Prefacio: Todo tiene un origen
Era el día más triste de su vida. Dorothy Cambridge se había quedado sola en este mundo de Dios. Su padre había fallecido a causa de una larga enfermedad, y lord Roden era todo lo que la niña tenía, porque su madre había muerto cuando había dado a luz.
Su vida se tambaleaba y allí, llorando frente a la tumba de la única persona que alguna vez se había preocupado por ella, la pequeña no sabía qué iba a ser de su vida.
Una sirvienta, Francis, que la había cuidado desde bien pequeñita y era como su institutriz, le colocó un brazo sobre sus hombros. La niña comenzó a llorar con más ímpetu. No encontraba consuelo y, sobre todo, no entendía por qué su padre se había ido al cielo y la había dejado sola.
Escocia era un paraje frío y desolador en pleno invierno. Justo así se sentía Dorothy por dentro y, de verdad, se alegraba por que el día estuviera gris, apagado y triste, como su estado de ánimo. No hubiese soportado que el sol saliera en el momento más sombrío de su existencia.
La niña se había enfadado mucho con el Creador. Si era cierto lo que el cura del pueblo había dicho durante el funeral del conde de Roden, ese Dios del que tanto hablaba se lo había llevado sin su consentimiento. ¿Quién era ese tal señor Dios todopoderoso para privar a una niña de nueve años de su padre y de su madre en primera instancia?
Un grupo de nubes se colocó insolente donde los pocos que habían acudido a despedir al conde estaban reunidos. Pequeñas gotas ligeras comenzaron a centellear. Cuando la última palada de arena fue colocada sobre el ataúd, Dorothy dejó sobre la tierra una rosa blanca que había recolectado del jardín en el que su padre y ella llevaban años trabajando.
En los últimos años, él se sentaba en el banco a observarla, y era Dorothy quien mimaba y cuidaba las flores y plantas que crecían pacíficas y bonitas. Su padre decía que esas flores, las rosas blancas, eran las preferidas de su madre, y por eso también lo eran del conde.
Habían florecido fuertes y vigorosas. Había una docena de rosales que eran como un tributo a su madre. Los habían plantado en una zona estratégica de la casa para que el sol los alimentase y pudieran estar sanos. Ella le hubiese llevado todas y cada una de las rosas blancas que allí había, porque se sentía con ganas de destrozarlo todo a su paso a causa de la congoja que la inundaba, pero a él, a su padre, no le hubiese gustado que hiciese aquello. Decidió cortar una sencilla y modesta rosa para entregársela en ese día en el que se despedía de él y en el que ya no lo volvería a ver nunca más.
—Dorothy, es hora de irnos. —Francis la trajo de vuelta a la cruda realidad.
—¿Podemos esperar un minuto más? —La niña levantó el rostro para mirar a su acompañante con cara suplicante.
—Por supuesto que sí. —La mujer no pudo negárselo. Llovía, hacía frío, pero entendía que la pequeña tenía que despedirse de su padre.
No se quedaron únicamente sesenta segundos. Lo hicieron todo lo que Dorothy necesitó. Una vez que ella estuvo lista, se dispusieron a regresar a casa cabizbajas.
—¿Qué va a ser de mí, Francis? —Pese a su juventud, era plenamente consciente de que las cosas iban a cambiar, según le indicaba algo en su interior.
—Tengo entendido que el abogado de tu padre ha llamado a tu tío para que venga por ti.
—Mi padre nunca me ha hablado de él.
—Creo que ambos hermanos estaban peleados.
—Eso lo explicaría, sí. ¿Entonces no estoy sola, Francis? ¿Tengo una familia? —La sirvienta se estremeció al ver la expresión de ilusión y esperanza de la niña.
—Sí, Dorothy, no lo estás. —Francis esperaba que el buen Dios la perdonase por la flagrante mentira que acababa de contar: era una verdad a medias. Según había escuchado decir al abogado del conde de Roden, los hermanos, ingleses de nacimiento, se habían enemistado hacía años, y nunca más se habían vuelto a hablar. Todo había sido porque lord Roden había resultado el elegido para heredar un título escocés que ambos querían. Un familiar lejano los estudió y los evaluó, y finalmente decidió que fuese el padre de Dorothy quien lo sucediese a su muerte. El anterior conde hubiese preferido al otro hermano, el mayor, pero el hecho de que su hija se hubiese enamorado del señor Cambridge había inclinado la balanza favorablemente en pro del hermano menor.
Pasaron los meses, y ningún familiar fue a recogerla ni se interesó por ella. En la finca todo seguía prácticamente igual, salvo por un hecho trascendental: su padre había fallecido.
Cada vez había menos sirvientes en la casa. Muchos no podían estar tanto tiempo sin recibir sus honorarios, y la comida comenzaba a escasear. Llegó el día de su cumpleaños, y nadie se percató de ello. No había motivos para celebrar nada. Dorothy salió al jardín como hacía cada día; se pasaba la mayor parte del tiempo allí con sus rosas. Se sentó delante de las flores, que estaban más bonitas que nunca en esa época del año. Dibujó un pastel redondo en la tierra y le colocó diez velas. Sopló y pidió con todas sus fuerzas —incluso llegó a hacerse daño al apretar tan fuertemente los ojos y los puños— ser parte de una familia, encontrar a alguien que la quisiera como la había amado su difunto padre.
Se sucedieron las semanas, y la situación comenzaba a ser precaria con respecto a la comida. La niña oía cuchicheos entre la servidumbre. El hermano de su padre, ese que vivía en Londres, no había tenido tiempo de ir a Escocia aún y, según lo que había llegado hasta sus oídos, tampoco parecía dispuesto a hacerse cargo de una niña.
No obstante, a los pocos días, apareció el señor Cambridge, su tío, con su esposa y con sus dos hijos. Que preguntase por la estúpida mocosa hija de su hermano no fue un buen presagio. Dorothy era pequeña, pero no tonta, y su padre siempre había dicho que ella era de mente ágil.
Tal como temió, el hombre no la quería ver ni en una pintura y la esposa, aun menos. Sus supuestos primos eran mayores, y a cada rato la insultaban y la criticaban. El señor Cambridge le gritaba frecuentemente. Le había levantado ya varias veces la mano para apartarla de su vista.
La primera vez fue cuando sus primos redujeron su jardín a cenizas. Arrancaron sus flores y sus amados rosales. Dorothy se enfureció y se lio a puñetazos con los dos. Uno, Alfred, era un año mayor que ella y el otro, Maxwell, cuatro años más. Tanto dio igual porque los zurró a ambos. Ellos también le dieron patadas y puñetazos, pero no dolieron en aquel entonces. En el fragor de la pelea, Dorothy encontró fuerza para atizarlos a gusto. Su rabia, su frustración y tristeza se convirtieron en sus armas secretas.
Tanto fue así que los dejó amoratados. La pequeña también tenía signos evidentes de haber protagonizado una encarnizada lucha, pero a su tío le dieron igual sus motivos: le cruzó la cara por haber puesto sus sucias manos sobre sus hijos, en especial sobre su heredero, el futuro conde de Roden.
La siguiente vez que recibió un fuerte bofetón por parte de lord Roden fue cuando la esposa de este descolgó el cuadro de su madre del salón principal del castillo de Durumby. Dorothy se abalanzó sobre su tía sin pensarlo un instante y la reprendió fuertemente. La niña le arrancó el cuadro de sus manos con tanta mala suerte que una astilla la hizo sangrar.
Lady Roden, como la obligaban a llamarla, fue a quejarse a su esposo, y él la tuvo un día entero sin probar bocado y, por supuesto, le dio otro bofetón para que aprendiese su lugar en el mundo.
Críticas, golpes, hambre y muchas injusticias observadas fue lo que llevó a Francis a despertar a la niña en medio de la noche. La tenían durmiendo arriba en el desván, sin la chimenea encendida a ninguna hora.
La sirvienta apartó el montón de mantas que le había depositado cuando la familia la había trasladado allí.
—No te asustes, Dorothy, soy Francis. —Estaba muy oscuro. La vela que la sirvienta llevaba alumbraba poco la estancia.
—¿Qué ocurre?
—Es hora de que te marches. —Francis lo había dispuesto todo. Convenció al cochero de hacerle un favor, que pagó con su cuerpo.
—¿A dónde vamos?
—Dorothy, cuando llegó el abogado, lo escuché decir que tu padre, sabiendo el carácter de su hermano, había nombrado como tu tutor a un buen amigo.
—¿A quién?
—Un noble que vive en Inglaterra, el duque de Norfolk.
—¿Debo abandonar mi casa? —preguntó presa de la desesperanza. Amaba el castillo, su tierra. Era donde había nacido y amado a su padre.
—Sí, y debes hacerlo de inmediato. Jef, el cochero, te estará esperando en el camino con el carruaje. Llévate esta vela contigo. He preparado una maleta con lo esencial. Vete, Dorothy, y no mires atrás: el duque de Norfolk sabrá defenderte.
—¿Y si no me quiere tampoco?
—No puede ser peor que esto, Dorothy. —La realidad era la que era, y Francis debía insistir para alejarla de sus parientes.
—Tengo miedo. —Las palabras salieron en un susurro apenas inaudible.
—Eres fuerte; además, irás acompañada de una joven que va también en dirección a Inglater