PRÓLOGO
Ni siquiera con el sudor de la frente y la respiración entrecortada parecía enferma. Su piel no tenía el hermoso aspecto habitual y sus ojos no brillaban como siempre, pero seguía siendo muy guapa. La mujer más guapa que hubiera visto jamás.
La mano cayó de la cama y el dedo se estremeció. Recorrí con la mirada las uñas amarillentas y quebradizas, luego subí por el brazo delgado hasta llegar al hombro huesudo y, finalmente, posé mis ojos en los suyos. Me estaba mirando, con los párpados abiertos en dos rendijas, lo suficiente como para hacerme saber que era consciente de que yo estaba allí. Eso era lo que me encantaba de ella. Cuando me miraba, lo hacía de verdad. No me miraba pensando en la otra media decena de cosas que tenía que hacer ese día ni pasaba de mis estúpidas historias. Me escuchaba y eso la hacía muy feliz. Todas las demás personas asentían sin escucharme, pero ella no. Ella nunca.
—Travis —me llamó con voz ronca y las comisuras de sus labios se elevaron—. Ven, cariño. No pasa nada. Ven aquí.
Papá me puso tres dedos en la base del cuello y me empujó hacia delante mientras hablaba con la enfermera. Papá la llamaba Becky. Vino a casa por primera vez pocos días antes. Me hablaba con voz suave y me miraba con amabilidad, pero no me gustaba Becky. No era capaz de explicarlo, pero que estuviera allí me daba miedo. Sabía que había venido a ayudar, pero eso no era bueno, ni siquiera aunque a papá le pareciera bien.
El empujón de papá me hizo dar unos cuantos pasos hacia delante, lo que me acercó lo suficiente como para que mamá me pudiera tocar. Alargó una mano de dedos elegantes y largos y me acarició el brazo.
—No pasa nada, Travis —me susurró—. Mamá quiere decirte algo.
Me metí un dedo en la boca y me lo pasé por las encías con gesto nervioso. Que asintiera la hacía sonreír más todavía, así que me aseguré de mover mucho la cabeza mientras me acercaba a su cara.
Usó las pocas fuerzas que le quedaban para inclinarse hacia mí e inspiró profundamente.
—Lo que voy a pedirte va a ser muy difícil, hijo. Pero sé que puedes hacerlo, porque ya eres un niño mayor.
Asentí de nuevo e imité su sonrisa, aunque no quería hacerlo. Sonreír cuando ella estaba tan cansada y enferma no me parecía bien, pero mostrarme valiente la hacía sentirse feliz. Así que me porté como un valiente.
—Travis, quiero que escuches con atención lo que voy a decirte y, lo que es más importante, necesito que lo recuerdes. Eso te va a costar mucho. He intentado recordar cosas de cuando tenía tres años, pero…
Se calló, porque el dolor fue demasiado intenso durante unos momentos.
—¿El dolor se vuelve insoportable, Diane? —le dijo Becky al mismo tiempo que clavaba una aguja en el tubo intravenoso de mamá.
Mamá se relajó tras unos instantes. Inspiró de nuevo e intentó hablar de nuevo.
—¿Lo harás por mamá? ¿Recordarás lo que te voy a decir?
Asentí una vez más y ella me acarició la mejilla con una mano. No tenía la piel muy tibia y apenas fue capaz de mantener la mano en mi cara unos segundos antes de que le empezara a temblar y la dejara caer en la cama.
—Lo primero, no es malo estar triste. No es malo tener sentimientos. Recuérdalo. Lo segundo, sé un niño todo el tiempo que puedas. Juega, Travis. Haz el tonto. —Su mirada se enturbió—. Cuidaos tú y tus hermanos y cuidad a vuestro padre. Incluso cuando os hagáis mayores y os vayáis, es importante que vengáis a casa. ¿Vale?
Afirmé con fuerza en un intento desesperado por agradarla.
—Hijo, algún día te enamorarás. No te conformes con cualquiera. Escoge a la chica que no sea fácil, esa por la que tengas que luchar, y después no dejes de luchar. Nunca… —inspiró profundamente— dejes de luchar por lo que quieres. Y nunca… —frunció el entrecejo— te olvides de que mamá te quiere. Aunque no puedas verme… —Una lágrima cayó por su mejilla—. Siempre, siempre te querré.
Respiró de forma entrecortada y luego se puso a toser.
—Vale —dijo Becky al mismo tiempo que se colocaba ese trasto de aspecto raro en las orejas. Puso el extremo en el pecho de mamá—. Es el momento de descansar.
—No hay tiempo —susurró mamá.
Becky miró a papá.
—Ya falta poco, Jim. Probablemente deberías traer a los demás niños para que se despidan.
Papá frunció los labios y negó con la cabeza.
—No estoy preparado —logró decir.
—Jim, jamás estarás preparado para perder a tu esposa. Pero no querrás que se vaya sin que los chicos se despidan de ella.
Papá se quedó pensativo durante unos momentos y luego se limpió la nariz con la manga. Después asintió. Salió con grandes zancadas de la habitación, como si estuviese enfadado.
Me quedé mirando a mamá. Miré cómo se esforzaba por respirar, miré cómo Becky comprobaba los números que había en la caja que tenía al lado. Le toqué la muñeca a mamá. La mirada de Becky parecía indicar que sabía algo que yo desconocía y eso me provocaba náuseas.
—Verás, Travis —me dijo Becky al mismo tiempo que se agachaba para poder mirarme directamente a los ojos—. Voy a darle una medicina a mamá y eso hará que se duerma, pero, aunque esté dormida, te puede oír. Puedes decirle que la quieres y que la echarás de menos, porque ella oirá todo lo que le digas.
Miré a mamá y negué rápidamente con la cabeza.
—No quiero echarla de menos.
Becky puso una de sus manos tibias y suaves en mi hombro, como solía hacer mamá cuando estaba disgustada.
—Tu mamá quiere quedarse aquí contigo. Lo desea mucho, pero Jesús quiere que vaya a su lado.
Fruncí el ceño.
—Yo la necesito más que Jesús.
Becky me sonrió y luego me besó en la coronilla.
Papá llamó a la puerta antes de abrir. Mis hermanos le rodeaban en el pasillo y Becky me agarró de la mano para llevarme con ellos.
Trenton no apartó la mirada de mamá, pero Taylor y Tyler miraron a todas partes menos a su cama. Me hizo sentirme un poco mejor que ellos parecieran tan atemorizados como me sentía yo.
Thomas se quedó a mi lado, un poco adelantado, igual que la vez que me protegió cuando jugábamos en el porche delantero y los niños de los vecinos quisieron pelearse con Tyler.
—No tiene buen aspecto —comentó Thomas.
Papá carraspeó.
—Niños, mamá lleva mala desde hace mucho tiempo y ha llegado el momento de que… De que ella…
Su voz se apagó poco a poco.
Becky nos sonrió levemente, en un gesto comprensivo.
—Vuestra madre no ha podido comer ni beber. Su cuerpo se apaga. Esto va a ser muy difícil para vosotros, pero es el momento de que le digáis a vuestra madre que la queréis, que la vais a echar de menos y que no pasa nada porque se marche. Necesita saber que todo está bien, que no os pasará nada.
Todos mis hermanos asintieron al mismo tiempo. Yo no. Aquello no estaba bien. No me importaba que Jesús la quisiera a su lado. Era mi mamá. Él podía llamar a una mamá más vieja. Una que no tuviera que cuidar de unos niños pequeños. Me esforcé por recordar todo lo que me había dicho. Intenté pegarlo al interior de mi cabeza: juega, visita a papá, lucha por lo que amas. Esto último me preocupó. Yo amaba a mamá, pero no sabía cómo luchar por ella.
Becky se inclinó a un lado para hablarle al oído a papá. Él hizo un gesto negativo con la cabeza y luego señaló con el mentón a mis hermanos.
—Venga, niños. Despedíos. Thomas, luego mete a tus hermanos en la cama. No tienen que estar aquí más tiempo.
—Sí, padre —le respondió Thomas.
Sabía que estaba fingiendo ser valiente. Su mirada era tan triste como la mía.
Thomas le habló a mi madre durante un rato y luego Tyler y Taylor le susurraron algo en cada oído. Trenton lloró y la abrazó durante mucho tiempo. Todo el mundo le dijo que podía irse tranquila. Todos menos yo. Mamá no me respondió nada esta vez.
Thomas me arrastró de la mano y me sacó de la habitación. Caminé de espaldas hasta que llegamos al pasillo. Intenté fingir que solo se iba a dormir, pero me mareé. Thomas me tomó en brazos y me subió las escaleras. Comenzó a caminar con más rapidez cuando empezaron a oírse los sollozos de papá.
—¿Qué te ha dicho? —me preguntó.
No le respondí. Le oí preguntármelo y recordé lo que ella me había dicho que hiciera, pero no fui capaz de llorar y tampoco fui capaz de hablar.
Thomas me quitó la camiseta manchada y los calzoncillos de Thomas el Tren.
—Hora de bañarse, bicho. Me alzó en brazos y me metió en el agua caliente. Empapó la esponja y la estrujó sobre mi cabeza. No parpadeé. Ni siquiera intenté quitarme el agua de la cara, una sensación que me disgustaba mucho.
—Mamá me dijo ayer que os cuidara a ti y a los gemelos, y que cuidara de papá. —Thomas colocó los brazos a lo largo del borde de la bañera y apoyó la barbilla en las manos para mirarme—. De modo que eso es lo que pienso hacer, Trav, ¿vale? Voy a cuidarte, así que no te preocupes. Vamos a echar de menos a mamá los dos juntos y no quiero que tengas miedo. Voy a asegurarme de que todo vaya bien. Te lo prometo.
Quise asentir o abrazarle, pero no pude hacer nada. Aunque debería estar luchando por ella, allí estaba yo, en el piso de arriba, en una bañera llena de agua, inmóvil como una estatua. Ya le había fallado a mi madre. Le prometí en lo más profundo de mi fuero interno que haría todo lo que me había dicho en cuanto mi cuerpo volviera a funcionar. Cuando desapareciera la tristeza, siempre jugaría y siempre pelearía. Con ferocidad.
Capítulo 1
PALOMA
Putos buitres. Pueden esperar durante horas. Días. Por las noches también. Te miran con descaro y eligen las partes que te arrancarán en primer lugar, qué trozos serán los más tiernos, los más sabrosos o qué parte será la más conveniente.
Lo que no saben, lo que nunca esperan, es que la presa esté fingiendo. Los buitres son presas fáciles. Justo cuando creen que lo único que deben hacer es tener paciencia, quedarse sentados y esperar a que te mueras, es cuando les golpeas. Es el momento en que utilizas el arma secreta: una falta de respeto absoluta por el statu quo; la negativa a aceptar el orden de las cosas.
Es justo entonces cuando los dejas pasmados al demostrarles que te importa un carajo.
Un oponente del Círculo, un fanfarrón cualquiera que intenta sacar tus puntos débiles con insultos, una mujer que intenta atarte; es algo que los deja siempre sorprendidos.
Desde joven he procurado siempre vivir de este modo. Todos esos capullos enamoradizos que le entregaban el alma a cualquier buscona aprovechada que les sonreía se equivocaban por completo. Por alguna razón yo era el único que iba a contracorriente. Era el que destacaba. Para mí, su modo de vida era una actitud difícil. No me costaba dejar mis emociones en la puerta y sustituirlas por la insensibilidad o por la rabia, que es mucho más fácil de controlar. Dejarte llevar por los sentimientos te vuelve vulnerable. Muchas veces intenté explicarles ese error a mis hermanos, a mis primos o a mis amigos. Me respondían con escepticismo. Muchas veces les vi llorar o no dormir por culpa de alguna zorra estúpida con un par de tacones de «fóllame» a la que jamás les importó lo que les pasaba, y nunca lo entendí. Las mujeres que se merecían esa clase de pena de amor no te dejaban enamorarte de ellas con tanta facilidad. No te dejaban echarlas en tu sofá ni te permitían que las encandilaras para llevártelas a tu dormitorio a la primera noche. Ni siquiera a la décima.
Nadie hizo caso de mi teoría, porque la vida no era así. Atracción, sexo, encaprichamiento, amor y, luego, el corazón roto. Ese era el orden lógico. Y siempre era ese orden.
Pero no para mí. Ni por asomo. Joder.
Decidí hace mucho tiempo que sería yo quien me alimentaría de los buitres hasta que llegara una paloma. Una auténtica paloma. La clase de espíritu que no coarta a nadie, que simplemente anda por el mundo ocupándose de sus propios asuntos, que intenta vivir su vida sin hundir a nadie con sus propias necesidades o costumbres egoístas. Valiente. Una persona comunicativa. Inteligente. Hermosa. De voz suave. Una criatura que se empareje de por vida. Inalcanzable hasta que tuviera una razón para confiar en ti.
Mientras estaba de pie al lado de la puerta, sacudiendo la ceniza del cigarrillo, recordé de repente a la chica de la chaqueta rosa del Círculo. La llamé «Paloma» sin pensármelo. En ese momento no fue más que un mote estúpido para hacerla sentirse todavía más incómoda de lo que estaba. Tenía la cara llena de pecas y unos grandes ojos. Su aspecto era inocente, pero yo sabía que solo se trataba de la ropa. Aparté de mi mente ese recuerdo mientras miraba sin ver la sala de estar.
Megan estaba tumbada en el sofá viendo la televisión. Parecía aburrida y me pregunté por qué estaba todavía en el apartamento. Normalmente recogía sus bártulos y se largaba en cuanto me la tiraba.
La puerta crujió cuando la abrí un poco más. Carraspeé y agarré la mochila por una de las correas.
—Megan, me voy.
Se puso en pie y se desperezó. Luego cogió el enorme bolso con una cadena que le hacía de asa. No creí que poseyera suficientes cosas como para llenarlo. Megan se echó la cadena plateada al hombro y luego se puso los zapatos de cuña antes de dirigirse hacia la puerta.
—Mándame un mensaje si te aburres —me dijo sin mirarme.
Se puso las grandes gafas de sol y bajó por las escaleras sin mostrar reacción alguna por mi despedida. Esa indiferencia era exactamente la razón por la que Megan era una de mis pocas citas habituales. No andaba llorando por la falta de compromiso ni montaba escenas. Aceptaba nuestro arreglo tal y como era, y luego seguía con su vida.
Mi Harley relucía bajo el sol de la mañana otoñal. Esperé a que Megan saliera del aparcamiento de mi bloque y luego bajé al trote las escaleras mientras me subía la cremallera de la chaqueta. Solo faltaba media hora para que empezara la clase de Humanidades del profesor Rueser, pero a él no le importaba que llegara tarde. Como eso no le cabreaba, no le veía sentido alguno a matarme por llegar a tiempo.
—¡Espera! —me gritaron por detrás.
Shepley estaba en la puerta de nuestro apartamento con el torso desnudo y saltando sobre un pie mientras intentaba ponerse un calcetín en el otro.
—Quise preguntártelo ayer por la noche. ¿Qué le dijiste a Mare? Te le acercaste al oído y le dijiste algo. Puso cara de haberse tragado la lengua.
—Le di las gracias por marcharse de la ciudad unos cuantos fines de semana, porque su madre es una gata salvaje.
Shepley me miró incrédulo.
—Tío, no le habrás dicho eso.
—No. Cami me ha contado que le han multado en el condado de Jones por beber siendo menor.
Negó con la cabeza y luego señaló con el mentón al sofá.
—¿Esta vez le has dejado a Megan quedarse a dormir?
—No, Shep. Ya sabes que no hago eso.
—¿Entonces ha venido temprano para un polvo mañanero antes de ir a clase? Es un modo curioso de marcar territorio para todo el día.
—¿Tú crees que es eso?
—Todas las demás se quedan con el segundo plato. —Shepley se encogió de hombros—. Es Megan. Quién sabe. Escucha, tengo que llevar a América al campus. ¿Quieres que te lleve?
—Nos vemos después —le respondí mientras me ponía las gafas de sol, unas Oakleys—. Puedo llevar a Mare, si quieres.
Shepley torció el gesto.
—Pues… no hace falta.
Me subí a la Harley, divertido por la reacción de Shepley, y la puse en marcha. Aunque yo tenía la mala costumbre de seducir a las novias de sus amigos, había una línea que no pensaba cruzar. América era suya y, en cuanto él mostraba que le gustaba una chica, esa chica quedaba fuera de mi radar y no volvía a pensar en ella. Él lo sabía. Solo era que le gustaba darme por saco.
Conocí a Adam detrás de Sig Tau. Él llevaba el Círculo. Después del pago inicial de la primera noche, le había dejado recoger los resultados de las apuestas al día siguiente y le había pagado una parte por las molestias. Él mantenía la tapadera; yo me quedaba las ganancias. Nuestra relación era estrictamente comercial y los dos preferíamos que siguiera siendo así de sencillo. Mientras continuara dándome el dinero, no me vería la cara, y mientras no quisiera que le partiera el culo de una patada, yo no vería la suya.
Crucé el campus para llegar a la cafetería. Justo antes de abrir la doble puerta metálica, Lexi y Ashley aparecieron delante de mí.
—Hola, Trav —me saludó Lexi, con una postura perfecta.
Unos pechos con un bronceado perfecto ayudados por la silicona asomaban por debajo de su camiseta rosa. Esos montículos bamboleantes e irresistibles fueron los que me suplicaron que me la tirara, pero una vez era más que suficiente. Su voz me recordaba al sonido del aire que sale lentamente de un globo. Además, la noche siguiente a que yo me la tirara, Nathan Squalor había hecho lo mismo con ella.
—Hola, Lex.
Apagué el cigarrillo y tiré la colilla al cubo antes de pasar a su lado para entrar. No es que estuviera impaciente por echarle mano al muestrario de verduras blandas, carne seca y fruta demasiado madura. Joder. Es que su voz hacía que los perros aullaran y que los niños miraran a su alrededor buscando qué dibujo animado había cobrado vida.
A pesar de mi desinterés, las dos chicas me siguieron.
—Shep.
Le saludé con un gesto de asentimiento. Estaba sentado con América, riéndose con gente a su alrededor. La paloma de la pelea se encontraba sentada enfrente de él y se dedicaba a juguetear con la comida con un tenedor de plástico. Oír mi voz le llamó la atención. Noté que sus grandes ojos me seguían hasta el final de la mesa, donde dejé caer la bandeja.
Oí que Lexi soltaba unas risitas y tuve que esforzarme por contener la irritación que me invadió. Cuando me senté, aprovechó para acomodarse en mi rodilla.
Unos tipos del equipo de fútbol americano que estaban sentados en nuestra mesa se quedaron mirando pasmados, como si aquellas dos bobas facilonas fueran algo inalcanzable para ellos.
Lexi metió una mano debajo de la mesa y me apretó el muslo mientras subía por la costura de los vaqueros. Abrí un poco más las piernas, a la espera de que llegara a su objetivo.
Justo antes de que llegara, el murmullo de América recorrió toda la mesa.
—Me están entrando ganas de vomitar.
Lexi se giró hacia ella con el cuerpo completamente envarado.
—Te he oído, guarra.
Un bocadillo pasó volando al lado de la cara de Lexi y aterrizó en el suelo. Shepley y yo nos cruzamos la mirada y desdoblé la rodilla.
El culo de Lexi rebotó en el suelo de la cafetería. Reconozco que me puso un poco el sonido de su piel al golpear las baldosas.
No se quejó mucho antes de irse. Shepley pareció agradecer el gesto y eso fue más que suficiente para mí. La tolerancia que sentía hacia chicas como Lexi tenía un límite. Seguía una regla: el respeto. Hacia mí, hacia mi familia, hacia mis amigos. Joder, hasta algunos de mis enemigos se merecían respeto. No le veía sentido alguno a relacionarme más tiempo del necesario con gente que no entendía esa lección de la vida. Puede parecerles algo hipócrita a las mujeres que han pasado por mi dormitorio, pero si se comportaban con respeto, yo les devolvía ese respeto.
Le guiñé un ojo a América, quien pareció satisfecha, y luego le hice otro gesto de asentimiento a Shepley antes de tomar otro bocado de lo que tenía en el plato.
—Hiciste una buena faena anoche, Perro Loco —dijo Chris Jenks al mismo tiempo que me tiraba un trozo de pan frito.
—Cierra la boca, imbécil —le contestó Brazil con su habitual voz baja—. Adam no te dejará volver si se entera de que vas hablando por ahí.
—Ah, ¿sí? —respondió Jenks encogiéndose de hombros.
Llevé la bandeja al contenedor de basura y luego volví a mi silla con gesto ceñudo.
—Y no me llames eso.
—¿El qué? ¿Perro Loco?
—Eso.
—¿Por qué no? Creía que era el nombre que utilizabas en el Círculo. Algo así como tu nombre de artista.
Miré fijamente a Jenks.
—¿Por qué no te callas de una vez y dejas que ese agujero que tienes en la cara se cure?
Nunca me gustó el muy gusano.
—Claro, Travis. Solo tenías que pedirlo.
Soltó una risita nerviosa antes de levantarse con la bandeja llena de restos y marcharse.
La mayor parte del comedor no tardó en quedarse vacía. Vi que Shepley y América todavía estaban charlando con su amiga. Tenía el cabello largo y algo rizado, con la piel todavía morena por el bronceado veraniego. No tenía las tetas más grandes que hubiera visto, pero sus ojos… eran de un curioso color gris. Me resultaban familiares.
Estaba seguro de que no la conocía de antes, pero había algo en su cara que me recordaba otra cosa de la que no era capaz de acordarme.
Me levanté y caminé hacia ella. Tenía el pelo de una actriz porno y el rostro de un ángel, con unos ojos almendrados de una belleza excepcional. Fue entonces cuando lo vi: detrás de esa belleza y de esa inocencia falsa había algo más, algo frío y calculador. Incluso cuando sonrió vi el pecado tan metido en su alma que ninguna clase de abrigo podría ocultarlo. Esos ojos flotaban sobre una nariz diminuta y unos rasgos dulces. Para cualquier otra persona, era pura e ingenua, pero esa chica ocultaba algo. Yo lo sabía porque albergaba ese mismo pecado desde pequeño. La diferencia era que ella lo mantenía encerrado en lo más profundo de su fuero interno y que yo dejaba al mío salir de la jaula con cierta regularidad.
Miré fijamente a Shepley hasta que se dio cuenta de que tenía la vista clavada en él. Cuando me miró, señalé con la barbilla a la paloma.
«¿Quién es?», le pregunté solo moviendo los labios.
Shepley me contestó frunciendo el ceño en un gesto que mostraba confusión.
«Ella», le dije en silencio de nuevo.
En la cara de Shepley apareció la irritante sonrisa de capullo que siempre ponía cuando estaba a punto de hacer algo que me cabreaba.
—¿Qué? —me preguntó en un tono de voz mucho más alto del necesario.
Me di cuenta de que la chica sabía que estábamos hablando de ella, porque mantuvo la cabeza inclinada hacia delante fingiendo que no oía nada.
Después de los primeros sesenta segundos en presencia de Abby Abernathy, me di cuenta de dos cosas: no hablaba mucho y, cuando lo hacía, era un poco cabrona. No sé…, fue algo que me gustó. Mostraba una fachada para mantener a los capullos como yo alejados de ella, pero eso hizo que aumentara mi determinación de conseguirla.
Puso los ojos en blanco por tercera o cuarta vez. La estaba irritando y eso me parecía bastante divertido. Las chicas no me solían mirar con un asco tan evidente, ni siquiera cuando las llevaba hasta la puerta.
Cuando tampoco funcionó mi mejor sonrisa, presioné un poco más.
—¿Tienes un tic?
—¿Un qué?
—Un tic. Tus ojos no dejan de dar vueltas.
Si las miradas pudiesen matar, yo habría acabado desangrado en el suelo. No pude evitar echarme a reír. Era una listilla malhablada. Me gustaba más a cada momento.
Me acerqué a su cara.
—Aunque lo cierto es que tienes unos ojos alucinantes. A ver… ¿De qué color son? ¿Grises?
Agachó de inmediato la cabeza y dejó que el cabello le cubriera la cara. Un punto para mí. La había hecho sentirse incómoda y eso significaba algo.
América me interrumpió y me hizo un gesto para que me apartara. No podía culparla por ello. Había visto el desfile interminable de chicas que entraban y salían del apartamento. No había querido cabrear a América, pero no parecía enfadada. Más bien, divertida.
—No eres su tipo —me dijo América.
Abrí la boca de par en par para seguirle el juego.
—¡Soy el tipo de todas!
La paloma me miró y sonrió. Una sensación cálida me recorrió todo el cuerpo, probablemente el deseo enloquecido de tumbar a esa chica en mi sofá. Era diferente y era original.
—¡Ah! Una sonrisa. —Me pareció impropio llamar a aquello simplemente una sonrisa, como si no fuera la cosa más hermosa que hubiera visto jamás, pero no quise joder todo justo cuando acababa de tomar la delantera—. Al final, no seré un cabrón de cojones. Ha sido un placer conocerte, Paloma.
Me levanté y rodeé la mesa para poder hablarle al oído a América.
—Anda, ayúdame, por favor. Te prometo que seré bueno.
Una patata frita me dio de lleno en la cara.
—¡Aparta los labios de la oreja de mi chica, Trav! —me gritó Shepley.
Retrocedí de espaldas con las manos en alto para resaltar la expresión más inocente que logré poner en mi cara.
—¡Solo estoy estableciendo contacto!
Todavía caminé unos cuantos pasos de espalda hacia la entrada, donde vi un pequeño grupo de chicas. Abrí la puerta y atravesaron la entrada como una manada de búfalos antes de que pudiera salir.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que tuve un desafío. Lo curioso era que no intentaba follármela. Me molestaba que pensara que yo era un mierda más, pero me preocupaba más que eso me importara. En cualquier caso, lo cierto era que por primera vez en mucho tiempo me encontraba con alguien impredecible. Esta Paloma era totalmente diferente de las demás chicas que había conocido y tenía que saber el motivo.
La clase de Chaney estaba llena. Subí de dos en dos los escalones que llevaban hasta mi asiento y luego me rocé con todas las piernas desnudas que había a lo largo de mi fila.
Hice un gesto de asentimiento.
—Señoritas.
Suspiraron y gimieron al unísono.
Buitres. A la mitad de ellas ya me las había tirado el primer año de carrera y las demás ya habían pasado por mi sofá antes de las vacaciones de otoño. Excepto la chica del extremo de la fila. Sophia me lanzó una sonrisa retorcida. Su cara parecía haber sufrido un incendio que alguien hubiera intentado apagar con un tenedor. Se había acostado con unos cuantos hermanos de mi fraternidad. Conocía la lista de sus parejas y su falta de preocupación respecto a la seguridad, así que la consideraba un riesgo innecesario, aunque yo normalmente tuviera cuidado.
Se apoyó en los codos para tener un mejor contacto visual y noté disgustado que estaba a punto de estremecerme, pero logré contenerme.
«No. No merece la pena ni de lejos».
La morena que estaba delante de mí se volvió y parpadeó varias veces.
—Hola, Travis. Me han contado que hay una fiesta de parejas en Sig Tau.
—No —respondí de inmediato.
Hizo un puchero con la boca.
—Pero… cuando me lo dijiste creía que querías ir.
Solté una risa.
—Estaba de broma. No es lo mismo.
La rubia que estaba a mi lado se inclinó hacia delante.
—Todo el mundo sabe que Travis Maddox no va a fiestas de parejas. La estás cagando, Chrissy.
—Ah, ¿sí? ¿Y a ti quién te ha preguntado? —le replicó Chrissy con el ceño fruncido.
Las dos se pusieron a discutir y en ese momento vi que Abby entraba corriendo. Prácticamente se lanzó sobre uno de los asientos de la primera fila antes de que sonara el timbre.
Antes de que pudiera preguntarme por qué lo hacía, agarré mis papeles, me metí el bolígrafo en la boca y bajé trotando los peldaños para acabar sentándome a su lado.
La expresión de la cara de Abby fue más allá de la simple sorpresa y, por alguna razón que no fui capaz de explicarme, hizo que la adrenalina me recorriera todo el cuerpo, igual que cuando estaba a punto de empezar una pelea.
—Bien. Puedes tomar apuntes por mí.
Estaba completamente disgustada y eso me agradó todavía más. La mayoría de las chicas me aburrían a más no poder, pero Abby era intrigante. Incluso entretenida. No la perturbaba, al menos no de un modo positivo. Daba la impresión de que mi sola presencia le provocaba ganas de vomitar y, curiosamente, eso me pareció un desafío.
Me entraron ganas de averiguar si de verdad me odiaba o si solo trataba de hacerse la dura. Me acerqué un poco.
—Lo siento… ¿He dicho algo que te ofenda?
Su mirada se ablandó un poco antes de negar con la cabeza. No me odiaba. Solo quería odiarme. Le llevaba la delantera. Si quería jugar, por mí no había problema.
—Entonces, ¿qué problema tienes?
Pareció avergonzada por decirlo.
—No voy a acostarme contigo. Deberías dejarlo ya.
Sí, sí. Iba a ser divertido.
—No te he pedido que te acostaras conmigo, ¿verdad? —Miré un momento al techo, como si tuviera que pensármelo—. ¿Por qué no vienes esta noche con América?
Abby frunció la nariz, como si le hubiera llegado el olor a algo podrido.
—Ni siquiera tontearé contigo, te lo prometo.
—Me lo pensaré.
Procuré no sonreír demasiado para no delatarme. No iba a entregarse como los buitres que había dejado arriba. Me giré un poco y vi que todas miraban fijamente la nuca de Abby. Lo sabían tan bien como yo. Abby era distinta e iba a tener que esforzarme. Por una vez.
Tres garabatos para unos posibles tatuajes y dos docenas de cajas en tres dimensiones después, y se acabó la clase. Salí al pasillo antes de que nadie pudiera detenerme. Lo hice a buena velocidad, pero, de alguna manera, Abby ya estaba fuera, unos seis metros por delante de mí.
Joder. Estaba intentando darme esquinazo. Apreté el paso hasta que estuve a su altura.
—¿Te lo has pensado ya?
—¡Travis! —me saludó una chica que jugueteaba con su cabello.
Abby siguió caminando y me dejó escuchando el barboteo irritante de la chica.
—Perdona, eh…
—Heather.
—Perdona, Heather, pero…, pero tengo que irme.
Me abrazó y le di unas palmaditas en la espalda antes de librarme de sus brazos y seguir caminando mientras me preguntaba quién era Heather.
Pero antes de que me diera tiempo a acordarme, vi las largas piernas bronceadas de Abby. Me puse un Marlboro en los labios y corrí para llegar junto a ella.
—¿Por dónde iba? Ah, sí… Te lo estabas pensando.
—¿De qué hablas?
—¿Has decidido si vas a venir?
—Si te digo que sí, ¿dejarás de seguirme?
Fingí pensármelo y luego asentí.
—Vale.
—Entonces iré.
Y una mierda. No era una chica tan fácil.
—¿Cuándo?
—Esta noche. Iré esta noche.
Me paré de golpe. Estaba tramando algo. No había previsto que pudiera pasar a la ofensiva.
—Genial —respondí para ocultar mi sorpresa—. Nos vemos luego, Palomita.
Se marchó sin mirar atrás, sin verse afectada en lo más mínimo por nuestra conversación. Desapareció detrás de otros estudiantes que se dirigían a clase.
Ante mi vista apareció la gorra de béisbol blanca de Shepley. No tenía prisa por entrar en la clase de Informática. Fruncí el ceño. Odiaba esa clase. ¿Quién no sabe utilizar un puto ordenador hoy en día?
Me acerqué a Shepley y a América cuando se entremezclaron con la corriente de estudiantes que recorría el camino principal. Ella se echó a reír y miró embelesada a Shep mientras este parloteaba conmigo. América no era un buitre. Estaba buena, sí, pero podía charlar contigo sin acabar cada frase con un «¿vale?» y a veces era muy divertida. Lo que más me gustaba de ella era que no apareció por el apartamento durante varias semanas después de su primera cita con Shepley y que, incluso después de ver juntos acurrucados una película en el apartamento, ella se iba a dormir a la habitación de su residencia de estudiantes.
Pero tenía la sensación de que el periodo de prueba que Shepley debía superar antes de tirársela estaba a punto de terminar.
—Hola, Mare. —La saludé con un gesto del mentón.
—¿Cómo te va, Trav? —me contestó.
Me mostró una sonrisa amistosa, pero miró de inmediato a Shepley. Mi amigo tenía suerte. No había muchas chicas como ella.
—Me quedo aquí —nos dijo América señalando hacia su residencia, que estaba a la vuelta de la esquina.
Abrazó a Shepley a la altura del cuello y le besó. Él la agarró por las caderas y se la acercó al cuerpo antes de soltarla.
América se despidió de nosotros con la mano antes de reunirse con Finch en la puerta principal.
—Te estás quedando pillado, ¿verdad? —le pregunté a Shepley al mismo tiempo que le daba un puñetazo flojo en el hombro.
Me empujó.
—No es asunto tuyo, capullo.
—¿Tiene hermana?
—Es hija única. Y, de paso, deja en paz a sus amigas, Travis. Lo digo en serio.
No habría hecho falta que Shepley dijera eso último. Sus ojos eran una pantalla luminosa donde se veía lo que pensaba y lo que sentía en la mayoría de las ocasiones, y estaba claro que lo decía en serio. Quizás incluso con un poco de desesperación. No se estaba quedando pillado. Se había enamorado.
—Te refieres a Abby.
Frunció el ceño.
—Me refiero a cualquiera de sus amigas. Mantente alejado de ellas.
—¡Primo! —le dije y le rodeé el cuello con un brazo—. ¿Es que estás enamorado? ¡Vas a hacer que se me salten las lágrimas!
—Cállate —me gruñó—. Prométeme que dejarás en paz a sus amigas.
Le sonreí de oreja a oreja.
—No te prometo nada.
Capítulo 2
EFECTO CONTRARIO
Qué haces? —me preguntó Shepley.
Mi compañero estaba en mitad de la habitación, con un par de zapatillas de deporte en una mano y unos calzoncillos sucios en la otra.
—Pues… limpiar —le contesté mientras metía vasos de chupito en el lavavajillas.
—Eso ya lo veo. Pero… ¿por qué?
Sonreí, pero de espaldas a Shepley. Me iba a putear.
—Espero visita.
—¿De quién?
—Paloma.
—¿Eh?
—Abby. He invitado a Abby, Shep.
—Tío, ¡no! ¡No! No me jodas, tío. Por favor, no.
Me di la vuelta y crucé los brazos sobre el pecho.
—Lo he intentado, Shep. De verdad. Pero no sé… —Me encogí de hombros—. Tiene algo. No he podido contenerme.
Shepley movió la mandíbula enfurecido y luego se fue a su habitación dando grandes zancadas. Cerró de un portazo.
Terminé de llenar el lavavajillas y luego di un par de vueltas alrededor del sofá para estar seguro de que no había envoltorios abiertos de condones. Nunca era fácil explicarlo.
No era ningún secreto que me había zumbado a un buen número de compañeras de facultad guapas, pero no creí que tuviera sentido recordárselo cuando venían a mi apartamento. La imagen era importante.
Pero esta Paloma… Haría falta más que una publicidad engañosa para llevármela al sofá. En esta fase, la estrategia era avanzar paso a paso. Si solo me concentraba en el resultado final, probablemente la cagaría. Se fijaba en todo. Yo era mucho más ingenuo que ella. Estaba a años luz de ella en eso. Todo mi plan era, como mínimo, precario.
Estaba en mi cuarto recogiendo la ropa sucia cuando oí que abrían la puerta. Shepley solía estar atento a la llegada del coche de América para abrirle la puerta antes de que subiera.
Era un blando.
Los murmullos y el sonido de la puerta de la habitación de Shepley al cerrarse fueron la señal que esperaba. Fui a la sala de estar y allí estaba sentada, con sus gafas, el cabello recogido en un moño alto y vestida con algo que parecía un pijama. No me habría sorprendido que llevara meses guardado en el fondo del cesto de la ropa sucia.
Me costó trabajo no echarme a reír. En mi casa jamás había entrado una mujer vestida de ese modo. Mi puerta había visto faldas vaqueras, vestidos de fiesta, hasta un vestido de tubo bajo el que se transparentaba la tanga de un bikini. Un par de veces incluso solo un poco de maquillaje y de aceite con purpurina. Pero nunca pijamas.
Su aspecto me aclaró de inmediato por qué había aceptado venir. Iba a intentar que me diera asco para que la dejara tranquila. Habría funcionado si no hubiera estado tremendamente atractiva incluso así, pero tenía una piel perfecta, y la falta de maquillaje y la montura de sus gafas resaltaban todavía más el color de sus ojos.
—Ya iba siendo hora de que aparecieras —le dije al mismo tiempo que me tiraba en el sofá.
Al principio parecía muy orgullosa de su idea, pero cuando seguimos hablando y no mostré reacción alguna, le quedó claro que su plan había fallado. Cuanto menos sonreía ella, más tenía que esforzarme yo por no sonreír de oreja a oreja. Era muy divertida. No podía evitar darme cuenta de eso.
Shepley y América salieron de la habitación diez minutos después. Abby estaba aturdida y yo prácticamente embobado. Nuestra conversación había pasado de sus dudas respecto a mi capacidad para escribir una simple redacción a sus reparos respecto a mi afición por la lucha. Me gustó hablar de cosas normales con ella. Era preferible a la incómoda tarea de pedirle que se fuera después de tirármela. Abby no me comprendía y yo quería que lo hiciera, aunque parecía que la cabreaba.
—¿Quién eres? ¿Karate Kid? ¿Dónde aprendiste a pelear?
Shepley y América parecieron sentirse avergonzados por la pregunta. No lo entendí. A mí no me importó en absoluto. Que no hablara de mi infancia no significaba que me sintiera avergonzado por ella.
—Mi padre tenía problemas con la bebida y mal carácter, y además mis cuatro hermanos mayores llevaban el gen cabrón.
—Ah —se limitó a decir.
Se ruborizó y en ese momento sentí un pinchazo en el pecho. No tuve claro qué era, pero me incomodó.
—No te avergüences, Paloma. Mi padre dejó de beber y mis hermanos crecieron.
—No me avergüenzo.
Su lenguaje corporal indicaba lo contrario. Intenté buscar otro tema de conversación y entonces pensé en su aspecto desaliñado y atractivo. Su vergüenza se convirtió de inmediato en irritación, algo con lo que yo me encontraba mucho más a gusto.
América sugirió que viéramos un rato la tele. Lo último que yo quería era estar en la misma habitación que Abby sin poder hablarle. Me puse en pie.
—Justo ahora pensaba salir a cenar. ¿Tienes hambre, Paloma?
—Ya he comido.
América frunció el entrecejo.
—No, qué va. Ah…, es verdad, olvidaba que te has zampado una… ¿pizza? antes de irnos.
Abby se sintió avergonzada de nuevo, pero la rabia lo ocultó enseguida. No tardé mucho en aprender cuál era su esquema emocional.
Abrí la puerta y me esforcé por hablar en tono desenfadado. Jamás me había sentido tan impaciente por estar a solas con una chica y menos si no iba a haber sexo con ella.
—Vamos. Tienes que estar hambrienta.
Abby relajó un poco los hombros.
—¿Adónde vas?
—Adonde tú quieras. Podemos ir a una pizzería.
Me fustigué para mis adentros. Temía haber sonado demasiado impaciente.
Se miró los pantalones de chándal que llevaba puestos.
—La verdad es que no voy vestida apropiadamente.
Abby no tenía ni idea de lo guapa que estaba. Eso la hacía todavía más atractiva.
—Estás bien. Vámonos, me muero de hambre.
Pude pensar de nuevo con claridad cuando se sentó detrás de mí en la Harley. Solía pensar con más tranquilidad subido en mi moto. Las rodillas de Abby se apretaron contra mis caderas como si fueran un cepo, pero eso me resultó extrañamente relajante. Fue casi un alivio.
Las sensaciones extrañas que me provocaba me desconcertaban. No me gustaban, pero también me recordaban que estaba cerca, así que era tan tranquilizador como perturbador. Decidí recuperarme de una puñetera vez. Puede que Abby fuera una paloma, pero no era más que otra chica. No hacía falta que me pusiera de los nervios.
Además, había algo debajo de esa fachada de niña buena. Le había causado repulsión nada más verme porque alguien como yo le había hecho daño. Pero no era ningún putón. Ni siquiera un putón reformado. A esas las podía oler a un kilómetro. Mi cara de póquer se desvaneció poco a poco. Por fin había encontrado una chica que era lo bastante interesante como para querer conocerla, pero alguien parecido a mí ya le había hecho daño.
Aunque acabábamos de conocernos, la idea de que un cabrón le hubiera hecho daño me enfurecía. Que Abby me relacionase con alguien capaz de hacerle daño era todavía peor. Aceleré de camino al Pizza Shack. El recorrido no fue lo bastante largo como para despejarme el montón de mierda que se me había acumulado en la cabeza.
Ni siquiera me di cuenta de la velocidad, así que cuando Abby se bajó de un salto de la moto y empezó a gritarme, no pude evitar echarme a reír.
—Pero si he respetado el límite de velocidad.
—¡Sí, si hubiéramos ido por una autopista!
Se deshizo el moño ya enmarañado que llevaba en la coronilla y luego se puso a peinarse el largo cabello con los dedos.
No pude evitar quedarme mirándola mientras se rehacía el moño. Me imaginé que ese sería el aspecto que tendría por la mañana y tuve que ponerme a pensar en los primeros diez minutos de Salvar al soldado Ryan para impedir que se me pusiera dura. Sangre. Gritos. Intestinos a la vista. Granadas. Disparos. Más sangre.
Le abrí la puerta.
—No dejaría que te pasara nada malo, Paloma.
Pasó con grandes zancadas furiosas a mi lado para entrar en el restaurante sin hacer caso de mi gesto elegante. Una puñetera pena: era la primera chica a la que le había abierto la puerta. Había estado esperando ese momento y ella ni siquiera se había fijado.
La seguí y me dirigí hacia la mesa de la esquina en la que solía sentarme. El equipo de fútbol estaba sentado a unas cuantas mesas de nosotros, apiñados en mitad del local. Ya estaban gritando que había entrado con una nueva y tuve que apretar los dientes. No quería que Abby los oyera.
Por primera vez, me sentí avergonzado por mi comportamiento. Pero no duró mucho. Ver a Abby sentada frente a mí, picajosa y enfadada, me levantó el ánimo.
Pedí dos cervezas. La cara ofendida de Abby me pilló por sorpresa. La camarera estaba tonteando descaradamente conmigo y eso a Abby no le gustó nada. Al parecer, podía cabrearla incluso cuando no quería.
—¿Vienes aquí a menudo? —me espetó mirando a la camarera.
Joder, pues sí. Estaba celosa. Un momento. Quizás el modo en el que me trataban las mujeres era repelente. Eso tampoco me sorprendería. Esta chica hacía que me diera vueltas la cabeza.
Apoyé los codos en la mesa y me negué a dejar que se diera cuenta de que me estaba dejando pillado.
—Y bien, ¿cuál es tu historia, Paloma? ¿Odias a los hombres en general o solo a mí?
—Creo que solo a ti.
Tuve que echarme a reír.
—No consigo acabar de entenderte. Eres la primera chica a la que le he dado asco antes de acostarse conmigo. No te aturullas cuando hablas conmigo ni intentas atraer mi atención.
—No es ningún tipo de treta. Simplemente no me gustas.
¡Ay!
—No estarías aquí si no te gustara.
Mi insistencia dio resultado. Dejó de fruncir el entrecejo y la piel alrededor de sus ojos se relajó.
—No he dicho que seas mala persona. Simplemente no me gusta que saquen conclusiones de cómo soy por el mero hecho de tener vagina.
Fuera lo que fuera lo que se había apoderado de mí, no fui capaz de contenerlo. Intenté contener la risa, pero no lo conseguí, así que empecé a reírme a carcajadas. Después de todo, no pensaba que yo era un capullo. Lo único que no le gustaba era mi forma de pensar. Eso se podía arreglar sin mucho esfuerzo. Me invadió una oleada de alivio. Reí con más fuerza de la que había reído desde hacía muchos años. Quizás más que nunca.
—¡Oh, Dios mío, me estás matando! Ya está. Tenemos que ser amigos. Y no acepto un no por respuesta.
—No me importa que seamos amigos, pero eso no implica que tengas que intentar meterte en mis bragas cada cinco segundos.
—No vas a acostarte conmigo. Lo pillo.
Justo en la diana. Me sonrió y, en ese preciso instante, se abrió todo un mundo de nuevas posibilidades. En mi cerebro se desplegó un nuevo canal porno con ella como protagonista, pero luego toda la cadena se apagó al ser sustituida por un anuncio comercial sobre la nobleza y la necesidad de no joderla en aquella nueva amistad que habíamos comenzado.
Le devolví la sonrisa.
—Tienes mi palabra. Ni siquiera pensaré en tus bragas…, a menos que quieras que lo haga.
Puso sus pequeños codos en la mesa y se apoyó en ellos. Por supuesto, le miré de inmediato las tetas y el modo en que se apretaban contra el borde de la mesa.
—Eso nunca pasará, así que podemos ser amigos.
Acepté el desafío.
—Y, bueno, ¿cuál es tu historia? —me preguntó Abby—. ¿Siempre has sido Travis «Perro Loco» Maddox o te bautizaron así cuando llegaste aquí?
Usó dos dedos de cada mano para dibujar en el aire unas comillas cuando dijo ese puñetero mote desagradable.
Puse cara de asco.
—No. Adam empezó con eso después de mi primera pelea.
Odiaba ese mote, pero me había hecho popular. Parecía gustarle a todo el mundo, así que Adam siguió utilizándolo.
Se produjo un silencio incómodo y luego Abby habló de nuevo.
—¿Ya está? ¿No vas a contarme nada más sobre ti?
No parecía molestarle el mote o a lo mejor era que había aceptado la explicación. Seguía sin saber cuándo iba a ofenderse y cabrearse o cuando se comportaría de un modo racional y se quedaría tranquila. Joder, en ella todo me sabía a poco.
—¿Qué quieres saber?
Abby se encogió de hombros.
—Lo normal. De dónde eres, qué quieres ser de mayor… Cosas así.
Tuve que esforzarme para evitar que se me notara la tensión en los hombros. Hablar de mí y, sobre todo, de mi pasado no era algo que me agradara. Le contesté con unas cuantas respuestas vagas y lo dejé así, pero en ese momento oí a uno de los del equipo de fútbol hacer un chiste. No me habría importado si no fuera porque llevaba un rato temiendo que Abby se diera cuenta de por qué se estaban riendo. Bueno, no es cierto. Me habría cabreado aunque ella no hubiera estado.
Siguió preguntándome sobre mi familia y mis estudios mientras yo me esforzaba por no levantarme de un salto y abalanzarme sobre ellos como si fuera una estampida de un solo hombre. A medida que me enfurecía más y más, concentrarme en la conversación me resultó cada vez más difícil.
—¿De qué se ríen? —preguntó finalmente Abby señalando con un gesto a la ruidosa mesa. Negué con la cabeza—. Dímelo —insistió.
Apreté los labios. Si se marchaba, probablemente no se me presentaría otra oportunidad y esos capullos tendrían algo más de lo que reírse.
Me miró expectante.
A la mierda.
—Se están riendo de que te haya traído a comer… antes. No suele ser… mi rollo.
—¿Antes?
Se quedó helada cuando se dio cuenta de lo que quería decir aquello. Se sentía avergonzada de estar conmigo.
Apreté los labios y fruncí el ceño a la espera de que estallara la tormenta.
Sus hombros se desplomaron.
—Me temía que se estuvieran riendo de verte con una chica vestida así…, y resulta que piensan que me voy a acostar contigo.
Un momento. ¿Qué?
—¿Qué más da cómo vayas vestida y que me vean contigo?
Las mejillas se le encendieron y bajó la mirada a la mesa.
—¿De qué estábamos hablando?
Suspiré. Estaba preocupada por mí. Pensaba que se estaban riendo de mí por cómo iba vestida. Después de todo, la paloma no era tan dura. Decidí hacerle otra pregunta antes de que se lo pensara mejor.
—De ti. ¿En qué te vas a especializar?
—Ah, eh… Por ahora estoy con las asignaturas comunes. Toda