando quitársela a la otra de las manos. Por un momento forcejearon hasta que el asa se soltó. Winston las observó asqueado. ¡Y, sin embargo, aunque fuese solo por un instante, aquel grito de solo unos cientos de gargantas casi había sido aterrador! ¿Por qué nunca gritaban así por algo que tuviese verdadera importancia?

Escribió:

Hast

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