Uno de los agentes de policía —un irlandés, un italiano, un portorriqueño; uno de esos policías que tienen su momento estelar en el mejor episodio de una mala serie cuando, pensando en sus hijos, pierde la paciencia y se abalanza sobre el criminal que sonríe satisfecho en la sala de interrogatorios y pide un abogado— es rápidamente contenido por sus compañeros. Todos piensan en sus hijos. Veinte hijos desprolijamente repartidos entre siete agentes de policía de diverso rango y un médico forense. Todos vomitan hacia abajo sobre el hule gastado del piso, vomitan hacia arriba y sobre las estatuas de los grifos, vomitan a medida que van llegando al lugar de los hechos. Se vomita con entusiasmo y se anotan voces de vecinos en pequeñas libretas.
—Una noche oí algo parecido al llanto de un niño —dice uno de los vecinos.
—Más de una vez me quejé por el ruido de un motor eléctrico. Toda la noche. Pensé que estaba construyendo algo —dice otro.
—Hablaba solo. Al menos me parecía que hablaba solo —dice una mujer que habla sola todas las mañanas. Habla con las plantas, con los frascos de detergente, con las puertas del ascensor, con esa mujer que no reconoce en el espejo y que le da un poco de miedo.
—Una vez me dijo que tenía problemas con su refrigerador. Yo le creí. Era un joven agradable. Muy parecido a mi sobrino —dice una mujer que no tiene nada ni a nadie, una mujer que está sola en un mundo que huele a podrido porque tiene problemas con el líquido refrigerante de su
—Siempre me pareció que el tipo escondía algo —dice la modelo que siempre soñó con ser actriz.
—Hace semanas que sentimos ese olor asqueroso, pero pensamos que se trataba de un animal muerto o algo por el estilo —dice el pintor del departamento de al lado que una vez intentó acostarse con la modelo mientras le enumeraba las ventajas de hacerle un desnudo. Gratis. No lo consiguió.
Según los cálculos del forense y la evidencia diseminada por el departamento, Sebastián Coriolis ha matado a unos seis adolescentes de ambos sexos, de entre doce y dieciséis años. Fueron diecisiete, corrige Sebastián Coriolis solícito. La voz de Sebastián Coriolis es suave y persuasiva, el arquetípico susurro de un insomne monstruo FM frente al micrófono entre las dos y las cuatro de la madrugada. Sebastián Coriolis afirma haber utilizado la bañera como lugar para desarmar a sus víctimas. Algunas partes fueron descartadas gracias al váter o gracias a los servicios de un tonel lleno de ácido, ese de ahí.
El médico forense no habla con los agentes de policía. El médico forense habla con su grabadora de bolsillo.
—… evidencias que obligan a pensar en la posibilidad cierta de canibalismo —dice y graba mientras desvía la mirada del frasco de mostaza.
Afuera amanece y más de una primera plana cambia de título en el último momento.
Y un aviso publicado en las páginas centrales de un periódico un par de días después: «Los drogaron y arrastraron por la habitación… Ataron sus brazos y piernas… Nadie oyó sus gritos, nadie se hizo eco de su llanto… Entonces fueron masacrados y decapitados… Sus partes fueron refrigeradas para ser ingeridas más tarde… El horror no ha terminado: si deja un mal gusto en su boca, conviértase en vegetariano». Y al pie de una foto con un cuchillo ensangrentado: «Asociación para el Tratamiento Ético de Animales Comestibles». «El crimen sigue siendo crimen más allá de las especies —declara la directora de la asociación—. Tal vez así la gente comience a preguntarse y convencerse de que lo que le ocurrió a esa gente no es muy diferente de lo que les ocurre a los animales todos los días.»
«¿Por qué lo hice?» «¿Por qué no hacerlo?»
Ésas eran tus dos preguntas favoritas ya en los días de nuestra infancia y, como toda respuesta, ejercías la acción inmediata, el gesto se adelantaba a la razón, y así corríamos calle
abajo dispuestos a lo que fuera.
Ahora es el momento en que tomarán la palabra los especialistas que nada saben, que nada entienden. Asesinos en serie, dirán. Y esas cosas: problemas familiares, temprana crueldad hacia los animales domésticos, conflictos sexuales, predilección por el VW modelo Beetle a la hora de los automóviles. Escuchémoslos durante un par de minutos antes de cambiar de canal.
Un imposible exitoso show de televisión llamado tas para Sebastián Coriolis:
—¿Te vistió tu madre con ropa de mujer hasta los doce años?
—¿Te pegaba tu padre?
—¿Le pegabas a tu padre?
—¿Tu padre le pegaba a tu madre después de que tu madre le pegara a tu padre después de que tu padre y tu
madre te pegaran?
—¿Querías ser alguien?
—¿Querías que filmaran tu vida y que el celuloide de tu
vida se llevara un puñado de premios de la Academia?
—¿Por qué lo hiciste?
—¿Por qué no hacerlo?
Ahora, escúchenme a mí.
No es fácil saberse conocedor de la verdad de la historia. Sebastián Coriolis, fría miel de ectoplasma con que se viste un espectro, si estás ahí, hónranos con la infinita gentileza de dar tres golpes sobre una bien sintonizada mesa de cedro.
II
Él es un fantasma ahora. Él es apenas el humilde fantasma de un nombre, y las cosas están bien así. El eficaz ejercicio del olvido —paradoja interesante— permite la práctica profesional del deporte de la memoria. Flexiones con el pasado, vueltas de carnero en blanco y negro; porque la habilidad de recordar en colores —a diferencia de cuando Sebastián Coriolis soñaba esas cosas tan raras, cuando se soñaba como un respetado asesino en serie— le está ahora terminantemente
Los fantasmas no sueñan, los fantasmas son sueños. Volver a cero entonces, empezar con pupilas limpias. Recuerdo y olvido y vuelvo a recordar que las sotanas eran blancas y estaban construidas con un tosco material que emulaba la textura de ciertas plantas.
Recuerdo que los padres de Sebastián Coriolis habían llegado a una ciudad llamada Canciones Tristes huyendo de otra ciudad con nombre de prócer sobrevalorado. Nadie les preguntó demasiado sobre su pasado porque quién quiere arriesgarse a la inapelable contundencia de una respuesta acertada. En cualquier caso, los padres de Sebastián Coriolis estaban demasiado ocupados cuestionándose —preguntándose y respondiéndose al mismo tiempo— el porqué de sus vidas. Tal vez por eso Sebastián Coriolis fue inscrito como pupilo en un colegio de curas.
La piscina olímpica del colegio de curas, entonces. Sebastián Coriolis flota boca abajo, los brazos abiertos: su perfecta y eficaz imitación de ahogado en temporada baja. Llueve y Sebastián Coriolis flota bajo la lluvia. Siempre le gustó flotar bajo la lluvia. Zumo de nube tecleándole la espalda, confundiendo la leve percepción del mundo: agua arriba, agua abajo y la consoladora sensación de ser —después de todo, después de tanto tiempo— el centro mismo del universo.
Es entonces cuando aparece Jesucristo.
Hay un cambio casi imperceptible en la forma del aire, un resplandor de fuegos artificiales que rebota contra el fondo celeste de la piscina, un perfume de aeropuerto. Sebastián Coriolis intuye todo esto y se da vuelta con la precaución de una ballena tímida. Ahora flota panza arriba —«¿De dónde salió esa panza? El año pasado no existía»— y ahí está el tipo, parado en los bordes de la pileta, silbando con las manos en los bolsillos.
—Hey… Mi nombre es Jesucristo. Pero puedes llamarme
C. —dice el tipo.
C. está vestido con una de esas ridículas y esquiadoras
chaquetas de duvet, lleva el pelo largo atado en una trenza
que le cae como un látigo hasta la mitad de la espalda, anteojos oscuros modelo Wayfarer esconden el viaje de ida y de
vuelta que, seguro, tiene que bailar en sus pupilas. J.
como un idiota sentado sobre una maleta grande que parece
más antigua que todos los siglos juntos. Blasfemia: Sebastián
Coriolis no puede evitar fijar su mirada en el santo sarro de
los santos dientes del Nazareno.
—Yo Soy El Que Soy y todo eso. Con mayúsculas.
—Yo también soy el que soy —contesta Sebastián Co—Lo que quiero decir es que soy el Mesías —insiste J.
—Claro,claro—dice SebastiánCoriolissaliendodelagua
Encantado. Puede sonar un poco… impertinente. Pero quisiera alguna prueba de… bueno…
C. vuelve a sonreír, mira a sus lados.
—De acuerdo —dice.
C. parado sobre las palmas de sus manos, cabeza y sonrisa abajo, los pies en el aire. Sonriendo sin dejar de mostrar los
dientes. Sarro. Sebastián Coriolis piensa en las bondades del
flúor. Sebastián Coriolis tiene los dientes limpios pero nunca
pudo hacer la vertical. De ahí su coartada para escaparle a las
clases de educación física: columna vertebral desviada o algo
por el estilo. J. C. lleva varios minutos haciendo la vertical y,
bueno, Sebastián Coriolis está bastante impresionado pero,
aun así, esto no es nada que cualquier profesor hiperkinético
y neonazi de educación física no pueda hacer.
—¡Ops! —exclama J.C., y con una delicada pirueta vuelve a estar sobre sus pies calzados en pesadas botas de esas que los mortales utilizan para domesticar el Everest, ocho mil ochocientos metros de altura.
—¿Qué tal? —pregunta J.C. mientras le da palmadas a su maleta como si fuera un perro.
—Psssé… —Sebastián Coriolis mira para otro lado.
En realidad empieza a sentir un poco de vergüenza ajena. Sebastián Coriolis siente vergüenza ajena casi todo el tiempo. No puede evitarlo, no le causa la menor gracia. La gente rara le da vergüenza ajena y el mundo está lleno de gente rara: fanáticos de Pete Best, de Zeppo Marx, de esas cosas.
—Si tuviera tiempo me sacaría los guantes para mostrarte mis cicatrices —ofrece J.C.—. «Oración a la Santa Llaga de la Mano Izquierda de Nuestro Señor Jesucristo.» ¿Alguna vez la oíste? Es una de mis favoritas. Si tuviera tiempo…
—Yo tengo tiempo —se entusiasma Sebastián Coriolis. —Pero yo no.
A Sebastián Coriolis le sorprende, le asusta, descubrir que
C. se expresa en el mismo idioma que sus padres: «si tuviera tiempo…» y todo eso.
—¿Cómo es allá arriba? —pregunta Sebastián Cor
pregunta coincide con la llegada de un relámpago sin
C. mira hacia lo alto, más alto todavía, y mastica algunas palabras en voz baja.
—¿Arriba? ¿Dónde?
—El Paraíso… el Cielo… el Más Allá…
—Ah… eso… Es frío.
—Pero ¿cómo es?
—Divertido, supongo que tiene lo suyo para los demás. Yo
no puedo disfrutarlo mucho. Soy casi el dueño. Y los anfitriones siempre son los que peor la pasan en su propia fiesta.
C. subraya las palabras casi y dueño —el atendible milagro de poder hablar en itálicas— y le guiña un ojo cómplice
a Sebastián Coriolis.
—Es algo así —continúa— como un shopping center
Muchas luces y muchas escaleras y todo parece inabarcable y
ajeno, incluso para los que mejor se portaron acá abajo.
C. vuelve a mirar a los costados, mira hacia arriba, silba —Bueno, me tengo que ir… ¿Hay algo en que pueda ayudarte? —ofrece.
Sebastián Coriolis piensa en el siempre inminente divorcio
de sus padres, en la horizontalidad de su abuelo conectado una máquina que no para de emitir ruidos de video game las múltiples e inalcanzables curvas de las formidables hermanas Lallogia. Sebastián Coriolis cierra los ojos y los abre. Al
día siguiente Sebastián Coriolis tiene un examen trimestral de
matemáticas y no ha estudiado. Y aunque hubiese estudiado
no serviría de nada. Sebastián Coriolis no puede entender las
llamadas «ciencias exactas». Sebastián Coriolis es un buen
alumno en lo que se refiere a las materias ambiguamente conocidas como «humanidades». Sebastián Coriolis suma, resta
y multiplica con cierto esfuerzo; pero no puede dividir. Sebastián Coriolis nunca pudo ni va a poder entender el universo de las matemáticas. En su descargo diré que conoce
bastante al detalle las biografías de los grandes físicos, químicos y matemáticos de la humanidad pero hasta ahí llega: los
respeta pero no los comprende; nada tiene sentido porque
puede ser comprobado por Sebastián Coriolis. Ni siquiera algo tan fácil de comprobar como las divisiones, como
el acto de dividir. No lo entiende. No puede digerir los enunciados de esos problemas que les dicta el padre Valentini donde se habla no de la multiplicación sino de la división de los
panes y los peces. Me recuerdo en Canciones Tristes, tanto
tiempo atrás, cortando servilletas en dos, repartiendo manzanas ante la mirada blanca de Sebastián Coriolis, intentando
explicarle con objetos lo que no podía asimilar con números.
Sin resultado. Ni positivo ni negativo. Sebastián Coriolis sólo
aprenderá todo esto muchos años después cortando cuerpos
en fracciones simples y compuestas.
C. lo mira fijo y suspira fastidiado mientras simula ver la
hora exacta en un reloj que no existe.
—Sí —dice Sebastián Coriolis—, quiero ser el mejor alumno en matemáticas, física y química.
Sebastián Coriolis intuye entonces que la imposibilidad de ciertos problemas científicos encuentra justa resolución en las playas vírgenes de las dimensiones alternativas. Sebastián Coriolis se imagina, una perfecta mañana azul, desembarcando en la arena de esas playas, un adelantado.
—Hecho —dice J.C.
Y se va caminando con su maleta bajo la lluvia. Hundiendo sus botas hasta el fondo de los charcos y no caminando sobre ellos, observa Sebastián con cierta preocupación.
¿Hace falta aclarar que al día siguiente Sebastián Coriolis aplazado sin piedad alguna por el padre Valentini, titular del departamento de ciencias exactas del colegio San Ignacio de
Sebastián Coriolis contempla la hoja mimeografiada del examen con la misma angustia que otros contemplan la verdad salada en los rollos del Mar Muerto. Las preguntas, ni siquiera consigue comprender las preguntas. Sebastián Coriolis, que pasó toda la noche repasando los hitos más interesantes de su rudimentaria educación religiosa y prometiendo a quien corresponda no pensar por un tiempo prudencial en las carnes firmes de las formidables hermanas Lallogia, entrega la hoja de su examen en blanco y de inmediato intenta y consigue volver a convertirse en el ateo profesional convenientemente blasfemo que nunca debió dejar de ser.
Afuera llueve, sigue lloviendo. El padre Valentini se contonea matemáticamente con sonrisa de rapiña entre los desfiladeros de pupitres. Su mirada se detiene unos segundos en la hoja en blanco de Sebastián Coriolis. Sonríe. El padre Valentini odia a Sebastián Coriolis con todo su credo. No es posible la existencia de un alumno tan impermeable al reino de los polinomios. El religioso considera todo esto como una afrenta personal, una forma exquisita de burla diabólica. Algo que merece ser arrojado fuera de los límites del colegio San Ignacio de Loyola sin mayor dilación. Hecho que está a punto de ocurrir: si Sebastián Coriolis no aprueba este examen —su última oportunidad para continuar en carrera— los reglamentos internos determinarán su limpia y veloz expulsión de tan afamado establecimiento educativo-religioso. Ese día, piensa el padre Valentini, tañirán las campanas para saludar la partida de semejante engendro académico.
Mientras tanto y hasta ese momento —cuentan—, el padre Valentini no deja pasar noche sin trepar al campanario de la vieja iglesia para espiar los giros y maniobras de las jóvenes parejas arrancándose la virginidad a mordiscos en la plaza frente al templo. Valentini ha descubierto, claro, a varios de sus alumnos insertándose con pericia animal entre las piernas de perfectas señoritas de la alta sociedad local que bien pueden ser, para citar un mínimo ejemplo, las formidables hermanas Lallogia. Cada noche el padre Valentini trepa y se desplaza por cornisas con habilidad de eslabón perdido. El padre Valentini aprendió ciertos malabarismos durante su estancia en una misión africana, dicen. Y cómo olvidar las caricias profanas de los simios y el sexo encendido con nativos que orientaban sus orificios, siempre, en dirección a las ruinas de la ciudad sagrada de Qumrán. Ah, por momentos el padre Valentini se piensa de regreso en África, en Kinshasa, en el Paraíso en la Tierra. El padre Valentini vuelve a sentirse una serpiente en el Paraíso. Feliz y con culpa de ser tan feliz. Pero la música de los mosquitos en su memoria no alcanza a sofocar la sinfonía de huesos en tensión y el almibarado oratorio de jadeos y gemidos que asciende desde los matorrales de la plaza. Pecadores mortales. Por suerte, un preestreno del Castigo Divino se hace meteorología con la llegada de los monzones. Entonces las benditas aguas arrastran los profilácticos usados hacia los labios de las alcantarillas y desde ahí —piensa el padre Valentini— viajan y se precipitan, rebosantes de pútrida semilla, directo y sin escalas, hasta el mismísimo infierno.
En el aula, a media mañana, ya lo dije, yo estuve allí, Sebastián firma la hoja en blanco de su examen, la entrega, y sale.
Llueve, por supuesto.
Imposible distinguir dónde empieza una y termina otra, cuál es cuál de las tres formidables hermanas Lallogia. ¿Cuál es Tina? ¿Cuál es Tona? ¿Cuál es Tuna? A nadie parece importarle a esta altura de los acontecimientos. A nadie salvo a mí, que por deformación profesional —y por ser el encargado de volver mínimamente comprensible esta historia— me veo obligado a mirar todo de cerca, lo más cerca posible, más cerca
Si ustedes tuvieran la oportunidad de verlas como yo las veo ahora… Si tuvieran libre acceso a esta ventana estratégicamente ubicada sobre el parque de mis recuerdos. Pienso en ellas con todas las luces apagadas en esta habitación. Así soy una sombra en las sombras moviendo, apenas, este maravilloso bolígrafo con un pequeño foco incorporado que me regaló mi mujer: el haz de letras brota de un haz de luz amarillo pálido, la misma luz que rompe el negro de una carretera desierta. Si las vieran como yo las veo y no como las escribo, entonces quizá lo comprenderían todo.
Las formidables hermanas Lallogia no se mueven bajo la lluvia. Las formidables hermanas Lallogia bailan con la lluvia, como si la lluvia les perteneciera. Impermeables, la lluvia es para ellas lo mismo que el viento florido que agita la cortina de una ducha para el resto de los mortales. La lluvia no las moja, la lluvia las protege de la lluvia. No haría falta agregar que están desnudas y que sin darse cuenta reviven las endiabladas intenciones de algún grabado de Goya. Mientras tanto, oculto en la frondosa copa de aquel árbol, se esconde el joven Sebastián Coriolis, flamante expulsado de respetable institución académico-religiosa. Y más allá, parado sobre una de sus piernas, los brazos en cruz, manteniendo un admirable equilibrio sobre la cabeza de una cariátide, sonríe aquel a quien he presentado como J. C., alias Jesucristo, alias Rey de Reyes, alias Aquel Que Está Sentado a la Derecha de Dios
Sebastián Coriolis, J.C. y su misteriosa maleta son testigos de la formidable desnudez de las formidables hermanas La
«¡Dios mío! —piensa Sebastián Coriolis—. ¡Están des
C. piensa que, sí, están desnudas pero evita la parte del «¡Dios mío!» por considerarla redundante.
Un mensaje de nuestro santo patrono y generoso patrocinador: Magic Pen, el recurso ideal para todo escritor que se mueve a oscuras. Magic Pen, la milagrosa lapicera con luz incorporada. Magic Pen, el refugio del escriba insomne. Magic Pen, la espada flamígera para todo aquel que trabaja mientras la ciudad duerme. Magic Pen ilumina la oscuridad de la inocurrencia y alumbra la inspiración.
—¿Qué estás haciendo? —me pregunta mi mujer desde su lado de la cama. Mi mujer tiene los ojos hinchados porque esta noche ha llorado mucho. Mi mujer está leyendo la autobiografía de Lauren Bacall y, después de muchas postergaciones, ha decidido adentrarse en las páginas dedicadas a la muerte de Bogart.
—Estoy escribiendo —le digo con mi mejor sonrisa. —Espero que no hayas vuelto al asunto ese de Sebastián Coriolis. Sólo hiciste lo que tenías que hacer. Cualquiera en tu lugar habría hecho lo mismo… ¿Otra vez la misma his—No —miento—, estoy haciendo un crucigrama. «Apoderamiento del espíritu del hombre por otro espíritu que obra como unido a él.» Siete letras.
—«Poseído» —suspira mi mujer antes de volver a sueños mejores que los míos. En el delicado temblor de sus párpados puedo leer que sueña con la película To Have and Have
, con Bogart y Bacall, y la célebre escena del fósforo: «Silba y acudiré».
Apago mi Magic Pen como quien apaga un fósforo. Como me gustaría apagar de una vez por todas la historia de Sebastián Coriolis y todas las historias que se encendieron en su nombre con furia de incendio forestal. Me gustaría verlas convertirse en un hilo de humo, en un olor que se escapa y desaparece con sólo abrir una ventana, antes de que el fuego se extienda y gane las sábanas de esta cama.
Pero nada es tan fácil.
Ciertos exorcismos requieren de la participación activa del poseído, y sólo recordando los sótanos de lo pasado podré acceder al confortable penthouse de la amnesia. De ahí que —creo haberlo explicado— yo haya olvidado todo para recordarlo para siempre.
Pero antes de seguir, encuentro conveniente preguntarme y contestarles quién soy, porque, ah, yo soy demasiadas per
Soy un esposo fiel.
Soy un lector atento.
Soy quien ocupó el pupitre a la izquierda de Sebastián Coriolis en un aula del San Ignacio de Loyola tanto tiempo atrás.
Soy quien ahora redacta este Informe Coriolis y fui, durante algunos años de mi vida, un miembro secreto de la Sagrada Orden de los Bollandistas.
Seré breve y no entraré en detalles. Me limitaré a consignar aquí que los bollandistas son un selecto grupo de jesuitas. Una orden religiosa que, de tan pequeña, más que una orden parece una sugerencia. La tarea de los bollandistas es la de recopilar toda la información disponible sobre la vida de los santos en su colosal Sancta Sanctorum. Un magno archivo en el que vienen trabajando por encima de guerras y pestes desde que el abad John van Bolland completó la primera edición, en algún lugar de 1643, en un pasillo de ese sólido e inasible palacio de la memoria conocido como la Biblioteca Terminus. Desde entonces, nuestro trabajo ha alcanzado los sesenta y nueve volúmenes de los que anualmente se extrae un resumen para legos conocido como Analecta Bollandiana
Pero, se preguntarán, qué hace un jesuita renegado en la misma cama de una mujer que lee y llora la odisea glamourosa de una actriz de Hollywood. Nada es del todo perfecto: existencia de un orden ideal es un deseo largamente postergado por imposible y la Coca-Cola en botella de plástico —misterio de misterios— pierde el gas más rápido que la Coca-Cola en botella de vidrio.
Alcance por el momento con decir que fui un Cazador de Santos que ahora se pregunta qué ocurriría si nada de esto hubiera sucedido, si toda esta historia estuviera apenas cosida c