Diferente

Eloy Moreno

Fragmento

Polonia. Ahora

Llueve sobre una mujer que desea pasar desapercibida entre todas las vidas que se amontonan a la puerta de un colegio.

Con una mano sujeta un paraguas con el que intenta ocultar su cuerpo, con la otra sostiene un móvil en el que pretende esconder su rostro. No quiere llamar la atención.

Mira la hora, aún quedan cinco minutos, ha llegado demasiado pronto. Es su primer día en la ciudad —también en el país— y no conoce la zona.

Mañana lo hará mejor, piensa.

Mañana intentará llegar justo a la hora de la salida, para que nadie se fije en ella, para estar el menor tiempo posible expuesta a las miradas. No quiere correr el riesgo de que alguien se acerque a hablarle en un idioma que no conoce. No quiere que nadie se dé cuenta de que es la única madre que espera en la puerta del colegio sin tener ningún hijo al que recoger.

Según le indica el móvil, estará lloviendo durante varios días. Sabe que eso lo va a complicar todo, que la lluvia va a disipar las vidas demasiado rápido, que apenas va a tener tiempo para descubrir nada... La parte positiva es que esa misma lluvia la va a ayudar a mantener el anonimato y, quizás, a detectar uno de esos extraños comportamientos. Mira alrededor, nerviosa, imaginando que alguno de los presentes es un policía que, de pronto, se le va a acercar para preguntarle qué hace ahí, tan lejos de su casa; tan lejos de la realidad.

Suspira, con la esperanza de que esas sospechas solo estén en su mente.

Mientras las gotas continúan golpeando su paraguas revisa de nuevo la foto que tiene de la niña. Un rostro que ahora ocupa toda la pantalla; un rostro que ha memorizado, que podría dibujar incluso con los ojos cerrados.

Mira de nuevo la hora: apenas faltan dos minutos para que suene el timbre. Será justo en ese momento cuando la mujer aprovechará el pequeño caos de vidas para introducirse entre la multitud y acercarse, intentando que nadie lo note, a una niña que no conoce: unos cinco años, con el pelo tan rubio que parece blanco, delgada como un bambú y bastante alta para su edad. Y con los ojos negros, muy negros.

Sabe que esto último, el color de los ojos, no es una prueba suficiente; sabe que, en realidad, no es nada.

Si la verdad que está buscando existe, cualquier coincidencia física no tendrá demasiada importancia; podría sumar, claro, pero nunca sería concluyente. Por eso va a centrar sus esfuerzos en encontrar otro tipo de características, las menos visibles... las únicas que podrían darle sentido a su viaje.

Si es que algo de lo que está haciendo tiene sentido.

* * *

Suena el timbre del colegio.

La mujer guarda nerviosa el móvil. Mira alrededor, parece que de momento nadie se ha fijado en ella.

Cientos de pequeños cuerpos salen corriendo en busca de los familiares que han venido a buscarlos.

La mujer avanza entre ese pequeño caos de vidas intentando aparentar que ha venido a recoger a alguien. Busca con la mirada entre decenas de rostros uno en concreto. Durante unos segundos tiene la sensación de estar perdida en un mar de besos, gritos, risas, abrazos y, sobre todo, palabras que no entiende...

Se mueve indecisa, perdida, pues apenas puede ver nada a través de todos los paraguas que la rodean. Decide cerrar el suyo y ponerse la capucha del abrigo para así moverse con mayor disimulo y menor dificultad.

Se va abriendo paso hacia la puerta principal del colegio, pues de momento no la ha visto pasar. Mira detalladamente a los pequeños que aún quedan por salir y por fin la ve: la niña está justo detrás de la valla, agarrada con fuerza a los barrotes y asomando la cabeza entre ellos, como si estuviera buscando algo, o a alguien.

La mujer sonríe.

Al menos la niña existe, piensa.

Mira a ambos lados y, por un momento, está tentada de entrar corriendo, acercarse a la pequeña y ponerse de rodillas frente a ella para así poder observarla de cerca. Desearía estar a unos pocos centímetros de su cuerpo para detectar cualquier reacción en su rostro, para ver si al ponerse nerviosa le tiembla la mandíbula y, para descubrir lo que hay en el interior de sus ojos. Desearía también quitarle la capucha y dejar que la lluvia moje su pelo, una reacción extraña ahí sería una prueba mucho más contundente. Y, sobre todo, le gustaría observar la expresión con la que dibuja cada una de sus emociones.

Todo eso es lo que desearía, en cambio lo único que puede hacer es acercarse lentamente a la valla con la intención de poder verla más de cerca sin que nadie se dé cuenta de lo que está haciendo. Asume, además, que la posibilidad de que en un día de lluvia pase por allí un gato es remota. Y lo de la araña ni siquiera se lo ha planteado, al fin y al cabo la mayoría de la gente les tiene miedo, no probaría nada.

Cuando ya está a unos pocos metros de ella es otra mujer la que llega corriendo hasta la niña y, tras saludar rápidamente a la maestra, se la lleva en brazos.

Ambas, niña y madre, se alejan hacia el otro extremo de la calle, sin paraguas, únicamente protegidas por sus chubasqueros.

Allí, casi en la esquina, un coche las está esperando.

Del interior del mismo sale un hombre y coge a la pequeña en brazos. Le da un beso y abre la puerta posterior del vehículo. En ese instante la niña se pone a gritar.

Grita y llora, fuerte, muy fuerte. Y patalea, y continúa gritando como si de pronto se hubiera vuelto loca. Y le pega con los brazos a quien podría ser o no su padre, y le estira del pelo, y le continúa dando patadas.

Sus gritos se pueden escuchar incluso desde el lugar donde la mujer observa la escena con la esperanza de que la lluvia le moje el pelo a la pequeña.

El hombre desiste y es la madre quien coge de nuevo a una niña que tiembla. La abraza y le da mil besos en la mejilla, pero aun así no consigue calmarla: continúa gritando, llorando, pataleando...

Finalmente, a la fuerza, madre e hija se introducen en la parte trasera del vehículo.

El hombre, después de mirar a su alrededor para detectar si alguien ha observado lo ocurrido, también entra.

Arranca.

Y las tres vidas desaparecen entre la lluvia y el tráfico.

La mujer se queda en la acera sin saber qué hacer. Con la tensión del instante se le ha olvidado que lleva en la mano

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