Juegos sagrados

Vikram Chandra

Fragmento

–Sí.
–¿Qué le parece eso?
–Me asusta.
–¿No está entusiasmado por haber sido escogido para trabajar en un caso grande?

Sartaj echó atrás la cabeza y se rió.
–El entusiasmo es una cosa. Pero los casos grandes pueden engullir a inspectores pequeños.

Ahora fue ella la que sonrió de oreja a oreja.
–Pero ¿trabajará en él?
–Hago lo que me dicen.
–Sí. Siento no poder decirle mucho más. Pero digamos que incumbe a la seguridad nacional, un gran peligro para la seguridad nacional.

De nuevo, ella esperaba que él dijera algo.
–¿Entiende lo que digo?

Sartaj se encogió de hombros.
–Ese tipo de cosas siempre me parecen filmi. Por lo general lo más excitante que hago es arrestar a taporis locales por extorsión. Un asesinato aquí y allí.

–Esto es real.
–Vale.
–Y muy grande.
–Entiendo.

Sartaj no entendía en absoluto, pero si era el tipo adecuado de caso grande, tal vez no fuera malo estar relacionado con él. Tal vez habría reconocimientos y menciones de honor por haber hecho cosas pequeñas para un caso grande.

–Necesitamos saber más sobre lo que Jojo y Gaitonde estaban haciendo juntos. Cuál era el negocio que tenían juntos.

–Sí.
–A Jojo la encontró muy rápido. Shabash. Pero necesitamos saber más. Presione la investigación por el lado de Gaitonde. Siga a sus socios, sus empleados, a cualquiera que encuentre. Mire a ver qué dicen.

–Eso haré.
–Haré que alguien de la comisaría de Colaba compruebe el número de teléfono de la hermana, y, cuando la hayamos localizado, vaya y hable con ella, mire qué puede sonsacarle sobre Jojo.

–¿Tendré que hablar con la hermana?
–Sí.

Era imposible investigar sin modificar lo que estabas investigando, sin que los sujetos se volviesen precavidos. Y Anjali Mathur, por razones que no iba a revelar, estaba deseando que sus sospechosos creyesen que esta era una investigación local. Sartaj pensó que tenía un buen rostro de investigadora, curiosa pero neutral, sin revelar nada.

–Muy bien, señora –contestó–. ¿Puedo decirle dónde murió su hermana?

–Sí. Averigüe si sabe algo de los tratos de su hermana con Gaitonde. Y como antes, infórmeme directamente a mí. Solo a mí. A ese número de teléfono.

Y eso fue todo, por lo que se refirió a las instrucciones y aclaraciones de Anjali Mathur. Sartaj cogió la botella y un vaso de la mesa, y lo llevó al pasillo para Katekar, a quien para entonces el sudor empapaba hombros y espalda. Estaba mucho menos fastidiado que Sartaj por el calor del verano, le daba igual caminar unos tres kilómetros en una tarde de mayo, pero sudaba mucho más. Sartaj atribuía esta resistencia al calor a toda una vida de preparación: Katekar había crecido sin ni siquiera un ventilador, y de esa forma sobrevivía alegremente las olas de calor. Todo era cuestión de a qué estabas acostumbrado. Katekar bebió un vaso de agua.

–¿Hemos terminado? –preguntó con una pequeña inclinación de cabeza sobre el hombro izquierdo, que incluía al apartamento, a Jojo y a Anjali Mathur.

–Todavía no –respondió Sartaj.

Katekar no dijo nada.
–Bébetelo todo –dijo Sartaj, sonriendo burlón–. Tenemos mucho que hacer. La seguridad nacional depende de nosotros.

En comisaría había alguien más que quería hablar sobre seguridad nacional con Sartaj. Su nombre era Wasim Zafar Ali Ahmad, y estaba impreso en hindi, urdu e inglés en la tarjeta que le dio a Sartaj. Bajo el nombre había un título, «Trabajador Social», y dos números de teléfono.

–Me sorprendió oír, inspector saab –comenzó–, que había estado dos veces en Navnagar y no había contactado conmigo. Pensé que quizá era difícil encontrarme. Por lo general no estoy en casa. Me muevo mucho, por trabajo.

Sartaj giró la tarjeta con las yemas de los dedos y la dejó en la mesa. –Fui a la bura bengalí.

Estaban sentados en el escritorio de Sartaj, uno frente al otro. –Que está justo en Navnagar. Trabajo mucho allí.

Tenía unos treinta años, este Ahmad de nombre largo, un poco rellenito y un poco alto y muy seguro de sí mismo. Había estado esperando a Sartaj en la parte delantera de la comisaría y le había seguido al entrar, con la tarjeta preparada. Llevaba una camisa blanca con pequeños bordados blancos en los puños, impecables pantalones blancos y una expresión resuelta.

–¿Conoces al chico que mataron? –preguntó Sartaj.
–Sí, le había visto algunas veces.

Sartaj también había visto a Ahmad, estaba seguro. Le resultaba familiar, y sin duda iba y venía por comisaría, los trabajadores sociales lo hacían a menudo.

–¿Vives en Navnagar?
–Sí. En la parte de la carretera. Mi familia fue una de las primeras allí. En aquellos tiempos, la mayoría de la gente venía de Uttar Pradesh, de Tamil Nadu. Los de Bangladesh… ellos vinieron más tarde. Demasiados, pero ¿qué se puede hacer? Así que trabajo con ellos.

–¿Y conocías a los apradhis? ¿Y a ese tipo de Bihar que era su jefe? –Solo de vista, inspector saab. No lo bastante como para saludarle. Pero conozco a gente que los conoce. Y ahora este asesinato que han cometido. Es muy malo. Vienen de fuera y hacen cosas malas en nuestro país. Y arruinan el nombre de gente buena que es de aquí.

Se refería a los indios musulmanes, que sufrían una difamación y un odio ampliamente extendidos y difundidos por los fundamentalistas hindúes. Sartaj se recostó, se frotó la barba. Wasim Zafar Ali Ahmad era sin duda interesante. Como la mayoría de los supuestos trabajadores sociales, quería prosperar, convertirse en un gran hombre en la zona, un hombre con contactos que atrajesen a la clientela, un hombre que pudiese llamar la atención de los partidos políticos como organizador local y voluntario y finalmente candidato potencial. Los trabajadores sociales se habían convertido en diputados o incluso congresistas, costaba mucho tiempo pero se había hecho muchas veces. Ahmad tenía el don del político para decir tópicos sin sonar ridículo. Parecía lo bastante inteligente, y quizá tenía el empuje y la crueldad.

–Así que –contestó Sartaj–, por el bien del país y de los buenos ciudadanos, ¿quieres ayudarme en este caso?

–Claro, inspector saab, claro.

La alegría de Ahmad al ser comprendido surgía de su estómago, de todo su cuerpo. Puso los codos encima de la mesa y se inclinó hacia delante, hacia Sartaj.

–Conozco a todo el mundo en Navnagar, e incluso en la bura bengalí tengo muchos contactos, trabajo con esa gente, les conozco. Así que puedo preguntar tranquilamente, ya sabe. Intentar averiguar qué dice la gente, qué sabe la gente.

–¿Y qué sabes tú ahora? ¿Sabes algo?

Ahmad se rió con satisfacción.
–Arre, no, no, inspector saab. Pero estoy seguro de que puedo descubrir algo aquí y allí, alguna cosita.

Y se recostó, regordete y satisfecho.

Sartaj cedió. Ahmad no era lo bastante estúpido como para derrochar buenas propinas por nada, o a sus fuentes.

–Bien –replicó Sartaj–. Te estaré agradecido si puedes ofrecer alguna ayuda. ¿Y hay algo que yo pueda hacer por ti?

Entonces se entendieron el uno al otro.
–Sí, saab, la verdad es que lo hay.

Ahmad dejó de lado su encanto y planteó sus condiciones con tranquilidad, sin rodeos.

–En Navnagar hay dos hermanos, chicos jóvenes, uno de diecinueve, el otro de veinte años. Todos los días molestan a las chicas cuando van a trabajar, les dicen esto y lo otro. Les pedí que parasen, pero entonces me amenazaron. Han dicho claramente que me romperán los brazos y las piernas. Podría actuar contr

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