Sherlock Holmes 3 - El Sabueso de los Baskerville

Sir Arthur Conan Doyle

Fragmento

Sherlock Holmes: El sabueso de los Baskerville

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El señor
Sherlock Holmes

A primera hora de la mañana, Sherlock Holmes estaba sentado desayunando. Aquel día había amanecido frío, por lo que me encontraba de pie junto a la chimenea. En mis manos sostenía el bastón que había aparecido en nuestro apartamento la noche anterior. Un caballero, al que no habíamos visto porque no estábamos en casa, se lo había olvidado.

Pertenecía al tipo de bastones llamados «abogado de Penang», muy comunes entre los médicos desde hacía unos años. En la abrazadera de plata que rodeaba la parte inferior del puño se leía la inscripción: «A James Mortimer, M. R. C. S., de sus amigos del C. C. H.». Junto a esta inscripción había otra con una fecha: 1884.

—¿Qué piensa del bastón, Watson? —me preguntó mi amigo.

Holmes estaba de espaldas a mí.

—¿Cómo es posible que sepa que lo estoy mirando? ¿Es que tiene ojos en el cogote? —le pregunté en tono burlón.

—No, Watson, no se preocupe, no los tengo. Pero la superficie de una cafetera de plata delante de mí me permite ver lo que está haciendo —respondió con la mayor naturalidad—. Lo veo muy interesado en ese bastón. Dígame, ¿qué puede decirme sobre él?

Sin darme tiempo a responderle, añadió:

—¡Qué lástima que su propietario no nos encontrara ayer en casa! Watson, ¿usted cómo se lo imagina?

Tratando de recordar los métodos deductivos que me había enseñado mi compañero de apartamento, intenté aplicarlos. Y, antes de responder, observé el bastón con detenimiento.

—Creo que el doctor Mortimer lleva ya muchos años trabajando como médico. Me imagino que es una excelente persona y afectuoso con sus pacientes. El bastón es la prueba de ello, pues deduzco que es un regalo —expliqué.

—¡Watson! ¡Eso está muy bien! —exclamó Holmes.

—Añadiría que se trata de un médico rural y que acude a realizar las visitas caminando.

—¿Por qué cree eso? —me preguntó.

—El bastón tiene muchas señales. Con toda seguridad se deben a que los caminos que el doctor recorre están llenos de piedras que lo han ido golpeando. Uno de un médico de ciudad no tendría tantas marcas como este. Fíjese, Holmes, que la parte inferior ya está muy desgastada, lo que indica que su propietario lo ha utilizado en muchos de sus paseos.

—Su razonamiento es perfecto, amigo —comentó Holmes.

—También deduzco que la inscripción que aparece en él, C. C. H., se refiere a algún club rural.

—Watson, debo felicitarle de nuevo; le puedo asegurar que me tiene maravillado. Nunca habría imaginado que a partir de la observación de este objeto alguien pudiera obtener tanta información. ¡Y ha sido a partir de un método científico como la deducción! ¡Magnífico! —reconoció Holmes mientras se levantaba de la mesa y se acomodaba en el sofá.

Oír aquellas palabras me produjo una gran satisfacción. Había acompañado a Holmes en la resolución de varios de sus casos y nunca, en todo este tiempo, había valorado de manera tan positiva mis comentarios. Sentía una felicidad enorme por lo que acababa de escuchar. Seguidamente, Holmes se levantó de su butaca y vino hacia mí.

—Por favor, ¿me deja? —me pidió mientras cogía el bastón de mis manos.

Primero, lo observó muy despacio, en silencio. Después se acercó a la ventana y continuó inspeccionándolo con su lupa.

—Muy interesante lo que he podido observar. Elemental, eso sí, pero muy interesante —comentó sentándose de nuevo en el sofá.

—Espero que no se me haya pasado por alto nada importante —comenté un poco inseguro.

—Watson, siento decirle que estaba equivocado.

—¡No le comprendo! ¿Por qué me ha felicitado, entonces?

—Porque tengo que agradecerle que sus errores me hayan guiado hacia la verdad.

—No estará insinuando acaso que me he equivocado en todas…

—No se precipite, Watson, en alguna ha acertado; por ejemplo, que es de un médico rural que camina mucho.

—¿Y solo en eso? —pregunté decepcionado.

—Sintiéndolo mucho, así es. Usted ha sugerido que este bastón es un obsequio de algún club rural, ¿lo recuerda?

—Sí, eso es lo que he sugerido.

—Pues debo decirle que las iniciales C. C. se refieren a Charing Cross y la H. corresponde a Hospital.

—¿Quiere decir que se trata del Charing Cross Hospital de Londres?

—Las posibilidades son muy altas. Y si damos por buena esta pista, nos hallamos ante un nuevo punto de partida para deducir quién fue el visitante desconocido —sugirió Holmes.

—Imaginemos que partimos de Charing Cross Hospital, ¿qué otras conclusiones podríamos obtener? —pregunté desanimado.

—Watson, ¡no me lo puedo creer! ¿No se le ocurre nada? Conoce mis métodos, lo único que debe hacer es aplicarlos.

—A la única conclusión que llego es que este doctor trabajó en Londres antes de instalarse en el campo.

—Arriésguese un poquito más, vamos. ¿En qué momento se le puede entregar a una persona un bastón como este?

—Francamente, no me imagino la ocasión.

—¿De verdad, Watson? ¿No se le ocurre nada?

—No, lo siento —contesté con un hilo de voz.

—Veamos, le explicaré lo que he deducido. Creo que sus amigos le regalaron este bastón en el momento en que el doctor Mortimer dejó el Charing Cross. Es posible que se trasladara desde un hospital de Londres a un puesto de médico rural. ¿Le parece absurdo afirmar que le hicieron este regalo con motivo de su despedida?

—Parece bastante probable —respondí resignado.

—Debemos suponer que este médico no pertenecía a la lista del personal permanente del hospital. Me pregunto qué cargo tendría. Por lo tanto, podemos afirmar que trabajaba en el hospital pero que no pertenecía a la plantilla, ¿está de acuerdo conmigo?

—Totalmente de acuerdo —afirmé.

—En este caso, solo podría ser un cirujano o un estudiante de último curso que dejó el hospital hace ya cinco años tal y como indica la fecha grabada en el bastón. Por otra parte, un médico titular de una plaza rural se marcha del pueblo, por razones que desconocemos, y su plaza la ocupa un médico de carácter simpático. Tiene un perro que le acompaña en sus paseos. Es más, puedo afirmar, por el tipo de marcas que hay en el bastón, que el perro en cuestión es más grande que un terrier y más pequeño que un mastín.

Al escuchar aquello, no pude evitar una sonora carcajada mientras miraba a Sherlock Holmes.

—No tengo suficiente información para confirmar este último detalle —dije todavía entre risas—. Pero no me resultará difícil comprobar algunos datos sobre la edad y la profesión de nuestro misterioso personaje. Para ello, solo tengo que consultar uno de los libros que conservo de cuando estudié Medicina.

Me acerqué al estante, cogí el pesado volumen del directorio médico y busqué el apellido Mortimer. Entre los que encontré, solo uno podía ser el personaje del que estábamos hablando.

—Escuche Holmes, aquí tenemos a nuestro hombre: «Mortimer, James. Entre 1882 y 1883 fue cirujano interno en el Charing Cross Hospital de Londres. En la actualidad, es médico titular en las localidades rurales de Grimpen, Thorsley y High Barrow».

—Watson, me satisface que, desde un principio, asegurara usted que se trataba de un médico rural. Deduje que era simpático y algo olvidadizo. Mi experiencia me permite afirmar que solo alguien con ese carácter sería capaz de renunciar a una plaza de médico en un hospital de Londres para irse a vivir al campo. También tuve en cuenta que las personas simpáticas son las que suelen recibir regalos. Además, creo que solo un despistado dejaría su bastón en lugar de una tarjeta de visita después de venir a nuestro apartamento y no encontrarnos.

—Y el perro, ¿qué me dice sobre el animal?

—Seguro que se ha dado cuenta de que el bastón es algo pesado, ¿verdad? Cuando el perro y su amo salen a caminar, el animal lo sujeta fuertemente con su boca por el centro. Si lo observa, Watson, aquí se ven las marcas de sus dientes —me explicó mientras me las señalaba.

—Es cierto, ¿cómo es posible que no me diera cuenta?

—Si nos fijamos bien en cómo es la separación de estas señales, vemos que son demasiado anchas para tratarse de un terrier, pero no lo bastante como para tratarse de un mastín.

Mientras me explicaba todo aquello, Holmes no dejaba de caminar dando vueltas por la habitación. Después, se acercó a la ventana y se puso a mirar por ella. Y lo había dicho todo con tanta seguridad que no tuve más remedio que preguntarle, sorprendido:

—¿Cómo puede estar tan convencido?

—Por la sencilla y única razón de que veo al perro en el escalón de nuestra puerta de entrada y, a su lado, nuestro individuo acaba de tocar la campanilla.

Ante mi cara de sorpresa, Holmes añadió:

—Watson, por favor, quédese en la sala mientras. Recuerde que es médico, como usted, y seguro que su presencia puede resultarme muy útil. Está a punto de presentarse una nueva oportunidad y no sabemos a dónde puede conducirnos.

A los pasos que habíamos oído en el pasillo, siguieron unos golpecitos en la puerta.

—¡Adelante! —ordenó Holmes con voz firme.

Al abrirse la puerta vimos a un hombre alto, delgado y de nariz aguileña. Llevaba unas gafas de montura dorada y sus ojos grises estaban algo separados entre sí. Aunque vestía al estilo que acostumbran a hacerlo los médicos, su aspecto era algo descuidado. Cuando entró en nuestro apartamento, lo primero que hizo fue mirar con alegría el bastón que Holmes sostenía con la mano y se abalanzó sobre él, exclamando:

—¡Qué alegría! No recordaba si lo había olvidado aquí o en la agencia marítima. ¡Qué disgusto habría tenido si no lo hubiera recuperado!

—Supongo que se trata de un obsequio —aventuró mi amigo.

—En efecto, señor.

—¿Del Charing Cross Hospital?

—Sí, así es. Fue un regalo de un par de amigos de allí con motivo de mi boda.

Miré a Holmes por el rabillo del ojo. Quería ver qué cara ponía por no haber acertado en aquello.

—¡Vaya! ¡Qué disgusto! —dijo sorprendido Holmes moviendo la cabeza.

—¿Por qué? —nos preguntó asombrado.

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—Porque con ello ha desbaratado nuestras deducciones. Nos acaba de decir que este bastón es un regalo con motivo de su boda, ¿verdad?

—Así es. Me casé y, al hacerlo, abandoné el hospital. Con esa decisión desaparecieron mis ilusiones de tener una consulta propia. Sin embargo, para mí era más importante formar un hogar junto a mi esposa.

—Tampoco nos equivocamos tanto en nuestras deducciones —apuntó Holmes mirándome satisfecho—. Pero, doctor James Mortimer, díganos, ¿qué le ha traído por aquí?

—Usted es el señor Holmes, ¿verdad?

—En efecto, y él —dijo señalándome— es mi amigo, el doctor Watson.

—Ahora que le veo de cerca, observo que su cráneo tiene una forma muy oval. Si no le importa, me gustaría comprobar algo. ¿Puedo?

Después de que Mortimer examinara con sus dedos el cráneo de mi amigo, este le pidió que se sentara.

—Doctor, veo que le entusiasma su trabajo; a mí me ocurre lo mismo.

Observé a aquel hombre tan curioso.

Holmes permanecía en silencio, observándolo con atención. Estaba claro que aquel individuo había despertado un gran interés.

—Doctor Mortimer, ¿por qué ha venido a visitarme?

—Hasta hace poco mi vida en el campo era tranquila; atendía a mis pacientes y, en mis ratos libres, disfrutaba de la lectura de un buen libro. Por desgracia, la tranquilidad ha desaparecido y si he acudido a usted es porque me veo envuelto en un grave y extraño asunto. Tengo entendido que es el segundo de los grandes especialistas que existen en Europa…

—¿El segundo? ¿Podría decirme quién es el primero? —preguntó Holmes algo molesto.

—Las personas que poseen una mente científica dicen que es monsieur Bertillon —respondió.

—Pues haría bien en acudir a su consulta, ¿no cree, doctor? —dijo mi amigo.

—Perdone, he comentado que Bertillon interesa a las personas con mente científica. Sin embargo, de todos es sabido que, como persona de sentido práctico, no hay otro como usted, señor Holmes.

—Doctor Mortimer, por favor, explíquenos el caso que le ha traído hasta aquí.

Sherlock Holmes: El sabueso de los Baskerville

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La maldición
de los Baskerville

—Le he traído un documento —Nos dijo el señor James Mortimer.

—Me lo había imaginado. Cuando entró en la habitación, me fijé en que sobresalía del bolsillo de su abrigo —comentó Holmes.

—Es un manuscrito antiguo —afirmó Mortimer.

—Sí, lo sé, de principios del siglo XVIII; siempre y cuando no sea una falsificación.

—Me consta que es un documento auténtico —afirmó Mortimer un poco ofendido—. Me sorprende que pudiera fecharlo, ¿cómo lo ha hecho, señor Holmes?

—Mientras hablábamos, pude observar la parte que asomaba —le respondió Holmes—. No sé si ha leído mi libro sobre manuscritos antiguos donde analizo las características de algunos documentos. En el libro explico que el papel, la tinta o el tipo de letra varían de una época a otra.

—Sí, he leído su libro y tiene toda la razón. La fecha exacta de este documento es 1742 —precisó el doctor Mortimer mientras lo sacaba de su bolsillo.

Holmes alargó la mano, tomó el manuscrito que le dio Mortimer y lo alisó encima de la rodilla.

—Hace ya un tiempo que sir Charles Baskerville me entregó este documento familiar. Me pidió que lo guardara y protegiera como si fuera un tesoro —continuó—. Además de ser su médico de cabecera, era un gran amigo suyo.

El doctor Mortimer guardó silencio un par de minutos porque se sentía muy emocionado.

—Su trágica muerte, hace ya tres meses, supuso un duro golpe en Devonshire. Era un hombre honrado, inteligente y práctico. Siempre se tomó muy en serio este documento y vivía convencido de que en cualquier momento podía ocurrirle una tragedia.

Mientras, Holmes me mostró el documento que tenía en sus manos.

Miré el papel amarillento que Holmes me mostraba. Las palabras iniciales del manuscrito eran: «Palacio de Baskerville» y, debajo, en grandes números irregulares, la fecha, «1742».

—Es la explicación de la leyenda que los miembros de la familia Baskerville se van transmitiendo —precisó el médico.

—Doctor Mortimer, no sé si he comprendido bien, quería consultarme algo práctico y más reciente, ¿no? —preguntó Holmes.

—Sí, mucho más actual. Es un tema urgente que debo solucionar en las próximas veinticuatro horas. El manuscrito no se alarga mucho y está relacionado con el problema que me ha traído hasta aquí; se lo voy a leer.

Holmes se acomodó en su butaca y entrecerró los ojos para concentrarse en la lectura del manuscrito que el doctor Mortimer estaba a punto de iniciar. Este lo cogió con sumo cuidado y leyó con voz alta y clara el siguiente relato:

El origen del sabueso de los Baskerville ha dado lugar a numerosas leyendas. Como descendiente de Hugo Baskerville, he querido poner esta historia por escrito tal y como me la explicó mi padre que, a su vez, la escuchó de mi abuelo. No tengáis miedo de lo que sucedió en el pasado, tened cuidado con lo que pueda ocurrir en el futuro y actuad siempre con buen corazón. Solo así podréis conseguir que nuestro apellido no vuelva a sufrir la deshonra por sucesos horribles como los ocurridos hace ya muchos años.

Debéis saber que, en el siglo XVII, Hugo era el señor de esta gran casa y de estas tierras. Este Baskerville era el hombre más salvaje, descarado y malvado que se pueda imaginar. Este perverso individuo se enamoró de la hija de un granjero de la zona, una joven bella y bondadosa. La mañana del día de San Miguel, en plena primavera, la muchacha se encontraba sola en su casa porque su padre y sus hermanos se habían marchado. Hugo, acompañado de cinco o seis de sus malvados compañeros, se presentó en la granja donde vivía la joven y, entre todos, la raptaron. Se la llevaron a su casa y la encerraron en una de las habitaciones del piso superior de la mansión Baskerville. Mientras la muchacha estaba allí prisionera, Hugo y sus compañeros se sentaron a la mesa para celebrar su mala acción con un suculento banquete. La pobre muchacha decidió actuar en aquel momento como no lo hubiera hecho ni el más valiente de los hombres. Huyó por la ventana utilizando la enredadera que cubría la pared para descolgarse hasta el suelo. Después, no dejó de correr a través del páramo en dirección a su casa.

Al rato, Hugo decidió subir a la habitación. Pero, al entrar, descubrió que la chica había desaparecido. Aquello lo enfureció tanto que echó a correr escaleras abajo gritando y exclamando que aquella misma noche entregaría su cuerpo y su alma al diablo si no conseguía recuperar a la muchacha. Uno de sus amigos aconsejó lanzar a los sabuesos de caza sobre la pista de la joven. Hugo Baskerville ordenó que le ensillaran su yegua y soltasen a los perros de las jaulas. Tras darles a olfatear un pañuelo de la chica, los animales salieron aullando tras su rastro, a través del páramo.

Al principio, los amigos de Hugo Baskerville le observaban sin adivinar lo que pretendía. Pero cuando lo comprendieron, decidieron montar a sus caballos y unirse a la persecución de la joven. El alboroto fue tan enloquecedor que los criados de la casa Baskerville se retiraron asustados. Aquellos hombres cabalgaban enfurecidos siguiendo la dirección que había tomado la muchacha.

Llevarían recorrido ya un buen trozo, cuando se cruzaron con un pastor que pasaba la noche en el páramo. A pesar de que el miedo que sentía aquel hombre era inmenso, les indicó la dirección que había tomado la joven. El pastor también añadió que Hugo Baskerville perseguía a la chica montado sobre su yegua negra y que, tras él, corría un infernal sabueso de extraordinario tamaño.

Los caballeros se rieron de aquel buen hombre y continuaron cabalgando sin hacer caso de sus palabras. Pero, poco tiempo después, sintieron que se les helaba la sangre. Primero, oyeron el ruido de un galope y, después, vieron a la yegua negra de su amigo con la cara llena de espuma blanca y la montura vacía. Aquellos hombres crueles y sanguinarios se asustaron tanto que siguieron galopando por el páramo sin separarse, arrimando sus caballos unos a otros. Avanzando a paso corto, llegaron al lugar donde se encontraban los perros. Todos los animales gimoteaban agrupados a la entrada de un profundo valle de aquella parte del páramo.

Los hombres se pararon en el mismo lugar donde estaban los perros y tres de ellos se lanzaron con sus caballos valle abajo. Este desembocaba en una amplia llanura sin árboles donde se alzaban dos grandes piedras. En el centro, se hallaba la joven tendida en el suelo, agotada por el miedo y el cansancio. Y a su lado se encontraba el cadáver del malvado Hugo. Pero no fue la muchacha ni el cuerpo de su amigo Baskerville lo que asustó a aquellos tres fanfarrones. Lo que en realidad les horrorizó fue descubrir a una espantosa criatura que mantenía los dientes clavados en el cuello de su amigo muerto. Se trataba de una bestia de color negro con aspecto de un sabueso. Su tamaño era tan gigantesco que nunca antes habían visto un animal así. Al ver que la fiera volvía sus ojos encendidos y les mostraba su amenazadora boca, los tres hombres huyeron de terror y cabalgaron sin detenerse hasta llegar a sus casas.

Esta es, hijos míos, la leyenda de la aparición del diabólico sabueso que, según se cuenta, desde aquel día no ha dejado de perseguir a nuestra familia. No puede negarse que muchas de las personas de nuestra estirpe han sufrido muertes trágicas, repentinas y misteriosas. Solo os recomiendo, hijos, que busquéis ayuda en la Biblia; y os aconsejo que seáis muy prudentes y no crucéis nunca el páramo solos a las horas tenebrosas en que las fuerzas del Mal se pasean triunfantes por el lugar.

(Escrito de Hugo Baskerville a sus hijos).

Al terminar de leer el manuscrito, el doctor Mortimer miró a través de sus gafas a Holmes. Mi compañero bostezó y comentó:

—Usted dirá, señor.

—¿No lo encuentra misterioso e interesante? —preguntó Mortimer.

—Tal vez lo sea para alguien que cree en las historias de fantasmas —respondió Holmes.

El doctor Mortimer extrajo de su bolsillo un periódico doblado y lo desplegó ante mi amigo:

—Pues bien, señor Holmes, voy a leerle también el artículo publicado el 14 de junio de este año en el Devon Country Chronicle. Incluye una breve explicación sobre la muerte de sir Charles Baskerville, ocurrida pocos días antes de esa fecha.

TRISTE ADIÓS. La muerte repentina de sir Charles ha dejado un gran vacío a todos los vecinos del condado. Aunque sir Charles llevaba viviendo en la mansión Baskerville poco tiempo, su generosidad y simpatía le ganaron el afecto y respeto de todos los que le conocieron. Pa

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