Prefacio
DESDE EL PRINCIPIO
—La situación es muy desesperada.
—Lo sé, no hace falta que me lo recuerdes, Tiffany. —Su hermana era magnífica en señalar siempre lo obvio.
—Si lo sabes, dinos qué es lo que vamos a hacer —se metió la pequeña de las tres en la conversación.
—Lo único que puedo.
—¡No, Amberly! —saltaron sus dos hermanas a la vez.
—No hay otra. Mamá no está en su mejor momento, y en pocas semanas estaremos en la calle.
—Tal vez tengamos más tiempo, Amberly. Ese estirado lord podría… bueno, igual se apiada y no nos echa de nuestra casa —terció con esperanza Emily.
—Somos tres y mamá. Cuando llegue no dudará un segundo en vaciar la casa, incluso con el cadáver de nuestro padre aún caliente. —La hermana mayor era consciente de la carga que suponía tener a tantas mujeres bajo amparo.
—¡Dios mío, Amberly! ¿Por qué tienes que ser siempre tan directa? —se quejó Tiffany.
—Es lo que yo haría. Viendo fríamente la situación, el hombre que llegue no se hará cargo de nosotras. ¿Quién, en su sano juicio, se haría responsable de nosotras? Es dinero, es gasto… —Amberly era práctica. Sincera.
—Tal vez no sea así. Igual tiene corazón.
Emily era la más ingenua de las tres. Podría ser por su juventud, pero para la mayor de las Davenport, esos pensamientos de querer siempre ver lo mejor de las personas eran algo totalmente improductivo en esos momentos. Hasta la fecha no habían obtenido socorro, ¿qué sería diferente ahora?
—Cuando hay dinero de por medio y se es el heredero de un conde, tres mujeres, cuatro si contamos a nuestra madre, son problemas. Y no voy a esperar a que nos deje en la calle. No lo permitiré.
Amberly era la mayor y era su responsabilidad velar por la familia ahora que su padre, el conde de Dorset, había fallecido. Acababan de enterrarlo y no había tiempo, ni de luto, ni de lloros. Su madre lloraría por todas. La pena de la matriarca era tal que Amberly le había tenido que dar un poco de láudano que guardaban para emergencias, a fin de ayudarla a dormir, para que descansase. Su madre ya tenía bastante con lo que estaba pasando como para pensar en el futuro o preocuparse de lo sumamente extrema que se había tornado la situación, porque precaria era hacía años.
Cuando sus padres se casaron, el desaparecido Dorset era veinticinco años mayor que su madre, Margaret, y la salud de él no fue nunca demasiado estable. Desde que contrajeron nupcias, él se esforzó en buscar un heredero. Tres hijas que se llevaban más o menos un año de diferencia de la mayor a la pequeña, había sido lo que él había conseguido antes de enfermar definitivamente. No había ningún varón para heredar la finca familiar y el título; todo, el dinero y las pocas posesiones que quedaban iban a pasar a manos de un primo, muy muy lejano que llegaría en pocas semanas, días incluso. El nuevo conde de Dorset, el abogado Phillip Long, llegaría en breve y las cuatro estarían en la calle, porque Amberly se negaba a pedir caridad a un desconocido del que estaba segura que no la recibiría.
El futuro inmediato de las tres estaba en el aire y era imperativo que ideara un plan. El tiempo corría, el heredero llegaría… más penurias, más hambre: la calle. No había otra solución que aceptar la propuesta del maldito y odioso señor Reginald Kinsley.
Ese hombre era horrendo, fastidioso, detestable y su peor pesadilla hecha realidad, pero no había otro recurso a su alcance a corto plazo. No era porque él no tuviese título por lo que ella lo desaprobaba, simpático no le era y siempre estaba menospreciándola. Llevaba tres años esquivando su propuesta de matrimonio, y su situación le hacía ahora mismo merecedor de sus atenciones. Era rico y era lo que sus hermanas y su madre necesitaban. Reginald Kinsley en estos momentos figuraba como uno de los mejores abogados de Londres, o eso le habían dicho a Amberly, pero es que era tan, tan aborrecible… que solo esa realidad tan desesperada la iba a hacer aceptar.
Tragó saliva al pensarse casada con él. Además, que no era para nada de su agrado. Bastante alto y delgado, con los ojos marrones. Desde que lo vio, únicamente le trasmitió indiferencia. Ni le agradaba ni le desagradaba al principio, pero luego, conforme él iba haciéndole esos tontos comentarios con la clara intención de ofenderla, fue considerando que era uno de los hombres más estúpidos, infames y horrendos que se había echado a la cara. Odioso.
En un primer momento él se comportó con ella. A las dos semanas de coincidir en una fiesta, y sin haber hablado más que en una simple ocasión, el señor Kinsley se le declaró. Así, sin más. Todavía lo recordaba como si fuese ayer. Sí, de acuerdo que había matrimonios arreglados, como los de sus padres, en los que esposo y esposa no se conocían, sin embargo, Amberly quería… ¡quería más! Suspiró al evocar aquel recuerdo con el odioso.
Una propuesta del todo lógica. Él aludió que era su única opción, porque ellas tres no tenían dote, ni hermanos. Ella tenía que casarse, él buscaba esposa… pareció que estaba redactando un acuerdo en vez de estar haciendo una proposición. No había dote porque hasta el último penique había sido gastado en la casa, ropa y comida. El abogado la había investigado, según ella dedujo, y se aprovechó de su situación para hacerle una oferta matrimo