Un corazón que conquistar (Infames 2)

Joan Norwood

Fragmento

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Prólogo

Noviembre de 1806. Londres

La casa de Helmet Square era lujosa y muy elegante. Gregory Sullivan se detuvo a observar las fascinantes vidrieras de colores en tonos azules, rojos y morados, ensalzadas por el delicado trabajo de orfebrería del emplomado. Las había visto en la catedral de Chartres, en Francia, y en otros muchos templos que había visitado durante sus viajes de negocios, pero jamás en una vivienda. Aunque no le sorprendía que el jefe de espías se hubiera permitido aquella extravagancia en la fachada de su mansión; era un tipo bastante inclinado a demostrar con hechos lo mucho que había conseguido medrar en la vida.

—¿Un Sully´s? —le propuso nada más entrar en el despacho.

Gregory torció la sonrisa con orgullo. Nada le gustaba más a un hombre que el reconocimiento de su propia estirpe. Aceptó el trago y dejó que el amargo bocado de licor descendiese por su garganta, eliminando cualquier otro pensamiento que no fuera el puro gozo de paladear la receta ancestral de los Sullivan. Era como degustar el esfuerzo de varias generaciones exprimido en unas cuantas gotas de elixir. Uisge-beatha; agua de vida. Tomó asiento en el lujoso sofá de piel de color café estilo Chesterfield, que no era cómodo pero que tampoco pretendía serlo. El interior de la vivienda era ostentoso y distinguido, aunque sobrio y muy masculino. La pieza más fascinante, en opinión de Sullivan, era la gran mesa de madera de nogal que ocupaba casi la mitad del despacho del jefe de espías.

—Esta fue una cosecha más amarga —recordó con nostalgia.

Holgaba decir que, si bien se sentía satisfecho en extremo por haber conseguido producir su whisky de manera legal, era un ferviente admirador de las añadas de su época clandestina.

—Me gusta la de ese año —señaló Samuel Gardner con un gesto de sus dedos sobre la garganta—. Quema lo justo cuando pasa.

—Sí —admitió—, hace que merezca la pena.

Sully inspiró y se bañó el paladar con otro sorbo. Había sido, sin duda, la gesta de su vida. Mucho habían cambiado las cosas desde aquel otoño de 1803, cuando un grupo armado de agentes británicos interceptó su alambique de las Lowlands y lo detuvo por agredir a varios de aquellos hombres. No era la primera vez que rozaba la muerte, pero ese día había estado muy cerca. Samuel Gardner lo había impedido.

—Recuerdo que un día me hice una promesa, ¿nunca te lo he contado?

—¿Sobre el Sully´s? —preguntó intrigado.

Gardner asintió.

—Me prometí que algún día tendría mi propio alijo. Que no lo tomaría cuando me lo ofreciera algún pez gordo, sino que sería yo quien se lo serviría a ellos. Y tuve esa epifanía junto a un cargamento de la Dama Verde, justo la noche antes de que Napoleón se convirtiera en el azote de Europa.

Greg reaccionó a eso con leve sorpresa, aunque no le extrañaba que tal suceso hubiera tenido lugar. Sabía que el jefe de espías había llegado hasta él porque seguía la pista de su familia.

La Dama Verde había sido el féretro elegido por su padre. Siempre decía que quería que la muerte lo encontrase al timón de su barco. El océano atlántico y una furiosa tormenta eléctrica de verano habían cumplido su deseo cuatro años atrás cuando un rayo había partido la popa del navío. Sully ya se desempeñaba como su contramaestre y mano derecha —«el heredero», como siempre lo llamaba—, pero desde su muerte se había hecho cargo del negocio. Le gustaba pensar que él se sentía orgulloso de las decisiones que había tomado para legalizar la destilería de los Sullivan.

—¿Es ese el motivo por el que hiciste que nos otorgaran la licencia? —inquirió en tono burlón.

En tiempos en los que se perseguía el contrabando ilegal de whisky en toda Escocia, y especialmente en las Lowlands, Gregory Sullivan había conseguido que el Parlamento británico expidiera una licencia de legalización de su destilería en Edimburgo, donde solo un pequeño porcentaje de productores no se dedicaban al comercio clandestino. En fin, sería más acertado decir que Samuel Gardner lo había conseguido por él. El Sully´s había pasado de esconderse en las bodegas de los hombres más acaudalados del Imperio británico a lucir en los mejores salones de Londres. La prebenda había incluido una exoneración real por los delitos cometidos hasta la fecha, que no eran pocos.

—No creerás que fue por tu cara bonita, ¿verdad?

Ambos rieron por la chanza. En realidad, el whisky de los Sullivan no se había posicionado como el más codiciado y vanagloriado licor escocés en Inglaterra por las acciones de ninguno de los hombres que estaban sentados frente a la chimenea. No, la reputación del Sully´s se había forjado durante generaciones; y ya era el preferido de los británicos cuando operaba en la clandestinidad. La novedad, tras la licencia, era que se había convertido en un valor al alza y un signo de distinción entre la aristocracia y la clase acomodada londinense; no cualquiera podía pagar su precio. Daniel Sullivan debía estar revolcándose de puro placer en su tumba. Gregory elevó su vaso al cielo y brindó a la salud de su padre.

—Bueno, ¿por qué me has hecho volver de Edimburgo?

—No había mucha gente a la que pudiera recurrir para esta misión.

—¿Necesitas alguien con mi talento? —preguntó con arrogancia, alzando una ceja para darse importancia.

—Necesito alguien de confianza —adujo con seriedad.

A Gregory Sullivan, que aquel hombre, que le había salvado la vida, le considerase alguien imprescindible dentro de su organización, le proporcionaba una satisfacción indescriptible. Estaba en deuda con Gardner. Daba igual cuánto hiciera por él. Jamás llegaría a pagarla.

—Estoy a tus órdenes.

—Voy a necesitar que te conviertas en la sombra del primer ministro.

—¿De Grenville?

Otro trago de ardiente brebaje escocés se deslizó por la garganta del jefe de espías, que carraspeó para aclararse la voz.

—Sí. Hace un tiempo interceptamos una carta con información que en su momento no pude descifrar. Formaba parte de los envíos que tenían que entregarse en el catorce de Rowell Cross.

—Fleures —concluyó Gregory. Todos los agentes que trabajaban a las órdenes de Gardner sabían dónde residía el testaferro de la Policía secreta francesa en Londres.

Jean Baptiste Fleures era aquel enemigo público al que permitían pasearse por su país, del mismo modo que Robert Leeds era el agente oficial de Inglaterra en París. Era un bastardo tramposo y ladino que no respetaba las reglas del juego y que se había convertido en un auténtico incordio para la agencia.

—Como te digo, nos costó bastante descifrar la carta. Cuando al fin lo conseguimos, esta contenía una serie de instrucciones muy detalladas sobre la agenda del primer ministro. Datos sobre sus empleados, la seguridad de su casa en Londres…

Sully valoró aquella información con un largo silbido.

—Eso suena a que lo están cercando.

Gardner le pasó un papel. Había una especie de código en la mitad superior del folio y lo que se suponía que era una traducción en la parte inferior. En efecto, contenía información sensible que hacía sospechar de una vigilancia exhaustiva sobre el barón Grenville.

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