Arquitectos del terror

Paul Preston

Fragmento

cap-prolo

Prólogo

A grandes rasgos, este libro trata de cómo las noticias falsas contribuyeron al estallido de una guerra civil. Retoma las cuestiones planteadas en un volumen anterior, El holocausto español, ampliando especialmente su capítulo segundo, «Teóricos del exterminio». Otro elemento de relevancia contemporánea es la centralidad del tema del antisemitismo. En un país con una ínfima presencia de judíos —seguramente menos de seis mil en 1936— y un número poco mayor de masones, resulta sorprendente que una de las justificaciones fundamentales de una guerra civil que se cobró la vida de medio millón de españoles fueran los supuestos planes de dominación mundial de lo que se dio en llamar «el contubernio judeomasónico-bolchevique», con la carga profundamente despectiva del término «contubernio», en su acepción de «alianza vituperable».

En realidad, la guerra se libró para anular las reformas educativas y sociales de la Segunda República democrática y para combatir su cuestionamiento del orden establecido. En ese sentido, se luchó a favor de los terratenientes, industriales, banqueros, clérigos y oficiales del Ejército, cuyos intereses estaban amenazados, y en contra de los liberales e izquierdistas que impulsaban las reformas y el cuestionamiento indicados. Sin embargo, durante los años de la República, de 1931 a 1936, a lo largo de la guerra y durante muchas décadas después, se siguió fomentando en España el mito de que el enemigo derrotado en la contienda era el contubernio judeomasónico y bolchevique.

El presente libro no es una historia del antisemitismo ni de la antimasonería en España, ni tampoco del contubernio. Sobre los tres temas existen obras excelentes de Gonzalo Álvarez Chillida[1] e Isabelle Rohr[2] —sobre el antisemitismo—, de Javier Domínguez Arribas[3] y de José Antonio Ferrer Benimeli[4] sobre el contubernio, que me han sido de inmensa ayuda. También estoy en deuda con la aportación fundamental de Bernd Rother sobre la reacción de la derecha española ante el Holocausto.[5] Sin embargo, este libro difiere de las obras mencionadas en que adopta la forma de estudios biográficos de los principales individuos antisemitas y antimasónicos que propagaron el mito del contubernio y de los personajes centrales que pusieron en práctica los horrores que dicho mito justificaba. A ellos se dedican seis capítulos, mientras que dos abordan cuestiones de contexto relativas a Franco y su círculo, y su convicción de la existencia de tal contubernio.

El primer capítulo, «Fake news y Guerra Civil», examina la relación entre Francisco Franco y el contubernio. Analiza los motivos personales, profesionales y políticos que explican su ferviente adopción y posterior aplicación de la idea. Se examinan las lecturas, las amistades y las colaboraciones que consolidaron su utilización del mito. Los personajes clave son su cuñado y mentor político, Ramón Serrano Suñer, el psiquiatra Antonio Vallejo-Nágera y el pediatra y profesor universitario Enrique Suñer Ordóñez.

El segundo capítulo, «El policía», trata de Mauricio Carlavilla, uno de los propagandistas más desagradables del contubernio. El material que recogió como agente encubierto a finales de los años veinte fue la base del primero de los muchos best sellers sobre este asunto. De uno de sus libros, llegaron a venderse cien mil ejemplares. Fue un corrupto y un elemento clave en el intento de asesinar al presidente del Gobierno republicano Manuel Azaña. Entre sus múltiples publicaciones se encuentran tomos escabrosos sobre la sodomía y el satanismo.

El tercer capítulo, «El sacerdote», analiza la extraordinaria vida del padre Juan Tusquets. Como clérigo eminente, sus numerosas publicaciones sobre el contubernio judeomasónico-bolchevique tuvieron una enorme influencia. Entre sus lectores famosos se encontraban los generales Franco y Mola. A pesar de su vocación eclesiástica, Tusquets delinquió para espiar a las logias masónicas. Fue un activo propagandista de la sublevación militar de 1936, en cuyos preparativos participó. Antes de la guerra, confeccionó interminables listas de masones. Durante la contienda, fue en la práctica el jefe de la sección judeomasónica del servicio de inteligencia militar (SIM) de Franco, que recogía material con el que engrosar las listas de Tusquets, parte fundamental de la infraestructura de la represión. Tras la guerra, en cambio, se esforzó afanosamente por negar estas actividades.

El protagonista del cuarto capítulo es «El poeta», José María Pemán, un rico terrateniente y popular poeta y dramaturgo. Monárquico ferviente, Pemán fue uno de los principales propagandistas de la dictadura del general Primo de Rivera entre 1923 y 1930. Consternado por el advenimiento de la República democrática en 1931, se convirtió en un importante agitador civil y patrocinador de la sublevación militar de 1936. Cuando esta se produjo, se erigió en orador público oficial de los militares sublevados. En cientos de artículos y discursos públicos, propagó ideas virulentamente antisemitas y justificó la sangrienta represión del enemigo republicano. Tras la derrota de Hitler, se transformó en la cara moderada del régimen franquista. Reescribió con diligencia su pasado radical y fue honrado por el rey Juan Carlos I.

El quinto capítulo, titulado «El mensajero», se centra en un aristócrata terrateniente, Gonzalo de Aguilera, conde de Alba de Yeltes. A diferencia de los demás protagonistas de este libro, ni defendió la existencia del contubernio judeomasónico ni estuvo involucrado en el terror de masas; sin embargo, desempeñó un papel importante en la justificación de las atrocidades de los militares sublevados. Su madre era inglesa, fue educado en Inglaterra y Alemania y sirvió como oficial de enlace con el Ejército alemán en el frente oriental durante la Primera Guerra Mundial. Poseía dotes lingüísticas considerables y, durante la Guerra Civil, trabajó de enlace con los corresponsales de prensa extranjeros. Los que estaban a su cargo estaban fascinados por su idea de que la represión no era más que una labor de reducción periódica y necesaria de la clase obrera. Había interiorizado tanto la brutalidad que había vivido en el Marruecos español que acabó asesinando a sus dos hijos e intentando matar a su mujer sin éxito. Gracias a la consulta de gran parte de su correspondencia personal, se ha podido construir un fascinante retrato psicológico.

El título del sexto capítulo, «El asesino del Norte», se refiere al general Emilio Mola, oficial en las guerras de África cuyas memorias sobre su experiencia de combate se recrean en el salvajismo. Tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera, ejerció como director general de Seguridad, cargo en el que intentó en vano frenar la marea republicana. En aquella época, era el oficial superior de Carlavilla y compartía su odio hacia los judíos, los masones y los izquierdistas, a los que colgaba por igual el sambenito de comunistas. Estaba absolutamente convencido de la autenticidad de un celebérrimo libelo fraudulento Los protocolos de los sabios de Sión, y devoraba los libros de Tusquets. Su convencimiento de la existencia del contubernio explica el entusiasmo con el que supervisó el asesinato de decenas de miles de civiles como jefe del Ejército

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