Algunos puentes nunca arden

María Vázquez

Fragmento

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Capítulo 1

Un ave fénix siempre renace de sus cenizas

Cuando el portazo retumbó por todo el piso, Nieves se estremeció. Durante unos segundos se mantuvo quieta en la cocina con el tenedor todavía en la mano y la sartén de las croquetas al fuego. Midió mentalmente el tiempo que llevaba llegar hasta la calle y en cuanto estuvo segura de que el portal se abriría, se asomó a la ventana de la habitación. Desde allí vio a Rafa perderse entre la gente que a esas horas paseaba por la calle. Se quedó mirando al punto en el que había desaparecido.

«¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho? Tranquila, Nieves, volverá», pensó.

El olor a quemado le llegó hasta la nariz y de repente recordó que las croquetas seguían al fuego. Salió disparada a apagar la hornilla y retirar el aceite. Subió la intensidad de la campana y abrió de par en par la ventana de la cocina para ventilar.

Después se fue al salón y allí se sentó en el sillón a ver una película a la que ni siquiera prestó atención. El llanto le hizo liberar la tensión que sentía y se quedó dormida, agotada. Despertó en plena madrugada. Los anuncios de teletienda eran el único sonido que se escuchaba en el piso. Se refregó los ojos y fue hasta la habitación a comprobar si Rafa había llegado. Ni allí ni en ningún otro cuarto estaba. Nada indicaba que hubiera regresado.

Se sentó de nuevo en el sofá distrayéndose con la venta de una máquina gimnástica y así pasó el resto de la noche.

«Volverá», repitió.

Y claro que volvió, regresó el lunes por la mañana, mientras ella estaba trabajando, y hubiera sido mejor que nunca hubiera vuelto.

Nieves se había pasado la mañana del lunes inmersa en documentos y llegaba a casa con el tiempo justo para calentar las lentejas que había dejado hechas, comer, ver un poquito la televisión y regresar de nuevo a la oficina.

Nada más entrar en casa, la recibió el silencio que se había impuesto desde la noche del sábado. En el aire percibió el olor a la colonia de Rafa. Se maldijo a sí misma por engañarse y hacer que su subconsciente viese rastros de él donde no los había. Mientras luchaba por aguantar las lágrimas, puso la olla de las lentejas en el fuego y se sentó en el banco a leer la novela que había dejado a la hora del desayuno sobre la mesa. Era lo único que la entretenía y la mantenía distraída en esos días. Uno de los pocos placeres diarios que tenía. Absorta en las aventuras y desventuras de los personajes, las lentejas acabaron por pegarse un poco a la olla. Comió con desgana, aun así los bocados no le impidieron mantener el ritmo de lectura. Para cuando el plato quedó vacío, volvía a estar serena y Rafa se había ido de sus pensamientos.

En la cafetera eléctrica que tenía encima del mármol todavía había café sobrante de la mañana. Puso un poco en un vaso y vertió un chorro de leche. En cuanto se volvió para meterlo en el microondas, se dio cuenta de que este había desaparecido. Sintió vértigo al ver el hueco vacío. Levantó la cabeza y miró a su alrededor, solo entonces advirtió que faltaban más cosas: la lavadora, la secadora y la radio.

Empalidecida y con el corazón palpitante salió al pasillo y advirtió que la puerta de la sala estaba abierta de par en par. De allí descubrió que habían desaparecido la televisión y el ordenador. No pudo ver más, ya que las lágrimas brotaron cegándola. Corrió por todo el piso para encontrarse con que se habían llevado el colchón de su cama y dejado las sábanas tiradas en el suelo.

—Me han robado, me han robado —murmuraba sentada en la taza del váter, tras haberse lavado la cara, tratando de calmarse y que el aire le llegase a los pulmones.

«Si Rafa estuviera aquí sería menos terrorífico», pensó. «Debería llamarle. No, primero llama a un cerrajero y cuando cambien la cerradura, llamas a la policía. Luego ya le llamarás a él para explicárselo y pedirle perdón, de lo contrario te reprochará no haber tomado medidas por ti misma y tener la maldita costumbre de depender de alguien para todo».

Se sintió estúpida después de hablar con el cerrajero, pues había acabado balbuceado al explicarle que le habían robado. Fue tras marcar de nuevo, mientras esperaba que en comisaría le contestasen, que se dio cuenta de que en el centro de la mesa del comedor faltaba el florero de Sargadelos que Rafa le había regalado por su cumpleaños. La sospecha cruzó como una estrella fugaz por su mente. Colgó y fue a la entrada.

¿Cómo podía ser que hasta entonces no hubiera caído en la cuenta de que para entrar debían haber forzado la puerta?

Comprobó la puerta de entrada de la cocina, la misma por la que ella había entrado, y nada le indicó que tuviera algo fuera de lo normal. Después se centró en la otra puerta de entrada, la que daba al vestíbulo, allí tampoco había arañazos ni ningún tipo de marca.

O era un ladrón muy experto o alguien que tenía las llaves de la casa.

Volvió a su habitación y abrió el armario. La ropa de Rafa había desaparecido pero la suya seguía allí.

«¿Qué es lo que falta?», se preguntó.

En su cabeza fue haciendo el inventario según iba viendo los huecos. Comprendió que aquello que había sido comprado entre los dos o que había sido pagado con el dinero de Rafa, durante los años que ella no trabajaba, era lo que se habían llevado. Del miedo fue pasando a la ira.

¿Cómo podía ser alguien tan estúpido como para aparecer en la que había sido su casa durante años y llevarse todo sin hablarlo antes? Después de lo que habían vivido juntos, de tantas disputas que habían tenido, Nieves no acababa de comprender que las cosas hubieran acabado así. Se arrepentía de lo que le había dicho y sabía que debería haber callado y aguantado el chaparrón. Se sentía estúpida porque comenzaba a darse cuenta de que era ella la que había provocado la ruptura y que él se enfadara tanto como para intentar hacerle todo el daño posible.

El sonido del timbre en el portal la sacó de sus pensamientos. El cerrajero había llegado.

Mientras el hombre trabajaba, Nieves llamó a la oficina para decir que se retrasaría. Dado que todavía nadie se encontraba trabajando, hubo de dejar un mensaje de voz en la recepción. Cuando la gerente lo recibiese seguro que se enfadaría. Otro motivo más que tendría para acrecentar la aversión que Nieves le provocaba desde que el segundo día, sin querer, le había vertido un vaso de café en su traje blanco al tropezar con la pata de una silla, dejándole un cerco marrón en la baja espalda y el trasero. Pero con tal problema ya lidiaría más tarde, lo primero era buscar una excusa para justificar el retraso. Dejarlo en que habían entrado en su piso para robar estaba bien, era una media verdad. El conflicto vendría si le pedían que mostrase la copia de la denuncia que no iba a presentar. Resopló mientras se frotaba los ojos, sobrepasada. Tendría que recurrir en última instancia al amigo de Vente y maldita la gracia que le hacía contar a nadie lo que había pasado.

Después de diecinueve años de relación le producía bochorno solo el pensar en tener que explicar a quienes les conocían que habían terminado y cómo. Quizá eso último era mejor guardarlo para ellos dos.

Nieves había conocido a Rafa

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