Ciudad miedo

Jaime Alfonso Sandoval

Fragmento

Título

cap1

Cada escuela tiene sus leyendas siniestras. Algunas son espeluznantes, como un fantasma de algún salón, ciertas sombras de las canchas, o los mangos enchilados de la cooperativa que sacan ronchas verdes… Además, en cada colegio del mundo, hay un baño de niñas que se supone que está embrujado y “algo aparece”… ¿Por qué no pasa en los baños de los niños o en el de los maestros? Es uno de los misterios más misteriosos del universo. Es así y punto.

La escuela primaria número 3 del poblado de Las Yermas también tenía sus leyendas. Decían que en la biblioteca aparecía una mano espectral, y que a los niños que se quedaban dormidos despertaban de golpe con una fuerte bofetada. También en algunos pasillos a veces aparecía la bestia peluda: un perro rabioso que perseguía niños y parecía hambriento. Pero la leyenda más horripilante de la escuela primaria número 3 era la de la maestra Lichita, la prefecta poseída.

El rumor comenzó en el patio principal, que, como todos los patios escolares, era un hervidero de chismes. Ahí se contaban muchas cosas: quién era novio de quién, qué parejita había roto, las respuestas del examen de matemáticas, y claro, las leyendas escolares. Pronto empezaron los testimonios de que algo extraño sucedía con la maestra Lichita. En apariencia era inofensiva, algo rechoncha, siempre con lentes oscuros, sonrisita bobalicona, y dando órdenes con su vocecita melosa: “Guarden su distancia, amiguitos”. “No griten tanto, amiguitas.” “Rápido, a su salón, niñitos, no lleguemos tarde.” Pero el chisme comenzó cuando un niño de cuarto descubrió a la maestra Lichita en la sala de maestros sin las gafas oscuras y se dio cuenta de que tenía unos ojos rojos, extraños. Otra niña de quinto confesó que en una ocasión notó que a la prefecta le cambió la voz. “Era grave, metálica, como si fuera otra persona.” Y el colmo fue cuando un niño de sexto hizo un experimento: trajo de su casa un botecito de agua bendita y sin querer se la arrojó encima a la prefecta. “Gritó horrible, como si el agua la hubiera quemado”, aseguró el niño ya convertido en caza–demonios.

–¿Crees que sea cierto? –le preguntó Luisa a su mejor amiga, en el patio escolar, justo antes de la formación.

–¿Qué cosa?

–Lo de la maestra Lichita… –Luisa bajó la voz, con cierto miedo–. Que tiene un demonio dentro.

–¿Y para qué quiere un demonio meterse en el cuerpo de una prefecta? –observó su mejor amiga.

–Pues es lo que hacen los demonios –recordó Luisa, sorbió del envase de jugo–. Se ocultan en la gente que parece más inofensiva. Si entran en el cuerpo de un maloso, ni tiene chiste, ¿no crees?

Su mejor amiga asintió algo distraída. Estaba muy concentrada en dar los toques finales a su tarea: la maqueta del sistema solar. Como no consiguió bolitas de unicel hizo los planetas con puré de papa, migajón de pan, una naranja pintada, queso y otras cosas que sacó del refri. Y no es por nada, pero la tarea se veía espectacular (y olía delicioso).

–Yo creo que voy a sacar diez con este trabajo –observó con orgullo.

–¿Y eso qué tiene que ver con la prefecta poseída? –resopló Luisa–. Ay, Mónica, no te distraigas.

–Yolimar –corrigió su mejor amiga–. Prefiero que me digan por mi nombre artístico.

–¿Sigues con ese chisme? –suspiró Luisa.

Ese chisme es mi carrera. Tú no lo entiendes.

En efecto, el nombre real de la amiga era Mónica Yolanda Martínez, pero unas semanas atrás había ganado el festival artístico de la escuela cantando: “Un millón de amigos”, recibió muchos aplausos y fue muy famosa (por tres días). Pero lo importante fue que Mónica descubrió su vocación: de grande sería estrella del pop, haría algunas películas, tendría dos divorcios y adoptaría niñitos de todas las razas, además de salvar ballenas bebés. En fin, ya tenía casi todo planeado, y había empezado buscando un nombre más artístico.

–Como sea, no me voy a acercar a la maestra Lichita –Luisa retomó la conversación–. Hasta estar segura de que no tiene el demonio dentro. ¿Me estás oyendo… Yorismar?

–Yolimar. Yoli de Yolanda y Mar de Martínez –explicó su mejor amiga y abrió su cuaderno–. Mira, ya hasta ensayé mi autógrafo, ¿quieres uno?

–¿Para qué?

–Cuando sea súper famosa va a valer muchísimo.

–Bueno, entonces dame dos... –suspiró Luisa, sabía que era mejor no discutir con su amiga, era un poco necia cuando algo se le metía en la cabeza.

–Claro, querida mía. ¿Cómo te llamas?

–¡Llevamos estudiando juntas seis años de primaria! Ya sabes que soy Luisa Chávez.

–Sí, sí. Sólo estoy ensayando para mis fans –Yolimar firmó los dos autógrafos, arrancó las hojas y se las pasó–. Me debes un mango enchilado.

–¿Qué?

–El primer autógrafo es gratis, pero como pediste dos, ese cuesta aparte. No hay devoluciones... Fue un gusto, querida mía.

Luisa puso una cara muy rara. Abrió muchísimo los ojos, la boca, le tembló el labio. Yolimar supuso que estaba furiosa. Pero era algo exagerado, ¿por un simple mango enchilado?

–Bueno, si quieres sólo dame de tu jugo –negoció la aspirante a artista, señalando el envase.

Luisa intentó hablar, pero no podía, como que las palabras no se atrevían a asomarse fuera de la boca. Hasta que levantó la mano y con dedo tembloroso señaló a un lado de la banca. Entonces Yolimar lo vio.

Una de las terroríficas leyendas de la escuela era cierta: la bestia peluda. Quién sabe si de verdad era perro, parecía coyote o un chivo deforme con poco pelo; se le había caído por roña o alguna enfermedad de la piel, que la tenía cubierta de feas costras rojizas y como con trocitos de pellejo descarapelado. Era muy feo: costillas salidas, cabeza grande y algo chueca, y el hocico enorme, lleno de colmillos. Gruñía.

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¡La bestia peluda! –Luisa consiguió hablar–. Si nos muerde, moriremos de rabia.

–No, no puedo morirme ahora –replicó Yolimar, con aplomo–, tengo una carrera pendiente y diez discos de platino que grabar.

La criatura comenzó a aproximarse a las niñas. Luisa lanzó un grito, Yolimar levantó los brazos, los agitó y empezó a dar alaridos (en algún sitio había oído que eso espantaba perros, ¿o era a los osos?). Pero nada sirvió, la bestia peluda se lanzó a la banca. Los demás niños del patio vieron algo de reojo. Muchos corrieron y alguien activó la alarma de emergencia.

–Llamen al director, a la policía, a los bomberos –gritaba Yolimar–. Soy la celebridad del colegio, no pueden perderme, ni a mi amiga

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