ECapítulo 1
x Cangrejos, gambas y langostas,
x
x l nacimiento de Ruth Thomas no fue de los más fáciles que se recuerdan. Nació a lo largo de una semana de terribles y legendarias tormentas. La última semana de mayo de 1958 no trajo un huracán consigo, pero tampoco es que el tiempo estuviera calmado, y Fort Niles se vio azotado por el viento. En medio de esta tormenta, Mary, la mujer de Stan Thomas, soportó un parto sorprendentemente difícil. Se trataba de su primer hijo. No era una mujer fuerte y el bebé se obstinaba en no salir. Mary Thomas debería haber sido trasladada a un hospital en tierra firme y haber sido vigilada por un médico, pero el tiempo no era el adecuado para llevar en barco a una mujer que estaba teniendo un parto complicado. No había médico en Fort Niles, ni tampoco enfermeras. La parturienta, desesperada, estaba sin ningún tipo de atención médica. Así que tuvo que hacerlo ella sola.
De hombres y langostas
Mary gimió y gritó durante el parto, mientras sus vecinas, como un enjambre de comadronas aficionadas, la acomodaban y le ofrecían sugerencias y solo se apartaban de su lado para hacer correr la voz acerca de su estado por toda la isla. Lo cierto era que las cosas no pintaban nada bien. Las mujeres más ancianas y las más listas estaban convencidas desde el principio de que la mujer de Stan no iba a lograrlo. De todas maneras, Mary Thomas no era de la isla, y las mujeres no confiaban mucho en que tuviera fuerzas. En el mejor de los casos, estas consideraban que estaba algo mimada, un poco demasiado delgada y con tendencia a las lágrimas y a la timidez. Estaban bastante seguras de que iba a darse por vencida en medio del parto y dejarse morir de dolor allí mismo, a la vista de todos. Con todo, se preocuparon y se entrometieron. Discutieron entre ellas sobre el mejor tratamiento, las mejores posturas, el mejor consejo. Y cuando regresaron a sus casas con brío, para coger toallas limpias o hielo para la mujer que estaba de parto, hicieron correr la voz entre sus maridos de que las cosas en la casa Thomas tenían muy mala pinta, la verdad.
El Senador Simon Addams oyó los rumores y decidió hacer su famoso caldo de pollo a la pimienta, el que creía que ayudaba a curarse, uno que ayudara a la mujer en su hora de necesidad. El Senador Simon era un viejo solterón que vivía con su hermano gemelo, Angus, otro viejo solterón. Los dos hombres eran los hijos de Valentine Addams, ya crecidos. Angus era el pescador de langostas más rudo y agresivo de la isla. El Senador Simon no era un marinero en absoluto. Le aterrorizaba el mar; no podía pisar un barco. Lo más cerca que Simon estaba del mar era caminando a zancadas, bien lejos de las olas, por Gavin Beach. Cuando era adolescente, un abusón lugareño había tratado de arrastrarlo hacia el muelle, y Simon casi le había destrozado la cara a arañazos y estuvo a punto de romperle un brazo. Ahogó al abusón hasta que el chaval cayó inconsciente. Al Senador Simon realmente no le gustaba el agua.
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Sin embargo, era bastante mañoso, así que se ganaba la vida reparando muebles y trampas para langostas y arreglando barcas (en la orilla, sin riesgo alguno) para otros hombres. Se le veía como un excéntrico, y pasaba el tiempo leyendo libros y estudiando mapas que compraba por correo. Sabía mucho del mundo, aunque no había salido de Fort Niles ni una sola vez en la vida. Su sabiduría acerca de tantos temas le había valido el mote de Senador, un apodo que solo era broma a medias. Simon Addams era un hombre extraño, pero se le consideraba una autoridad.
La opinión del Senador era que un buen caldo de pollo a la pimienta podía curar cualquier cosa, incluso un parto, así que se puso a hacer uno para la esposa de Stanley Thomas. Era una mujer a la que admiraba muchísimo, y estaba preocupado por ella. Llevó una olla calentita de sopa a casa de los Thomas la tarde del 28 de mayo. Las vecinas le dejaron pasar y le hicieron saber que el bebé ya había llegado. Todo estaba bien, le aseguraron. El bebé estaba sano y la madre se iba a recuperar. A la madre le iría bien un poco de esa sopa de pollo, después de todo.
El Senador Simon Addams echó un vistazo al interior del moisés, y allí estaba ella: la pequeña Ruth Thomas. Una niña. Una niña extrañamente bonita, con una maraña de pelo negro y húmedo y un ademán diligente. El Senador Simon Addams se dio cuenta de inmediato de que no tenía esa expresión tormentosa y colorada de la mayoría de los recién nacidos. No parecía un conejo despellejado y puesto a hervir. Tenía una preciosa piel aceitunada y un aspecto de lo más serio para un bebé.
—Oh, es encantadora —dijo el Senador Simon Addams, y las mujeres le dejaron coger a Ruth Thomas. Parecía tan enorme cogiendo en brazos al bebé que las mujeres se rieron, se rieron del solterón gigante meciendo a la pequeña. Pero Ruth dejó escapar una especie de suspiro en sus brazos y frunció su boquita y parpadeó sin preocupación alguna. El Senador Simon sintió una olea
hombres y langostas da de orgullo, casi de abuelo. Le hizo ruiditos con la boca. La balanceó en el aire.
—Oh, no me digáis que no es un encanto —exclamó, y las mujeres no paraban de reír—. ¿A que es una hermosura? —añadió.
x
x Ruth Thomas fue una niña bonita que llegó a convertirse en
una chica muy guapa, con cejas oscuras y hombros anchos y un
porte impresionante. Desde pequeña, iba con la espalda recta como
una tabla. Tenía una presencia llamativa, adulta, incluso de chiquilla. Su primera palabra fue un «No» bien firme. Su primera frase,
«No, gracias». No es que la encandilaran precisamente los juguetes. Le gustaba sentarse en el regazo de su padre y leer los periódicos con él. Le gustaba estar entre adultos. Era lo suficientemente
tranquila como para pasar inadvertida durante horas. Era una fisgona de primera clase. Cuando sus padres iban de visita a casa de
los vecinos, Ruth se sentaba bajo la mesa de la cocina, tan pequeña
y silenciosa como el polvo, escuchando atentamente cada palabra
de los adultos. Una de las frases que más le dirigieron de niña fue:
—Pero, Ruth, ¡ni siquiera te había visto!
Ruth Thomas se libraba de la atención de los demás en parte por su carácter observador y también por el tumulto que la solía rodear, formado por los Pommeroy. Los Pommeroy vivían al lado de Ruth y sus padres. Había siete chicos Pommeroy, y Ruth nació justo al final de todos ellos. La verdad es que ella desaparecía entre el caos que montaban Webster y Conway y John y Fagan y Timothy y Chester y Robin Pommeroy. Los chicos Pommeroy eran un acontecimiento en Fort Niles. Es cierto que había otras mujeres que habían tenido la misma cantidad de hijos en la historia de la isla, pero solo a lo largo de décadas y siempre con una evidente reticencia. Siete hijos de una sola exuberante familia a lo largo de solo seis años parecía una epidemia.
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El hermano gemelo del Senador Simon, Angus, decía de los Pommeroy:
—Eso no es una familia. Es una maldita camada.
Pero sobre Angus Addams podía pesar la sospecha de estar celoso, puesto que no tenía familia más allá de su excéntrico gemelo, así que las familias felices que tenían otras personas eran como una úlcera para él. El Senador, por otra parte, encontraba encantadora a la señora Pommeroy. Estaba embelesado con sus embarazos. Decía que la señora Pommeroy siempre parecía que estaba preñada por no haber podido evitarlo. Decía que la señora Pommeroy siempre parecía embarazada de una manera cautivadora, casi pidiendo disculpas.
La señora Pommeroy era excepcionalmente joven cuando se casó —aún no había cumplido los dieciséis— y disfrutaba absolutamente, ella sola y con su marido. Era una auténtica retozona. La joven señora Pommeroy bebía como una joven de los años veinte. Le encantaba beber. De hecho, bebía tanto durante sus embarazos que sus vecinos sospechaban que les había causado algún tipo de daño cerebral a sus hijos. Cualquiera que fuera la causa, ninguno de los siete críos Pommeroy aprendió a leer muy bien. Ni siquiera Webster Pommeroy podía leer un libro, y era el as de los listos en esa baraja.
De niña, Ruth Thomas a menudo se sentaba tranquilamente en un árbol y, cuando surgía la oportunidad, le lanzaba piedras a Webster Pommeroy. Él se las arrojaba a su vez, y le decía que era un culo maloliente.
—¿Ah, sí? ¿Dónde has leído eso? —le gritaba ella. Entonces Webster Pommeroy la bajaba a la fuerza del árbol y la golpeaba en la cara. Ruth era una niña lista a la que a veces le era difícil dejar de hacer comentarios de listilla. Los golpes en la cara eran lo que sucedía, o eso suponía Ruth, a las niñas pequeñas y listas que vivían al lado de tantos Pommeroy. x
hombres y langostas
Cuando Ruth Thomas tenía nueve años, le sucedió un acontecimiento muy importante. Su madre dejó Fort Niles. Su padre, Stan Thomas, se fue con ella. Fueron a Rockland. Se suponía que se iban a quedar allí solo una semana o dos. El plan era que Ruth viviera con los Pommeroy un breve periodo. Solo hasta que sus padres volvieran. Pero algo complicado sucedió en Rockland, y la madre de Ruth no volvió. No se le explicaron los detalles a Ruth en ese momento.
Finalmente, el padre de Ruth regresó, pero no por mucho tiempo, así que Ruth se terminó quedando con los Pommeroy durante meses. Se terminó quedando con ellos durante todo el verano. Este suceso tan significativo no fue excesivamente traumático, porque Ruth quería de verdad a la señora Pommeroy. Le encantaba la idea de vivir con ella. Quería estar con ella todo el tiempo. Y la señora Pommeroy amaba a Ruth.
—¡Eres como una hija! —A la señora Pommeroy le gustaba decir eso a Ruth—. ¡Eres como la condenada hija que nunca, nunca he tenido!
La señora Pommeroy tenía una curiosa manera de pronunciar la palabra hija, con un sonido precioso, como de plumas, a los oídos de Ruth. Como cualquiera que hubiera nacido en Fort Niles o en Courne Haven, la señora Pommeroy hablaba con el deje reconocido a través de Nueva Inglaterra como del nordeste, una pizca desviado del acento de los primeros moradores irlandoescoceses, definido por una desconsideración casi criminal de la letra erre. A Ruth le encantaba ese sonido. La madre de Ruth no tenía esa preciosa entonación, y tampoco usaba palabras como maldito, joder, mierda y gilipollas, palabras que salpicaban de manera deliciosa el discurso de los pescadores de langostas y muchas de sus mujeres. La madre de Ruth tampoco bebía grandes cantidades de ron y después se volvía indulgente y amorosa, como le pasaba a la señora Pommeroy todos los días.
En resumen, que la señora Pommeroy superaba en todo a la madre de Ruth.
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La señora Pommeroy no era alguien que abrazara constantemente, pero lo cierto era que sí empujaba a las personas. Siempre estaba dándose codazos y chocando contra Ruth Thomas, siempre golpeándola con su cariño, a veces incluso derribándola, aunque siempre de manera afectuosa. Se tropezaba con Ruth solo porque era todavía muy pequeña. Ruth Thomas todavía no había alcanzado su estatura. La señora Pommeroy golpeaba a Ruth en el culo debido a su amor simple y dulce.
—¡Eres como la condenada hija que nunca tuve! —exclamaba la señora Pommeroy, y después empujón, y entonces, bum, para abajo que se iba Ruth.
¡Hijah!
A la señora Pommeroy probablemente le habría venido bien una hija, la verdad, después de siete niños problemáticos. Realmente, valoraba las hijas, después de años con Webster y Conway y John y Fagan y el otro y el de más allá, que engullían como huérfanos y gritaban como presidiarios. Una hija le parecía muy bien a la señora Pommeroy en la época en la que Ruth se mudó allí, así que la señora Pommeroy le tenía un cariño bien fundado a Ruth.
Pero, más que a nadie, la señora Pommeroy amaba a su hombre. Amaba al señor Pommeroy locamente. El señor Pommeroy era bajito y compacto, con manos tan grandes y pesadas como aldabas de puerta. Era de ojos estrechos. Caminaba con los puños en las caderas. Tenía una cara rara, como comprimida. Sus labios estaban permanentemente fruncidos en un medio beso. Entornaba los ojos y bizqueaba, como quien calcula mentalmente una operación matemática muy difícil. La señora Pommeroy le adoraba. Cuando se encontraba con su marido por los pasillos de la casa, le agarraba los pezones por debajo de la camiseta. Se los retorcía y gritaba:
—¡Pellizquito!
—¡Aaaauuuuu! —aullaba el señor Pommeroy. Después la
agarraba de las muñecas y le decía—: ¡Wanda! ¿Pero quieres de
hombres y langostas jar de hacer eso? De verdad que lo odio. —Y añadía—: Wanda, si no tuvieras siempre las manos tan calientes, te echaría de la puñetera casa.
Pero la amaba. Por las tardes, si estaban sentados en el sofá escuchando la radio, el señor Pommeroy chupaba un mechón de pelo de la señora Pommeroy como si fuera un regaliz. A veces se sentaban juntos, callados, durante horas, ella tejiendo prendas de lana, él tejiendo cabezales para las trampas de las langostas, con una botella de ron en el suelo que les separaba, de la que ambos bebían. Cuando la señora Pommeroy había estado bebiendo un rato, le gustaba alzar las piernas del suelo, presionar sus pies contra el costado de su marido, y decirle:
—Te pongo los pies.
—No me pongas los pies, Wanda —contestaba rotundo él,
sin mirarla, pero sonriendo.
Ella seguía empujándole con los pies.
—Te pongo los pies —seguía—. Te pongo los pies.
—Por favor, Wanda. No me pongas los pies. —La llamaba
Wanda a pesar de que su verdadero nombre era Rhonda. La broma era a causa de su hijo, Robin, quien, además de adoptar la
costumbre nativa de no modular la erre al final de las palabras,
tampoco podía articular ninguna palabra que comenzara por erre.
Robin no pudo pronunciar su propio nombre durante años, y
mucho menos el de su madre. Y lo que es más, durante mucho
tiempo todo el mundo en Fort Niles le imitó. A lo largo de toda
la isla, podías oír a esos musculosos pescadores quejándose de que
tenían que reparar sus cued-das o remendar sus jaz-zias o comprarse una nueva dadio de onda corta. Y podías escuchar a esas
fornidas mujeres preguntar si podían coger prestado un dast-dillo
para el jardín.
Ira Pommeroy amaba muchísimo a su mujer, lo que todo el mundo entendía fácilmente, pues Rhonda Pommeroy era una auténtica belleza. Se ponía faldas largas y se las levantaba cuando
ZABETH GILBERT caminaba, como si se imaginara a sí misma en Atlanta. Siempre tenía en el rostro una expresión de asombro arrebatado. Si alguien salía de la habitación, aunque fuese por un momento, arqueaba sus cejas y preguntaba de manera encantadora «¿Dónde has estado?» cuando esa persona volvía. Era joven, después de todo, a pesar de sus siete hijos, y llevaba el pelo tan largo como una adolescente. Llevaba el cabello recogido alrededor de la cabeza, como una acumulación brillante y poderosa. Como todo el mundo en Fort Niles, Ruth pensaba que la señora Pommeroy era una hermosura. La adoraba. Ruth a menudo fingía ser ella.
De niña, a Ruth le cortaban el pelo tanto como el de un chico, así que, cuando se imaginaba que era la señora Pommeroy, se ponía una toalla enrollada en la cabeza, a la manera de las mujeres cuando salen del baño, pero la suya simbolizaba el famoso y brillante moño de la señora Pommeroy. Ruth reclutaba a Robin Pommeroy, el más pequeño de los chicos, para que hiciera de señor Pommeroy. A Robin se le manejaba fácilmente. Además, le gustaba el juego. Cuando Robin hacía del señor Pommeroy, fruncía la boca en la misma mueca que solía poner su padre, y daba zancadas alrededor de Ruth con sus puños en las caderas. Podía maldecir y fruncir el ceño. Le gustaba la autoridad que le confería.
Ruth Thomas y Robin Pommeroy siempre estaban pretendiendo ser el señor y la señora Pommeroy. Era su juego constante. Jugaron durante horas y semanas de su infancia. Jugaban fuera, en el bosque, casi todos los días a lo largo del verano en el que Ruth vivió con los Pommeroy. El juego empezaba con el embarazo. Ruth se metía una piedra en el bolsillo de sus pantalones para que hiciera de uno de los hermanos Pommeroy, que todavía no había nacido. Robin fruncía mucho la boca y le sermoneaba a Ruth acerca de la paternidad.
—Ahora escúchame —decía Robin, con los puños en las caderas—. Cuando este bebé nadca, no tendrá dientes. ¿Me oyes?
De hombres y langostas
No poddá comer nada sólido, como lo que comemos nosotdos. ¡Wanda! Le tenddás que dar zumo al bebé.
Ruth acariciaba al bebé piedra en su bolsillo.
—Creo que voy a tener a este bebé ahora mismo —decía.
Luego la tiraba al suelo. El bebé había nacido. Era así de fácil.
—¡Fíjate en este bebé! —exclamaba Ruth—. Qué grande es. Todos los días, la primera piedra que nacía se llamaba Webster, porque era el mayor. Después de nombrar a Webster, Robin buscaba otra piedra que hiciera de Conway y se la daba a Ruth para que se la metiera en el bolsillo.
—¡Wanda! ¿Qué es eso? —preguntaba Robin entonces. —Mira esto —respondía Ruth—. Aquí estoy, teniendo otro de estos condenados bebés.
Robin refunfuñaba.
—Escúchame. Cuando este bebé nadca, los huesos de sus
pies sedán demasiado fdágiles para las botas. ¡Wanda! Ni se te
ocuda ponedle botas a este bebé.
—A esta la voy a llamar Kathleen —decía Ruth. (Siempre estaba deseosa de que hubiese otra chica en la isla).
—Ni hablad —contestaba Robin—. Este bebé también va a sed un chico.
Efectivamente, lo era. Llamaban Conway a esa piedra y la tiraban al lado de su hermano mayor, Webster. Pronto, muy pronto, una pila de hijos crecía en el bosque. Ruth Thomas paría todos esos hijos, durante todo el verano. Algunas veces pisaba por encima de las piedras y decía:
—¡Te pongo los pies, Fagan! ¡Te pongo los pies, John! —Dio a luz a cada uno de esos chicos todos los días, con Robin dando zancadas a su alrededor, con los puños en las caderas, pavoneándose y sermoneándola. Y cuando la piedra de Robin nacía, al final del juego, Ruth a veces decía—: Voy a abandonar a este horrible bebé. Es demasiado gordo. Ni siquiera puede hablar bien.
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Entonces Robin podía intentar darle un golpe, derribando la toalla de la cabeza de Ruth. Y entonces ella podría intentar azotarle con la toalla en las piernas, dejándole rojos verdugones en las canillas. Incluso puede que le diera un puñetazo en la espalda, si él trataba de escapar corriendo. Ruth tenía buenos puños, cuando el objetivo era el torpe y gordo Robin. La toalla se mojaba en el suelo. Después se llenaba de barro y se quedaba destrozada, así que la dejaban allí y cogían una nueva al día siguiente. En breve, una pila de toallas crecería en el bosque. La señora Pommeroy nunca llegó a averiguarlo.
«Digo, ¿dónde estarán mis toallas? Vaya, ¿y qué pasa con mis toallas, a ver?».
x
x Los Pommeroy vivían en una gran casa propiedad de un tío abuelo que había sido pariente de los dos. El señor y la señora Pommeroy estaban emparentados incluso antes de casarse. Eran primos, y los dos se apellidaban Pommeroy antes de enamorarse.
(«Como los puñeteros Roosevelt», dijo Angus Addams). Por supuesto, para ser justos, eso tampoco era tan raro en Fort Niles.
No había muchas familias para escoger, así que todos eran familia.
El tío abuelo muerto de los Pommeroy era, por tanto, un tío abuelo compartido, un tío abuelo muerto en común. Había construido una gran casa cerca de la iglesia, con el dinero que había ganado trabajando en una tienda, antes de la primera guerra langostera. El señor y la señora Pommeroy habían heredado la casa por duplicado. Cuando Ruth tenía nueve años y se quedó con los Pommeroy durante todo un verano, la señora Pommeroy intentó hacer que durmiera en el cuarto del fallecido tío. Era muy tranquilo, bajo el tejado, con una ventana que daba a un gran abeto, y tenía un liso suelo de madera con amplias lamas. Una habitación preciosa para una niña. El único problema era que el tío abuelo se había pegado un tiro en esa misma habitación, metién
hombres y langostas dose el arma en la boca, y el papel de la pared todavía estaba salpicado con oxidadas motas de sangre. Ruth Thomas se negó en rotundo a dormir en esa habitación.
—Dios, Ruthie, el hombre está muerto y enterrado —dijo la señora Pommeroy—. No hay nada en esta habitación que te pueda asustar.
—No —contestó Ruth.
—Aunque vieras un fantasma, Ruthie, sería tan solo el fantasma de mi tío, y nunca te haría daño. Le gustaban los niños.
—No, gracias.
—¡Ni siquiera hay sangre en el papel de la pared! —mintió
la señora Pommeroy—. Es moho. De la humedad.
La señora Pommeroy le contó a Ruth que tenía el mismo tipo de moho en el papel de su habitación de vez en cuando, y que ella dormía igual de bien. Dijo que dormía como un bebé, todas las noches del año. En ese caso, anunció Ruth, ella dormiría en la habitación de la señora Pommeroy. Y, al final, fue exactamente lo que hizo.
Ruth dormía en el suelo, al lado de la cama del señor y la señora Pommeroy. Tenía una almohada grande y una especie de colchón, hecho de mantas de lana de olor penetrante. Cuando los Pommeroy hacían algún ruido, Ruth lo oía; y cuando hacían el amor entre risas, Ruth lo oía. Cuando roncaban a través de su sueño ebrio, Ruth lo oía también. Cuando el señor Pommeroy se levantaba a las cuatro de la mañana cada día para comprobar el viento y salía de casa para pescar langostas, Ruth Thomas le oía moverse por ahí. Mantenía los ojos cerrados y escuchaba sus sonidos matutinos.
El señor Pommeroy tenía un terrier que le seguía a todas partes, incluso a la cocina a las cuatro de cada mañana, y las uñas del perro golpeteaban en el suelo de la cocina. El señor Pommeroy hablaba al perro en voz baja mientras se hacía el desayuno.
—Vuélvete a dormir, perro —decía—. ¿No quieres volver a dormirte? ¿No quieres descansar, perro?
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Algunas mañanas el señor Pommeroy decía:
—¿Me estás siguiendo para aprender a prepararme el café,
perro? ¿Estás intentando aprender a hacerme el desayuno?
Durante un tiempo, también hubo un gato en el domicilio Pommeroy. Era un gato de los muelles, un gran gato parecido a un mapache que se había mudado a la casa de los Pommeroy porque odiaba tanto al terrier y a los chicos Pommeroy que quería estar cerca de ellos todo el tiempo. El gato le sacó un ojo al terrier en una pelea, provocándole una infección apestosa y supurante en la cuenca del ojo. Así que Conway metió al gato en una trampa para langostas, la echó al oleaje y le disparó con un arma propiedad de su padre. Después de eso, el terrier dormía en el suelo, al lado de Ruth, con su ojo malo y apestoso.
A Ruth le gustaba dormir en el suelo, pero tenía sueños extraños. Soñó que el fantasma del tío abuelo muerto de los Pommeroy la perseguía hasta la cocina de la casa, donde ella se ponía a buscar cuchillos para apuñalarle, pero no podía encontrar nada para defenderse excepto varillas de batidora y espátulas. Tenía otros sueños, en los que estaba diluviando en el patio de los Pommeroy, y los chicos estaban peleándose entre ellos. Tenía que rodearles con un paraguas pequeño, cubriendo primero a uno, después a otro, después a otro, después a otro. Los siete chicos Pommeroy luchaban en una maraña, todos alrededor de ella.
Por las mañanas, después de que el señor Pommeroy se hubiera ido de la casa, Ruth volvía a dormirse y se despertaba unas horas después, cuando el sol estaba más alto. Se metía en la cama con la señora Pommeroy. La señora Pommeroy se despertaba y le hacía a Ruth cosquillas en el cuello, y le contaba historias acerca de todos los perros que su padre había tenido, cuando la señora Pommeroy era una niña, exactamente igual que Ruth.
—Estaban Beadie, Brownie, Cassie, Prince, Tally, Whippet… —contaba la señora Pommeroy, y finalmente Ruth se aprendió
hombres y langostas los nombres de todos los perros pasados, y podía responder preguntas acerca de ellos.
Ruth Thomas vivió con los Pommeroy durante tres meses, y después su padre volvió a la isla sin su madre. El complicado incidente había sido resuelto. El señor Thomas había dejado a la madre de Ruth en una ciudad llamada Concord, en Nueva Hampshire, donde se quedaría indefinidamente. A Ruth le quedó bastante claro que su madre no iba a volver a casa. El padre de Ruth se la llevó de entre los Pommeroy, de vuelta a la casa de al lado, donde pudo dormir otra vez en su propio dormitorio. Ruth retomó su tranquila vida con su padre y se dio cuenta de que tampoco echaba tanto de menos a su madre. Pero sí que echaba mucho de menos dormir en el suelo, al lado de la cama del señor y la señora Pommeroy.
Entonces el señor Pommeroy se ahogó. x
x Todos los hombres dijeron que el señor Pommeroy se había ahogado porque pescaba solo y bebía en su barca. Conservaba tarros
de ron atados a algunas de sus nasas, cabeceando a veinte brazas de profundidad en el agua congelada, a medio camino entre
las boyas flotantes y las ancladas trampas para langostas. Todo el
mundo hacía eso de vez en cuando. No era que el señor Pommeroy se lo hubiese inventado, pero sí había mejorado mucho la idea,
y lo que se dio por supuesto es que lo que le llevó a la ruina fue el
haberla mejorado demasiado. Sencillamente, se emborrachó demasiado un día en que las olas eran demasiado grandes y la cubierta estaba demasiado resbaladiza. Probablemente se cayera por
un lateral del barco incluso antes de darse cuenta, perdiendo
el equilibrio por culpa de una ola mientras sacaba una trampa del
agua. Y no sabía nadar. Casi ninguno de los langosteros de Fort
Niles o de Courne Haven sabía nadar. No es que saber nadar hubiese ayudado mucho al señor Pommeroy. Con las botas hasta el
ZABETH GILBERT muslo, el largo impermeable y los pesados guantes, en esa agua fría y maligna, se hubiese hundido rápidamente. Por lo menos consiguió que fuera breve. Saber nadar algunas veces hace que la muerte se demore más.
Angus Addams encontró el cuerpo tres días más tarde, mientras pescaba. El cadáver del señor Pommeroy estaba bien enredado en las cuerdas de Angus, como un jamón hinchado y lleno de sal. Ahí fue donde acabó. Un cuerpo puede dejarse llevar, y había cientos de cuerdas en el agua alrededor de Fort Niles que actuaban como filtros para recoger cualquier cadáver que fuera a la deriva. El viaje del señor Pommeroy terminó en el territorio de Angus. Las gaviotas ya se habían comido los ojos del señor Pommeroy.
Angus Addams había tirado de una cuerda para recoger una de sus trampas, y también sacó el cuerpo. Angus tenía una barca pequeña, y no había mucho más sitio para otro hombre, vivo o muerto, así que arrojó al señor Pommeroy al depósito, encima de las langostas vivas y culebreantes que había cogido aquella mañana, cuyas pinzas había mantenido cerradas para que no se destrozaran unas a otras hasta convertirse en desperdicios. Al igual que el señor Pommeroy, Angus pescaba solo. En esa época, Angus no tenía un ayudante a bordo. En ese momento de su carrera, no le apetecía compartir su botín con un adolescente. Ni siquiera tenía una radio, lo que era un poco raro para un pescador de langostas, pero a Angus no le gustaba que le atosigaran con palabras. Angus tenía docenas de trampas que sacar aquel día. Siempre cumplía con su faena, sin importar lo que encontrara. Y así, a pesar del cadáver que había sacado del agua, Angus siguió y jaló de las cuerdas que le quedaban, lo que le llevó algunas horas. Midió cada langosta, como se suponía que tenía que hacer, arrojó las pequeñas al agua y se quedó con las legales, asegurándose de que sus pinzas quedaban cerradas. Lanzó las langostas por encima del cuerpo ahogado al frío depósito, oculto de la luz del sol.
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Aproximadamente a las tres y media de la tarde, emprendió el camino de vuelta a Fort Niles. Ancló la barca. Echó el cuerpo del señor Pommeroy a su bote de remos, donde estaría apartado, y calculó la captura del día en los depósitos, llenó sus cubos de cebo para el día siguiente, limpió la cubierta con una manguera, colgó su impermeable. Cuando hubo terminado con estas tareas, se unió al señor Pommeroy en el bote y se dirigió hacia el muelle. Lo anudó a las escaleras del embarcadero y subió. Después le dijo a todo el mundo exactamente a quién se había encontrado en su territorio de pesca esa mañana, muerto como un idiota.
—Estaba enredado en mis cueddas —dijo Angus Addams, muy serio.
Lo que sucedió fue que Webster y Conway y John y Fagan y Timothy y Chester Pommeroy estaban en los muelles cuando Angus Addams descargó el cadáver. Habían estado jugando allí esa tarde. Vieron el cuerpo de su padre, tendido en el embarcadero, hinchado y sin ojos. Webster, el mayor, fue el primero en verlo. Balbuceó y tartamudeó, y entonces lo vieron los otros chicos. Como soldados aterrorizados, se dispusieron en una formación sin sentido, y empezaron a correr hacia su casa, juntos, en grupo. Subieron corriendo desde el puerto, y pasaron, veloces y llorosos, por las carreteras y la vieja