El hombre de blanco

Johnny Cash

Fragmento

cap

Los amigos del nazareno se habían unido

y eso me encolerizó

y celosamente llevé a cabo una matanza.

Sus lugares secretos descubrí,

hice que los azotaran, que los encadenaran,

pero algunos lograron huir

temerosos de mí y con razón.

Entonces se me apareció

el Hombre de Blanco

en un halo de luz tan cegadora

que caí a tierra

y aquel resplandor

me privó de la visión.

Entonces el Hombre de Blanco

habló con voz dulce y afable,

me había dejado ciego para que pudiera ver

al Hombre de Blanco.

© 1986, JOHN R. CASH

AURIGA RA MUSIC, INC.

cap-1

Introducción

Es altamente improbable que, con los años que dediqué a escribir El Hombre de Blanco y el largo período de descanso que me tomé después, ahora pudiera nombrar a todas las personas que de un modo u otro, directa o indirectamente, proponiéndoselo o sin proponérselo, por azar, por accidente, sin darse cuenta, sin querer, sin intención, a regañadientes, o con entusiasmo, con esperanza, con voluntad de ayudar contribuyeron a la finalización de este libro.

Muchas de ellas no recuerdan, como quizá yo tampoco, ni se dan cuenta del importante papel que desempeñaron en esta obra, y lamento no haber hecho honor a aquellos cuya contribución escapa a mi memoria.

Gracias a Irene Gibbs, mi secretaria, que escribió a máquina y reescribió y reescribió y reescribió.

A Roy M. Carlisle, de Harper & Row San Francisco, que, después de leer mi primer borrador, dijo: «Venga ya, John. Hazme el favor. Reza un poco más, dale unas vueltas a la primera escena que describe la liturgia del culto cristiano, y luego vuelve a escribirla. ¿Lo harás?».

Gracias también a los agnósticos, los ateos, los que no se preocupan y los que no se molestan. Creo que fueron de los que más me inspiraron y me animaron, al proporcionarme la fuerza negativa que necesitaba contraponer a mi determinación.

Soy un hombre viajero y conozco a mucha gente. En alguna ocasión he tenido oportunidad de hablar con personas de creencias diversas. Me presenté a un judío ortodoxo en la zona de recogida de equipajes del aeropuerto de Newark. El hombre me estrechó la mano con renuencia. Y dio un paso atrás, entre dubitativo y asombrado, cuando le pregunté: «Por favor, ¿podría hablarme un poco sobre la fiesta de las Semanas, tal como se celebraba alrededor del año 60 d.C.?».

Al final se entusiasmó con el tema y me facilitó información muy valiosa sobre ese período.

Mantuve numerosas charlas (a veces confusas) sentado a la mesa con miembros conservadores de la sinagoga sobre la vida en el Templo durante el siglo I. Me instruyeron sobre la ética, las tradiciones, las costumbres y los actos de la vieja escuela, la nueva escuela y los no escolarizados.

En una tienda de Los Ángeles compré unas típicas alforjas, que he llevado al hombro en mis últimos cinco años viajando de acá para allá. Dentro llevaba mi «libro», y también la Biblia de Referencia Thompson; la Nueva Versión Internacional; la Biblia católica; y de vez en cuando Everyday Life in Jesus’ Time; Foxe’s Book of Martyrs; A History of the Early Church; The Twelve Apostles; The Twelve Caesars; la Enciclopedia Judía; y los escritos del historiador judío romanizado Flavio Josefo.

June leía todas y cada una de las páginas que yo escribía y, con su sinceridad a prueba de bomba, me daba su opinión. Yo escuchaba, esperaba, rezaba… y luego obraba según mi propio juicio, como hacía con otros críticos menos categóricos que June.

—¿Y qué puede decirme de ese nuevo libro que está escribiendo? —me preguntó un periodista.

—Se titula El Hombre de Blanco —respondí.

—Buena idea. El Hombre de Blanco, del Hombre de Negro.

Asentí, a la espera.

—¿Y de qué trata?

—Del antes y el después de la conversión de Pablo —expliqué —. Es una novela.

—¿No habla de usted?

—No, transcurre en el siglo primero de nuestra era.

—Vaya, así que una novela. ¿Sale algo sobre cárceles y demás? —preguntó riendo.

—Pues sí, porque resulta que Pablo cantaba en su mazmorra. Solía cantar una canción sobre la evasión.

—No me diga. ¿Y qué canción era esa?

—No lo sé —dije —. La cantaban a dúo Pablo y un tal Silas, pero no llegaron a grabarla.

A otros a quienes se lo había comentado les entusiasmó saberlo, o al menos les intrigó.

—¿La historia está escrita desde una perspectiva baptista? —preguntó uno —. Porque usted pertenece a la Iglesia baptista, ¿no?

—Pablo no era baptista —respondí —. Él reprendía a aquellos cuyos principios doctrinales se centraban en Juan el Bautista.

—Entonces ¿es usted católico?

—Tal vez —dije —, ya que católico significa «universal».

—Pero no de la Iglesia católica romana…

—No —dije —. Pablo era judío. Doctor de la Ley.

—Entonces está escrito desde el punto de vista judío, ¿no?

—No, desde mi punto de vista —repliqué.

—Pero usted es baptista.

Al final me decidí por una respuesta básica:

—Yo, como hombre que cree que Jesús de Nazaret, un judío, el Cristo de los griegos, era el Ungido de Dios (nacido de la semilla de David, por la fe como tuvo fe Abraham, lo cual le valió la rectitud), estoy injertado en la vid verdadera y soy uno de los herederos de la alianza de Dios con Israel.

—¿Perdón?

—Que soy cristiano —dije —. No me colguéis otra etiqueta.

Se produjo un largo silencio, al cabo del cual dijo:

—Bueno, Adolf Hitler era cristiano.

—No lo era —objeté —. Lo que hizo nada tenía que ver con Cristo.

—¿Cómo lo sabe?

Me quedé pensando.

—Realmente no lo sé —respondí —, pero Jesús dijo: «Por sus frutos los conoceréis», y yo he podido ver sus frutos.

—¿Dónde? —preguntó.

—En el Museo del Holocausto de Jerusalén.

Gracias a Ken Overstreet, Jay Kessler, Dan McKinnon y a todo el personal de Youth for Christ.

Gracias al doctor David Weinstein, rector del Spertus College of Judaica de Chicago, por su inestimable contribución.

Karen Robin, la esposa de mi agente Lou Robin, es una concienzuda estudiosa del cristianismo y hace poco se ha convertido al judaísmo, al cual ha consagrado estudios sobre su Ley y su tradición, tanto antigua como moderna. Karen tuvo la gentileza de empujarme a indagar y demostrar numerosos fragmentos hebraicos de mi narración. Estoy, pues, en deuda con ella, lo mismo que con su marido, Lou, que se apuntó (e incluso hizo pequeñas aportaciones) a todo un banquete de alimento espiritual.

Gracias a Stephanie Mills, Chet Hagen y Judy Markham. A Marty Klein, director de la Agency for the Performing Arts, con quien tengo relación desde hace quince años, que escuchó con atención fragmentos de mi historia y me animó calurosamente a expresar esta obra con mis propias palabras y mis propias imágenes.

Cuando June y yo nos casamos en 1968, leíamos mucho. Nuestros gustos en cuanto a lectura tenían mucho en común.

Yo acababa de dejar atrás siete años de adicción a las anfetaminas y otros medicamentos, años durante los cuales a veces me convertía en un ser abatido, incoherente, impredecible, autodestructivo y presa de intensos terrores.

Con mucho amor y mucha oración y toda esa locura a mis espaldas, June y yo pasamos muy buenos ratos leyendo grandes libros. Tras haber estado de vacaciones en Israel, nos encantaba leer todo lo relativo a esa tierra, en especial las obras ambientadas en los tiempos de Jesús: Ben Hur, La túnica sagrada, El cáliz de plata, Médico de cuerpos y almas y The Source.

Ezra Carter, el padre de June, me legó al morir su biblioteca de temas históricos y religiosos. Me había hablado a menudo de sus lecturas favoritas, libros sobre los primeros padres de la Iglesia, sobre los concilios posteriores y anteriores al de Nicea. Antes de morir me decía a menudo: «Verás como te gustan Josefo, Plinio, Seutonio, Gibbons y Tácito».

Al principio Josefo me pareció lento y pesado, aparte de difícil de leer, pero cuanto más me adentraba en su lectura, más me entusiasmaba, pues veía el mundo romano de Josefo como debieron de verlo los primeros cristianos. Con el tiempo leí a todos estos autores y compré muchos otros libros relacionados con la Judea del siglo I. Aquellos viejos tomos polvorientos cobraron vida.

Por ejemplo, ¿sabéis cuándo fue la primera vez que alguien «hizo un calvo» (del que se tenga registro, al menos)? Dejadme aclarar que se trata de despelotarse en un lugar público, solo que aquí la única carne que se enseña es la del trasero.

Flavio Josefo, que escribía alrededor del año 80, nos cuenta que ocurrió durante el reinado de César Augusto, cuando los soldados romanos provocaron casi una rebelión al desfilar frente al Templo de Jerusalén portando sus estandartes y sosteniendo en alto el águila imperial. Furiosos por la presencia de semejante imagen grabada, los sacerdotes y ancianos del Templo profirieron insultos y arrojaron piedras contra el estandarte. Mientras la columna militar pasaba, ignorando a sacerdotes y ancianos y al Templo mismo, cuenta Josefo que «un centurión se detuvo y se encaró a los judíos. Luego, dándoles la espalda, se levantó la túnica, se bajó el taparrabos y, doblándose por la cintura, mostró a sacerdotes y ancianos sus partes traseras». El primer «calvo» del que se tiene noticia.

Durante tres años, June y yo seguimos unos cursos por correspondencia sobre la Biblia del Christian International en Phoenix a través del Evangel Temple de Goodlettsville, Tennessee, que era la iglesia a la que pertenecíamos entonces. Hacíamos deberes, ya fuera en casa, en la carretera, en autobuses o en aviones, y a veces también en un lugar tranquilo, una especie de cabaña que teníamos en el bosque, cerca de casa. Siempre que disponíamos de unos minutos o unas horas, los dedicábamos al estudio, y luego mandábamos el trabajo por correo y esperábamos al siguiente curso.

En 1977, tres años después de iniciar nuestros estudios, recibimos diplomas sellados y firmados del Christian International, diplomas que nunca llegamos a colgar. «Esto es solo el comienzo —dije yo —. Para mí, ese documento solo significa que ya estoy preparado para estudiar la Biblia.»

No podía quitarme de la cabeza el último curso que había terminado: «Vida y epístolas de san Pablo». Empecé a leer libros sobre Pablo, varias novelas, algunas realmente buenas, sobre todo las escritas por Sholem Asch y John Pollock. Luego abordé los comentarios sobre Pablo a cargo de Lange, Farrar, Barnes, Fleetwood y otros. Al ver que había tantas opiniones diferentes en tantos campos, empecé a tomar notas y a escribir mis propias reflexiones sobre Pablo. Se han escrito infinidad de páginas sobre sus diferencias con Pedro y con Marcos, pero descubrí que la Biblia puede arrojar mucha luz sobre esas crónicas.

Durante siglos predicadores de todo tipo han especulado sobre la composición física de esa «espina clavada en la carne»: cómo era de grande, dónde la tenía clavada. ¿Por qué Pablo no se la arrancó? Porque no pudo, de ahí tal vez que viajara en compañía de un médico (Lucas). Alguien afirmaba que seguramente era epiléptico. ¿La espina era acaso un símbolo? Otro decía que Pablo sentía debilidad por las mujeres muy jóvenes, y así sucesivamente.

Y decidí que, bueno, si los teólogos podían hacer tantas conjeturas y convertir el asunto en algo interesante, yo también podría aportar mi granito de arena. A fin de cuentas, Pablo se había convertido en mi héroe. ¡Era invencible! Se fijó la meta de conquistar y convertir al mundo pagano e idólatra. Y mientras vivió hizo todo lo que se había propuesto.

Sonreía en las persecuciones. Fue apaleado con varas, fustigado a latigazos, apedreado; fue insultado, linchado, encarcelado; su propio pueblo lo odiaba. Y sin embargo decía que, gracias a Jesucristo, había aprendido a estar contento en cualquier situación en que se encontrara.

Al final de sus días, viejo y encarcelado en Roma, escribió sobre cosas que aún deseaba hacer, una de las cuales era nada menos que evangelizar España. Siempre tenía un gran plan en mente y siempre lo llevaba a cabo; y también realizó multitud de viajes a las ciudades en las que ya había estado para cerciorarse de que la gente seguía haciendo las cosas como él les había enseñado.

Empecé a escribir sobre Pablo un poco al modo de un documental, pero de entrada no había gran cosa que documentar. De repente aparece en la ejecución de Esteban, y según la Biblia Pablo había votado contra él. Los que mataron a Esteban pusieron sus prendas a los pies de Pablo (Saulo). ¿Por qué?, me preguntaba. Necesitaba saberlo. Y averigüé la razón.

Cuando dijo que perseguía a los cristianos con todo su celo, yo necesitaba saber qué había dicho exactamente y qué fue lo que hizo. ¿Cuánto tiempo duró aquello? ¿Qué pensaban de él los de su propio pueblo? Como fariseo, ¿qué relación tenía con el sumo sacerdote? ¿Se alegró este de proporcionarle cartas de recomendación para ir a Damasco porque deseaba perderlo de vista? Es probable que sí. Pablo había enturbiado la paz en Jerusalén, eso está claro.

El Imperio romano tenía su propia espina en la carne: Judea. El peor de los destinos para cualquier funcionario romano era ir a «gobernar» Judea. Se trataba de un lugar remoto y miserable. En la época de Tiberio, gobernadores o procuradores como Pilato y Marcelo no tardaron en comprobar que los judíos se gobernaban solos, con el Templo a su único Dios como centro de su vida religiosa y social. El sumo sacerdote era su cabeza visible, el jefe, enviara Roma a quien fuera.

Roma se vio obligada a permitirles acuñar su propio dinero, pues las monedas romanas con sus imágenes idólatras estaban prohibidas en los lugares santos. Las monedas judías eran de diseño simple y tosca factura. En una de las caras aparecía un manojo de trigo o un granado, y en la otra cifras que indicaban el número de años transcurridos desde la última rebelión contra Roma.

Al principio, el sumo sacerdote y el grueso de la población de Judea consideraban a los seguidores de Cristo otra más de las numerosas sectas judías, la más despreciable de todas ellas. Adoraban a un predicador galileo ya muerto que ni siquiera fue capaz de mantenerse con vida. Pereció de la manera más ignominiosa que los romanos eran capaces de idear. Se decía que sus amigos robaron el cadáver después de enterrado; el robo de tumbas era un crimen de lo más depravado y se castigaba con la pena de muerte.

Las historias de terror iban en aumento. Sus amigos dijeron que se había levantado de entre los muertos, que caminó junto a ellos y luego ascendió a los cielos ante sus propios ojos. Posteriormente, el sumo sacerdote fue informado de que los discípulos del nazareno habían guardado su sangre y que la bebían en sus reuniones. Beber sangre, según la Ley de Moisés, era algo execrable. ¿Y la carne? Sí, contaban también que Cristo había dejado trozos de su carne para que la comieran a modo de recordatorio. ¡Canibalismo!

Así pues, no fue solo la teocracia del Templo de Jerusalén la que consideraba enemigos de Dios a los cristianos; toda la opinión pública estaba en su contra. Para sobrevivir, se convirtieron en una sociedad cerrada. Y el hombre que más tarde escribiría catorce libros del Nuevo Testamento fue su más acérrimo perseguidor.

Jesucristo nos dijo cómo vivir. El apóstol Pablo nos mostró cómo hacerlo. Jesucristo nos dijo cómo morir, sin temor, a la espera de una eternidad de paz, y Pablo nos mostró cómo prepararnos para ello.

Fue Saulo de Tarso, el perseguidor de los discípulos del nazareno, quien abandonó Jerusalén rumbo a Damasco para localizar, arrestar, llevar a juicio y ejecutar a aquellos que adoraban aquel «Nombre».

Y fue Pablo, el apóstol de Cristo ante el mundo, quien entró en Damasco unos días después.

Jesús había muerto, resucitado y ascendido a los cielos, según sus discípulos, los cuales esperaban un segundo advenimiento. El prometido regreso los mantenía en vilo. Todos los conversos esperaban ese acontecimiento. Nadie, y menos aún Saulo el fariseo, autoridad y experto en Ley mosaica, esperaba verlo aparecer en mitad de un día despejado y que mantuviera con él una conversación cara a cara.

Hasta donde he podido calcular, sin contar las pausas en el diálogo entre Jesús y Pablo y conforme a lo que este escribe en sus Cartas, la conversación duró aproximadamente un minuto, quizá unos segundos menos. Pero, gracias a esa conversación de un minuto, el mundo cambió. Fue un minuto primordial en la historia del género humano. Ese minuto determinó el destino de innumerables millones de personas que no habían nacido aún. Ningún acontecimiento, aparte de la venida al mundo del propio Jesucristo, ha afectado tan poderosamente a la vida de la humanidad como las órdenes dadas y aceptadas en ese minuto. Pero lo que sabemos de Saulo/Pablo desde tres años antes de ese minuto hasta tres años después, podemos deducirlo de unos pocos versículos.

En los años 1978 y 1979 pasé noches en vela pensando en Pablo y en su sorprendente transformación, en cómo dio la vuelta a su celo por perseguir y masacrar y, de un momento para otro, decidió abogar por Cristo con el mismo celo. Ese período de seis años me intrigaba mucho. A medida que profundizaba en mis estudios, iba anotando mis propios pensamientos acerca de Pablo. En mi mente era ya un personaje con un determinado carácter y personalidad, y yo quería dotar de carácter y personalidad al sumo sacerdote que lo había enviado a Damasco. Quería poner nombre a las personas a las que persiguió y aniquiló, quería verlas y oírlas en aquellos primitivos oficios religiosos cristianos.

Alguien dijo que un novelista religioso puede ser «el mentiroso de Dios»; es decir, que al novelar la actividad y la realidad que rodean un corpúsculo de verdad es posible iluminar y activar grandes verdades. Yo no pretendo ser ni he dicho nunca que sea un novelista, pero supongo que lo que escribí sobre Pablo fue tomando esa forma. En esos pocos versículos descubrí una historia que contar, y la historia que cuento en torno a ellos es de mi cosecha.

Naturalmente, la parte de las Escrituras que habla de esos seis años en los que me centré no necesita que yo la ilumine: la verdad es su propia iluminación. Durante el proceso de estudio, empecé a vislumbrar que había allí profundidades insondables.

¿Qué fue exactamente lo que Pablo estaba viendo y oyendo en el instante en que quedó cegado en el camino de Damasco? Supongo que mi intención era traspasar el gran vacío, percibir aunque fuese una simple chispa del brillo divino que abatió a Pablo. Uno de los días en que estaba cavilando sobre todo esto, no diré que viera una chispa de brillo divino, pero sí que algo me abatió.

Un avestruz intentó matarme. Yo estaba en la cabaña, tratando de salvar el abismo entre cielo y tierra y poner por escrito algunas de mis ideas. La cabaña se encuentra en el bosque, cerca de mi casa, en un área vallada de veinte hectáreas poblada de animales salvajes. Me levanté para dar un paseo y relajarme un poco, y de repente me encontré en el sendero frente a un avestruz de casi dos metros y medio de altura. Había perdido a su pareja con las heladas del invierno y se había vuelto hostil. Estaba pensando en Pablo abatido en el camino de Damasco por una luz cegadora cuando fui abatido por las dos grandes patas de un avestruz.

Después de golpearme, corrió hacia el bosque. Me puse de pie, me palpé aquí y allá, vi que no estaba herido y seguí caminando por el sendero.

Volvía ya a la cabaña después de dar mi paseo cuando me topé de nuevo con el avestruz. Estaba en medio del camino, y al verme extendió las alas y me siseó amenazador. «Será mejor que te enseñe quién es el dueño de estas tierras», dije, agarrando un palo largo. Y entonces me atacó. Blandí el palo con la intención de atizarle en el largo cuello, que es justo lo que el avestruz quería, porque saltó para ponerse fuera de mi alcance y al descender me golpeó con las dos patas por delante. Esta vez me rompió tres costillas, y solo mi cinturón me salvó de que me desgarrara con sus enormes y mugrientas zarpas.

Como Pablo al ser abatido por la Luz, caí de espaldas, pero, a diferencia de Pablo, yo me rompí dos costillas más al dar contra una roca. El avestruz echó a correr y me dejó allí tirado. Al final conseguí llegar a casa y avisar al médico.

De los analgésicos pasé a los somníferos. De los somníferos pasé (otra vez) a las anfetas, y al poco tiempo volvía a ser aquel tipo de humor inestable y no precisamente la alegría de la casa. Lo que tenía escrito sobre Pablo quedó guardado en un armario. Solo muy de vez en cuando lo sacaba e intentaba escribir algo. Las drogas que alteran el estado de ánimo perturban la mente, y si un escritor recibe la inspiración cuando está bajo su influencia, el resultado, una vez sobre el papel, suele ser inane, sin el menor sentido.

Tuve que pedirle a Billy Graham que leyera «mi libro», y cada vez que hablaba con él me preguntaba si ya lo había terminado. Yo le decía: «He estado muy ocupado con los bolos», o alguna excusa por el estilo. La verdad es que necesitaba ver más de lo que Pablo había visto en el camino de Damasco y después, pero no había manera. No tenía visión. No tenía inspiración.

Intenté varias veces «escaparme para escribir» a Florida o Jamaica, pero no podía escapar de mí mismo. El fuego y el espíritu se habían extinguido por culpa de la medicación que estaba tomando. Empecé a desear no haber dejado que Billy Graham, ni nadie más, leyese nada de lo que había escrito. Pero ya era tarde para eso.

John Seigenthaler, del Tennessean de Nashville, lo había leído también y en abril de 1982 escribió para mí una larga crítica de «mi libro», animándome a terminarlo, diciendo que era una historia importante. Desde aquel día llevé la carta de John junto con mi maltrecho y manoseado proyecto de libro, y aunque no contesté a su crítica, creo que debí de leerla un centenar de veces.

June se fijó en que ya no escribía nunca. Sabía el motivo, cómo no, así que no tuve que darle explicaciones.

En una de sus prédicas, oí a Billy Graham decir desde el púlpito a sus oyentes que Johnny Cash había escrito un libro sobre Pablo titulado El Hombre de Blanco, y que en su opinión era de lo mejor que había leído nunca sobre Pablo. Me sentí incómodo y avergonzado. El libro estaba por terminar y Pablo seguía indefinidamente varado en el camino de Damasco. No conseguía «ver» la experiencia de Pablo, y decidí que había querido abarcar más de lo que podía. Había perdido la pasión por escribir; es más, olvidé la mayor parte de lo que había escrito, no en vano habían pasado siete años desde que me pusiera a ello. «He cambiado de opinión —me dije para mis adentros —. Soy totalmente incapaz de escribir una novela. ¿Por qué llegué a pensar siquiera que podría hacerlo?» Me arrepentía de la obligación con que me había cargado.

Llevado por el entusiasmo de los primeros momentos, le había hablado de mi proyecto a todo el mundo. «Dentro de unos meses —solía decir —. Sigo trabajando en ello.» Pero no era así. En 1983 lo tenía ya guardado en un armario y solo quería olvidarme del libro. No quise verlo siquiera durante tres o cuatro meses seguidos, pero no por ello conseguí olvidarlo. Un día volví a sacarlo, consulté mis notas, intenté retomar la escritura. Una y otra vez escribía docenas de páginas mientras estaba dopado, pero luego, cuando las leía con la mente despejada, acababa prendiéndoles fuego.

En octubre de 1983, haciendo el equipaje para una gira por Europa, vi la carpeta de El Hombre de Blanco en el fondo del armario, la saqué y la puse al lado de la maleta.

—¿Piensas terminar el libro? —preguntó June.

—No sé si soy capaz —dije.

—Claro que eres capaz. Es importante. Durante los vuelos vas a tener tiempo de sobra.

Hacía muy poco que había sufrido otro accidente. Tuve una caída y me fracturé la rótula. Metí analgésicos fuertes en la maleta, suficientes para toda la gira, y por supuesto somníferos por si el dolor me impedía dormir, y también, cómo no, anfetas para contrarrestar la resaca de los somníferos cuando tuviera que actuar.

Me llevé el «libro» de gira, pero al final no llegué a mirarlo ni una sola vez. La mezcla de medicamentos me produjo un bloqueo absoluto. Actuamos en catorce ciudades distintas, pero solo recuerdo cuatro.

Mi estado físico, pero también mental y espiritual, se deterioraba a pasos agigantados. Volví a casa y fui directo al hospital con una hemorragia interna. La gran cantidad de pastillas que había tomado tanto de día como de noche me habían agujereado el estómago. Después de ponerme catorce bolsas de sangre para reemplazar la que había perdido, los médicos decidieron que la única opción era operar. La intervención duró siete horas; me extirparon la mitad de las entrañas y tuvieron que ponerme nueve bolsas más de sangre.

Me administraban morfina por vía intravenosa las veinticuatro horas, durante muchos días seguidos, y recuerdo que tenía unas alucinaciones espantosas. Veía gente que venía a matarme. Arrojaba cosas, chillaba. Los terrores duraron todo el tiempo en que permanecí bajo el efecto de la morfina. Estuve a un paso de la muerte. En mis alucinaciones veía a viejos amigos que en realidad no estaban allí, pero ellos me hablaban, y todas las conversaciones parecían una despedida. Me decían cosas como «Bueno, al menos puedes decir que has tenido una vida plena», o «Cuidaremos de June y de John Carter».

En la duermevela oía hablar a los médicos junto a mi cama. «No tiene muchas probabilidades de sobrevivir», dijo uno de ellos. Y otro: «El corazón se le ha parado una vez. Dudo que pueda aguantar mucho tiempo más».

A menudo abría los ojos y veía la cara de June y su expresión resignada. A la familia le decía que me pondría bien, pero no daba la impresión de estar muy convencida. Muchas veces me encontraba lo bastante consciente como para rezar, y muchas veces, en medio de los dolores y del terror mental, sentí la cálida presencia del Gran Sanador y en

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