Una vida que enmendar (Infames 3)

Joan Norwood

Fragmento

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Prólogo

Londres, 1806. Día de Navidad

Y pensar que había estado a punto de decirle que se quedase a cenar con ella.

Katharina Sharpe miró con ojos entornados al jefe de la división Pampilo y deseó en silenciosa oración que uno de los relámpagos que resonaban en la calle entrase por la ventana y lo fulminase en el acto.

Había tenido la inocente creencia de que tal vez pasase a verla para compartir un momento de fraternidad. Eso era lo que había pensado cuando le había llegado una nota advirtiéndole de su visita en un día tan señalado. Pero no. Nada tenía su presencia que ver con aquello. La única razón para prevenirla había sido la factible posibilidad de que estuviera camino de Chiswick. En cuanto le había respondido que ya había vuelto de su viaje, había tardado menos de media hora en presentarse.

—No puedes estar hablando en serio —protestó con un matiz de incredulidad filtrándose en su voz.

Samuel Gardner —en su defensa debía ser dicho— mostró así mismo una renuencia poco común a la hora de responder. El hecho de saber que tampoco le gustaba lo que le estaba encomendando no hacía que la orden resultase menos gravosa.

—¿Crees que no he buscado otras soluciones? —No lo siseó, pero tampoco anduvo muy lejos—. Han pasado dos semanas desde el atentado y no encuentro ningún maldito modo de acercarme a él. El marqués no es en absoluto la criatura social que aparenta ser. No tiene amigos a los que sobornar, no organiza absolutamente ningún evento en su casa, no tiene amantes a las que reclutar. —Se encogió de hombros con frustración—. Nada. Ni siquiera se puede captar a los criados. Los hemos probado y no ha habido manera de que se inclinen a obedecer órdenes de nadie más.

Lo cual casaba perfectamente con el papel que creían que Adrien Courtois desempeñaba en Londres. El marqués de Rigaud era, según los datos de que disponían, el hombre que llevaba varios meses conspirando con la inteligencia francesa para asesinar al primer ministro británico, William Grenville. Habían estado a punto de conseguirlo dos semanas atrás, cuando Rigaud había disparado en una partida de caza contra el barón haciéndolo pasar por un accidente. Por suerte, uno de los agentes de Pampilo lo había evitado y además había encontrado una prueba irrefutable de quién era el hombre a quien debían acusar.

Aunque Rigaud llevaba gran parte de su vida viviendo en Londres y se le consideraba un súbdito británico, todo parecía indicar que sus lealtades habían virado —o tal vez siempre habían estado— hacia su país natal. Nadie podría haberlo esperado de un hombre que parecía haberse adaptado a la perfección a la pompa y boato de la aristocracia londinense; un dandi que se movía por las sinuosas corrientes sociales del Imperio británico con elegancia y la distinción añadida de ser un buen amigo del príncipe regente. Al parecer, ni siquiera el brutal asesinato de sus padres a manos de los revolucionarios y bajo el amparo del Comité de Salvación Pública había logrado plantar en él la semilla del odio hacia su sangre gala.

—Así que, en vez de reclutar a una de sus amantes, vas a mandar a tu propia recluta. ¡No puedo creer que me utilices así! Teníamos un trato.

¿Lo tenían?, se preguntó acto seguido. Las normas en su relación siempre habían sido difusas, siempre cambiantes. El contrato que firmaron cuatro años atrás había sufrido variaciones sustanciales, adaptándose a unas circunstancias que cada día parecían complicarse más. Katharina era consciente de que ella misma había sido la responsable de alguna de esas concesiones. Lo que había comenzado como un inevitable compromiso había terminado convirtiéndose en un deber sagrado que a veces trascendía a su propio bienestar.

—Yo no te utilizo, Kath —sentenció con aquel semblante imperturbable que la desquiciaba a veces—. Solo te digo lo que tenemos que hacer si queremos evitar que consigan su objetivo.

Que no era otro que el de asesinar al barón Grenville y desestabilizar al Gobierno inglés. Nada más, y nada menos.

Kath bufó.

Sentado en el sofá de piel color chocolate de su estudio personal, Samuel parecía un hombre cómodo con sus circunstancias, a pesar de que a ella le constaba que no se sentía complacido con la conversación. Su postura declamaba absoluta tranquilidad, su cuerpo atlético y bien entrenado para la acción parecía relajado, con un brazo reposando sobre el respaldo y el otro sobre el regazo. Los inteligentes ojos azules no perdían un detalle de su persona. Cada vez que Katharina daba un paso intranquilo por la sala, él la seguía como un rapaz.

Cualquiera que lo viese desde la ventana pensaría que estaban teniendo una charla de lo más tranquila y aburrida. Si en vez de un observador masculino, fuera una mujer la que mirase, no lograría formarse ningún juicio porque no podría ver más allá de la irresistible estampa que representaba uno de los hombres más apuestos de Londres recostado con disipación en un sofá mullido y perfecto para confesiones nocturnas.

Pero Katharina Sharpe no era cualquier mujer. Aunque a veces no lograra anticiparse a él, ella era la única que veía más allá de los enigmáticos ojos azules y la cara de ángel caído: la serenidad de Gardner no era inquebrantable.

Quería odiarlo. A veces le gustaría poder liberar la tensión que la comía por dentro gritándole lo tirano que era, lo mucho que la desquiciaba, lo harta que estaba de soportarlo. Pero, cuando la furia pasaba, casi siempre comprendía que Samuel no era el responsable de sus circunstancias. Muy por el contrario, con toda su arrogancia e impertinencia, ese hombre era la única persona que se preocupaba por su bienestar. La protegía, siempre, y la quería, a su modo. Por eso, a pesar de haber alcanzado una posición cómoda en la vida, no llegaba nunca a tomar la decisión de abandonarlo.

—Oh, por supuesto. Tú eres demasiado anfibológico para darme una orden tajante porque sabes que te irá mucho mejor si soy yo quien toma la resolución. —Se irguió en toda su estatura, decidida a presentar batalla—. Pero esta vez no te va a resultar tan fácil. He oído los rumores sobre el marqués; pertenece a ese club horrendo de Grape Lane[1], y solo hay que mirarlo para darse cuenta de que ninguna mujer está a salvo en su compañía.

De todos los lupanares de Londres, el regentado por Jerrod Brown era el más depravado y polémico. Había oído cosas preocupantes sobre el Shinners y las prácticas que allí se llevaban a cabo; historias que costaba asimilar como reales, comportamientos que no parecían propios de gente normal. Si Rigaud lo frecuentaba, eso solo podía significar que era un pervertido.

—Creo que tienes una visión un tanto distorsionada de lo que hacen los hombres en sus clubes, Katharina. —¿Fue un rubor lo que se adivinó en el semblante de Samuel? Kath fue incapaz de hablar por un instante al caer en la cuenta de que tal vez él también visitase aquel tipo de antros—. Te aseguro que si el marqués fuera un peligro para tu integridad física yo no sugeriría la posibilidad de que lo investigases. Lo conozco lo suficiente para pensar que tu vida no corre peligro.

Kath negó con vehemencia. No temía que Adrien Courtois quisiera atacarla; contra eso podía defenderse. Una de las principales

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