La venganza del duque

Encarna Magín

Fragmento

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Capítulo 1

Essex, Inglaterra, enero de 1819

Ralf Barnes, séptimo duque de Giffod, daba su último paseo a caballo. Al día siguiente partiría hacia Londres. Galopaba a lomos de su semental blanco por las tierras que circundaban el Giffod Castle: su residencia campestre en la que vivía entre finales de julio y enero, que era cuando no debía acudir a las sesiones del Parlamento.

Hacía frío y caía una llovizna que, poco a poco, lo iba empapando. Pero no quería dejar pasar la oportunidad de despedirse del que consideraba su hogar. En esas tierras se sentía libre y una persona normal, no como en Londres, donde la vida se convertía en un torbellino que lo absorbía en su dinámica social y política. Y lo agotaba, no físicamente, sino que lo llevaba a pensar que la vida y sus responsabilidades pesaban demasiado sobre sus hombros.

A veces, deseaba haber nacido en el seno de una familia humilde y haber crecido sin la presión de su título, sin la obligación de ser el mejor en todo, porque era lo que los demás esperaban de él; como una manera de homenajear a sus antepasados. Pero sobre todo, lo que menos soportaba era la obligación que conllevaba su título, esa presión por casarse y engendrar un heredero que continuara con la saga Barnes. ¿Cómo podría traer un hijo al mundo sabiendo de antemano lo que le esperaba? ¿Y cómo podría compartir la vida con una mujer escogida por su linaje y no porque la amara?

No estaba llevando muy bien haber cumplido veintiocho años, pues debía empezar a tomar la decisión de escoger esposa. Desde hacía un par de meses, eran demasiadas las veces que el duque pensaba en su futuro, como si hubiera una parte de él que intuyera que su vida estaba a punto de tomar un rumbo incierto cuando menos se lo esperara; e interiormente se revelaba contra ello. Estaba acostumbrado a controlarlo todo y no podía dejar de pensar en las sorpresas amargas que le podía enviar la vida.

Pese a que pronto oscurecería, decidió recorrer parte del estuario del Támesis, aún tenía algo de tiempo. Hizo virar su semental al este y galopó incansablemente por entre el bosque, después salió de la espesura verde y distinguió, en el horizonte, el mar del Norte. El olor a salitre fue destacado, cubrió sus fosas nasales, incluso notó su sabor en el paladar. Desde allí, la majestuosidad de la naturaleza conmovía su alma y le mostraba lo pequeño que era ante el mundo, a pesar del poder y del dinero que tenía.

El estuario se desplegaba ante él, y sus ojos admiraron la belleza de un paisaje peculiar compuesto de aguas, arenas y pantanos. Las gaviotas planeaban por encima de la desembocadura del Támesis; ya pronto se retirarían debido a que la noche estaba al caer. Lástima que tuviera que regresar a Londres, porque si fuera por él, se quedaría allí de por vida. Pero su deber estaba con su linaje y en la vida que había heredado.

El duque de Giffod decidió dar la vuelta y regresar. El paisaje pantanoso que había en aquella zona y la escasa luz que empezaba a imperar en el ambiente no le ofrecían ninguna seguridad, y no quería padecer un accidente con su caballo. Hizo el mismo camino a la inversa, pero a galope tendido.

Todo lo que el équido recorría con sus veloces patas era de su propiedad. Los Barnes habían amasado una gran cantidad dinero a lo largo de varias generaciones. Ralf no estaba siendo una excepción, y a sus veintiocho años era uno de los hombres más influyentes y ricos de Inglaterra por mérito propio. Si bien su padre Charles Barnes, sexto duque de Giffod, había dejado el listón muy alto —fue uno de los jueces más importantes del país—, su hijo lo estaba superando. Administraba las propiedades y la fortuna heredada con una habilidad encomiable. Había debutado en el mundo de los negocios con un éxito más que notable. Era inteligente y veía oportunidades para sus empresas incluso debajo de las piedras; en consecuencia, había hecho crecer la fortuna familiar en poco tiempo.

Además, estaba dedicando todos sus esfuerzos en destacar en la Cámara de los Lores y había empezado su carrera política con buen pie. Incluso el primer ministro lo tenía en gran estima y lo escuchaba. Cabe decir que era admirado y envidiado por gran número de tories. Muchos de ellos lo apoyaban en sus ideas, a veces revolucionarias, pero importantes para hacer el país más grande y poderoso. Estaba llegando tan lejos su fama que en Londres nadie osaba mover un dedo sin su aprobación. Al parecer, el regente también lo tenía en consideración, que se traducía en invitaciones a eventos reales a los que muy pocos eran requeridos.

Sin embargo, nada de eso lo hacía feliz. Cargaba con el peso de su título y de una venganza que estaba a punto de culminar después de esperar ocho años. La primera parte ya había finalizado y había conseguido expulsar a Ernest Spicer, conde de Brithe, y a sus vástagos de la aristocracia. Ese maldito hombre era el responsable de que sus padres estuvieran muertos. Su buen amigo, Robert Myles, lo tenía todo preparado para llevar a cabo la segunda parte de su venganza. Pero eso sería cuando regresara a Londres. Deseaba terminar con tal cometido solo para poderse mirar orgulloso en el espejo, sintiendo que había hecho justicia. Entonces, su padre Charles y su madre Diana podrían descansar en paz. Y, tal vez, la tranquilidad que ansiaba su cuerpo viniera a él como premio. Pero hasta que no llegara el ansiado día, debía conformarse, porque precipitarse a esas alturas equivalía a fracasar, una palabra que nunca había saboreado.

Nada más regresó a su hogar de su largo paseo a caballo, le entregó las riendas a su mozo de cuadra. Después, se quito el empapado traje de montar, se bañó y se vistió para cenar con su hermana Kassandra, marquesa de Hayben. Como a su ayuda de cámara le había dado descanso esa noche, se vistió con una camisa blanca de cuerpo suelto y mangas que terminaban con un pequeño puño con volantes. Complementó el atuendo con unos pantalones color avena y unas botas cortas. Siempre escogía colores planos con algún bordado discreto; tampoco sus ropas lucían adornos extravagantes, salvo el anillo de oro que llevaba en la mano derecha con el sello familiar: dos espadas cruzadas, y en medio de las hojas había una rosa.

En realidad, a Giffod le gustaba pasar desapercibido, algo que no conseguía debido a su magnetismo, a su elevada altura y a su gesticulación directa, con movimientos rápidos y precisos. Todo él transmitía seguridad y contundencia, por ello sus discursos en la Cámara de los Lores eran largamente ovacionados y aplaudidos. Siempre acababa siendo el centro de atención acudiera a un baile, al Parlamento, a un paseo por el parque o a una simple cena. Era un hombre que imponía, un líder natural que muchos intentaban imitar y que nadie osaba contradecir. Las damas, tanto las casadas como las debutantes, solían perseguirlo; unas, para recibir sus atenciones dentro y fuera del lecho y, otras, intentando cazarlo como marido. Ralf admitía que, en general, las mujeres lo agobiaban. Motivos no le faltaban y siempre terminaba hastiado en todos los eventos a los que se veía obligado a acudir, y nada más se quedaba el tiempo necesario para cumplir como duque.

Ralf se estaba calzando sus botas cortas cuando percibió hilos de agua descender por su frente. Todavía tenía mojado su cabello liso negro, y utilizó una toalla para quitarse el exceso de humedad. Ni tan siquiera se miró en el espejo antes de salir de la habitación; nunca había sido un hombre vanidoso con su aspecto. La verdad era que no le hacía falta, su atractivo físico y un rostro de facciones varoniles no necesitaban de ayuda para resaltar por sí solos. Además, sus patillas y su mirada oscura y penetrante profundizaban dichos rasgos.

Antes de bajar al comedor, se despediría de su sobrino Edmund, de tan solo seis años de edad, que seguramente estaría a punto de acostarse. Se acercó a su alcoba, la puerta estaba lo suficientemente abierta para que se pudiera apoyar en el quicio; cruzó los brazos a la altura del torso.

Le gustaba observar esos momentos entre madre e hijo; le recordaba a su propia infancia. Nunca a él ni a Kassandra les faltó el amor de sus padres y solo les quedaban los recuerdos en el tiempo que eran una familia feliz. Se daba cuenta de que la infancia era una época que pasaba deprisa, tan deprisa que se le antojaba un suspiro. Cuando era pequeño, solo deseaba ser mayor para imitar a su padre; en cambio, en aquel instante, le hubiera gustado haber sido más consciente de su suerte y haber aprovechado sus primeros años de vida para ser un crío despreocupado y feliz, con el único objetivo de subir a los árboles y tirar de las trenzas a su hermana.

Esbozó una tierna sonrisa mientras dejaba atrás los recuerdos y se centraba en el presente. Kassandra estaba sentada en la cama y arropaba a su hijo con cariño. De hecho, era algo que muy bien podía hacer la niñera, pero ella era una excelente madre que disfrutaba de su hijo todo lo que podía. El duque no pudo hacer otra cosa que sentir tristeza. A pesar de que el esposo de su hermana, Arthur, marqués de Hayben, hacía tres años que había fallecido de sarampión, ella seguía guardándole luto, un luto impuesto que su cuñado no merecía.

Lady Hayben tenía veintiocho años como él, pues eran mellizos. Aún ella podía rehacer su vida, pero se negaba a hacerlo. Maldito fuera Arthur una y mil veces, pues no podía desvelar su secreto sin lastimar a su querida hermana. A veces, pensaba que se había equivocado y que habría sido mejor que ella se enterara de la verdad, desde el primer momento en que descubrió la traición de Arthur. Aun así la prudencia ganó la partida y no dijo nada cuando lo tendría que haber hecho. No pudo, porque ella, por aquel entonces, lo amaba con locura, y para su desesperación seguía amándolo con absoluta devoción. Se enamoró de Arthur nada más lo vio en el baile de su debut, y se casaron rápido. Un amorío que mantuvo en vilo a las damas de la aristocracia y que fue noticia en las revistas femeninas durante mucho tiempo, donde se fueron desgranando los detalles de una boda con la cual toda dama noble soñaba.

De aquello no habían pasado muchos años, pero a él le daba la sensación de que había transcurrido toda una eternidad.

—Buenas noches, Edmund.

—¡Tío!

Literalmente, el infante saltó de la cama, se tiró a los brazos del duque y le rodeó el cuello. La risa del pequeño era contagiosa, y Ralf lo abrazó fuerte mientras se unía a la felicidad.

—¿Qué tal está mi León? ¿Qué has hecho hoy?

Por mucho que le doliera a Ralf, Edmund había heredado el pelo pelirrojo y alborotado de su padre, eso le confería al niño el aire salvaje de un felino. Suerte que los ojos grises eran iguales a los de su madre.

—Hoy he aprendido a escribir la letra E de mi nombre —contó el crío.

—Espero que cuando regrese ya sepas escribir el mío.

—¿Es difícil?

Ralf dejó al niño en la cama, su hermana se levantó para proporcionarle espacio y que se encargara de arroparlo de nuevo.

—Es más corto que el tuyo.

—¡Oh, qué bien! También aprenderé a escribir el de mamá y el de papá. ¿Crees que si escribo las letras de papá en el Cielo vendrá a verme vestido de ángel?

—Vendrá a verte en sueños, hijo —intervino su hermana en un tono roto por el dolor—, y tú le enseñarás cómo de bien escribes su nombre.

—¡Sí! —exclamó el niño.

Ralf apretó los labios y ocultó su rabia. Edmund era demasiado pequeño para entender que Arthur era un miserable sin escrúpulos. Además, cuando murió, apenas tenía tres años; su mente no debía conservar muchos recuerdos junto a él. Aun así, su afecto por su progenitor seguía intacto, y más cuando tenía la certeza de que Kassandra le hablaba de él y se lo describía como el padre perfecto.

De soslayó, pudo apreciar las lágrimas sin derramar de lady Hayben, que brillaban bajo la luz de la velas. Si ella supiera la verdad que le había ocultado su amado esposo, sin duda escupiría sobre su tumba y nunca más lloraría por él. Pero contarle esa verdad suponía hundirla más y no podía arriesgarse a lastimarla; sería como rematar a un animal que estaba herido de muerte, y sufriría lo que nunca había sufrido. Solo esperaba que Arthur estuviera en el Infierno pagando por sus pecados. Pensar en ello era lo único que tranquilizaba su furia y que le daba fuerzas para no sacar a la luz sus mentiras ya mismo.

Giffod tapó al niño con el edredón de plumas y besó su frente con afecto.

—No pensabas que me iba a marchar sin despedirme de mi León, estaremos una buena temporada sin vernos.

—¡No te marches, quédate con mamá y conmigo!

—Tengo que hacerlo, cuando seas mayor lo entenderás. Pórtate bien, ehhhh.

Al niño se le escapó una risilla traviesa y se tapó la mano con la boca.

—Repíteselo, Ralf, ya ves que no te va a hacer caso —pidió su hermana, intuyendo que las travesuras serían el pan de cada día.

El duque le revolvió el cabello.

—Tu madre me escribirá si no te portas bien. Y si le haces caso, te traeré un regalo cuando regrese. Pero solo si te portas bien, ¿entendido?

—¿Grande? —preguntó abriendo los brazos, mostrando lo enorme que quería que fuera su obsequio.

—Será un regalo tan grande como tú.

Le dio un último beso, y él y su hermana salieron de la habitación; la niñera se quedó con el pequeño. Kassandra y Ralf avanzaron por el pasillo y llegaron a lo alto de una enorme escalinata tapizada con una excelente alfombra granate. Giffod Castle había sido reformado hacía poco, fue la manera que tuvo el duque de mantener entretenida a su hermana para alejarla de la tristeza. Esas tareas le encantaban a lady Hayben, lo cierto era que tenía un gusto exquisito. Había dispuesto de dinero más que suficiente, porque así lo resolvió Giffod, y ella no había escatimado en darle al castillo refinamiento y clase, digno de reyes. Sin embargo, las obras habían terminado y había dejado a la marquesa sin nada con que ocupar las horas, horas que se le hacían eternas.

—Kassandra, regresa conmigo a Londres —dijo Ralf en lo alto de la escalinata, le ofreció su brazo.

La dama posó con decoro su pequeña mano en el brazo de su hermano y descendieron.

—No insistas más, Ralf, no quiero ir a Londres y encontrarme con algún malnacido Brithe. No los soporto. Me hace daño saber que el conde causó la muerte de nuestros padres.

Ralf conocía a su hermana. Si bien era cierto que ella odiaba al conde tanto como él, lo nombraba, simplemente, como excusa a su ausencia en Londres y para no tener que hablar del dolor que anidaba en su corazón por no tener a su esposo a su lado.

—Eso no va a suceder, marquesa, he conseguido que nadie lo invite a ningún evento. Pero eso ya lo sabes, no es ningún secreto. ¿O acaso es una excusa para no tener que acudir a bailes, o a la ópera que tanto te gusta o a los conciertos en Exeter Hall? Pronto empezará una nueva temporada. No irás sola, yo te acompañaré y podrás reencontrarte con gente querida, incluso puedes organizar cenas en casa, lecturas de poemas, sesiones de clases de pintura con Robert Myles, te gusta mucho pintar.

—Todo lo que necesito lo tengo aquí. Me he acondicionado una sala de pintura y sigo pintando.

—Lo sé, y nunca me has dejado entrar.

Ella suspiró cansinamente.

—Porque no hay nada que ver, me falta mucho para estar a la altura de Robert. Por cierto, dale recuerdos de mi parte cuando lo veas.

Detuvo a su hermano apretando su brazo, se puso de puntillas y besó su mejilla. No era la primera vez, y dudaba que fuera la última, que él insistiría en lo mismo.

—No te preocupes por mí, querido, estoy bien y vivo tranquila, que es todo lo que necesito ahora mismo. Piensa en ti.

Él arqueó una ceja.

—¿En mí? ¿Qué quieres decir?

—Necesitas un heredero, pero antes debes casarte. Busca esposa, Ralf, una digna de nuestro apellido y que nos traiga felicidad. Edmund necesita un primito.

Él carraspeó nerviosamente.

—Todavía es pronto —refunfuño, nada cómodo con ese tema.

—¡Por el amor de Dios, tienes veintiocho años! Empieza a ser más tarde que pronto.

Él no contestó e instó a su hermana a reanudar la marcha. Llegaron al comedor, Ralf, todo un caballero, separó la silla para que su hermana se sentara. Después él hizo lo propio.

—Ya va siendo hora de que retomes tu vida —insistió el duque, dispuesto a hacer en entrar en razón a su hermana—, encerrarte no te hace ningún bien y no hará que él regrese, piensa en eso, ¿lo harás?

Ella se llevó la mano al relicario de oro que llevaba colgado del cuello, que contenía el retrato diminuto de su esposo fallecido. Al duque no le pasó inadvertido el mimo con que tocaba la joya, y tuvo que hacer acopio de su voluntad para no levantarse y quitársela. Sin duda, el lugar que merecía era un cajón oscuro y frío, lejos del corazón de su hermana.

—No hay nada qué pensar, Ralf.

No quiso añadir nada más, miró de reojo a los criados vestidos con sus uniformes, color negro y bermellón, y pelucas blancas. A ella no le gustaba hablar de temas tan privados delante del personal de servicio, más que todo porque, después, los chismes corrían como la pólvora. Muchos de sus criados tenían familia en Londres y se carteaban con ellos. Bien sabía que entrarían en detalles y tratarían el tema como si fuera una novela. Aunque en parte también se beneficiaba, pues su doncella personal la mantenía al tanto de los chismes que circulaban por Londres.

Ralf dio la orden para que sirvieran el consomé. Luego había cordero estofado, pato aderezado con especias acompañado de zanahorias escabechadas y col confitada. De postre saborearían unos dulces de miel.

—Aún eres joven, Kassandra, tal vez sería mejor que yo te buscara...

Ella lo cortó de inmediato.

—¡No vayas por ese camino! —exclamó en un tono duro la marquesa, marcando cada palabra. No obstante, se dio cuenta de que no estaba siendo justa. Él solo quería lo mejor para ella, como siempre había hecho, incluso antes y después de casarse, y cuando se quedó viuda también. De modo que suavizó su tono—. Eres el mejor hermano que una mujer pueda tener, pero, por favor, dejemos de hablar de ello... te quiero demasiado y no deseo discutir la víspera de tu marcha.

Ralf le sonrió antes de hablar.

—Si me prometes que lo pensarás.

El silencio fue toda respuesta, y Giffod decidió no insistir más, no por falta de ganas, sino porque ella llevaba razón: al día siguiente se marchaba y no quería hacerlo estando enfadados; a fin de cuentas, estarían semanas sin verse. Sin duda la echaría de menos, igual que a su sobrino. Con todo, tenía tantas ganas de destapar las mentiras de su cuñado que hizo un esfuerzo titánico por no explotar. Se preguntó si no sería eso lo que le faltaba a la marquesa para que tomara conciencia de los años que estaba perdiendo.

Muy a su pesar, reconocía que su hermana no estaba preparada todavía para escuchar la verdad; aún se aferraba a los recuerdos como el aire que respiraba. Confiaba que el día llegaría más pronto que tarde, pero se estaba impacientando, pues Kassandra era una mujer hermosa por mucho que se esforzara en esconderlo. Recordó cómo era antes: unos tirabuzones negros enmarcaban un rostro delicado que albergaba unos ojos grises preciosos, llenos de vida y felicidad. Además, a pesar de haber tenido un hijo y ser más alta de la media, su silueta seguía siendo estilizada. Su buen gusto para vestir siempre había sido comentado por la sociedad de Londres, y fueron muchos los pretendientes que mariposearon a su alrededor. Pero ella solo tuvo ojos para Arthur.

De hecho, Kassandra era la viva imagen de su madre de joven. Los cuadros que colgaban en las paredes de su residencia en Londres y en Giffod Castle todavía le quitaban el aliento por la similitud entre madre e hija. Sin embargo, se estaba dejando marchitar vistiendo ropas oscuras y peinándose con recogidos lóbregos; daban una imagen de ella triste, melancólica, como si su alma pesara en su interior y tuviera que arrastrar los pies porque suponía una terrible carga. Todo un error cuando aún tenía una vida por vivir. Si ella quisiera, cualquier hombre la amaría con locura. Y él estaba resuelto a que así fuera, costara lo que costase. Esta vez se aseguraría de que fuera digno de su amor y entrega. No cometería el error de su padre, que, sin saberlo, dejó entrar en la familia a un miserable. Unos de sus cometidos, cuando empezara la temporada, sería evaluar candidatos para su hermana. De una manera u otra lograría que renaciera el amor de nuevo en su interior, que la hiciera olvidarse para siempre de su esposo.

***

Aunque pareciera extraño, y a pesar de estar en febrero, hacía una tarde agradable para tomar el postre en el exterior. Lady Helen Spicer y su padre, Ernest Spicer, noveno conde de Brithe, estaban en el jardín de Brithe House, su mansión de Londres, saboreando un té en unas tazas de fina porcelana, y una porción de tarta de limón. Todo un extra, ya que pocas veces se podían dar un capricho como ese. La economía familiar pasaba por un horrible momento y no podían permitirse gastar más de lo necesario, incluso habían tenido que tomar la decisión de cenar antes de que oscureciera para ahorrar en velas.

Una de las sirvientas dejó una bandeja, en la mesa de hierro forjado, con las últimas galletas que quedaban en la despensa, y se alejó camino a la cocina. Sin embargo, lady Helen Spicer estaba ausente mirando el té dentro de su taza. Apenas había comido durante la cena y tampoco había tocado su tarta; y su padre se estaba dando cuenta.

—Hija, esta mañana apenas has comido en el desayuno, y en la cena no has tocado lo que había en tu plato. Entiendo que estamos pasando momentos difíciles, pero dejar de comer para ahorrar no es la solución, bien lo sabes.

—¡No puedo casarme con el señor Jeremy Kendall! —exclamó de golpe, casi sollozando.

Los labios de Ernest se tensaron en una fina línea.

—¿Porque no pertenece a la nobleza? —le recriminó en un tono ácido.

A Helen le sorprendió tal comentario y no dudó en defenderse educadamente.

—Padre, sabes muy bien que nunca me han importado los títulos.

El conde de Brithe hundió los hombros, se sentía nervioso y no debía descargar sus problemas con la hija a la que adoraba.

—Lo siento, Helen, no pretendo obligarte a nada, bien lo sabes. El señor Kendall tiene una naviera y es un hombre de negocios exitoso.

—También es un viejo libidinoso y violento.

—¿Y cómo lo sabes si no sales de esta casa? Solo lo haces para pasear conmigo. Como mucho le hablas a los patos y cisnes del parque a los que les das de comer —dijo con humor, intentado no parecer irritado—. Y tampoco tienes visitas.

Helen agachó la cabeza avergonzada. Una dama jamás discutiría con su progenitor, se debía limitar a obedecerlo y a agradecerle sus esfuerzos.

—He escuchado al servicio hablar de ese hombre —se defendió ella, se esforzó en mostrarse tranquila, muy diferente a como se sentía por dentro solo de pensar en casarse con Jeremy—. Y dicen que a su anterior mujer la mató a golpes. Su fama le precede, padre.

—A veces se me olvida que en las cocinas tienes tu segundo hogar.

El conde miró a su bella hija, no podía enfadarse con ella por querer averiguar la verdad a través de sus personas de confianza. Apenas hacía unos días había cumplido dieciocho años. Para él era el ser más hermoso de la Tierra, delicada como una flor de fino cristal. Contempló su suave perfil, y sus espesas pestañas parecían flotar sobre sus ojos grises. Llevaba su cabello rubio oscuro recogido en un rodete a la altura de la nuca y varios rizos caían libres por sobre la frente y cerca de las orejas. Tenía un aire de diosa romana, pero no solo era hermosa por fuera, sino que, dentro de su corazón, su belleza era aún más grande, infinita, diría él. El único defecto que se le podía atribuir era la pequeña peca en la parte superior de la mejilla derecha. Pero no le restaba belleza, si acaso le daba un aire sofisticado.

Sin embargo, lo que más le gustaba de su hija era su sonrisa, una sonrisa que nunca desfallecía y que siempre mostraba ante las dificultades. Y desde luego que resultaba ser un bálsamo para su vieja existencia. Su pecho se hinchó de orgullo y decidió, en ese instante, que buscaría una solución para que su hija no pagara por sus errores.

Ella sentía los ojos castaños de su padre fijos en su persona y rehusó mirarlo, pues se sentía culpable al no querer aceptar tan tentadora oferta que sacaría a la familia de la miseria. Se dedicó a alisar la falda de su vestido batista blanco con rayas verticales azul pálido, de manga larga, escote alto y cintura imperio. Sobre los hombros se había colocado un chal de cachemir en un tono melocotón pastel.

Su padre pasaba por una situación financiera delicada, y sus negocios estaban en banca rota. Nadie le prestaba dinero y su hogar se resentía: empezaba a deteriorarse después de estar una década sin tocar ni una alfombra. Pero no era su culpa, sino del duque de Giffod, que se inmiscuía en los asuntos de su progenitor; incluso se atrevió a interferir en su educación. Aún recordaba cuando tuvo que dejar la academia donde la preparaban para convertirse en toda una dama. Nadie le dijo el motivo, ni su propio padre se atrevió a darle ninguna explicación. Solo le mencionaron en secreto que tenía que marcharse, porque el duque de Giffod así lo había requerido.

Al principio, le supuso un gran disgusto, no paró de llorar durante horas. Pero después no le importó y experimentó un gran alivio, incluso se relajó. En realidad no fue feliz en la Escuela de Señoritas los pocos días en los que estuvo, ya que nadie quiso ser su amiga y las profesoras se mostraban distantes y severas con ella. Por aquel entonces no entendía el motivo, pues no conocía el odio del duque hacia su familia. La hicieron sentir muy sola y abandonada; aun así, aquella soledad la hizo más fuerte y comprendió que la aristocracia era cruel. Suerte de los libros de su madre que guardaba en la biblioteca, en cuyas páginas daban extensos detalles sobre la educación de una dama y había sacado todo lo que necesitaba saber. Además, había tenido la inestimable ayuda de su doncella personal, Margaret, que se había convertido en su mejor amiga y confidente.

De todos modos, lo que más le molestaba era no saber muy bien qué había pasado entre su padre y el duque de Giffod. Cuando le preguntaba, no osaba contarle nada y se sentía frustrada. Hubo un tiempo en que lo presionó para descubrir la verdad, con el fin de ayudar, sin embargo, desistió al recibir solo silencios. Ni tan solo su hermano Devon sabía lo que había sucedido entre los dos.

Pero atrás habían quedado esos días en los que se preguntaba por qué el duque odiaba tanto a su familia y por qué nadie se atrevía a recriminarle lo cruel que estaba siendo con los Brithe. Había llegado a la conclusión de que en el pecho de ese hombre debía haber una roca en vez de un corazón. Helen suspiró, a esas alturas de su vida había aceptado que la nobleza londinense carecía de compasión; solo se movía por dinero y estatus social.

A veces tenía una necesidad imperiosa de buscar al duque y pedirle que dejara a su familia en paz. En verdad no lo conocía, de vez en cuando leía los artículos que él escribía en los periódicos The Times y en el político Quarterly Review, cuando los cogía prestados de la biblioteca de su progenitor. No era que especialmente le gustara leer periódicos, pero su padre se había visto obligado a vender parte de los libros y no tenía mucho donde elegir. Nada en su hogar se estaba salvando de la venganza del gran duque de Giffod. Cabe decir que sus escritos en tan prestigiosos rotativos, de estilo directo, exigente y firme, le daban una idea de que se trataba de un hombre con un corazón duro como una roca. Pero incluso con ese carácter, le extrañaba que siguiera soltero, a pesar de tener, seguramente, a todas las damas casaderas pertenecientes a la aristocracia, de varios kilómetros a la redonda, detrás de él. Eso sin contar a las amantes o cortesanas a las que debía acudir. Sin duda, su lista sería enorme. No quiso pensar más en ese hombre; la irritaba y se centró en conversar con su progenitor de su futuro.

—Padre, siempre he hecho lo que me has pedido; aun así, me prometiste que me dejarías escoger a mi marido.

Alzó la cabeza y miró a lord Brithe, en busca de algún signo en su rostro que delatara que no cumpliría su promesa. En cambio, se encontró con una afectuosa sonrisa y una expresión compasiva en sus pupilas abiertas que le dio esperanzas. Bien sabía que una dama jamás osaría llevar la contraria y que acabaría resignándose a su destino. En el fondo, se estaba comportando como una cría malcriada al no querer aceptar la propuesta de matrimonio del señor Kendall. Su cometido en la vida era obedecer a su progenitor y, después, encomendarse en cuerpo y alma a satisfacer a su esposo, darle hijos y hacer del hogar un sitio feliz para él. Pero no podía evitar rebelarse contra las decisiones que marcarían su futuro. Y el señor Jeremy Kendall no era su futuro, sería como si la sentenciaran a muerte.

—Estamos pasando por momentos delicados, hija, nos sería de ayuda hacer un buen matrimonio, pero cumpliré mi palabra y solo tú escogerás a tu marido. Si te sirve de consuelo, he informado al señor Jeremy Kendall que no acepto su petición de casarse contigo.

Dio un sorbo a su té y vio de soslayo cómo su hija suspiraba aliviada.

—Gracias, padre. De todos modos, sé que no había sido idea tuya, sino de mi hermano. Espero algún día ser feliz al lado de un hombre que me ame como tú a mi madre, y recordaré que esa felicidad te la debo a ti.

Helen se echó al cuello de Ernest y lo besó en la mejilla con afecto. Si no fuera por esos momentos, a lord Brithe se le haría muy difícil seguir viviendo, por lo que se le llenaron sus ojos castaños de lágrimas. El carácter jovial e inocente de su damisela lo cautivaba, y no dudaba que resplandecería siempre, a pesar del mundo injusto y gris en el cual vivían.

Sin embargo, muy a pesar del conde, pues nunca había tenido valor de confesarlo, Helen no sabía que no era a su madre Kathleen a la mujer que amó de verdad. La perdición del conde fue un amor platónico que lo había llevado al desastre. Brithe recordó cuando conoció a Diana, la duquesa de Giffod y madre de Ralf Barnes, en una recepción real; en aquella época ya estaba viudo. Por su difunta esposa siempre sintió afecto y respeto, de hecho, fue un matrimonio por conveniencia. Pero sus sentimientos por la duquesa eran de amor, un amor etéreo, sin malicia alguna. Su mirada era la dulzura personificada y su rostro el poema más hermoso. Se sintió atraído por ella, pero no de lujuria, fue una adoración nacida de su alma por una mujer cuyos ojos brillaban amor y cuya boca sonreía como los ángeles. Siempre supo que era inalcanzable, por lo que nunca se planteó conquistarla o tocarla, aun así no impidió que su corazón le escribiera versos de amor.

No obstante, ella estaba casada con Charles Barnes, el duque de Giffod, un juez ambicioso que conseguía lo que quería. Creyó que ese hombre, más pendiente de hacer crecer su legado y concentrar todo el poder a su alrededor, no la merecía, y empezó a escribirle cartas anónimas de amor. Todo empeoró cuando quiso comprar Sython Palace, era una de las mejores mansiones de Londres que requería una profunda restauración, pues estaba en ruinas. Había planeado regalar Sython Palace a su hija cuando se casara. Llegó a un acuerdo que se firmó, pero el duque utilizó su poder e influencia, hizo desaparecer los documentos y se compró el palacio. No pudo evitar entrar en cólera, pues no soportó que ese hombre fuera feliz con la mujer que él amaba en secreto y, encima, vivieran en el lujoso hogar que iba a ser para Helen. Prometió vengarse y decidió hacerlo enseguida.

Aún se acordaba del día que acudió a los juzgados de Westminster y entró en el despacho del duque. Le exigió que le devolviera la propiedad, pero el juez, muy seguro de su estatus, se rio en su cara y él no pudo dejarlo estar. Explotó, y la venganza se adueñó de su mente y de sus palabras. Sin ni siquiera medir las consecuencias, le escupió en la cara que tenía un idilio amoroso con su esposa. Por supuesto que el duque no le creyó, ¿quién lo hubiera hecho?, pero le aseguró que tenía pruebas. Sin saber si las cartas habían sido destruidas o no por ella, confesó que estaba mantenido correspondencia con la duquesa y que se encontraban en secreto. Y que cuando encontrara las cartas de amor que le había enviado, sabría que no mentía. Pretendía solo desquitarse, hacer que la duda se convirtiera en un gusano en su interior que lo devorara lentamente.

No supo lo que sucedió después, ni si el duque había encontrado las cartas de amor. Ninguna información llegó a sus oídos. Hasta que al cabo de pocos días, se enteró de que la duquesa murió por causas naturales. Sin embargo, los cotilleos decían que se había suicidado. Al año siguiente fue el duque el que falleció en un accidente de caballo. Desde entonces, sus hijos lo culparon de las dos muertes, y Ralf, el nuevo duque de Giffod, no había escatimado esfuerzos y le había hecho la vida imposible, hasta el punto de arruinarlo y condenarlo a él y a sus vástagos al ostracismo.

La verdad era que no sabía con certeza lo que había sucedido después de su visita al juez. No se vieron nunca más, pero siempre dio por hecho, o su corazón se lo insinuaba, que la muerte de la duquesa había sido por su culpa, fuera un suicidio o no. Su furia había sido tan grande, tanto, que cometió un error y una mentira había terminado en tragedia. No había podido evitarlo, y los remordimientos de conciencia se apoderaron de su persona día y noche. Al principio, la furia de Ralf la creyó un castigo digno por su mentira. Pero después, al cabo de pocos años, pensó que sus hijos estaban pagando por algo que no habían hecho y que el nuevo duque no estaba siendo justo. Intentó hablar con él, pero nunca quiso recibirlo.

Y los años habían pasado y el resultado final era que nadie quería relacionarse con su hija Helen, a pesar de que ella era una muchacha buena, bella e inteligente, sin ningún pecado sobre su conciencia. Estaba a punto de comenzar su primera temporada y nunca recibiría invitaciones a bailes, y menos aún recibiría una propuesta de matrimonio decente. Era lo que más le costaba aceptar: su amada hija estaba pagando su terrible error, y él no tenía recursos suficientes para enfrentarse a una familia con tanto poder y dinero.

Además estaba cansado de vivir. A sus sesenta años se sentía viejo por dentro y por fuera y no quería morirse sin dejar a Helen en buenas manos. Lo había perdido todo, solo le quedaban sus dos hijos y la casa en la que vivían, que se estaba cayendo a pedazos. A duras penas podía pagar la comida que ponía en la mesa, y lo peor de todo era que nadie le fiaría para adquirir más alimentos. Además, había tenido que prescindir del mayordomo, del ama de llaves y del ayuda de cámara. Y los pocos criados que quedaban, poco a poco, se marchaban a ocupaciones mejor retribuías.

Pero, por si sus problemas todavía no fueran suficientemente angustiosos, aún había uno mucho peor: su hijo Devon, vizconde de Kirthon, se había dejado arrastrar por la bebida y por el juego. Se había convertido en un cadáver andante, obsesionando con casar a su hermana con el mejor postor, fuera un delincuente o un sanguinario. Cualquiera que pagara un buen precio sería lo suficientemente bueno para ella. De ningún modo quería morirse y dejar en manos de Devon el futuro de Helen.

El conde se llevó la mano al pecho. Le dolía, no había día que su corazón no le advirtiera que se estaba agotando y que pronto se detendría. Lo más sensato sería acudir al médico, pero no tenía dinero con que pagar sus servicios. Apretó los dientes y disimuló el dolor que le sobrevino en el tórax, por nada del mundo Helen debía enterarse, de modo que forzó una sonrisa.

Pero los gritos que de pronto llegaron del interior del hogar advirtieron a padre e hija que Devon había regresado a casa. Como sucedía cada día, no sabían con qué humor regresaría después de pasar la noche fuera en algún tugurio jugando a las cartas o apostando en las peleas de gallos. Sería un milagro que los tratara con afecto, algo que nunca se había dado desde que el juego y el alcohol lo habían conquistado.

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Capítulo 2

Helen y Ernest miraron a Devon entrar al jardín por la puerta de acceso.

—¿Cómo te has atrevido a rechazar la oferta de matrimonio de mi amigo Jeremy? —gritó el vizconde.

Cruzaba el jardín en dirección a ellos a grandes zancadas. En cada paso mostraba su furia, pisaba la hierba como si quisiera agujerear el suelo. Sus ojos estaban inyectados en sangre y acrecentaban la sensación de que estaba a punto de estallar un huracán. Cuando llegó a la altura de su padre y hermana, dio una patada a la mesa, la que cayó al suelo, junto con las tazas, las galletas y la porción de tarta de limón que Helen no se había comido. El conde y su hija se levantaron.

—Lord Kirthon, ¿le traigo una taza de té? —susurró una asustada sirvienta, que había acudido al sentir su voz. Sin saber muy bien qué decir al ver el estallido del hombre, casi le vinieron ganas de salir corriendo.

—¡Márchate, estúpida!

La criada se fue a paso ligero, después ya recogería el estropicio que había causado el lord.

—Haz el favor de no gritar a los sirvientes —exigió el padre—. Muchos de ellos se han quedado, a pesar de estar cobrando mucho menos que en otro lugar.

Devon miraba a su hermana como si quisiera estrangularla, y el conde temió lo peor. Ella se arrebujó en su chal, como si ese gesto pudiera protegerla de él.

—Helen, ve a tu alcoba, por favor, prepárate para nuestro paseo de cada tarde —pidió el conde; viendo la situación, quería evitarle a su hija un mal rato.

—Sí, padre.

Sin embargo, a milady ya se le habían escapado varias lágrimas. Siempre era triste para ella ver lo peor de su hermano. No se acostumbraba y decidió hacer caso a su padre. Se fue con la sensación de que el mundo estaba en contra de su familia y que Dios había abandonado su hogar. Se fue sin decir nada, más por miedo que por otra cosa. No sería la primera vez que su hermano la abofeteaba por no hacerle caso, de hecho ya se había convertido en una costumbre. Mejor no darle una excusa para que le pegara.

Brithe esperó a que su hija se marchara. Era un hombre de cuerpo ancho y estatura normal. Su rostro no tenía muchas arrugas, pero era lo suficientemente mayor como para tener el cabello completamente cano. Además, precisaba de un bastón para andar, pues las rodillas le dolían si caminaba distancias largas.

El conde miró a su hijo. Siempre llevaba el cabello rubio oscuro desmelenado y roñoso, como si hiciera días que no se peinara. Su aliento apestaba a alcohol, de hecho ya era una costumbre en él estar ebrio todo el día, provocándole estallidos de cólera, como el que había protagonizado segundos antes tirando la mesa al suelo. También mostraba poca delicadeza al vestir, pues sus ropas estaban arrugadas y su pañuelo en el cuello se había desabrochado. Su estado lamentable mostraba a un hombre que se había abandonado por completo.

A pesar de ello, era su hijo y lo quería, de facto sería el próximo conde de Brithe, el décimo, cuando él falleciera, y tenía la esperanza de que algún día cambiaría. Cierto, esperaba un milagro, pero confiaba en que ese milagro se hiciera pronto, ¡lo deseaba con toda su alma!

—Bien, estamos solos, hijo, tú sabes tan bien como yo que el señor Kendall no hubiera hecho feliz a tu hermana. Por eso he rechazado su petición de matrimonio.

Kirthon gesticuló airadamente con los brazos.

—¿Acaso importa eso? ¡Tiene dinero, que es lo que necesitamos!

—No me tomes por estúpido. Esta mañana, cuando he ido a hablar con Jeremy Kendall, me ha dicho que le debes ochocientas libras y que te ha prestado doscientas más ayer noche. ¿Qué has hecho con esas doscientas libras, Devon?

Vio cómo su hijo palidecía.

—Ya no las tengo...

—Dios mío... ¿lo has perdido todo en las cartas y las apuestas? ¡Con esas doscientas libras hubiéramos estado cubiertos durante mucho tiempo!

—¿Y qué quieres que haga? ¡No puedo evitarlo!

—¡Demonios, claro que puedes evitarlo si quieres, con fuerza de voluntad puedes cambiar! Pero eso no lo harás, porque tú no deseas cambiar. Lo veo en tus ojos ebrios de alcohol. —Ladeó la cabeza de impotencia—. No quiero ni imaginar a cuánto ascienden todas las deudas que has contraído, porque supongo que Jeremy no es tu único prestamista, ¡debe ser una fortuna!

—¡Si no quieres que Helen se case con Jeremy, paga lo que le debo!

—Te has jugado gran parte de mi legado, ¡entre el duque y tú me habéis arruinado! Sabes tan bien como yo que no me queda nada, salvo esta casa.

—Véndela.

—Ni vendiendo esta casa en ruinas liquidaremos tus deudas —aseguró—. Además, no puedo hacerlo, ¿dónde viviremos? Tuve que vender las propiedades en el campo y las tierras para seguir viviendo como siempre, incl

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