El amanecer de un marido

Héctor Abad Faciolince

Fragmento

Álbum

Todos los jueves almuerzo con mi madre. Por mucho tiempo ella ha estado viviendo en una residencia para ancianos, donde dispone de un pequeño apartamento. Cada jueves, llueva o truene, llego un poco después del mediodía y charlamos un rato. A la una nos sentamos en el comedor, una mesita estrecha al lado de la ventana que da al patio. Soy el único invitado, pero ella pone la mesa como si viniera a comer quién sabe quién: mantel y servilletas de lino blanco, bordados; cubiertos de plata; vasos de cristal, dos pequeños, para el vino, y dos grandes, siempre llenos de agua helada. La vajilla —de Limoges, con el borde dorado y el monograma de Palacio— es la mejor que tiene (la otra, la de diario, es de plástico). Sólo la usa los jueves, cuando vengo yo, y en todo caso no podría usarla si hubiera más convidados, pues casi todos los platos se quebraron y apenas quedan piezas para dos comensales.

Mi madre planea el menú desde el martes y encarga por teléfono los ingredientes; si hay que aliñar la carne o marinar algo con tiempo, empieza a hacerlo desde el miércoles, en la cocina de la residencia. Prepara siempre un banquete; las recetas las toma de un cuaderno amarillento escrito de su puño y letra hace ya muchos años, durante el tiempo en que vivía con su padre. Las instrucciones para cada plato son precisas en las cantidades y muy detalladas en el procedimiento. Son las viejas recetas que mi madre les vio hacer paso por paso a las cocineras de Palacio. Poco antes de la una, mi madre va hasta la cocina, trae las fuentes en un carrito de ruedas y las pone sobre bandejas de plata marcadas con el mismo monograma de la vajilla. Entre las bandejas y las fuentes pone también una carpeta de lino, tan blanca como el mantel, y del mismo bordado. Mientras comemos, seguimos conversando. Dedicamos un rato a comentar el sabor y la calidad del almuerzo. Con el pretexto de que es bueno para el colesterol, tomamos siempre vino tinto. Este lo llevo yo, porque mi madre no podría permitírselo. Si algo queda, ella se lo toma a lo largo de la semana.

A veces, después del postre, si yo no tengo afán de volver al trabajo, mi madre y yo nos sentamos en el sofá, y mientras nos tomamos el café (en dos tacitas de porcelana húngara, pintadas a mano, algo desportilladas), nos gusta mirar juntos los álbumes de familia. Mi madre evita, por triste, el último álbum con las fotos de mi padre, tomadas meses antes de que lo mataran, y el álbum de mi hermana, que se murió de cáncer muy joven, pero le encanta que miremos el más viejo de todos, donde están las fotos de ella niña y adolescente, con su padre en Palacio. Este Palacio, más bien una casona de una sola planta, fue construido por don Coriolano Amador, el hombre más rico de la ciudad, en el siglo XIX, pero fue derribado hace cuarenta años para levantar un edificio de oficinas. Como yo nunca conocí la mansión, mi madre me la va describiendo y explicando a través de las fotos. Los rombos de las vidrieras, dice, corresponden al comedor. Las altas estanterías, atiborradas de libros, son las del despacho y biblioteca de «tío Joaquín». Ella, con un pudor del que nunca ha querido desprenderse, le dice tío a su padre, el arzobispo. Allí se ve el pozo que había en la mitad del patio, donde mi madre descendió alguna vez para exigir desde ahí que la dejaran casarse con mi padre. Cada foto, con las personas y los sitios que aparecen, le trae a la cabeza alguna historia, y así se nos va buena parte de la tarde. Cuando no son las fotos de Palacio, son las de su matrimonio, o las del par de años tan felices que pasaron en Boston, donde mi papá hacía el doctorado, o mis fotos de infancia, o los recuerdos del pueblo de los abuelos, o de los viajes a Oriente y a Occidente.

La semana pasada fue 1.° de mayo, y cayó un lunes. Despistado por el día de fiesta, el jueves yo pensaba que era miércoles. Ese jueves, sin pensar en el almuerzo de mi madre, estuve con Matilde, una amiga, desde las cinco de la tarde hasta las tres de la mañana. Esa misma noche mi madre tuvo una crisis cardíaca, o quizás un derrame, y se murió durante el sueño. Una enfermera descubrió su cuerpo exánime en el cambio de turno a las cinco de la madrugada. Minutos después, cuando me llamaron del asilo a darme la noticia, yo todavía no me había percatado de que ya era viernes. Cuando llegué a la residencia, aturdido e incrédulo, me di cuenta del error por un comentario de la portera del asilo: «Ella anoche estaba preocupada porque usted no había venido ni llamado; decía que eso no había pasado nunca y que en su casa no le contestaban».

Al entrar en su apartamento y encontrar la mesa puesta, la comida intacta atiborrada malamente en la nevera, el álbum abierto en una foto de Palacio, no me dio la sensación de haber tenido un descuido, sino de haber cometido un crimen. Había un reproche tácito en mi vaso de agua tibia, lleno todavía, en el mantel impecable y la vajilla reluciente. No pude evitar pensar en la coincidencia de que yo estuviera gozando con Matilde mientras mi madre se moría. A veces creo que el infierno, si existiera, consistiría en poder ver, en el preciso instante de nuestra muerte, lo que están haciendo en ese mismo momento las personas a quienes hemos querido.

La fiebre en Tolú

Llevábamos meses planeando ese viaje a Tolú, Verónica y yo con un grupo de amigos. Llegó el día y yo estaba entusiasmado, aunque con una sensación rara en el cuerpo. Madrugamos mucho y fui capaz de manejar hasta la playa, casi nueve horas de viaje, sin ayuda. En el carro Verónica iba muy feliz, mirando los árboles. Yo, con el pasar de las horas, me sentía cada vez peor. Llegamos a Tolú, miré el mar, y me empezó la fiebre. Tuve que meterme en el cuarto, cerrar las cortinas y apagar la luz. Me sentía muy mal. Verónica, en cambio, estaba radiante, cada vez más feliz, porque para ella son sinónimos el mar y la felicidad. Me miraba de lejos, no le daba pesar. Ponían música y ella bailaba sola, o no siempre sola.

Yo no era capaz de levantarme. De la cama a una hamaca, de la hamaca a una silla de lona. La mayor parte del día me la pasaba encerrado en el cuarto, con los ojos cerrados, con frío al mediodía, en medio del calor, con fotofobia. La música estaba afuera, la luz, el sol, la alegría, el baile. Yo tiritaba de fiebre. Era una fiebre muy alta, incesante, una de esas fiebres sin nombre que le dan a uno en el trópico y que pueden ser dengue, malaria, un virus intestinal, una picadura de insecto, cualquier cosa. No se me bajaba con aspirina ni con duchas ni co

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