La parte recordada

Fragmento

cap

La memoria cree antes de que el conocimiento recuerde.

WILLIAM FAULKNER,

Light in August

A los trastornos de la memoria van ligadas las intermitencias del corazón. […] Un hombre que duerme está rodeado por el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos. Los consulta al despertarse por instinto, y lee en ellos en un segundo el punto de la tierra que ocupa y el tiempo transcurrido hasta su despertar, pero sus filas pueden mezclarse, romperse. […] Hay errores ópticos en el tiempo como los hay en el espacio. […] Así como hay una geometría del espacio, hay una psicología del tiempo en la que los cálculos de una psicología plana ya no serían exactos, porque en ellos no se tendría en cuenta el tiempo y una de las formas que adopta, el olvido. […] El amor es el espacio y el tiempo hechos sensibles al corazón.

MARCEL PROUST,

À la recherche du temps perdu

Creo que es cuestión de amor: cuanto más se ama un recuerdo, más vivo y singular es. […] Diría que la imaginación es una forma de la memoria. La imagen depende del poder de asociación, y la asociación está dada e impulsada por la memoria. Cuando hablamos de un recuerdo personal, vívido, no estamos haciendo cumplidos a nuestra capacidad de retención, sino a la perspicacia misteriosa de Mnemosyne, por haber recogido tal o cual elemento que la imaginación creadora puede querer emplear cuando lo combine con recuerdos e invenciones posteriores. En ese sentido, tanto la memoria como la imaginación son negaciones del tiempo.

VLADIMIR NABOKOV,

Strong Opinions

Si alguna de las cualidades de nuestra naturaleza puede considerarse más maravillosa que las demás, yo creo que es la memoria. Parece haber algo más incomprensible en el poder, en los fracasos, en las irregularidades de la memoria, que en cualquier otro aspecto de nuestra inteligencia. La memoria es a veces tan fiel, tan servicial, tan obediente y, otras, tan veleidosa, tan austera; y otras más aún, tan tiránica e ingobernable. Somos un milagro en todos los aspectos, pero nuestra facultad de recordar y de olvidar me parece algo particularmente insondable.

JANE AUSTEN,

Mansfield Park

Tengo miedo… Tengo miedo… Mi mente se va… Puedo sentirlo… Puedo sentirlo… Mi mente se va… Puedo sentirlo… No hay duda al respecto… Puedo sentirlo… Puedo sentirlo… Puedo sentirlo… Tengo mie…do… Buenas tardes, caballeros. Soy una computadora HAL 9000. Operativa en la fábrica H.A.L. de Urbana, Illinois, el 12 de enero de 1992. Mi instructor fue Mr. Langley y me enseñó a cantar una canción. Si quieren oírla, puedo cantarla para ustedes.

HAL 9000,

2001: A Space Odyssey

Recuerda cuando eras joven, brillaste como el sol

No hay dolor, vas retrocediendo.

PINK FLOYD,

«Shine On You Crazy Diamond / Part IV» y «Comfortably Numb»

port1

I

LOS LIBROS, LAS VOCES, LOS FANTASMAS, LAS PISCINAS, Y EL TIPO DE COSAS QUE SÓLO SE CUENTA A SÍ MISMO CUANDO SUEÑA QUE ESTÁ DESPIERTO Y DESIERTO Y DESNUDO Y VOLANDO Y CAYENDO

cap-1

Miramos al mundo una vez, en la infancia.

El resto es memoria.

LOUISE GLÜCK,

«Nostos»

Todo el tiempo es todo el tiempo. No se altera. No se presta a sí mismo a advertencias o a explicaciones. Simplemente es.

KURT VONNEGUT,

Slaughterhouse-Five

Me gusta recordar las cosas a mi manera. El modo en que yo las recuerdo, no necesariamente la manera en que sucedieron.

DAVID LYNCH,

Lost Highway

No tenía recuerdos coherentes de éxtasis o de dolor, pero una experiencia aguda de cualquiera de ellos constituía una revelación brusca de la totalidad de su memoria. El presente parecía una pequeña mesa iluminada en torno de la cual cuatro personas jugaban a los naipes, pero más allá, en la oscuridad cavernosa entre bastidores, en medio de las bolsas de arena, asomaba la escenografía del jardín del ayer y del bosque del mañana. El presente reclamaba su protagonismo, pero la verdad parecía yacer en algún lugar entre la mesa de naipes iluminada y la soledad de la caverna.

JOHN CHEEVER,

Journals

El arte consiste en la persistencia de la memoria. Los escritores lo recuerdan todo, en especial lo que les duele. Desnuda a un escritor por completo, señala sus cicatrices, y él te contará la historia de hasta la más pequeña de ellas. Está muy bien tener un poco de talento si quieres ser escritor, pero el único requerimiento real es la habilidad de recordar la historia de cada cicatriz.

STEPHEN KING,

Misery

No siempre podemos contar la historia completa de nosotros mismos.

El Pasado acaba de marcharse. Sus restos, lo declaro, son ficción en su mayor parte.

DENIS JOHNSON,

Tree of Smoke y «Doppelgänger, Poltergeist»

cap-1

Cómo seguir —una vez que todo lo que ha de suceder ha sucedido— hasta alcanzar el final; siendo el final aquello que, recuerda él ahora, es lo único que falta por pasar, lo último a hacerse presente y por venir.

O mejor aún:

¿Cómo finalizar —una vez sucedido todo lo que había de suceder— cuando no se puede seguir?

¿Cómo detenerse pensando en que ya no hay nada más allá?

Nada por vivir o por decir o por escribir o por leer o por inventar pero, aun así, soñando con que todo aquello que resta por recordar sea inolvidable; aunque en verdad nada se desee más que el poder olvidarlo.

Sí, lo mejor de ambos mundos, se dice él, encima del mundo. En demasiados aviones olvidadizos hasta confundirse unos con otros. Volando sobre un desierto único e inmemorial que contiene a todos los desiertos.

Arribas y abajo.

Pero ambas partes como parte de una misma acción: como los dos movimientos, de entrada y salida y de ascenso y descenso. Como cuando se respira y se aguanta la respiración y vuelve a hundirse bajo el agua. Y se queda ahí hasta perder toda noción de espacio y tiempo. Y ahí permanece hasta que ya no se aguanta más pero sabiendo que debe ascenderse despacio y con cuidado hacia la superficie para evitar el burbujeo de la sangre y el hervor de las neuronas.

De nuevo, lo mejor, una opción en dos tiempos: The End / To Be Continued…

Y entre el adiós y el hasta luego —con todo el pasado por delante— él, ahí.

En el cielo azul y en el suelo amarillo.

Colgado de sendos signos de interrogación donde se enganchan un par de cadenas que descienden hasta ese asiento que las une. El sitio donde hamacarse a pensar en cómo seguir pensando en cómo finalizar pero recién luego de no haber comenzado —porque ése nunca fue su estilo para escribir, aunque sí fue su estilo como lector en más de una ocasión— al igual que lo hicieron tantas novelas escritas a mediados del siglo XX.

Empezar preguntando.

Con un personaje diciendo algo así como «¿Y qué haremos ahora para llevar todo esto que nos ha venido sucediendo no a buen puerto sino a buen aeropuerto?». Yendo hacia atrás para poder impulsarse hacia delante, columpiándose en la misma trayectoria breve pero amplia del péndulo que hipnotiza primero y después ordena hacer esto o aquello que jamás se haría en plena conciencia y por propia voluntad. Comportamientos impropios, actos inconscientes, creerse un perro aullando al final de una canción que habla de haber terminado de leer un libro, etc.

Y esos signos de interrogación funcionando, también, como uno en rojo STOP y el otro en verde WALK. Y él, entre uno y otro, dudando en ese amarillo que no se detiene ni camina: ese amarillo amarillento que nada tiene que ver con el girasoleado amarillo Kodak para capturar y preservar memorias o con el de ese taxi siempre por venir y al que en más de una ocasión se espera en vano bajo la lluvia y con un brazo extendido hasta el calambre y un silbido en los ojos y rogando por que se detenga para subirse allí y ser llevado lejos y a un sitio mejor. No. Es otro amarillo. Es un ex amarillo Ese color que alguna vez fue amarillo y que es, en verdad, el color sepia de la memoria. El pálido y parpadeante color intermedio que es lo que indica que todo está por cambiar. Y que sólo depende de uno el cruzar o no, el ser atropellado en el centro de la calle o el llegar seguro al otro lado en tiempos en que, de producirse un accidente, los que pasaban por allí ayudaban en lugar de tomar fotos caras y lentas de revelar.

Y así dar comienzo para recibir final. Señales parpadeando al mismo tiempo, aunque por separado, postes enfrentados al costado de un camino pero como si estuviesen conversando de un lado a otro: dos flechas apuntando en direcciones opuestas pero que, se sospecha, acabarán uniéndose tarde o temprano. Señales que lo condujeron hasta aquí. Guías desorientadoras mientras utiliza esos signos de interrogación para preguntarse si alguna vez no escribió algo parecido a todo esto en las primeras páginas de un libro suyo.

De ese libro que fue el último libro que escribió.

Y lo que había escrito en su último libro no había resultado tour de force sino viaje forzado. Atravesar una avenida ancha —¿La Avenida Más Ancha del Mundo?— esquivando vehículos de tantas cosas y de tantas personas. Algo que, más que inolvidable, resultaba —no era lo mismo aunque lo pareciese— imposible de dejar de recordar. Del mismo modo en que no era lo mismo adentrarse en la batalla de Waterloo con plena conciencia de ello que el —recién tiempo después— descubrir que se anduvo dando vueltas por ahí sin saber de qué se trataba todo ese desordenado fragor de batalla entre batallas, de que allí sonaba y rugía un greatest hit bélico.

Sí: una cosa era el hacer historia y otra muy diferente era el ser historia.

Y así él ahora se pregunta si recuerda o no el haber inventado o soñado los recuerdos. Porque los recuerdos tenían la cadencia líquida de los sueños y la calidad futura de los inventos; porque lo que se piensa que pasó y lo que se recuerda que pasó acaba siendo lo mismo que, en otro tiempo y en otro lugar, él habría cambiado sin duda ni demora por un montón de letras, por un puñado de palabras, por un manojo de páginas.

Después de todo, «acordarse» era sinónimo de «recordar». Y, de ahí, tal vez era que se acababa acordando lo que se recordaba: se llegaba a un pacto en cuanto al recuerdo, se firmaba una tregua a mitad de camino entre lo sucedido y lo que se acordaba que sucedió.

Se pregunta entonces si él recuerda o si él acuerda.

Y se responde que…

Seguro de estar indeciso, ahí está él. Ahí está por fin, finalmente, y ahí está porque ya no hay otra posibilidad de sitio donde haber acabado para poder acabar. Fue a dar ahí, sí, porque ya no le quedaba nada por recibir. Y ahí sigue desde hace horas pero con ritmo de siglos. Encaramado al peor y menos afortunado perfil de la cara de una montaña del desierto de Abracadabra, a pocos kilómetros de Monte Karma.

Aquí, en la cumbre de su borrascoso y casi lunático e inestable Mare Intranquilitatis donde alguna vez entrenaron astronautas domésticos soñando con ser salvajes ahí arriba, lejos. Aquí, donde él da pequeños pasos y saltos gigantes, sintiéndose ingrávido y agudo al mismo tiempo.

Un desierto bipolar como todos los desiertos: calor de día y, ahora, frío de noche. Más de cincuenta grados a la sombra cuando no hay sombra y menos cinco grados a la luz de la luna. Limpio por las mañanas y en las noches soplando la diatriba de sus recuerdos como un ventilador de mierda donde ya no poder olvidarse de ser a solas la mala persona que nunca pudo ser del todo —pero sí casi por completo— en buena compañía. Solo y con un poco menos de conversación consigo mismo y —pronto, cambio de estilo, puro presente después de tanto pasado— un poco más de acción para con los demás.

Y junto a atracciones incluyendo hasta a una desmesurada vaca verde y telepáticamente parlante previa ingestión de su leche glauca y fosforescente. Sí: bebió esa leche prendido a sus ubres primero, desesperado, y luego mojándola en unos bizcochos que había comprado en una panadería de Abracadabra. Bizcochos a los que por aquí llamaban «salomés» o «dalilas». O «sodomas» o «gomorras», no está seguro, era igual: su nombre era instantáneamente olvidable, lo importante era el efecto de su factura al mezclarse con la leche esmeralda. Bebió esa leche: la misma leche que en su momento bebió su hermana Penélope, en este mismo desierto. Leche de ese color tan sci-fi: del color de esas letras y números y signos y códigos cayendo en cascada en aquellas películas de Matrix. Películas de las que recuerda poco más allá que el que, a medida que se sucedían las explicaciones, se entendía cada vez menos la trama. Casi igual que en cualquier conspiración de cualquier vida a este lado de la pantalla, pensó.

Pero bebió esa leche y algo se abrió en él: un vuelo de recuerdos, médanos de memorias. Volvía a regresar yendo con una poderosa alegría, como si por primera vez se conjugara correctamente el verbo «recordar». Desde este desierto, de pronto, despegaban aviones, libros, amores, muertes, teléfonos celulares, células interconectadas y partículas aceleradas. Y todo tomaba forma y adquiría solidez brotando de ese sabor. Ese sabor hasta ahora desconocido pero inmediatamente identificable: el sabor de su vida, el sabor del pasado. Zumo de suma memoria.

Sentía haber renacido. Lo que no implicaba o impedía que continuase siendo, desde siempre y para siempre, tan enumerativo, tan referencial, tan juvenil y tal vez tan adolescente en lo que hacía a predicar la buena nueva de títulos y de nombres y de fechas y de lugares de nacimiento o de muerte. Sí: él siempre y desde siempre quería invitar a todos sus maestros y amigos a su fiesta. Y ser un poco como Jay Gatsby: ocultarse a la vista de todos pero detrás de los demás. Hablar de todos para no hablar de sí mismo. Espiar para que no lo descubriesen. Puertas abiertas y barra libre y hay más espacio al fondo. Algo que no iba a cambiar nunca en él: estaba siempre listo para alistarse. Y para marchar hacia el frente armado con las listas de cuestiones tan difíciles de apuntar: porque nunca se quedan quietas, porque sus márgenes y límites parecían confundirse o fundirse. Las listas que no eran otra cosa que las herramientas de la memoria y del recuerdo atornillando —como las butacas inmóviles de un avión atrapado por una tormenta perfectamente inolvidable— a la repetición de ideas recurrentes y de perdedores juegos de palabras y de chistes perfectamente malos. Una y otra vez, en ritornellos mareantes y brotes anafóricos. La memoria copiaba. La memoria volvía sobre lo mismo. La memoria plagiaba, reincidía, alteraba ligera o completamente un determinado recuerdo o tropezaba con la misma piedra por el solo placer de volver a cruzarse con ella y decirle «Hey, piedra… ¿qué haces por aquí?». Y la memoria lo hacía para no olvidar y determinando, al mismo tiempo, lo que era olvidable. Había que saturar antes para destilar después. Y recién entonces leer qué era lo que había quedado ahí, luego de tanta palabrería arrastrada por la corriente.

Y siempre pensó que la idea de toda esta maniobra y estética era la de que sus propios y cada vez más contados —y contando menos— lectores lo leyesen no subrayando sino tachando y quedándose con los ítems y opciones que más les gustasen. Con lo que les pareciese más correcto o apropiado: multiple choice y todo eso soplando en el viento del desierto bajo un cielo sin paredes, porque la memoria es, ¡cielos!, viento y desierto al mismo tiempo.

El desierto (STOP) y el viento (WALK) y él entre uno y otro, como entre paréntesis, contándolos y enumerándolos.

Así:

Ese viento que no cambia de temperatura y que no responde a la fragancia de una Rosa de los Vientos sino a la voracidad de una Planta Carnívora de los Torbellinos.

Viento cantando «Wild is the Wind» —por momentos la versión de Nina Simone, por otros la de David Bowie; nunca la de Johnny Mathis— a través de esos cactus gigantes con los brazos en alto como clamando al cielo y con forma de diapasones para que el viento los haga rezar, cubiertos de espinas y de arrugas, como santos martirizados o cosmonautas perdidos.

Viento soplando en círculos desde hace milenios, desde que toda esta nada era un océano primero y un bosque después y un glaciar antes de ser lo que era ahora.

Viento que tenía la capacidad de realinearse en el sentido contrario a las agujas de un reloj para soplar hacia atrás durante meses y sepultar civilizaciones milenarias.

Viento que una vez leyó —catalogado en las páginas de una novela con desierto y hombre en llamas— al que se llamaba «_______» y al que se describía como a «un viento secreto», porque su nombre había sido borrado por un rey luego de que su hijo muriese dentro de ese viento; y él ahora está dentro de ese mismo viento para morir él y recuperar el nombre de Aquel Cuyo Nombre No Debe Ser Mencionado; no un hijo exactamente, pero lo más parecido que jamás tuvo a un hijo.

Viento que sopla desde la Ciudad Ventosa de la que cada vez que alguien abre aquel libro —como alguna vez lo abrió él— partirá ese episódico y joven y judío y errante aventurero que cruzará este mismo desierto recitando versos de antiguas odiseas y buscando también a su propia Musa: una entrenadora de águilas y domesticadora de médanos.

Viento que ahora da un paso atrás y le dice al desierto: «Tu turno, amigo, de dar un paso al frente».

Y el desierto avanza y se cuenta:

El desierto como un cielo que se cayó al suelo y al que ya nadie se preocupa por proteger.

El desierto como el más alien de todos los sitios y donde nada cabe pero aun así hay sitio suficiente para que allí dentro coexistan y se citen Jesucristo y el Diablo.

El desierto como la vista que ve más lejos pero que a la vez se ve desde más cerca y que él atisbó por primera vez en las ilustraciones de Le petit prince («Dibújame una vaca verde», alucina ahora) y en Lawrence of Arabia (saliendo de allí, avanzando despacio desde el fondo de la pantalla, proclamando que «Nada está escrito») y en aquella sofocante viñeta a toda página de Le Crabe aux pinces d’or (Tintín y el Capitán Haddock apoyándose y sosteniéndose el uno en el otro y tambaleándose por las dunas de «el país de la sed», deshidratados, mientras el insoportable perro parlante Milou, con una felicidad fuera de lugar, hablaba con la boca llena y con un hueso de camello entre sus colmillos).

El desierto como incierto y frágil y rompible juramento —agrio y amargo— de leche y miel y de Tierra Prometida.

El desierto como hipnótico e hipgnótico y tan ilustrable (se le pedía al desierto que se quedase quieto o que mirase a cámara diciendo «freeze») en tantas de aquellas portadas de rock progresivo de los ‘70s con soporíferos mares cubiertos por sintetizadores ascendentes que arrancaban los tímpanos para luego arrojarlos escaleras abajo desde lo alto de esas pirámides topográficas y oceánicas.

El desierto como un océano de arena donde nadar como ese nadador de médanos en una de las imágenes fotografiadas para ese disco que desearía que estuviese aquí, como tantas veces estuvo, sonando mientras él escribía: ese disco que sí resuena en su memoria (se lo conoce desde la primera nota hasta el último verso) y que ahora vuelve a ser su soundtrack para los deseos concedidos. Para ese deseo que él había deseado y que se había hecho realidad y que (como suele suceder con lo que se desea durante años y se concede en cuestión de segundos) no sabía muy bien qué hacer con eso, con lo que se le había concedido.

El desierto como liviana pero asfixiante arena que se escapa entre esos mismos dedos que alguna vez sostuvieron sin esfuerzo una pluma pesada.

El desierto como el lugar más fácil de contar y de poner por escrito: porque basta y sobra con no describirlo, con darlo por hecho y por deshecho, con superpoblarlo todo apenas diciendo «desierto» y sabiendo que ya está todo dicho sobre ese vacío hasta los bordes.

El desierto como la contradicción permanente: el todo de la nada, el silencio del de Sonora, la vitalidad del Death Valley, la nada del todo.

El desierto como el esperanto de los paisajes.

El desierto como idioma que, se supone, todos deberían entender. Ese idioma universal (luego de un cierto tiempo habitando un desierto se descubre que no hay gran diferencia entre un desierto y un glaciar: uno y otro son paisajes diferentes pero que se expresan en un dialecto diferente de una misma lengua) pero que en verdad muy pocos comprenden por no estar allí. El del desierto es un idioma que sólo se puede practicar donde ese idioma transcurre. Y que, quienes lo hablan y consiguieron dominarlo son, por lo general, gente que llega desde muy lejos y lo mira con boca y oídos y ojos nuevos y lo entiende como a ese sitio para muchos vacante pero en el que ellos, por fin, encuentran todo aquello que buscaban en vano en todas partes y hasta en otros planetas que pueden llamarse Arrakis.

El desierto como algo donde nadie ni nada puede esconderse pero donde sí es tan fácil extraviarse o darse por perdido para de pronto encontrarse pensando cosas «de espaldas, mirando un punto, pero alejándose de él, en línea recta hacia lo desconocido».

El desierto que —él estaba convencido de ello; de algún modo pensaba lo mismo respecto a los aviones— era uno solo: patagónico o siberiano, siempre el mismo. Y conectado bajo tierra por un túnel cavado por gusanos gigantes. Wormholes espacio-temporales yendo y viniendo bajo dunas de nombres diferentes incluyendo hasta esa playa fundacional y casi terminal de su infancia. Porque las playas son como muestras gratis de desiertos, o su prólogo, o su coda, pensaba. Y, también, las playas son trampas perversas: son desiertos que terminan en agua que no se puede beber, que no apagan la sed sino que la encienden aún más.

El desierto donde espejismos y oasis compiten por ser los más creíbles.

El desierto como ese sitio incierto aunque más real que cualquier otro, cuyo mapa nunca se asienta y su tinta, paradójicamente, nunca se seca del todo y sus coordenadas se escapan como arena entre los dedos y en donde todo se funde y se confunde: lo leído con lo escrito y lo vivido con lo inventado y por eso no hay voz que se atreva a contar desiertos en un GPS porque su estilo es, siempre, vanguardista y experimental.

Y ¿habría sido eso, finalmente, su estilo: algo a lo que una vez alcanzado ya no había razón alguna para seguir, para seguirlo? ¿El desierto como ese espacio libre a aprisionar con vientos de encadenantes palabras porque allí todo crece? ¿El desierto como paréntesis entre los que hay tres puntos para denotar algo que falta, algo que decidió omitirse? ¿El desierto como ese sitio que se contempla desde el paréntesis que es toda ventanilla de avión en el aire? ¿El desierto en el que en el principio era el Verbo y el verbo era «desertar»?

Y ahí está y ahí sigue él: desertor, suspendido y en suspenso, siempre alerta y sin descanso.

Y, ah, volver a añadir los signos de interrogación que, nada es casual, tienen la forma de anzuelos, o de garfios. Signos de interrogación que son como paréntesis a los que se ha retorcido y dado forma. Curvas afiladas y punzantes ensartando tanto a quienes leen como a quienes son leídos y que —buscó y encontró y se enteró él leyendo lo escrito por otro— vienen haciéndolo así desde el siglo VIII. En cambio —se añadía también allí— la estaca del signo de admiración se afiló y clavó recién seiscientos años después porque, claro, aquéllos eran tiempos más de preguntas sinuosas que de certezas rectas. Así, desde entonces, ganchos tirando de todos ellos, de los que aguantaron la respiración hasta aquí como quien hace un paréntesis largo para ver cuánto se aguanta sin respirar.

Si —como dijo el autor de la novela favorita de sus padres— la buena escritura es como nadar bajo el agua aguantando la respiración, entonces a él le gustaba pensar que la buena lectura era como abrir la boca bajo el agua y de pronto descubrir que se podía respirar. Así le gustaba pensarlos a sus lectores —como anfibios de tierra firme y de arena movediza— cuando aún escribía mucho para que lo leyesen algunos. Para que —ya no le importaba la cantidad sino la calidad— lo leyesen a él como alguna vez se había leído a todos: como cuestión de vida o muerte entendiendo a la lectura como herramienta para conseguir una forma de inmortalidad. Primero, leyendo a los muertos por siempre vivos. Y después —si había algo de suerte y tal vez un poco de justicia— ser leído por los vivos aunque ya no se estuviese de este lado de la biblioteca sino a la espera de ser abierto y revivido en los estantes de más allá.

Ser leído como por Alejandro Magno: durmiendo con la Ilíada junto a una daga debajo de su almohada. O como en esas reuniones de hace siglos en las que la gente se juntaba para leerse en voz alta (supone que el mismo libro siempre debía ser otro con otra voz) esos pliegos comprados como si se tratasen de materia precisa a los que posteriormente cada familia encuadernaba y le grababa su Ex-Libris. Ser leído como trayendo a los lectores por la pista por la que se carretea y se despega. Todos atados a un asiento y con un libro en las manos, hasta avanzar por la turbia e inquieta superficie de los cielos donde cada estrella es una letra suelta. Haciéndolos volar hasta que cayesen —como esas mascarillas de oxígeno que no servían para nada— dentro de uno de esos cilindros de metal con extremidades motorizadas que a él siempre le evocaron a las cruces santas y voladoras donde se clavaban mesías cabeza arriba o apóstoles cabeza abajo.

Todo eso justo antes de que…

Y los paréntesis, ah, los paréntesis.

Los paréntesis para —como en otras ocasiones, ya se dijo y se hizo— espantar aquí y desde este principio a los que se asustan fácil o se rinden enseguida.

Los paréntesis que se acercaban caminando por el ala del avión como una pesadilla a 20.000 pies de altura y a los que sólo un pasajero puede ver y al que, porque todos están dormidos, nadie le cree que los ha visto cuando sus gritos los despiertan. Y son gritos de pesadilla: gritos que se cabalgaban como si fuesen la más nocturna de las yeguas.

Los paréntesis como un monstruo turbulento, sí. Un monstruo que, en su caso, no es —como en aquel episodio de The Twilight Zone que vio por primera vez hace tantos años— un engendro tosco y mal maquillado. No: su criatura que avanzaba por el ala es muy diferente. Su criatura era un niño con el cabello rojo y en llamas y a lomos de un enorme jabalí blanco embutido dentro de una armadura de acero y jade (tal vez pariente lejano de esta gigantesca vaca verde cuya respiración es más fuerte que la de las turbinas de una aeronave) y, ah, ya se ofrecerán pertinentes explicaciones en cuanto a los orígenes de semejante visión.

Los paréntesis como rayos y truenos.

Los paréntesis como «estamos atravesando un frente tormentoso».

Los paréntesis como ese también desértico y ventoso todo y nada de nube que ves al otro lado de la ventanilla.

Los paréntesis como una tregua del paisaje y de lo que se transmite a los ojos.

Los paréntesis no como la gaseosa pausa que refresca al presente y demora el futuro (llegada una cierta edad se piensa tanto más en lo que se hizo que en lo que se hará o ya no se hará) sino como sólido continuum que arrastra hacia ese atrás cada vez más amplio.

(Los paréntesis que aquí se abren.

Los paréntesis que aquí se cierran.)

Pero que, no por cerrarse, desaparecen.

No.

Los paréntesis como tajos y cortes, como interrupciones e interferencias.

Y fue William S. Burroughs quien dijo que cuando haces una incisión en el presente por ella se cuela el futuro.

Puede ser, de acuerdo; pero, matiza él, el bisturí con que se hacen esas hendiduras curvas, esos paréntesis, eso es el pasado.

Los paréntesis entonces se convierten en otra cosa sin por eso dejar de ser ese sonido alternativo en el que puede oírse cómo suena esa voz que es la voz no con la que habla sino la voz con la que recuerda, la voz propia pero aun así irreconocible cuando se la escucha en una grabación: una voz que suena diferente a la propia sin dejar de serlo del todo.

La voz que le recuerda a esas otras voces con las que cada uno de sus libros pasados y que ya no pasarán hablaban, en cada oportunidad y título, en ese lenguaje particular dentro de un mismo idioma.

La voz que se le ha puesto a su voz luego de beber esa leche verde de ancestral vaca verde.

La voz con la que se recuerda a sí mismo.

Esa voz que suena así: así.[*]

Un sonido que ahora lo arrastra hasta entonces. Hacia no hace mucho pero sí hasta tanto más atrás, si se trataba de considerar a ese breve territorio como el más amplio de los mundos autónomos. Una voz que lo llevaba —retrocediendo mientras todo avanza— hasta el fondo de su último avión: rumbo a los asientos de cola y los baños y la cocina donde conversaban las azafatas, cuchicheando sobre gremlins y langoliers y sobre ebrios y odiseicos turistas de First Class que se abalanzan sobre ellas como si ellas fuesen sirenas voladoras que no pueden sino atraerlos con su cantinela acerca de inseguras medidas de seguridad y de cómo acomodar el equipaje de mano arriba de sus cabezas o debajo de sus asientos. (Se acuerda de que, al pasar por allí y atravesar esa zona de turbulencias femeninas, una de ellas le mostró a otra algo en la pantalla de su teléfono; y que ésta emitió ese sonido que ciertas mujeres emiten cuando ven a un bebé o a un gatito o un collar de diamantes o —como parte de una camada de terminales hembras omega dispuestas a destruir a un macho alfa— las fotos comprometedoras de un comisario de a bordo cuya ascendente carrera ellas pueden de pronto estrellar y hacer volar…) por los aires que todos respiraban y en el que seguramente se habían colado cenizas de las cada vez más frecuentes erupciones volcánicas, y residuos de los muertos que se arrojaron a esos volcanes estando vivos, y partículas de gasolina y aceite de motor y exabruptos, y esporas de la próxima gran pandemia que alguna vez viajó en las plumas de las aves y que ahora lo hace en la nariz de ese pasajero que no deja de estornudar junto a la puerta de emergencia sobre el ala de metal.

Aire cuya toxicidad no reconocerán nunca las aerolíneas que insisten en que la atmósfera allí dentro es tan limpia como la de un hospital donde en cualquier caso, se dice, el riesgo de contagio de algo grave es mucho más alto que ahí afuera y donde, estadísticamente e infecciosamente, hay mayores probabilidades de morir que en cualquier otro lugar y por algo que no era por lo que se fue allí en primer lugar (recuerda a la perfección una vez, a lo largo de apenas cuatro días, durante una combinación LAX-JFK-LHR —las siglas de los aeropuertos como si fuesen las de las menos inteligentes agencias de inteligencia— cuando en las alturas percibió claramente el momento exacto en que una bocanada de mal aire rebosante de bacterias surtidas se deslizaba, bailando twist y watusi, bronquios abajo, y que horas después ya no recordaba nada mientras flotaba entre nubes color jarabe de codeína con una voz como de irreplicable robot).

Aire que, piensa él, no demoraría en ser envasado y vendido como droga du jour a ser inhalada en jardines de Bel Air por gente que, invariablemente, aspirándolo apenas a escondidas, exclamará: «¡Wow! Te hace sentir tan alto como si estuvieses volando tan alto».

Aire que ya empezaba a ser estudiado por organizaciones de salud pública como responsable de delirios delicados, de hablar no en lenguas pero sí en labios imposibles de ser leídos incluso por el ojo rojo de la computadora más poderosa y confundida.

Aire causante de que se ocurriese decir ese tipo de cosas que sólo se dice que se ocurren cuando se está allí, sintiendo que se vuela.

Aire que —como en una versión memoriosa del suero de la verdad— ayudaba y obligaba a recordar todo lo que se quiere olvidar porque se lo sospecha y confirma como inolvidable.

Así, cosas airadas que él escucha (¿experimentarán algo parecido, se preguntó entonces, aquellos que dicen tener oído absoluto y para los que cada sonido que escuchan es una nota de la que puede llegar a brotar toda una sinfonía?) mientras camina en línea recta por el aire anguloso de un aeroplano.

«¿Eres feliz?», dice 29A.

«No me hagas una pregunta tan triste», dice 29B.

«No hace mucho leí acerca de la muerte de una turista en el Caribe, en la isla de St. Martin, como consecuencia de algo que bien podría considerarse accidente aéreo pero no exactamente: falleció al ser golpeada por la onda expansiva de un avión al despegar del aeropuerto. La mujer estaba en una de esas playas que empiezan justo donde termina la pista. El aire en movimiento la golpeó en el pecho y le provocó un ataque cardíaco. O tal vez fue que ella también salió volando y se golpeó la cabeza al caer… Y ya que estamos en tema, déjame que te explique con exactitud qué es lo que sucede cuando un avión choca con un ave o, mejor dicho, un ave se estrella contra un avión… Ocurre en ocho de cada diez mil vuelos. Por lo general, el ave sale perdiendo, ja; pero hay casos en los que… El auténtico problema no pasa por el momento del impacto sino por los pequeños desperfectos y fisuras no detectadas entonces y que, con el tiempo… Es algo así como ignorar a esa pequeña mancha en la piel que antes no estaba allí y no hacértelo ver por un dermatólogo apenas te lo descubres y ya sabes…», sonríe 17K.

«Para serte muy sincero y hablarte con la verdad absoluta, debo confesarte que soy un mentiroso incorregible», susurra 9C.

«I have no house only a shadow. But whenever you are in need of a shadow, my shadow is yours», masculla el feo durmiente y borracho 21D, y después añade algo en cuanto a que lo arrojan por un barranco y a que le tiran un perro encima y que hay un jardín al que hay que proteger de los niños.

Y 14J —una voz que podría ser de hombre o de mujer, una voz aguda— dice cosas graves como «Ah, el amor. Yo ya no sé qué es eso. Ni quiero saberlo. Tal vez el amor sea esa larga inercia que sigue a un breve impulso… Tal vez no. Me limito a disfrutarlo mientras dure. Como a las Pringles. Ya sabes, ese snack de ingredientes inciertos: uno no sabe qué son o de qué están hechas exactamente; pero lo mismo no puede dejar de masticarlas y tragarlas hasta que se vacía la lata. Lo mismo sucede con el amor, ¿no?… El amor no tiene fórmula precisa o composición exacta y vaya uno a saber a qué orden pertenece. Sólo podemos aventurar que el amor es el efecto de una causa. El amor que, al final pero desde el principio, siempre era y es y será amor propio. Porque para de verdad amarse a uno mismo, uno necesita enamorarse de otra persona y enamorarla y atravesarla y, al otro lado, encontrarse a la versión ideal de sí. Descubrir allí y entonces a quien siempre se había querido ser, a un yo transfigurado y excelso… Así, cada amor es como una batería que, al descargarse, no puede recargarse. Hay que cambiarla por otra. Como los modernos electrodomésticos que —a diferencia de los de hace tiempo, cuyo argumento de venta era que duraban décadas y hasta para siempre— se venden ya con fecha de caducidad y garantía por un par de años como mucho, como si ésta fuese una de sus más grandes virtudes: el durar poco para permitir una sustitución sin culpas por no haberlos sabido cuidar o haberlos usado correctamente, da igual, todo va a acabar descomponiéndose y rompiéndose… Como el amor que yo siempre pensé era originario de la West Coast, hacia donde vamos. El amor como territorio latiendo sobre una falla tectónica e intentando no pensar en que, tarde o temprano, tendrá tiempo y lugar The Big One. Y que entonces todo temblará y se romperán los corazones y todos a hundirse en el hasta entonces Pacífico pero ya no… ya no… ya no… Y ya no habrá nada donde alguna vez tanto hubo… ¿Sabías que en el tenis el término LOVE equivale a no haber anotado ni un punto… a cero absoluto?».

Y ese adolescente en el 22F lleno de tatuajes y con look de aprendiz de narcosicario y con sus orejas cubiertas por unos audífonos XL quien, de tanto en tanto, sin darse cuenta, suelta unos berreos rap-reggaetoneros de los que apenas se entienden palabras sueltas como «mami» y «culo» y «movidito» y «no estamos rústicos, estamos exóticos».

Y 9K explicando que «toda historia tiene dos lados… Por ejemplo, la explicación de por qué se chocan las copas al brindar. Hay una muy poética que razona que el sonido es el único sentido ausente cuando se bebe. Tienes la vista y el olfato y el tacto y el gusto. Pero falta el sonido. Entonces ese clink. Suena muy bonito, ¿verdad?… Pero también está la versión histórica: se chocaban las copas con fuerza para que se mezclasen los líquidos de una a otra y asegurarse así de que se ha querido ser envenenado o no por el otro o al otro… Dime la versión que eliges y te diré cómo eres, ja».

Y esa anciana 13B: sus brazos tan delgados que no dejan de moverse como los delicados huesos emplumados en las alas de pájaros bailarines, sus ojos cubiertos por enormes gafas oscuras, su voz sorprendentemente juvenil cuando lo llama a él, de paso por el pasillo, confundiéndolo con un comisario de a bordo, y le pide una botellita de vodka (y él siempre deseó conocer a ese genio del marketing que se las arregló para convencer al mundo entero de que el vodka no deja aliento a alcohol en sus bebedores cuando es más que evidente para cualquiera que eso no es cierto) y se la pide como si fuese la última cosa que ella querrá y ordenará y, casi imperial, le anuncia que «Some real things have happened lately».

Y 6C contando que «Una vez un médico forense me explicó que si de pronto comprendes que tu avión no llegará a destino, puedes escribir una última nota y tragártela, y que es más que seguro que los líquidos estomacales la preserven de todo impacto y que tus seres queridos puedan enterarse de cuáles fueron tus últimos pensamientos… De hecho, ahora que lo pienso, no estaría mal que se vendiera un tipo de papel extra resistente en las librerías de los mismos aeropuertos. Air Mail en el sentido más pleno y absoluto. Papel carta para que, por las dudas, todos escribiesen y tragasen sus despedidas para sus seres queridos antes de subir a sus aviones… Ser como botellas conteniendo mensajes…»; para que 6B le responda que «si el sol se apagase para siempre en este momento todavía tendríamos 8 minutos y 19 segundos de luz; del mismo modo sucede, aunque su permanencia en nuestra memoria es variable, con todas las cosas y personas que ya no están pero siguen estando, ¿no?».

Y el piloto —¿1X?— que de tanto en tanto sale de la cabina. Y se pasea con un —nunca mejor dicho— aire de satisfacción absoluta y seguramente pensando en las muchas veces que va a interrumpir la emisión de las películas en los respaldos de los asientos para comunicar tonterías improbables como la altura a la que se vuela o lo que se puede ver pero resulta imposible de ver desde la ventanilla del lado del avión en el que nunca tocó sentarse. El hombre sonriendo y deslizándose entre los pasajeros que lo contemplan como si se tratase de la súbita manifestación física de una divinidad. Y él no le sonríe pero sí lo mira fijo. E intenta leer sus pensamientos pensando en el misterio de que uno se entregue a ellos —a los pilotos de aviones— como se entrega a un médico. A ciegas y con los ojos muy abiertos. Y de que así se entre a un avión como se entra a un quirófano: intentando no imaginar demasiado de la vida privada y de los íntimos problemas de quienes pueden decidir cortar más con el bisturí bajo esas luces poderosas o volar de menos con todas esas agujas temblorosas en ese tablero de controles. (Porque a él estos tipos siempre le inspiraron una enorme desconfianza desde mucho antes de aquel que decidió estamparse contra los Alpes con su avión lleno. O desde aquel otro: otro de Los Intrusos. Otro de sus inquilinos torturantes y supuestamente inspiradores por inframundana cortesía de su hermana Penélope para la que, acaso, haya sido la más monstruosa de sus performances, cuando pusieron en escena una suerte de revival de lo que alguna vez había sido la familia suya y la de Penélope. Aunque él sospechaba que se trataba siempre de la misma troupe y elenco pero bajo diferentes máscaras, y que en eso radicaba su talento acaso similar al «arte» con que se solía alabar, para su asombro e incomprensión, a todos esos escritores «camaleónicos» que escribían siempre libros «diferentes». Y a esa «gracia» e «ingenio» en ellos que, pensaba, no era otra cosa que la derrota disimulada de jamás haber alcanzado, con estilo propio e inconfundible y repetible porque así correspondía, porque no quedaba otra ni otro, la elevada cumbre personal de un Gran Tema. Entonces, durante una temporada, recuerda que tocó un Intruso en modelo alcohólico social de esos que siempre llenaban sus casas —y entonces las proximidades de la suya— de invitados. Festejando cumpleaños infantiles de sus hijos o de los demás, para así tener la coartada para beber una cerveza tras otra. Alguien quien, ya por las noches, cuando todos los invitados menos uno o dos habían partido —y a los que no les permitía marcharse insistiendo con un «another one for the air runway»— continuaba emborrachándose con dos o tres docenas de pequeñas botellitas que iba ordenando bajo su ventana, mientras sollozaba cosas del tipo «Ah, ese aeropuerto en Anchorage donde nos reuníamos todos, hombres y mujeres de todas las nacionalidades, por los tiempos en que éramos empleados de magnates y traficantes y bebíamos y donde reíamos hasta el amanecer, como bucaneros en Tortuga, antes de volver a soltar amarras… Nunca fui más feliz que entonces, en esos avioncitos secretos…». Para el imbécil, recuerda él, ese aeropuerto casi clandestino parecía ser una cruza entre Shangri-La de Lost Horizons y la Mos Eisley Cantina en Star Wars.) Y el piloto no paraba de evocar todo eso mientras a su alrededor, en vivo y en presente, orbitaban sus ululantes y pequeños pero tan expansivos trillizos con sus rostros cubiertos por una costra de mocos y mierda que, seguramente, alguien no demoraría en patentar como milagro facial y rejuvenecedor para menopáusicas. Y de nuevo, en el avión, otros hablan en otros idiomas que él no comprende. Como el incontrolable bebé 7A. (O tal vez fuese apenas la grabación del llanto de un bebé emitida por la misma compañía, en tiempos en los que hay cada vez menos bebés en todas partes; porque la gente está demasiado ocupada enviándose corazones en texts a textear y contando que, de quedarse embarazada, no dudaría de introducirse uno de esos estimuladores BabyPods en la vagina para que su feto pudiese escuchar mejor a Bach o a The Beatles. Convirtiendo en verbo suelto lo que alguna vez fue sujeto. Escribiendo a partir de las palabras que le va sugiriendo la misma máquina esos mensajes con prosa de retazos y con voz entrecortada y parecida a aquella que alguna vez ofrendaba, oracular, la hora por teléfono. Relegando la locuacidad comparativamente decimonónica a algo a lo que ya casi nadie responde. Escribir sobre hacer el amor en lugar de estar haciendo el amor.) Un bebé entre dos padres que ya no lo escuchan y que no se sienten padres porque no entienden muy bien cómo y de dónde ha salido eso a lo que no se puede bloquear y…

Todas ellas son voces que se vocean en estado de disolución. Voces de quienes viajaban para olvidarse de dónde se viene para redescubrirse rumbo a dónde se iba.

Voces que buscan perder el quién se era para intentar encontrar el quién se pudo haber sido en el qué será.

Voces tomándose vacaciones de sí mismas.

Voces que eran como volutas de humo en el aire presurizado de la cabina.

Voces tan diferentes a la suya; porque cuando él viaja experimentaba el efecto opuesto: una potente intensificación de su persona y de su memoria. Algo parecido, pensaba, a lo que pudo sentir Odiseo en su largo viaje de vuelta, evocando todo lo que había dejado atrás y que ahora quedaba adelante con más precisión y sentimiento que nunca: Ítaca, Telémaco, Argos y la otra Penélope. Y así, en el recuerdo sus nombres inolvidables sobreponiéndose a las semillas olvidadizas de los lotófagos —tan tentadoras como esas bolsitas de frutos secos y salados que ahora ofrecían junto a algún spirit— y rechazando la amnesia que le ofrecía Poseidón y la inmortalidad sin pasado que le entregaba Calypso.

Y, de acuerdo, él no tenía patria ni mujer ni perro. Pero lo más cercano que había tenido a un hijo había sido Aquel Cuyo Nombre No Debe Ser Mencionado. Y quien ya no estaba. Ese cuyo nombre dolía tanto aunque —contrario a lo que aseguraba el meditabundo y pensante Marco «Muy Pronto Todos Te Habrán Olvidado» Aurelio— fuese algo externo a su cuerpo y que, por lo tanto, pudiese regularlo y hasta anularlo. Aquel a quien primero se refirió como a El Hijo de Penélope. Y luego, cuando Penélope ya no estuvo, a veces, como a El Hijo. Nunca como a Mi Sobrino. Así que Aquel Cuyo Nombre No Debe Ser Mencionado se le antojaba la mejor forma y fórmula de dirigirse a él, aunque no supiese dónde estaba o si seguía estando donde estuviese (y en algún momento de À la recherche du temps perdu, Proust asegura que cuando se pronunciaba un nombre ajeno se ejercía algún tipo de poder sobre ese nombre y quien lo portaba. Una especie de invocación mágica. Pero en su caso, pensaba él, era exactamente al contrario y al revés: mencionar su nombre, el nombre de Aquel Cuyo Nombre No Debe Ser Mencionado, lo sometía al influjo de su dueño aún más poderosamente de lo que ya lo estaba. Así que no diría nada, ni una de sus letras pero, sí, en memoria de Penélope, aclararía que, no, su nombre no era Heathcliff; porque el fantasma de Penélope jamás soportaría el que se lo pensara capaz de haber hecho algo tan vulgar cuando estaba de este lado de las cosas. El fantasma de Penélope que ahora se burlaba con desprecio de semejantes gestos y decía: «Ya ves lo que le pasó a Heath Ledger, cómo acabó. Sus padres eran fans de Wuthering Heights y le pusieron Heathcliff a él y Cathy a su hermana mayor y con esas cosas no se juega y, ah, ése es el castigo para los padres que piensan que sus hijos no son hijos sino juguetes… Como fueron los nuestros. Nos tuvieron para y por tenernos. Y, al poco tiempo, se aburrieron de jugar con nosotros y, ah, cómo se llamaban nuestros padres. Ah, sí: nuestros padres se llamaban —para el resto del mundo, para quienes eran personas maravillosas— “Esa Pareja que Viajaba en Velero por Todo el Planeta”»).

Y, sí, había demasiadas películas con escenas de padres y madres a los que les comunicaban las muertes de sus hijos (viéndolas, él no sentía nada; pero sí podía sentir, aun en la oscuridad de la sala, el fosforescente pánico de mucho espectadores, madres y padres, proyectándose en lo que les estaban proyectando) pero, que él supiese o hubiese visto, ninguna película venía con tío al que le informasen de la desaparición de su sobrino.

Y Penélope no era aquella Penélope de Odiseo, no.

Penélope era y había sido su hermana.

Y ella jamás lo esperó a él o esperó nada de él.

Y por eso y en su memoria él viajaba ahora. Para contradecir y sorprender a su fantasma. Arropado por ese coro de voces pasajeras de pasajeros que a él le gustaba imaginar como enhebradas en una tan secreta cofradía que ni siquiera sus miembros sabían que compartían el rasgo en común de haberse cruzado con lo más cercano a una Penélope de verdad que él jamás había tenido, con una mujer a la que volver.

Pero, también, a una Circe.

O a una Beatrice.

Ella.

Sí, todos los pasajeros unidos aunque no lo supiesen —fantasea— por el haberla visto a Ella caer en alguna piscina de alguna noche de alguna fiesta. Voces que él pensaba en anotar y tragar y enseguida dejaba de pensar en anotar. Porque confiaba en no morir —tampoco le quedaban seres queridos— y porque, contra todo diagnóstico y más allá de cualquier tumor, él estaba seguro de que recordaría todo a la perfección. O al menos de que se convencería de que así sería porque ¿acaso no se finge cuando se recuerda, acaso no se finge recordar cuando se recuerda?

Y sin embargo, de regreso en su butaca, es como si nunca hubiese estado allí, como si no hubiese oído nada para así poder convencerse de que había inventado o soñado todo aquello mientras paseaba por el avión. Lo único que tenía —lo único con lo que contaba pero que ya no cuenta— era ese perturbador espacio vacío que dejaba el olvido: el frondoso ruido blanco en un fértil agujero negro. (Y se acuerda de que con todo eso —overnight to many distant cities, sus luces ahí abajo, parpadeando y haciéndole guiños— él escribió por los tiempos en que aún escribía un relato raro protagonizado por Ella y por sus piscinas. Un relato que podía leerse, también, como un homenaje más o menos subliminal a «The Indian Uprising» de Donald Barthelme. Y, ah, ahí estaba parte del problema: a él le interesaba más Donald Barthelme que buena parte de los grandes escritores de su hoy inexistente país de origen y del continente donde alguna vez su país había existido. Barthelme, a quien nunca había conocido y quien ahora estaba muerto y casi olvidado por los suyos —aunque subliminalmente continuaba siendo muy influyente— como se olvida a una de esas modas que se siguió en su momento pero que no puede seguir siguiéndose porque ya fue seguida por otra moda a seguir; porque se comenzaba persiguiendo una moda para al poco tiempo acabar huyendo de ella. Y él mismo era y había sido prueba incontestable de semejante impulso. Barthelme, quien autorizaba a sus alumnos a «hacerse los locos» al escribir así siempre y cuando tuviesen en claro que, de hacerlo, tenían también la obligación muy cuerda de «romperles el corazón» a sus lectores. Y él se hizo el loco ahí, cuando escribió eso. Y de una cosa estaba seguro: al leerlo luego de escribirlo se le rompió su corazón. Y, por las dudas, él lo había escrito antes de leer «The Indian Uprising», sonando en sus ojos como un collage de voces. Y eso sucedía más seguido de lo que se pensaba: voces de otros desde el pasado comiéndose a la propia voz tantos años más tarde, vientos sobre vientos y desiertos bajo desiertos. Voces como… como… ¿cómo era aquello?… Ah, sí: como cells interlinked en el interior de células interconectadas en el interior de células interconectadas.) Y, en los auriculares, uno de los canales musicales del avión dedicaba una retrospectiva a la voz de esa banda que —aun siendo la que patentó el acto de separarse como definitivo gesto artístico— sigue junta más allá de modas y épocas y resonando en las voces de tantas bandas que se formaron tanto después. Y la voz de esa banda siempre en lo más alto, como ahora a miles de metros de altura. Y allí una canción que comienza con el sonido de un avión despegando o aterrizando, con esas maniobras en cada vez más largas e intrincadas pistas despistadas que en más de una ocasión llegan a durar más que el vuelo en sí y que parecen consumir a todo un día en la vida. Y —en versos de las canciones que siguen— todo el tiempo los tres tiempos siendo armonizados al mismo tiempo: «Oh, I believe in yesterday» y «I read the news today, oh boy» y «Tomorrow never knows». Y, por encima de todos ellos, «There are places I remember…». Sí, así suena el pasado que nunca muere y que ni siquiera es pasado. El pasado que nunca pasa y que se la pasa cantando. «El pasado que yace sobre el presente como el cuerpo de un gigante muerto» (Nathaniel Hawthorne) y «El pasado que yace como una pesadilla sobre el presente» (Karl Marx) y «El pasado que es una cosa de lo más rara, porque está siempre a tu lado» (George Orwell) y que, allí, acostado y yéndose siempre temprano a la cama, se duerme con un ojo abierto y siempre cantando.

Y a él toda esa música que se sabe de memoria le recuerda a Tío Hey Walrus y, ah, la tentación de quedarse allí por un rato: en el antes de todo, en el principio de todas sus cosas. Pero se trata de un efecto pasajero y de una ilusión breve; porque aunque nunca se sepa —como entre sueños— lo que sucederá después, uno sigue leyendo las noticias que imaginan al ahora en el acto para así poder continuar recordando y creyendo en el antes. Se necesita del hoy para believe en yesterday. El hoy como el telón antes de levantarse y al que se mira fijo y casi seguro de que la verdadera historia —el consentido sinsentido, el drama o la comedia por venir pero escrito hace tanto, recitándolo tan sentencioso para distraerse así del saberse tan sentenciado— ya está justo ahí.

Y comprender entonces que sólo hay que saber inventar y soñar y recordar. Thrice-Told Tales. Porque está la parte inventada y la parte soñada y la parte recordada y —resultante de su fusión— la parte de todas esas preguntas que nunca son respondidas. Enigmas acerca de la realidad que —al no resolverse nunca del todo— ingresan casi sin darse cuenta en el territorio de lo mítico con la misma elegancia con que se atraviesan cortinas ligeras y transparentes pero que, aun así, no dudan en convencer de que al otro lado las cosas van a ser muy diferentes aunque todo parezca igual y tan conocido.

Y el sonido de las cortinas al correrse y separar a la primera clase de los sin clase. Y el sonido de los motores al encenderse y, oh, suficiente de todo esto y, hey, ¿es idea suya o el avión está mucho más vacío de pasajeros de lo que estaba al comenzar las maniobras para el despegue, uh? ¿Pequeña estampida de turistas que decidieron bajarse a último momento por premonición terrible o por no seguir ni subir aquí junto a este tipo que piensa y piensa y piensa porque ya no escribe y no escribe y no escribe? ¿Pánico a las alturas verticales o a las oraciones largas y horizontales? ¿Miedo a leer? ¿Miedo a volar? ¿Miedo a volar leyendo? ¿Miedo a recordar porque —lo ha comprobado muchas veces— él siempre recuerda más y mejor en el aire, volando, ahí arriba en ninguna parte pero por encima de todo?

Lo único que sabe ahora es que no existen los valientes, que nunca existieron.

Ahora sabe que todos siempre fueron y son y serán cobardes. Y que hay dos tipos de cobardes: a los que el miedo hace retroceder y a los que el miedo impulsa hacia delante. Y que los de más atrás son aquellos a los que la gente y la Historia acaba confundiendo y considerando valientes por el simple hecho de vivir para contarla.

Y, sí, él ahora tiene miedo a todo.

Pero —sólo retrocediendo para hacer memoria— se avanza. Se avanza como cuando escribía, como cuando sentía como si volara en lugar de estar, como ahora, tan desierto en un desierto.

Y ha enumerado tantas posibilidades de cómo entender un desierto porque, finalmente y en principio, el desierto es lo más parecido a una intimidante página en blanco. El desierto no como el pasajero miedo a la página en blanco sino como la definitiva y valiente página en blanco en sí misma. La página en blanco reconociendo que ya no tiene nada que decir o añadir a todo lo ya expuesto a la intemperie, sin márgenes que lo contengan o líneas que lo ordenen y le den algún sentido y una salida de allí.

Y ahora que ya no escribe —que ya no sopla ni ruge— las páginas escritas por otro pero para él igualmente en blanco, porque nunca pudo leerlas, que le sirven para calentarse o para intentar convencerse de que se está calentando.

Ahora, en el desierto sobre el que vuelan todos los aviones de su pasado, él alimenta un pequeño fuego con las páginas, una a una, de un libro en el que nunca pudo avanzar más allá de sus primeros capítulos aunque lo intentase tantas veces y que tantas veces hubiese mencionado a su autor como a uno de sus favoritos.

Las páginas que, al caer allí, negras sobre blanco, primero son pura luz blanca y luego un estallido de rojo apuñalante atravesándolas. Y, entonces, la totalidad de la historia del universo —desde el principio que se intuye como un recuerdo incomprobable hasta el final que se imagina como una memoria imposible— reducida a segundos: todo acaba siendo fuego y siendo del fuego.

(Había leído en alguna parte que William Somerset Maugham había leído así a Marcel Proust, cruzando un desierto, despaginándolo a medida que se adentraba en él. Y había leído también que —en su momento, en los preliminares del proyecto de lo que definía por entonces como «the proverbial really good science-fiction movie»— el insomne Stanley Kubrick había «investigado» libros de fantaciencia de igual manera, como él ahora: arrancando las páginas, una a una, a medida que las terminaba. Y arrojándolas al fuego de una chimenea junto al lecho de una de sus hijas —entonces muy enferma, con una de esas enfermedades infantiles que llegan y se van como tormentas pasajeras pero furiosas— y a quien debía vigilarse constantemente. Allí, Kubrick iba imaginando pieza a pieza un film que «fuese desde el simio hasta el ángel», que obligase a «prestar atención con los ojos» y que, finalmente, tendría cuarenta y dos minutos de diálogo casi robótico entre hombres y máquinas y cien minutos de silencio cósmico. Y antes de todo eso, Kubrick había dirigido otra película basada en otro libro con otro nombre de mujer del escritor cuyo libro él ahora leía y quemaba.)

Y nada le extrañaba que aquí —en el aire unplugged del desierto no hubiese cobertura pero sí potente libre asociación de ideas— todo parezca estar relacionado.

Una de las razones de que existan las casualidades es la de poder decir que las casualidades no existen, piensa. Casualidades que eran como esas criaturas de las profundidades que de tanto en tanto subían hasta la superficie para romper la quietud de las aguas con sus aletas. A veces las casualidades eran juguetones delfines, otras mortales tiburones y, en ocasiones, cataclísmicos leviatanes. Casualidades como ese ocasional momento en que se volvía evidente el que toda la vida y toda la historia seguían un patrón. Y que el efímero y supuestamente espontáneo momento de la coincidencia —pero que en más de una ocasión él sospechaba que llevaba mucho tiempo de calculada planificación— era aquel cuando el entramado se volvía evidente por apenas un instante. Como si se abriese los ojos aún más abiertos. Todo estaba conectado, bastaba con saber seguir el pulso de los nexos. Creer en las casualidades era como creer en Dios pero sintiéndose un poquito divino, parte del asunto; como cuando se escribía, de pronto, una muy buena frase que no se tenía la menor idea de dónde había venido. Después, claro, enseguida, todo volvía a no tener sentido alguno —incluyendo, a veces, a esa misma frase que segundos antes se antojó milagrosa— y se comprobaba que las casualidades sólo funcionaban bien en libros y en películas. Porque allí poseían una transparente y hasta en ocasiones obvia y vulgar función: la de acelerar una trama que no se movía o la de acelerar otra que iba demasiado despacio (el tipo de casualidad tosca y maleducada que era como un borracho al que apenas se conoce brotando desde el ángulo de una fiesta y aullando un «¡Pero qué casualidad!»; mientras que las casualidades elegantes y sutiles eran aquellas que recién se revelaban como casualidades al regresar a casa o, incluso, mucho tiempo después, cuando ya nadie se acordaba de ese bautizo o boda o cumpleaños y ya se entraba en la estación terminal de los funerales). En cualquier caso, él contaba casualidades para mantenerse despierto del mismo modo en que otros contaban ovejas para quedarse dormidos. Y mira casualmente a la Luna desde este paisaje lunar de la Tierra como si él fuese un simio ya listo para ascender a primer primate llamado Moonwatcher. (Y se acuerda aunque nunca deja de acordarse de esa inolvidable y muy silenciosa pero tan musical película: 2001: A Space Odyssey. Y se pregunta si desde donde él miraba la Luna, desde este desierto, se podría ver la base en el cráter Clavius y la misteriosa y monolítica TMA-1 / Tycho Magnetic Anomaly One. Y se acuerda de que su personaje favorito de esa película siempre había sido el doctor pero también padre —y esto último, entre tanta inteligencia artificial confundida y tanto astronauta robótico por algún motivo le parecía un detalle importante— Heywood R. Floyd. Alguien quien siempre le pareció que lucía y sonaba —su rostro y su voz— como una especie de James Stewart en órbita. Look que décadas después, en la innecesaria 2010: Odyssey Two, fue estropeado primero por el escritor Arthur C. Clarke y luego por el actor Roy Schreider a la vez que se arruinaba toda la mística establecida para nunca ser explicada de la primera parte. Y se acuerda también de que Stanley Kubrick buscó en más de una ocasión y en vano a otro Floyd, a los músicos de Pink Floyd, para que colaborasen en sus soundtracks. Y nunca lo consiguió porque su idea era —por supuesto— la de manipular su música, la de ser otro más de la banda y poder firmar también eso y Pink Floyd se negó porque a sus miembros no les gustaba que alguien metiese sus manos en sus desiertos sónicos. Y se acuerda también de que la BBC sí contactó con Pink Floyd y que sí consiguió que improvisasen una jam-session en sus estudios y en directo como música de fondo para esa película casi muda del alunizaje del Apollo 11 y que algunos creían había dirigido entre sombras Stanley Kubrick. Moonhead, la titularon. Y que mientras todo eso ocurría, él era un niño mirando todo eso en el salón de actos de su colegio —el Gervasio Vicario Cabrera, colegio n.o 1 del Distrito Escolar Primero, junto a su rival y hermano de tinta Pertusato, Nicolasito— en una pequeña pantalla de televisor. Uno de esos televisores que ahora serían como de juguete: primitivos e infantiles pero, sí, mucho más resistentes y duraderos. Un televisor plagado por interferencias verticales y horizontales y fantasmales y con antenas como orejas de conejo metálico. Viendo allí a los astronautas viéndolo a él y a toda la humanidad desde la Luna, con la misma distancia, tan íntima como lejana, con la que un escritor ve a sus personajes. Viendo allí lo que recordaría volviendo a ver —con los años y en cada aniversario redondo y selenita— en pantallas de televisores cada vez más grandes y planas y con mejor definición. Televisores ya hasta proponiendo que el espectador interactuase con las miles de series —espectadores que nunca interactuaron leyendo y escogiendo rostros y colores a todo aquello que se les ofrecía con la mejor letra— que empezaban y no terminaban porque eran canceladas o que se prolongaban sin motivo a lo largo de los años. Pero nada de ese progreso alteraba su memoria de ese paisaje blanco y negro que seguía siendo igual y el mismo más allá de la evolución de tubo catódico a plasma líquido. Paisaje que continúa llevándolo desde entonces —con un pequeño paso y dando un gran salto— hacia otros paisajes por venir, como si ya entonces pudiese recordar todo lo que conocería.) Paisajes como el que ahora, lunático como jamás lo fue, contempla siendo parte de él: este desierto en el que alguna vez entrenaron los astronautas ilusionados de que su billete saliese ganador en la lotería del Gran Viaje. Pensando en eso y en las cosas que piensa la última generación —la suya— que creció mirando a las estrellas y no a una pantalla mucho más pequeña que la de aquel pequeño televisor. Pensando en que la superficie de la Luna era como la de un desierto en la noche donde en lugar de brillar la Luna con su pálido fuego robado al Sol, la que brillaba era la Tierra y…

Lo mismo sucedía con esa otra variedad de desierto sobre el desierto: el cielo que no protege y, más allá, el espacio donde no se puede estar más desamparado; porque (como sucede entre una casualidad y otra) allí no hay paredes en las que apoyarse o cubrirse y esconderse. Sólo hay puertas que se abren a otras puertas (y hay puertas que se convierten en camas y escritorios y mesas de comedor donde dormir y amar y crear y comer).

Y él —tan expuesto, nunca estuvo más afuera— se sentía ahora como un astronauta flotando en la pantalla curva y proyectado por tres proyectores de 35 mm sincronizados.

Y piensa y enumera: tres son los stages del monomito. Salida, iniciación y retorno. Y el sonido de los mugidos de la inmensa vaca verde ahí a su lado le recuerda tanto al sonido de aquel monomítico monolito.

Voces encimándose a las que vio y escuchó por la primera de tantas veces en ese cine que era como un palacio, más o menos a sus cinco o seis años, cuando ya sabía leer y escribir. A esa edad en que se está más abierto a todo estímulo sensorial. La edad en la que todo cuenta y en la que se recuerda todo, porque hay poco que recordar y casi nada que olvidar (salvo lo acontecido en esa extraña tierra baldía que es la propia prehistoria, durante los años que van del cero al tres y de los que, de tanto en tanto, llegan visiones tan breves y poderosas como relámpagos que, paradójicamente, se vuelven más frecuentes en la vejez, cuando queda poco por sumar y anticipar pero resta tanto por revisitar).

La edad en la que hay tanto que inventar y en lo que soñar.

La edad en la que cuando se juega no se está jugando.

La edad en la que leer es la droga sin droga, la adicción sin los problemas del ser adicto.

La edad cuando todo sorprende y conmueve; porque no se tienen demasiados parámetros o precedentes para comparar ideas de tramas o vueltas argumentales y, sí, lo que imaginó otro siempre es igual de imaginativo que lo que imagina uno al imaginarlo. (La edad en la que, recuerda, lo que más le gustaba era leer a ciegas: elegir un libro nada más que por su portada y no saber nada de lo que lo esperaba allí dentro. Evitando aquellos con títulos demasiado explicativos, los títulos que no hacían otra cosa que subrayar algo que ya estaba allí en lugar de ocuparse de algo más difuso pero que parecía respirar en todas y cada una de las páginas. De ahí que nunca le hubiese interesado Jules Verne por anunciar/clarificar desde el comienzo cosas como 20.000 leguas de viaje submarino o La vuelta al mundo en 80 días o Viaje al centro de la Tierra o De la Tierra a la Luna o el para él menos atractivo de todos: Las tribulaciones de un chino en China. Pero sí: era peligroso generalizar o dar por descontado; y así fue como se perdió de leer su formidable y vampírica y mecánica El castillo de los Cárpatos, anterior a Drácula y a La invención de Morel. Era un riesgo adquirir costumbres tan firmes, sí, pero prefería el riesgo de perderse algo para disfrutar de encontrar el sentido y tema de las diferentes tramas a medida que pasaban sus páginas. De ahí que optase por aquellos títulos que revelaban poco y nada aunque lo dijesen todo. Como David Copperfield o Matadero Cinco o Martin Eden. O, de nuevo, Drácula: su primera novela «adulta» y, de acuerdo, de cuyo protagonista ya lo sabía casi todo por películas y cómics. Y se acuerda de un cómic que era una continuación de esa novela que, lo supo enseguida, era otra cosa. Mucho más que todo lo que ya había visto en películas. En la revista Creepy. ¿O era Eery? Una de ésas, en cualquier caso. Y también se acuerda de una viñeta al final de ese cómic, con Drácula cayendo por un acantilado y su ataúd haciéndose astillas y una de ellas, del tamaño de una estaca, clavándose en su corazón. Y de que antes de eso, un par de cuadritos antes, su padre había rodeado, con lápiz rojo, la estaca que, pensaba, era la que se clavaría en el pecho del vampiro: como si el cómic se tratase de una indicación en un story-board de alguno de sus comerciales a filmar. Y de que él —que cuidaba sus revistas y libros hasta casi lo patológico intentando que se conservaran aún más flamantes que en el primer día— casi se había vuelto loco de dolor y de furia al descubrir esa intrusión y marca. Y, sí, eso había sido motivo añadido para hacer lo que hizo y… Pero otro de los tantos usos prácticos que le dio a Drácula como libro-manual-de-aprendizaje-instrucciones sería el de confirmar la regla de que el libro siempre será mejor que todo aquello que el libro pueda llegar a inspirar en otra parte. Y, atención, el libro de 2001: A Space Odyssey no era mejor que la película porque recién surgió a partir de la película. Y de nuevo, ya entonces: jamás caería en la tentación de leer resúmenes en solapas o contratapas. Y no lo hacía ni lo había hecho con esa especie de rabia ciega con la que ahora reaccionan algunos cuando les cuenta algo. Aullando «¡SPOILER! ¡SPOILER!» sin importarles que lo que está comentando sea el final de La Odisea o de Don Quijote o de Madame Bovary. No. A diferencia de aquellos que no quieren que nada suceda antes de que les suceda y creer así que todo comienza y concluye con ellos —en especial las series de televisión— a él le gustaba saber que ya todo estaba ahí: dispuesto, como en una fiesta inolvidable a la que se llegaba ya empezada, en el mejor momento, y de la que siempre había que irse antes de que acabase. Sí: a él le gustaba el que los libros fuesen como la vida, donde se podía suponer o anticipar pero jamás predecir con absoluta certeza.)

Así estaba ahora, así vuelve a estar él: incierto y difícil de interpretar. Impredecible. Todo él lado oscuro y a oscuras por todos lados, como una lunática anomalía magnética enterrada durante milenios en un cráter, sintiéndose tan cansado pero, al mismo tiempo, como si despertase cantando luego de un sueño de millones de años. «Full of stars» bajo las estrellas mudas con ojos en las estrellas y ojos en el humo —la solarizada pupila de astronáufrago dilatándose fuera de la órbita de Júpiter y más allá del infinito— y pensando en su propio y divino Star-Child.

Aquí está él ahora, habiendo venido en su busca y llegando hasta los mismos confines del universo para encontrarlo. A su pequeño monolito. (Y recordando su vocecita poderosa como sólo puede serlo la voz de un niño diciéndole «Tengo una adivinanza: no soy persona ni animal ni cosa; pero si me nombras desaparezco. ¿Quién soy?». Y entonces él respondiéndole que no sabía. Y entonces el niño, que es la estrella por la que ahora él se guía, iluminándolo: «Soy el silencio».)

Y ése es el tipo de silencio —el silencio que no adivinó entonces pero que ahora resulta la única respuesta posible— que lo rodea. Porque hasta el canto ocasional de la descomunal vaca verde —un canto como de ballena, pero un canto mudo y telepático y ensordeciéndolo dentro de su cabeza— ya es parte de ese aire alentando ese fuego. Un fuego que se alimenta de un libro que no es exactamente de ciencia-ficción —aunque proponga un mundo paralelo y una historia alternativa— y que ahora, por fin y al final, él lee de hoja en hoja, antes de arrojarlas una a una a las llamas para que allí ardan las letras de Ada, or Ardor, de Vladimir Nabokov.

Letras que, juntas y antes de quemarse, dicen cosas como «Pierdes tu inmortalidad cuando pierdes tu memoria». O «Al rememorar nuestro pasado nos encontramos siempre con ese pequeño personaje de larga sombra, visitante incierto y tardío, detenido en el umbral luminoso, al fondo de un corredor oscuro que va estrechándose en una perspectiva impecable». O «No demoró en darse cuenta de que el modo más apropiado (y, frecuentemente, el único modo) de tratar los recuerdos de su infancia realmente significativos (en cuanto al objeto particular que se proponía dicha reconstitución) que reaparecían en diversos períodos de su adolescencia y de su juventud, era el de verlos en yuxtaposiciones imprevistas que, al reavivar los detalles, vivificaban el conjunto». O «Si se percibe el Pasado como un almacenamiento del Tiempo, y si el Presente es el proceso de esa percepción, el futuro, por el contrario, no es un elemento del Tiempo, no tiene nada que ver con el Tiempo y la gasa vaporosa de su textura física. El futuro no es más que un charlatán en la corte del Tiempo». O «¿Existe algún uranio mental cuya descomposición pudiera utilizarse para medir la edad de un recuerdo?». O «Y, ya que hablamos de evolución, ¿podemos imaginar el origen del Tiempo, y los escalones o vados por los que transitó, y las mutaciones que desechó? ¿Ha habido alguna vez una forma de Tiempo “primitiva”, durante la cual, por ejemplo, el Pasado, aún no claramente diferenciado del Presente, dejase aparecer sus formas y fantasmas a través de un “ahora” todavía blando, largo y larval? ¿O es que la evolución no ha afectado más que a la medida del tiempo, del reloj de arena al reloj de cuarzo, y de éste al pulsar portátil? ¿Y cuánto tiempo necesitó el Tiempo Antiguo para convertirse en el Tiempo de Newton?… Tiempo Puro, Tiempo Perceptivo, Tiempo Tangible, tiempo libre de todo contenido, contexto y comentario corriente —ése es mi tiempo y mi tema».

Y ahí continúa él y ahí siguen y permanecen su tiempo y su tema, pasando páginas.

Y ahí sigue pasando su pasado en el que querría no pensar, pero no puede dejar de hacerlo, porque ese pasado piensa todo el tiempo en él.

Ahí sigue, quemando páginas y apoyándose en el lomo de una enorme vaca verde (sintiendo el latido de su corazón de madre atómica) con la que, luego de beber su leche fluorescente, acaba de tener una larga conversación sobre su hermana muerta. Leche cuyo efecto hace que todo parezca brillar en la oscuridad, con el fulgor esmeralda de las más bélicas visiones nocturnas en modo search and destroy, causando que la paz de las constructivas ideas que siempre llegan sin que se las espere parezcan unirse con el mismo trazo que les da sentido y dirección a las constelaciones, ahí arriba.

Diamantes en el cielo sin fondo que a él le parecen el reflejo de los diamantes en el suelo: los diamantes locos que alguna vez recogió Penélope, vestida de novia marca Miss Havisham, pero abandonando ella el banquete nupcial en lugar de ser ella la abandonada. Los diamantes en los que él no creyó cuando se los contó Penélope y en los que ahora cree porque ahí están. El suelo con diamantes por los que alguna vez vagó Penélope, montando esta misma formidable vaca verde y donde y sobre ahora él duerme solo y desierto y tan lejos de todo consejo maestro con voz de niño: con esa voz que espera volver a oír pronto, porque para oírla de nuevo es que él ha venido hasta aquí.

Y aquí está la memoria de Aquel Cuyo Nombre No Debe Ser Mencionado, en todas partes, alrededor suyo, mientras él piensa y canta: «Remember when you were young… Shine on, you crazy diamond… Nobody knows where you are, how near or how far…». Su estrella brillando entre todas las estrellas… Ahí están… Orión, Sirio, Andrómeda y Cassiopeia. Se las contemplaba como si fuesen notas musicales o fragmentos de un sinfónico gran cuadro en el cielo. Unidimensionales y planas. Una junto a la otra. En perfecta armonía y lineal composición. Las estrellas que eran como memoriosas células interconectadas en ese cerebro que era el universo. Las estrellas a leer casi como si fuesen los créditos de apertura en la película in progress (las diosas flotando allí, un poco como esas desnudas y silueteadas Bond Girls, mientras sonaba una sensual y orquestalmente seductora Bond Song) con los más sofisticados aunque tan primitivos efectos especiales de todos los tiempos. O, tal vez, mejor, como capítulos de una gran novela, piensa.

Sí: parece que las estrellas (desde el fantasma de las primeras y titánicas y muertas jóvenes hasta las más recientes y pequeñas y cautelosas y longevas) están todas conectadas entre sí. Como por guiones entre puntos, como en un vacío rebosante de posibilidades entre una y otra, como entre las líneas de la palma de la garra del espacio, como parte de una misma historia. Pero no lo están. No son más que planos geométricos separados por la distancia de años luz. No quieren decir nada, no tienen nada que contar. Y él lo sabe porque durante su infancia cayó en su trampa: en ese espacio en negro entre una y otra pensando en que allí había algo, en que allí estaba todo. Pero no: los mitos que se supone narraban las estrellas no son otra cosa que las ilusiones de quienes las miraban fijo y fijadas en el cielo mientras todo se movía alrededor. Imposible orientarse por ellas, aunque así lo creyesen los antiguos navegantes, convenciéndose de que eran los dioses quienes los guiaban de regreso a casa. Lo cierto es que las estrellas son para desorientarse. Para demorar el retorno al punto de partida.

Y su comprensión e interpretación se ha complicado aún más con tantos aviones ahí arriba: con esas pequeñas y fugaces luces a las que no es lícito pedirles ningún deseo salvo el de que salgan puntuales y el de que lleguen a destino.

Aviones que a él, al menos, siempre le funcionaban como espacios en suspensión donde pensar mientras contemplaba a las estrellas por la ventanilla y a los convencidos de ser estelares ahí: en sus asientos o deambulando por pasillos, ajenos a las estrellas que ya no tenían trama ni contexto ni arco dramático evidente a no ser que se lo leyese desde la perspectiva de miles de milenios.

Así, impaciente e impotente, el hombre comenzó a escribir cuando se dio cuenta de que las historias ahí arriba, en lo más alto, ya no le satisfacían, piensa él. Inmensidades cósmicas e inabarcables y difíciles de resumir. Comienzos difusos y finales demasiado abiertos. The Great Gig in the Big Sky. Así, cree él, tuvo lugar la génesis de la narración, la necesidad de contar.

Así, los primeros escritores inventaron a los dioses y, con ellos, a la idea de un pasado inconmensurable a rememorar y a tener siempre presente. Los hombres pusieron por escrito a esos dioses fuera del tiempo y del espacio y esos mismos dioses les autorizaron y les ordenaron escribir. Pero antes de inspirarlos a escribir fueron ellos —en la Biblia o en el Corán o en la Torah, fundamentando la idea de que, en el principio y hasta el final, no hay nada más sagrado que una buena historia— los que los escribieron. Y a continuación les hicieron crear luego de haberlos creado. Y les rogaron en sus oraciones que los dotasen de historias mejor contadas que las que los hombres podían imaginar. Los dioses crearon a los hombres para que les contasen cuentos de buenas noches. Historias con comienzos claros y finales precisos. De ahí que también, casi enseguida, los hombres rebelándose y yendo a la vanguardia y revelando historias con difusos protagonistas que no se quedaban quietos y vibraban y brillaban como diamantinas y locas partículas aceleradas. De ahí, también, la furia de los dioses ante el libre albedrío de ciertas creaciones de sus creativas criaturas.

Y ahí sigue él entonces: confuso y confundido donde alguna vez comenzó el principio del fin de la nebulosa de su hermana quien creía en las estrellas y en su iluminación.

Ahí se queda: mirando todo a través del magnificante ojo sin párpado de la mira telescópica de un rifle (y de dónde salió ese rifle que un segundo atrás no estaba allí). Lo lejano de pronto al alcance de la mano con ese dedo en el gatillo, esperando oír música de recámara al cargarse, anticipando la obertura del disparo de salida para esa primera y última bala en toda su vida.

Y es que de unos años a esta parte (los años que llevaba pensando en cómo escribir acerca de todo aquello sobre lo que ya no escribía; esos últimos años de excritor luego de haber sido antes profesional escritor en activo y aún antes infantil nextcritor inminente; clasificación que para él se correspondía con la de sueño, ensueño y sinsueño) era como si él sólo pudiese pensar en holas y adioses. Todos aprisionados y apretujándose ahí dentro, como entre paréntesis, como lo ve y oye y recuerda todo ahora. De nuevo: visión nocturna color verde como el verde de esa colosal vaca en la que apoya su rifle y con las graduaciones de la mira telescópica que, sí, tienen algo como de paréntesis. Como todo aquello a lo que se rodea por dos líneas curvas y a lo que se quiere dar en el centro de su blanco con números exactos y letras precisas. Paréntesis funcionando como ese ultrasonido secreto al final de un long-play, lado B, luego de su última canción. Ultrasonido de 15 kilociclos puesto allí por J & P & G & R y por GM, su productor, para enloquecer a los perros. Ultrasonido que, en su familia, atormentó hasta el fin a su lisérgico Tío Hey Walrus y que lo ponía a ladrar a la luna. Frecuencia magnética que no atrae sino que distancia y que a él —de estar en y con un libro en tránsito y progreso— le hubiese gustado traducir a caracteres o a signos a insertar apenas superadas breves dedicatorias y muchos epígrafes para enseguida advertir de su error a todo posible lector que hubiese llegado allí buscando algo rebosante de diálogos y de personajes con los que identificarse sin esfuerzo y cuyos días y acciones empezasen bien y acabasen mejor. Agitando los brazos no para ser rescatado él sino para que no naufragasen ellos. Decirles de entrada y en la entrada que se habían equivocado de sitio. Hacerles señas disuasorias para que continuasen viaje y que no desesperasen porque, seguro, pronto encontrarían lo que buscaban. En otra parte. Casi en cualquier otra parte. Había muchos libros así —libros que no eran como los suyos o como el libro que ahora quemaba de a páginas— en tantos otros sitios. Libros donde ser felices y sentirse representados y tranquilos y escuchando a héroes y heroínas que hablaban mucho y se besaban y se amaban más aún.

Pero imposible conseguir nada de todo eso aquí y buen viaje.

Así que lo que se ofrece a modo de entrada son unos ( ) con muchas y ruidosas palabras entre uno y otro. Algo mucho más parecido a ese cósmico crescendo orquestal que —en esa misma última canción de ese disco de J & P & G & R, como si fuese la voz sin palabras que te deja sin palabras de otro monolito— resuena justo después del having read the book y del now they know how many holes it takes to fill y antes de que suene el ultrasonido que ladra pero no muerde.

Y, de nuevo, sí, comienzos y conclusiones.

Una y otra vez.

Porque él leyó y releyó el libro de su pasado y es plenamente consciente de todos y cada uno de los agujeros en su vida. Agujeros negros y rodeados por ese plano blanco que rodea a los agujeros negros.

No era cierto aquello de que si no se quiere repetir el pasado debes estudiarlo. Porque él se lo había aprendido a fondo, se lo sabía de memoria; y así su sensación es la de que él no hacía otra cosa que pasar al frente y repetirlo y sacar malas calificaciones.

Y siempre se acordaba de eso que Jay Gatsby le decía a Nick Carraway en cuanto a que por supuesto podía repetirse el pasado.

Así que allí iba de nuevo, listo para volver con la misma historia de siempre: la suya.

Y es verdad que pocos con más autoridad para pensar de este modo que él. Pocos ahí dentro o aquí afuera como él pueden compaginar todo a partir de llegadas que van y de salidas que vuelven para recordarlo aunque no lo recuerde.

Porque, aseguran los estudiosos, el verbo «recordar» demora un tanto en encenderse e iluminar. El cerebro de los recién dados a luz, explican, está demasiado concentrado en asimilar ese encandilador y puro y constante estímulo del presente. Presente al que (porque hay tanto de lo que acordarse cuando hay tan poco para recordar aún y tal vez por eso lloraba desesperado el desesperante bebé en el asiento 7A) se opta por olvidar casi de inmediato para no enloquecer por sobredosis de materia inolvidable. Así, aseguran, los bebés tienen en sus inicios la breve memoria de los peces (dejando caer una y otra vez aquello que se les recoge y vuelve a ponerse en sus manos y así contar con la perfecta excusa para seguir llorando y sonriendo) o de esos agentes secretos y fugitivos de sus propias organizaciones en thrillers conspiranoides a los que (para que puedan volver a cometer los mismos perfectos errores con incorrecto acierto y acceder así a la obligatoria situación de ser torturados una vez más) se les borra automáticamente su disco duro cada veinticuatro horas.

Sí: él había nacido muerto.

Idea contradictoria, oximorónica, alfaomegaística, endtobecontinuediana, y aun así…

Nacer muerto.

Empezar acabando.

Él había comenzado terminando o terminando al comienzo (y, con los años, habiendo vuelto entonces de donde sea, él siempre se preguntó si los muertos en el momento de nacer, de morirse para comenzar su vida muerta, se olvidaban de todo lo que habían recordado a lo largo de su vida o si, por lo contrario, su memoria era trasladada y archivada en un gran depósito de memorias: si lo que todos llamaban «alma» —catalogado ahora en un inmemorial «almacén» de pasados— no era en verdad otra cosa que la memoria).

Parto largo y un puñado de fotógrafos de sociales cubriendo el magno evento y fumando en la sala de espera, cuando aún se podía fumar en hospitales y en aeropuertos que —como lo escribió muchas veces— son parientes cercanos y vinculados por el rasgo común y familiar de toda esa gente que llega y gente que se va. Gente corriendo porque va a perder o ha perdido algo muy importante.

Parto muy complicado el suyo y peso excesivo y exceso de equipaje (al nacer él ya era como serían sus libros para muchos de sus fugaces lectores y críticos constantes) y no respiró y mucho menos lloró. Y así fue declarado dead on arrival. Y —de pronto y cuando ya nadie lo esperaba; cuando su pequeño cuerpo sin aliento iba ya de camino a la morgue del hospital— él había vuelto a este lado para, tal vez, no contar el cuento pero sí el microrrelato de que cuando despertó todavía estaba allí. La breve historia de su muerte (la muerte a la que se suponía interminable) y que había recordado una y otra vez en sus ficciones. La anécdota a menudo mencionada por las entrevistas en los tiempos en que lo entrevistaban por lo suyo y no por lo de Penélope (de quien se negaba a hablar porque, decía, no le parecía correcto y porque, no lo decía, el fantasma de Penélope se lo tenía completamente prohibido) y, hey, por qué no volver a contárselo a una vaca verde XXL.

Breve historia de su muerte y obra que —ahora lo comprende— había ido a desembocar a lo que no era una novela-río sino una novela-desierto. Algo a cuyo final se acercaba ahora como si fuese un oasis o un espejismo, quién sabe, qué importaba a esta altura.

Lo que sí importaba era que ya desde entonces —desde su Alpha y su Big Bang y su Génesis y su «Había una vez…»— él se supo escritor sin saberlo, supone.

Él quiso ser escritor y lector antes de aprender a leer y a escribir.

Y estaba seguro de que una vez, por unos minutos y a sus cuatro años, justo después de casi morir ahogado en una playa, él había sido escritor antes de aprender a leer y a escribir.

En una playa en la que sus padres discutían sobre sus discusiones. Cada uno con una versión diferente de un mismo libro en sus manos y cuyo título él había podido leer (¿desahogo de ahogamiento?, ¿bombardeo de adrenalina?, ¿milagro de la fe?) antes de saber y de poder hacerlo. Y, sí, entonces leyó por primera vez, al borde del desmayo y de camino a la casa, que el título de ese libro que leían sus padres una y otra vez era Tender Is the Night y su autor Francis Scott Fitzgerald. Y, también, algunas frases sueltas de su principio y de su final (en un tercer ejemplar que tal vez era el que leían juntos, cuando no se estaban peleando, cuando se llevaban bien). Y lo recuerda con la más encandiladora de las claridades. (Porque hasta entonces todo era apenas flashes y fragmentos y momentos e instantes, como si fuesen recortes no del todo bien pegados de un collage: un ángulo del techo de una habitación como contemplado boca arriba y casi al ras del suelo, la sensación casi milagrosa de pedalear en círculos un triciclo por el patio de un departamento, una pesadilla en la que un escuadrón de hombres de negro lo perseguía por los tejados de una ciudad que bien podía ser Londres consecuencia más o menos directa de haber sido expuesto a las radiaciones de Mary Poppins. Pero aquél había sido y seguía siendo su primer recuerdo pleno y completo y absoluto. Su primer recuerdo prolijo y fiel y enamorado hasta de su último detalle. Su inicial recuerdo plenamente recordable y, por lo tanto, capaz y digno de ser reinventado por él con total autoridad aunque todavía se emitiese y se recibiese como una señal precisa e imposible de no recibir y atender. Un mensaje llegándole desde las profundidades de esa playa de su infancia —como aquel hueso prehistórico convertido en primera arma y arrojado elípticamente a los cielos futurísticos en los que, según algunos espectadores e interpretadores, no flotaba un satélite artificial sino una lanzadera de armas nucleares— en la que casi había sido devorado por las profundidades de la desembocadura de un río en un mar para finalmente salvarse y flotar aferrado a su definitiva y definidora vocación literaria.)

Muchos años después, alguien le había contado la historia de los pescadores de Tiro. Pescadores quienes se habían convertido apenas Cristo hubo terminado de predicarles algo, nomás les arrojó alguna de esas parabólicas redes suyas, mucho tiempo antes de ser crucificado. Por lo que ellos se enorgullecían de ser los primeros cristianos. Ellos —pensaban y creían— ya habían sido cristianos antes de que el propio Cristo fuese cristiano: durante su época ya amadora del prójimo pero amateur en lo que hacía a lo mesiánico y al dogma con marca propia. Y entonces, escuchando eso (y por algún extraño motivo imaginando a esos pescadores pioneros más cerca de Monty Python que de Cecil B. De Mille o de Franco Zefirelli), él se dijo: «Tal cual… Eso… Así… Y en una playa… Yo también fui un pescador de Tiro en lo que hace a la lectura y a la escritura. Yo supe antes de saber. Yo lo supe primero».

Sí: su vocación había precedido al conocimiento de lo que era esa vocación (y de ahí el que hubiese leído sin pausa biografías de escritores y siempre las dejase de lado al llegar a los cuatro años de edad comprobando que a ninguno le había sucedido lo que le había sucedido a él. Ninguno de ellos había sido escritor antes de ser lector).

Aquél había sido un instante profético en la acepción más extrema y total del término: él, por unos minutos, fue lo que sería. Él de algún modo intuyó entonces lo que recién sabría más tarde. Y no: no se trató de uno de esos momentos del pasado que —al recordarlos en reversa desde el futuro, como si el agua tuviese la destreza de volver a meterse en los grifos de los que alguna vez brotó— recién entonces se antojasen proféticos. Al contrario: lo suyo fue uno de esos momentos inmensos en el acto pero enseguida ínfimos en la trama del tiempo. Porque momentos así no son más que momentos a magnificarse a posteriori como quien se aferra a un salvavidas o a una botella vacía de barcos y de mensajes. Trances dotados de una claridad absoluta pero efímera en cuanto a lo que vendría, y que se paladeaban para siempre del mismo modo en que era tanto más fácil recordar anteriores encarnaciones que anticipar próximas reencarnaciones.

De ahí que los adivinos profesionales, auténticos pero a la vez falsos, suelan preocuparse más por leer el pasado —documentándose en detalle o enumerando generalidades aplicables a cualquiera— para así volver automáticamente verosímil cualquier delirio que a continuación les anticipen a los incautos que pasan por ahí mostrando manos o mirando bolas o acariciando arcanos del Tarot donde, nada es casual, figura El Loco pero no El Idiota dispuesto a creerse cualquier cosa. El don de los verdaderos profetas —que, como había leído en alguna parte, son falsos por definición, porque su verdadera función es la de profetizar y no la de acertar— no reside en anticipar el futuro sino en el de ser perfectamente conscientes de lo que sucede en el presente y de lo que sucedió en el pasado y en cómo todo eso podría afectar al porvenir. Si se recordase todo, si no se olvidase nada, el futuro sería algo increíblemente predecible, transparente, obvio, tan poco ocurrente y absolutamente legible. Los profetas no son escritores sino lectores de aquello en lo que la gente quiere creer y que luego repiten, adornándolo, como si fuese obra propia. Son contados lectores a los que no se les puede contar nada: lectores muy sofisticados y de esos que, al comenzar una novela, están casi maldecidos por el ya presentir con mayor o menor exactitud todo lo que sucederá y cómo terminará la historia.

Algo así sintió él entonces, en ese momento inmenso.

Fue como si todos los tiempos se fundiesen al mismo tiempo en un solo tiempo. «Ahí ya estaba todo», pensó como si se lo leyese, aunque aún no hubiese aprendido a leer o escribir.

Y, claro, enseguida aprendió a leer y a escribir a una velocidad muy superior a la de otros niños.

Y ya redactaba con gracia desde el principio.

Y esquivaba como por instinto todo error ortográfico.

Y devoraba libros con la misma pasión con que otros pateaban pelotas.

Y pronto, a eso de sus seis o siete años, comenzó a escribir en serio y de verdad porque «cuando sea grande quiero ser escritor».

Y una vez que lo consiguió, siguió siendo un lecscritor: más un lector que escribe que un escritor que lee (porque en la vida siempre se leerá más de lo que se escribirá del mismo modo en que siempre se comerá —y se disfrutará más— de lo que se cocinará; a no ser que ese escritor sea uno de esos cada vez más abundantes y crudos escritores a los que lo único que les interesa es el publicar y el que los devoren a ellos).

La lectura entonces como la teoría de la práctica de la escritura (o viceversa, los límites entre una y otra eran tan difusos) para alumbrar la enunciación de esa fórmula no secreta pero sí privada que permitía ser otro. No las palabras mágicas pero sí la magia de las palabras. Y él degustándolas desde pequeño pero ya a lo grande: nunca suficientes, siempre hambriento y pidiendo repetir, como Oliver Twist. Alguien que, sí, sabía lo que iba a acaecer luego, como leyéndolo en su imaginación, antes de que tuviese lugar; porque él ya había dedicado mucho tiempo a pensar lo que tuvo que pasar antes para que sucediese después y tuviese tiempo y lugar recién al ponerlo por escrito para que les ocurriese a los demás.

Todo lo que ocurría en sus libros cuando alguien los leía ya había sucedido por primera vez al ocurrírsele a él, al escritor. Y a él no se le ocurría un origen y destino mejor que ése.

Intuyó ya entonces que la amplia superficie entre un extremo y otro —la vida, el argumento— sería como un desierto a cruzar entre vientos. Como un ir y venir, como una parte a inventar y soñar y recordar.

Inventar era recordar hacia delante.

Soñar era recordar hacia arriba o hacia abajo.

Recordar era inventar hacia atrás.

Y de ahí todas esas personas diciendo primero «no me acuerdo» o «no lo recuerdo bien» para, enseguida, proceder a contar algo con todo lujo de detalles e inventiva y con la más soñadora de las voces.

Lo sacra/mentalmente trino y monomítico otra vez, sí: inventar y soñar y recordar como las tres partes que también intervenían —como esas entrometidas hadas madrinas o brujas madrastras— en vidas ficticias y obras reales. En aquellas historias en las que se aconsejaba no olvidar nunca que todo lo que se contaba allí siempre estaría voluntaria o involuntariamente modificado por el contador. Y que enseguida sería vuelto a modificar por aquel al que se las había contado. Y que, finalmente, todo eso sería más o menos escondido de ambos por el muerto vivo que vive en todas y cada una de las historias o por el que nació muerto y sobrevivió para contarlas.

Tres partes que remitían a las tres de la mañana en la noche oscura del alma. A las tres estaciones en la Commedia de Dante, a los tres golpes que se le exigen a un fantasma para identificarlo fehacientemente. Al trío vocal cuyo nombre le gustaba tanto, The Ink Spots, cantando esa canción —una vieja canción pero una de esas canciones que nunca envejece, una canción antigua, que no es lo mismo— que ahora él silba bajo la luna y que le canta a «mi eco, mi sombra, y yo». A las tres partes/movimientos de 2001: A Space Odyssey. A los tres tiempos verbales.

Tres partes que —inventando y soñando y recordando— comulgaban en una única y total gran parte pensada que no podía dejar de pensar. La parte contada y que cuenta y que contará y que ya se contó. La parte narrada y escrita y leída. Tres partes del déjà vu subdividiéndose en el déjà vécu, en el déjà senti y en el déjà visité. Contando nombres y lugares, que se cambiaban o confundían o esfumaban en lo inventado y soñado, pero que costaban tanto más alterar o esconder o disimular en lo recordado. Todo eso que a lo sumo se podía excusar —en afirmativo o en negativo— con un «Me olvidé» o con un «No me acuerdo».

Se inventaba para volver algo real y se soñaba algo para, en un vanidoso y vano intento, descubrir que resultaba imposible narrarlo con precisión. Pero, finalmente, la versión que se imponía era la del recuerdo, aunque se recordase —inventando y soñando— con los ojos cerrados y con la mente abierta y con vista al frente.

El recuerdo era lo último que se ejercía y lo primero que se ponía por escrito recordando —ya en el acto de escribirlo— lo que se acababa de evocar por más que hubiese ocurrido y hubiera ocurrido apenas segundos atrás.

El recuerdo —a diferencia de lo que se inventa y de lo que se sueña— exigía cierta responsabilidad e implicaba alguna que otra obligación.

Los nombres y los apellidos y las fechas y los lugares, por ejemplo. Y los títulos de libros y los repartos de películas. Y todo eso que la gente ya no se preocupaba por memorizar porque siempre se estaba a un par de clicks de recordarlo.

Él se negaba a eso: al atajo con trampa, a la ayudamemoria externa. Él seguía practicando la teoría del recuerdo a solas: recordar era el acto más íntimo que podía llegar a realizar un ser humano y él prefería que siguiese siendo así. Prefería el acierto de equivocarse y el error de tener razón. La ida y la vuelta y los paréntesis, sí. Los paréntesis de la demora breve o larga entre el ir y el volver; el dejar algo en caída libre para recién atajarlo días más tarde; la evocación en los círculos concéntricos del blanco y no en la línea recta de la flecha. Todo aquello que podía llegar a confundírselo desde el presente pero que no se podía negar que había pasado y que, en la duda y en la incertidumbre, seguía pasando como parte del ahora. Aquello que no eran invento o sueño aunque en más de una ocasión se los hubiese corregido o alterado.

Fantasmas, sí.

Pero, esta vez y en esta parte, los nombres serán importantes, decide.

A diferencia de cuando inventa o sueña ahora, al recordar, intentará ser exacto.

Más o menos.

Así, lugares como Canciones Tristes.

Nombres como el de La Chica Que Cayó En La Piscina Aquella Noche y el de Aquel Cuyo Nombre No Debe Ser Mencionado.

Títulos (le gustaba que cada una de las palabras en los títulos de sus libros, a la manera inglesa, tuviese su inicial en mayúsculas) como Industria Nacional o La Historia Imposible.

Lugares.

Nombres.

Títulos.

Palabras que son, también, como estrellas vivas o muertas y que sirven (Time is an asterisk… Same as it ever was… Here comes the twister…) para orientarse o desorientarse a lo largo del ventoso desierto de toda una vida a recordar y a soñar y a inventar.

Así:

Primero y para empezar, el título.

El título era como el avión del asunto: un sitio al que subirse para que todo subiese.

Después y enseguida —cuando aún escribía, cuando todavía contaba— llegaba la tripulación.

Y recién luego él —el pasajero— que se sentaba y se ajustaba el cinturón de seguridad. Y hundía una de sus zarpas en ese frasco de cristal que le ofrecían las azafatas junto con los audífonos y los antifaces para cubrirse los ojos y las toallitas perfumadas para limpiarse las manos manchadas de tinta de formularios haciendo preguntas absurdas. Un frasco rebosante de frases como si fuesen esas bolitas de vidrio de colores con las que, de niño, jugaba a mirar fijo sin jugar. Esas bolitas con algo en su interior que parecían pétalos en trance o semillas en suspensión y que, si había suerte y condiciones apropiadas, pensaba, germinarían para ser floridos árboles en los que venir e irse por las ramas. Esféricas frases ajenas a apropiarse. Frases que no eran más que posibles epígrafes de esos que ahora él iba guardando ahí para su cada vez más improbable y futuro uso. Pero, aun así, para él tener epígrafes era al menos tener algo: los epígrafes siempre habían sido los ojos en la cerradura de la puerta de una casa por construir o conquistar —o los detonadores explosivos para abrir esas puertas— a la que se quería entrar y de la que había sido expulsado. Los epígrafes eran lunares más o menos extraños y de extraños a los que se conocía muy bien. Lunares siempre benignos y en el sitio exacto. Lunares no a quitar sino a tatuar en el propio rostro —con tipografía de cuerpo muy pequeño— para mejorarlo, para volverlo más atractivo. Lunares en beauty marked pages cortesía de la amabilidad de extraños a los que conocía igual o mejor que a muchos de sus seres más o menos queridos.

Y así, por ejemplo —ahora, en el desierto y en el viento, haciendo memoria—, él escogía uno de esos epígrafes. (Y —con Cara-de-¡Bingo! y aunque ya no tuviese donde trasplantarlo— recordaba que éste había salido de uno de esos cuentos felizmente desoladores de un autor que lo acompañaba desde su infancia y que lo siguió acompañando hasta la avanzada y tardía muerte de ese escritor. Alguien que siempre había estado a su lado sin importar el que —más o menos por los días en los que él había llegado al mundo para así conseguir la constante compañía de la relectura de lo suyo a cargo de sus lectores y adoradores— ese autor hubiese dejado de publicar y se hubiese aislado de todos sus colegas y de todo el «mundillo literario». Ese escritor que había optado por desaparecer por propia voluntad y, no como en su caso, obligado por las circunstancias. Y era en honor y obediencia a semejante deseo y disciplina, que él soliese evitar invocar su nombre en vano o por vanidad.)

Y la frase extraída pero no recordada —porque para él era inolvidable— salía de uno de los cuentos más melancólicamente alegres de ese hombre tan invisible pero omnipresente como lo era el eco omnipresente de aquel ultrasonido beatlesco (sus cuentos eran, por lo general, muy tristes; pero su lectura producía esa felicidad que se alcanza al encontrar por fin una tristeza igual a la propia pero tanto mejor redactada). Y la frase era también, sí, una frase terrible y terminal y muy en plan having read the book. En ella, alguien le comunicaba a alguien que «Lo peor que te puede ocurrir al ser un artista es que el serlo te convertirá en una persona ligeramente infeliz todo el tiempo». O algo así. Y, mejor, la cita exacta y en su idioma original, pensó él: «The worst that being an artist could do to you would be that it would make you slightly unhappy constantly». Frase que él había tecleado a modo de salvapantallas automático —materializándose como un mensaje desde otra dimensión— cada vez que hacía una pausa demasiado larga en lo que estaba escribiendo por los tiempos en los que aún escribía sin pausa.

Y la frase tenía razón. Aunque el autor de la frase no la había pasado tan mal después de todo, una vez convertido en artista. De acuerdo: el hombre se había encerrado a sí mismo en sí mismo, había adquirido fama de insoportable mizentropo, y acabó sordo para toda voz que no fuese la de sus personajes. Pero también había vivido muchos años y más que bien cobijado en su búnker por millonarios royalties de libros que se seguían vendiendo, generación tras generación, casi milagrosamente y sin importar el crecimiento exponencial en la población planetaria de sus tan detestados falsos y farsantes.

Pero sí, era verdad, aquel casi centenario en el centeno no había mentido: porque una vez que se era ya no había modo de dejar de serlo —de ser slightly-unhappy-constantly— y así se iría a partir de entonces por el mundo.

Por un mundo al que el personaje más famoso de ese excritor (o, mejor dicho, expublicador, porque se decía que siguió escribiendo pero que ya no tenía el menor interés en publicar) había denunciado como pura tramoya.

Un mundo desbordante de gente falsas y de «phonies»: término que, nada es casual, ahora era el más utilizado para referirse con cariño a los nuevos miembros de la familia que eran los «telefonitos» móviles.

Levantad, phonieadictos, el volumen del ring-tone.

Y la expresión «estar hasta la coronilla» había cobrado un nuevo y tremendo sentido: porque ahora se reconocían más las coronillas que los rostros. La gente conversaba siempre con su cabeza inclinada, como si orasen, como si sus pantallas fuesen sidurims o breviarios.

Y, ah, él ya había oído de parejas que en lugar de intercambiar anillos o votos intercambiaban teléfonos como forma absoluta de intimidad, como manera de desnudarse por completo y de ofrecer todo lo bueno y todo lo malo de sí mismos. Él había temblado al enterarse de parejas que eran, en realidad, veinte parejas ramificándose telefónicamente en tantas otras por gracias de algo llamado poliamor artificialmente incubado en sitios para «encontrarse» sin la responsabilidad del sentimiento pero que, a la vez, texteaban que lo que más deseaban era encontrar al «amor de sus vidas». Y sintiendo que, por suerte, ahora tenían las aplicaciones para buscar sin cesar —como probándose ropa sin cesar en una megastore— hasta elegir, nunca del todo seguros, quedar con la que mejor le quede y usarla un par de días. Y cambiarla por otra antes de que expirase el tiempo permitido para el canje. Habitantes casi todos de un nuevo mundo que ya no era el suyo.

El suyo era un mundo por el que ir arrastrando los pies y con la cabeza en alto pensando en cómo comenzar. O pensando en cosas absurdas pero que podían llegar a resultar útiles más adelante, ya en camino, por ese mundo que seguía siendo infantil, el de su infancia, porque fue entonces cuando él había decidido ser lo que era ahora. Un mundo en el que había pensado por primera vez cosas en las que nunca había dejado de pensar desde entonces. Cosas como —algunas de sus ideas favoritas y reincidentes— «No está bien que seres humanos y dinosaurios no hayan coincidido en el tiempo y en el espacio y hayan estado separados por millones de años». O «La muerte de Drácula al final del libro no tiene ningún dramatismo y sucede en apenas unas cuantas líneas, como si se completase el último requerimiento de un trámite que fue muy largo y complicado». Cosas a las que se añadían —en la ultrasónica voz de los pensamientos— otras cosas como que «Ésa es una de las razones para la invención del cine: para que cavernícolas y Tyrannosaurus jueguen juntos y para que el conde vampiro se disuelva estacado y bajo el sol con dramatismo y en cámara lenta». Cosas sueltas como si fuesen esas piezas dispersas que nunca se llegan a unir del todo cuando se sueña o cuando no se puede dormir.

Y él no se decía ni cuestionaba todo esto cuando soñaba o insomniaba, no. Y no era casual, pensaba, que —aun en el sueño más verosímil y realista y despierto— una de las maneras de saber si se estaba soñando era la de intentar leer o escribir algo allí, del otro lado. No se podía. Imposible. Se podía creer que se leía en sueños pero no se podía escribir en sueños. Ergo, no había nada que leer allí. Porque nada de lo que se ponía en letras con los ojos cerrados tenía allí sentido alguno de poder leerlo o escribirlo con los ojos abiertos. Lo mismo sucedía con la memoria de los sueños siempre acordándose de olvidar. Por eso había que anotarlos rápido, inventándose para uno mismo que se los estaba recordando, al volver aquí antes de que se disolviesen como sal o azúcar en agua. Y es que en los sueños no había dirección clara ni sentido preciso; salvo en los sueños que se soñaban en grandes novelas de terror leídas de pequeño. Novelas con amantes fatales regresando desde el otro lado de la muerte o con payasos asesinos sonriéndote desde una alcantarilla y ofreciéndote un globo rojo. Allí y entonces, en esas ficciones tan verdaderas, los sueños difusos recuperaban su ancestral naturaleza mítica de instrucciones precisas y de advertencias claras. Y no se cuestionaba nada porque ahí —despierto y soñando con dormir— no tenía sentido preguntarse nada, sabiendo que la respuesta probablemente sería otra pregunta. O que sería la misma pregunta de siempre y de nunca. La pregunta sin respuesta y que es la que se hacía ahora luego de tragarse un puñado de pastillas de esas para mantenerse despierto y alerta. Pastillas que no sólo impiden cerrar los ojos sino que también borran de la memoria toda conjugación del verbo «parpadear».

Y esa pregunta era, claro, «¿En qué has soñado?».

Ahora él ha elegido ya no soñar en esta última noche de su historia. Ahora ha elegido ser como una espora invasora, como un veloz hadrón-ladrón colándose en laboratorio ajeno para contaminarlo. Ser como una de esas giratorias tumbleweeds que ahora pasan rodando frente a él y se suben al esqueleto oxidado y poético de un salvaje y detectivesco Chevrolet Impala o de un Camaro que alguien dejó ahí para luego partir rumbo a ninguna parte.

Ahora él se dice que nunca se elige lo que se sueña —¿soñar con o soñar que?— del mismo modo que lo que se recuerda de ese sueño son, apenas, fragmentos que se reciben por decisión impropia. Uno no era autor de sus sueños. Uno era lector de sus sueños. Y, con modales parecidos, tampoco se era autor de los propios recuerdos: se era editor de los recuerdos. Recordar era, de algún modo, soñar despierto. Al soñar se era inventado y creado y al recordar uno se inventaba y se recreaba.

«Pasamos la vida reescribiéndonos para poder releernos», se dice él en ese desierto bajo las estrellas y en silencio. Y es una suerte que la gigantesca vaca verde parezca haberse dormido y ya no le hable a su cerebro desde su cerebro donde se dan cita otros posibles epígrafes.

«El sueño es una construcción de la inteligencia, a la que su constructor asiste sin saber cómo acabará» y «Un sueño es algo todavía menos nuestro que una narración compuesta por otros porque nunca somos tan pasivos escuchando como soñando. Y sin embargo es indudable que el sueño lo creamos nosotros. Crear sin tener conciencia de ello, he aquí lo extraño del sueño» y «He notado soñando que en sueños no existen vicisitudes precedentes, todo es acción, nada es resumen».

Todo lo anterior lo había advertido, en su diario, un escritor, otro escritor. Un escritor suicida para —aunque no lo supiese entonces— que él lo añadiese tantos años después a su colección de epígrafes cristalinos y esféricos. Un escritor suicida del que él sólo había leído un libro —el libro al que le había extraído esas frases sueltas— y de ahí que, por haberlo leído tan poco, no se atreviese a recordar ni se sintiese digno de invocar su nombre, porque el hacerlo le daba algo de vergüenza en cuanto al poco tiempo de lectura que le había dedicado sin que eso lo privase de cosecharle epígrafes (sí, él era así, él tenía esas cosas). Y lo había recordado hace apenas unos días, recitando también aquello de «one of these days I’m going to cut you into little pieces» en el momento en que una canción se soltaba y parecía enloquecer. Lo había recordado leyéndolo para sí mismo en las páginas de una de sus libretas biji, él también casi suicida pero, en su caso, el modelo de suicida que se limitaba a ponerse en situaciones potencialmente mortales. Un suicida por proximidad y de camino al lejano desierto en las afueras de Monte Karma, en Abracadabra.

(Lo recordó al leer a ese escritor suicida —y se recuerda a sí mismo ah

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