Legados de Lorien 1 - Soy el número Cuatro

Pittacus Lore

Fragmento

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CAPÍTULO SEIS

 

 

 

ENTRO EN LA CASA Y ME TUMBO EN EL colchón desnudo de mi cuarto. La mañana me ha agotado y dejo que se me cierren los ojos. Cuando vuelvo a abrirlos, el sol se ha elevado por encima de las copas de los árboles. Salgo de la habitación. Henri está en la mesa de la cocina, con el portátil abierto, y sé que ha estado navegando por Internet, como hace siempre, en busca de información o de noticias que puedan indicarnos dónde están los demás.

—¿Has dormido? —le pregunto.

—No mucho. Ahora tenemos conexión, y no he mirado las noticias desde Florida. Ya no aguantaba más.

—¿Algo que valga la pena?

Él se encoge de hombros y contesta:

—Un joven de catorce años se ha caído de un cuarto piso en África y se ha levantado sin un rasguño. Y otro de quince años de Bangladesh afirma ser el Mesías.

—Está claro que el de quince años no es uno de nosotros —digo, riendo—. ¿Qué opinas del otro?

—Tampoco. Sobrevivir a una caída de cuatro plantas no es una proeza tan grande. Además, si fuese uno de nosotros, no habría sido tan descuidado, ¿verdad? —dice él, guiñándome un ojo.

Sonrío y me siento enfrente de Henri. Él cierra el ordenador y apoya las manos sobre la mesa. Su reloj marca las 11.36. Llevamos en Ohio poco más de medio día y ya han sucedido muchas cosas. Me miro las palmas. Su fulgor se ha atenuado desde la última vez.

—¿Sabes qué es lo que tienes? —pregunta.

—Luces en las manos.

—Se llama lumen —dice, riendo entre dientes—. Con el tiempo podrás controlar la luz.

—Eso espero, porque, si no se apagan pronto, nuestra nueva identidad se habrá ido a la porra. De todos modos, todavía no les veo la gracia.

—El lumen no consiste sólo en las luces. Te lo aseguro.

—¿Y en qué más consiste?

Henri entra en su habitación y vuelve con un encendedor en la mano.

—¿Recuerdas algo de tus abuelos? —pregunta.

En Lorien nos crían los abuelos. No vemos mucho a nuestros padres hasta que alcanzamos la edad de veinticinco años, cuando tenemos nuestros propios hijos. La esperanza de vida de los lóricos es de unos doscientos años, mucho más que la de los seres humanos, y cuando tienen hijos, a una edad comprendida entre los veinticinco y los treinta y cinco años, los mayores son los que los crían mientras los padres siguen afinando sus legados.

—Poca cosa —respondo—. ¿Por qué?

—Porque tu abuelo tenía el mismo don.

—No recuerdo que le brillaran nunca las manos.

—Igual nunca tuvo motivos para usarlo —dice él, encogiéndose de hombros.

—Fantástico, un don que nunca voy a usar. Suena genial.

Él menea la cabeza de lado a lado y me dice:

—Dame la mano.

Le doy la derecha. Él enciende el mechero y lo acerca hasta tocar la punta de un dedo con la llama.

—¿Qué estás haciendo? —le digo, apartando la mano.

—Confía en mí.

Le doy la mano otra vez. Él la coge y vuelve a encender el mechero. Me mira a los ojos y sonríe. Bajo la vista y veo que mantiene la llama tocando la punta de mi dedo corazón. No siento nada, pero el instinto me obliga a apartar la mano de todos modos. Me froto el dedo. No me lo noto distinto de antes.

—¿Te ha dolido? —me pregunta.

—No.

—Dámela otra vez, y avísame cuando notes algo.

Henri vuelve a tocarme la punta del dedo con la llama, y luego empieza a subirla muy despacio por el dorso de la mano. Noto un ligero cosquilleo en el punto donde la llama toca la piel, pero nada más. Sólo cuando el fuego llega a la muñeca empiezo a notar que quema. Retiro el brazo.

—Au.

—Lumen —confirma—. Serás inmune al fuego y al calor. Tus manos aprenden de forma natural, pero tendrás que entrenar el resto del cuerpo.

Una gran sonrisa me recorre la cara.

—Inmune al fuego y al calor —repito—. O sea, ¿que nunca más me voy a quemar?

—Con el tiempo, no.

—¡Es alucinante!

—Al final no va a ser un legado tan malo, ¿eh?

—Nada malo —asiento—. Bueno, ¿y qué pasa con las luces? ¿Acabarán apagándose?

—Sí, seguramente después de un sueño reparador, cuando tu mente se olvide de que están encendidas —responde—. Pero durante un tiempo tendrás que tener cuidado de no alterarte. Un desequilibrio emocional puede hacer que se te enciendan otra vez, si estás demasiado nervioso, o enfadado, o triste.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que aprendas a controlarlas. —Henri cierra los ojos y se frota la cara con las manos—. En fin, yo voy a intentar dormir otra vez. Hablaremos de tu entrenamiento dentro de unas horas.

Me quedo en la mesa de la cocina después de que se haya ido. Abro y cierro las manos, hago profundas respiraciones e intento calmarme completamente por dentro para que las luces se apaguen.

Por supuesto, no tengo éxito.

Toda la casa sigue patas arriba, a excepción de las cuatro cosas que ha hecho Henri mientras yo estaba fuera. Sé que preferiría que nos marcháramos otra vez, pero no hasta el punto de que no pueda convencerle de que nos quedemos. A lo mejor, si se despierta y se encuentra con la casa limpia y ordenada, eso acabará de inclinar la balanza a mi favor.

Empiezo por mi habitación. Quito el polvo, limpio las ventanas, barro el suelo. Cuando ya está todo limpio, echo las sábanas, las almohadas y las mantas sobre la cama, y después cuelgo y doblo toda mi ropa. La cómoda está vieja y desvencijada, pero la lleno y coloco encima los pocos libros que tengo. Así de fácil: una habitación limpia, con todas mis pertenencias bien ordenadas.

Sigo con la cocina, apartando los platos y limpiando las encimeras. Eso me da algo que hacer y me ayuda a olvidarme de lo de las manos, aunque sigo pensando en Mark James mientras limpio. Es la primera vez en mi vida que le planto cara a alguien. Es algo que muchas veces he querido hacer pero nunca he hecho porque quería pasar desapercibido, siguiendo el consejo de Henri. Siempre he intentado retrasar cada traslado

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