La venganza del duque

Encarna Magín

Fragmento

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Capítulo 1

Essex, Inglaterra, enero de 1819

Ralf Barnes, séptimo duque de Giffod, daba su último paseo a caballo. Al día siguiente partiría hacia Londres. Galopaba a lomos de su semental blanco por las tierras que circundaban el Giffod Castle: su residencia campestre en la que vivía entre finales de julio y enero, que era cuando no debía acudir a las sesiones del Parlamento.

Hacía frío y caía una llovizna que, poco a poco, lo iba empapando. Pero no quería dejar pasar la oportunidad de despedirse del que consideraba su hogar. En esas tierras se sentía libre y una persona normal, no como en Londres, donde la vida se convertía en un torbellino que lo absorbía en su dinámica social y política. Y lo agotaba, no físicamente, sino que lo llevaba a pensar que la vida y sus responsabilidades pesaban demasiado sobre sus hombros.

A veces, deseaba haber nacido en el seno de una familia humilde y haber crecido sin la presión de su título, sin la obligación de ser el mejor en todo, porque era lo que los demás esperaban de él; como una manera de homenajear a sus antepasados. Pero sobre todo, lo que menos soportaba era la obligación que conllevaba su título, esa presión por casarse y engendrar un heredero que continuara con la saga Barnes. ¿Cómo podría traer un hijo al mundo sabiendo de antemano lo que le esperaba? ¿Y cómo podría compartir la vida con una mujer escogida por su linaje y no porque la amara?

No estaba llevando muy bien haber cumplido veintiocho años, pues debía empezar a tomar la decisión de escoger esposa. Desde hacía un par de meses, eran demasiadas las veces que el duque pensaba en su futuro, como si hubiera una parte de él que intuyera que su vida estaba a punto de tomar un rumbo incierto cuando menos se lo esperara; e interiormente se revelaba contra ello. Estaba acostumbrado a controlarlo todo y no podía dejar de pensar en las sorpresas amargas que le podía enviar la vida.

Pese a que pronto oscurecería, decidió recorrer parte del estuario del Támesis, aún tenía algo de tiempo. Hizo virar su semental al este y galopó incansablemente por entre el bosque, después salió de la espesura verde y distinguió, en el horizonte, el mar del Norte. El olor a salitre fue destacado, cubrió sus fosas nasales, incluso notó su sabor en el paladar. Desde allí, la majestuosidad de la naturaleza conmovía su alma y le mostraba lo pequeño que era ante el mundo, a pesar del poder y del dinero que tenía.

El estuario se desplegaba ante él, y sus ojos admiraron la belleza de un paisaje peculiar compuesto de aguas, arenas y pantanos. Las gaviotas planeaban por encima de la desembocadura del Támesis; ya pronto se retirarían debido a que la noche estaba al caer. Lástima que tuviera que regresar a Londres, porque si fuera por él, se quedaría allí de por vida. Pero su deber estaba con su linaje y en la vida que había heredado.

El duque de Giffod decidió dar la vuelta y regresar. El paisaje pantanoso que había en aquella zona y la escasa luz que empezaba a imperar en el ambiente no le ofrecían ninguna seguridad, y no quería padecer un accidente con su caballo. Hizo el mismo camino a la inversa, pero a galope tendido.

Todo lo que el équido recorría con sus veloces patas era de su propiedad. Los Barnes habían amasado una gran cantidad dinero a lo largo de varias generaciones. Ralf no estaba siendo una excepción, y a sus veintiocho años era uno de los hombres más influyentes y ricos de Inglaterra por mérito propio. Si bien su padre Charles Barnes, sexto duque de Giffod, había dejado el listón muy alto —fue uno de los jueces más importantes del país—, su hijo lo estaba superando. Administraba las propiedades y la fortuna heredada con una habilidad encomiable. Había debutado en el mundo de los negocios con un éxito más que notable. Era inteligente y veía oportunidades para sus empresas incluso debajo de las piedras; en consecuencia, había hecho crecer la fortuna familiar en poco tiempo.

Además, estaba dedicando todos sus esfuerzos en destacar en la Cámara de los Lores y había empezado su carrera política con buen pie. Incluso el primer ministro lo tenía en gran estima y lo escuchaba. Cabe decir que era admirado y envidiado por gran número de tories. Muchos de ellos lo apoyaban en sus ideas, a veces revolucionarias, pero importantes para hacer el país más grande y poderoso. Estaba llegando tan lejos su fama que en Londres nadie osaba mover un dedo sin su aprobación. Al parecer, el regente también lo tenía en consideración, que se traducía en invitaciones a eventos reales a los que muy pocos eran requeridos.

Sin embargo, nada de eso lo hacía feliz. Cargaba con el peso de su título y de una venganza que estaba a punto de culminar después de esperar ocho años. La primera parte ya había finalizado y había conseguido expulsar a Ernest Spicer, conde de Brithe, y a sus vástagos de la aristocracia. Ese maldito hombre era el responsable de que sus padres estuvieran muertos. Su buen amigo, Robert Myles, lo tenía todo preparado para llevar a cabo la segunda parte de su venganza. Pero eso sería cuando regresara a Londres. Deseaba terminar con tal cometido solo para poderse mirar orgulloso en el espejo, sintiendo que había hecho justicia. Entonces, su padre Charles y su madre Diana podrían descansar en paz. Y, tal vez, la tranquilidad que ansiaba su cuerpo viniera a él como premio. Pero hasta que no llegara el ansiado día, debía conformarse, porque precipitarse a esas alturas equivalía a fracasar, una palabra que nunca había saboreado.

Nada más regresó a su hogar de su largo paseo a caballo, le entregó las riendas a su mozo de cuadra. Después, se quito el empapado traje de montar, se bañó y se vistió para cenar con su hermana Kassandra, marquesa de Hayben. Como a su ayuda de cámara le había dado descanso esa noche, se vistió con una camisa blanca de cuerpo suelto y mangas que terminaban con un pequeño puño con volantes. Complementó el atuendo con unos pantalones color avena y unas botas cortas. Siempre escogía colores planos con algún bordado discreto; tampoco sus ropas lucían adornos extravagantes, salvo el anillo de oro que llevaba en la mano derecha con el sello familiar: dos espadas cruzadas, y en medio de las hojas había una rosa.

En realidad, a Giffod le gustaba pasar desapercibido, algo que no conseguía debido a su magnetismo, a su elevada altura y a su gesticulación directa, con movimientos rápidos y precisos. Todo él transmitía seguridad y contundencia, por ello sus discursos en la Cámara de los Lores eran largamente ovacionados y aplaudidos. Siempre acababa siendo el centro de atención acudiera a un baile, al Parlamento, a un paseo por el parque o a una simple cena. Era un hombre que imponía, un líder natural que muchos intentaban imitar y que nadie osaba contradecir. Las damas, tanto las casadas como las debutantes, solían perseguirlo; unas, para recibir sus atenciones dentro y fuera del lecho y, otras, intentando cazarlo como marido. Ralf admitía que, en general, las mujeres lo agobiaban. Motivos no le faltaban y siempre terminaba hastiado en todos los eventos a los que se veía obligado a acudir, y nada más se quedaba el tiempo necesario para cumplir como duque.

Ralf se estaba calzando sus botas cortas cuando percibió hilos de agua descender por su frente. Todavía tenía mojado su cabello liso negro, y utilizó una toalla para quitarse el exceso

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