PRÓLOGO
Enero de 1819
El crepúsculo había caído sobre Venecia, sumiendo en sombras los corredores de mármol del palazzo. El sonido de unas voces masculinas desconocidas detuvo a Leila, una bella adolescente de diecisiete años, en lo alto de la escalera. Eran tres hombres y, aunque no podía distinguir lo que decían, la cadencia de sus palabras indicaba a las claras que no eran ingleses.
Espió por encima de la baranda finamente ornamentada. Cuando su padre salió del estudio, uno de los hombres avanzó hacia él. Desde lo alto, Leila solo pudo ver la coronilla de aquel extraño, que lanzó destellos dorados bajo la luz que provenía de la puerta abierta del estudio. Su voz era un murmullo sereno y amistoso, suave como la seda. Pero la voz de papá no era suave. Su tono cortante y áspero le provocó un acceso de angustia. Se apartó de la balaustrada de golpe y corrió a su sala de estar.
Con manos temblorosas cogió su carpeta de dibujo y se concentró en copiar el intrincado ornamento del escritorio. Era la única manera de no pensar en lo que estaba ocurriendo en la planta baja. Ciertamente no podía ayudar a su padre... si es que necesitaba ayuda; y quizá no la necesitara. Quizá solo se sentía molesto porque lo habían interrumpido a la hora del té. Fuera como fuese, Leila sabía que no debía dejarse ver. El trabajo que papá hacía para el gobierno ya era bastante difícil. Lo que menos necesitaba era tener que preocuparse por ella.
Y así, sola con sus compañeros de siempre —la carpeta de dibujo y el lápiz—, Leila Bridgeburton esperó con tristeza la bandeja del té, sabiendo que ese día, como el día anterior y el anterior a ese, solo traería servicio para uno.
El hombre del reluciente cabello dorado se llamaba Ismal Delvina y tenía veintidós años. Acababa de llegar a Venecia desde Albania y su viaje había sido bastante desagradable. Dado que había pasado la mayor parte de la travesía recuperándose de un envenenamiento, no estaba precisamente de buen humor. Sin embargo, su semblante angelical expresaba una dulcísima afabilidad. No había advertido la presencia de Leila, pero su sirviente, Risto, oyó el susurro de las faldas y alzó la vista un instante antes de que la chica se retirara.
Al entrar en el estudio de Jonas Bridgeburton, Risto le mencionó en voz baja lo que acababa de descubrir. El infalible instinto del joven se encargó del resto.
Ismal sonrió a su renuente anfitrión.
—¿Tendré que enviar a mi sirviente escaleras arriba para averiguar la identidad de la chica? —La inesperada pregunta hizo dar un respingo a Bridgeburton—. ¿O tendrá usted la amabilidad de ahorrarle la molestia?
—No tengo la menor idea de...
—Le ruego que no ponga a prueba nuestra paciencia fingiendo que no hay ninguna chica o que es una simple criada —lo interrumpió Ismal, sin perder la calma—. Cuando mis hombres se impacientan olvidan sus buenos modales... que, para empezar, tampoco son demasiado elegantes.
Bridgeburton clavó los ojos en el gigantesco Mehmet; recorrió con la mirada sus casi dos metros de estatura y luego se detuvo en el semblante cetrino del menos corpulento pero claramente más hostil Risto. Pálido como un muerto, el inglés se dirigió al que llevaba la voz cantante.
—Por el amor de Dios —gimió—, es apenas una niña. Usted no puede... no va a...
—En suma, es su hija —dijo Ismal. Con un suspiro, se dejó caer en la silla del desordenado escritorio de Bridgeburton—. Permítame decirle que es usted un padre poco sabio. Dadas sus actividades, tendría que haber mantenido a la chica lo más lejos posible.
—Lo hice... Ella estaba lejos... Pero el dinero se acabó. Tuve que sacarla de la escuela. Usted no entiende. Ella no sabe nada. Cree que... —Bridgeburton recorrió el estudio con ojos aterrados, pasando de un rostro despiadado al siguiente. Miró a Ismal—. Maldita sea, ella cree que soy agente secreto del gobierno inglés... un héroe. No le será útil. Si permite que esos asquerosos bastardos se le acerquen, no le diré nada.
Por toda respuesta, Ismal miró a Risto. Al ver que se dirigía hacia la puerta, Bridgeburton trató de impedírselo, pero, con un rápido movimiento, Mehmet lo obligó a retroceder.
Ismal levantó una de las tantas cartas amontonadas sobre el escritorio de Bridgeburton.
—No tiene por qué alarmarse —le dijo—. Risto va a suministrarle láudano, eso es todo. Solo para estar seguros de que no habrá interrupciones mientras usted y yo negociamos. Espero que tenga la astucia de no hacer nada fuera de lugar. No quisiera dejarlo sin hija ni tampoco dejar huérfana a la niña, pero Risto y Mehmet... —Suspiró hondo—. Lamento tener que decir que son unos bárbaros. Si no coopera rápida y plenamente con nosotros, temo que me será imposible controlar su naturaleza violenta.
Todavía con la carta en la mano, Ismal meneó la cabeza con un dejo de tristeza.
—Las hijas pueden traer muchos problemas. Y al mismo tiempo son tan valiosas... ¿no le parece?
Leila recordaba haber despertado —o soñado que despertaba— con un ataque de náuseas. Percibió movimiento a su alrededor y oyó una voz de hombre. Era una voz tranquilizadora, pero no la de papá. Y no podía calmar el ardor de su estómago. En la noche del sueño o la noche real, el carruaje se detuvo y ella bajó dando tumbos y cayó de rodillas. Luego, incluso después de que pasaran las náuseas, no quiso levantarse. Solo deseaba quedarse allí y morir.
No recordaba haber vuelto a subir al carruaje, pero de algún modo debía de haberlo hecho porque, cuando despertó de nuevo, se encontró en medio del mismo traqueteo atroz para sus doloridos huesos y su pobre estómago. Creyó haber recuperado la conciencia porque estaba pensando; pensaba que los caminos de Italia no se parecían en nada a los suaves y llanos caminos de Inglaterra, que las ruedas del carruaje debían de ser de piedra o de hierro, y que los venecianos todavía no habían inventado los amortiguadores.
Sonrió débilmente, porque quizá todo aquello era gracioso. Escuchó una risa ahogada a modo de respuesta, como si hubiera contado un chiste. Y la voz masculina dijo:
—¿Por fin hemos despertado?
Tenía la mejilla apoyada sobre algo de lana. Cuando abrió los ojos vio que no era una manta sino una capa de hombre. Levantó la vista, y ese solo y levísimo movimiento la mareó tanto que tuvo que aferrarse a la capa para no caer. Después se dio cuenta de que no podía caer. Estaba sentada sobre las rodillas del hombre, a salvo entre sus brazos.
Era vagamente consciente de que no era correcto estar allí, pero últimamente todo estaba patas arriba en el mundo. Como no sabía qué hacer, se echó a llorar.
El hombre le metió un pañuelo grande y arrugado entre las manos temblorosas.
—El láudano te hace sentir muy mal si no estás acostumbrada.
Entre hipos y sollozos, Leila se las ingenió para murmurar una disculpa.
El hombre la apretó contra su pecho y, palmeándole suavemente la espalda, la dejó llorar hasta cansarse. Después... ya era tarde para sentir miedo, aunque ese hombre fuera un perfecto extraño.
—La... la... láudano —tartamudeó apenas pudo recobrar la voz—. Pe... pe... pero yo no to... to... tomé na... na... nada. Yo nun... nun... nunca...
—No dura eternamente, te lo aseguro. —Le apartó el cabello húmedo de la cara—. Dentro de un rato pararemos en una posada, te lavarás la cara, beberás un poco de té y volverás a sentirte tú misma.
No quería preguntar. Tenía miedo de la respuesta. Pero se obligó a recordar que tener miedo no ayudaba ni tampoco cambiaba nada.
—¿Dón... dón... dónde está pa... pa... papá?
La sonrisa del desconocido se esfumó.
—Me temo que tu padre se ha metido en graves problemas.
Leila hubiera querido cerrar los ojos y volver a apoyar la cabeza sobre su hombro y fingir que aquello era un mal sueño. Pero el mareo estaba desapareciendo y en su mente se dibujaban recuerdos escalofriantes: los tres extranjeros en el vestíbulo... la voz cortante de su padre... la pequeña sirvienta temblando con la bandeja del té... el raro sabor de la infusión. Y después el mareo... y el desmayo.
Y entonces comprendió, sin necesidad de que se lo dijera. Esos hombres habían matado a papá. ¿Por qué otra razón estaría ella en ese veloz carruaje, en compañía de un inglés al que jamás había visto en su vida?
Pero el hombre la tenía cogida de la mano, como animándola a ser valiente. Se obligó a escuchar lo que le estaba diciendo.
Había ido a llevarle a papá un mensaje de un amigo y apenas llegar se topó con una sirvienta maltrecha que salía dando tumbos del palazzo. La pobrecilla apenas había terminado de explicarle que unos extranjeros habían irrumpido en la casa y asesinado al amo cuando él vio que uno de los malhechores regresaba.
—Logramos atrapar al bruto por sorpresa —prosiguió el hombre— y así nos enteramos de que lo habían enviado a buscarte.
—Porque yo los vi. —El corazón parecía querer salírsele del pecho. Los malhechores habían regresado a matarla.
El hombre le apretó la mano.
—Todo está bien ahora. Nos estamos yendo lejos. Jamás te encontrarán.
—Pero la policía... alguien debería...
—Es mejor que no.
El tono cortante la hizo levantar la vista.
—Apenas conocía a tu padre —dijo el hombre—. Pero, por lo que parece, se había relacionado con personas muy peligrosas. Y tengo serias dudas de que la policía veneciana se tome la molestia de proteger a una chiquilla inglesa. —Hizo una pausa—. Me han dicho que no tienes parientes en Venecia. —Leila tragó saliva.
—Ni en ninguna otra parte. Solo tenía a... papá. —Se le quebró la voz.
Estaba muerto, lo habían asesinado durante el cumplimiento de su deber, como Leila siempre había temido que ocurriera desde que él le había hablado de su misión secreta para Inglaterra. Hubiera querido ser valiente y sentirse orgullosa de él, porque había muerto por una causa noble, pero tenía los ojos llenos de lágrimas. No podía evitar el sufrimiento, ni tampoco podía evitar sentirse inmensa y desesperadamente sola. Ya no tenía a nadie.
—No te preocupes —dijo el hombre—. Yo cuidaré de ti. —Le alzó el mentón y escrutó su rostro bañado en llanto—. ¿Te gustaría ir a París?
El carruaje estaba a oscuras, pero había luz suficiente para distinguir sus rasgos. Era más joven de lo que había creído, y muy guapo; sus brillantes ojos negros la hacían sentir febril y embelesada al mismo tiempo. Solo esperaba no volver a desmayarse.
—Pa... Pa... París —repitió—. ¿A... a... ahora? ¿Po... po... por qué?
—No exactamente ahora, sino dentro de unas semanas. Porque allí estarás a salvo.
—A salvo. Ah. —Apartó el mentón de los dedos suaves de él—. ¿Por qué? ¿Por qué hace esto?
—Porque eres una damisela en apuros. —Sus labios no sonreían, pero Leila percibió una sonrisa en el tono de su voz—. Francis Beaumont jamás abandonaría a una damisela en apuros. Mucho menos a una tan bonita como tú.
—Francis Beaumont —repitió Leila, secándose los ojos.
—Sí. Y no te abandonaré jamás. De eso puedes estar segura.
No tenía nada ni a nadie en quien confiar. Su única esperanza era que aquel hombre cumpliera su promesa.
Cuando llegaron a París, Francis Beaumont le reveló todo lo que la sirvienta le había dicho: que ese padre que Leila tanto idolatraba era un facineroso traficante de armas robadas que aparentemente había sido asesinado por clientes insatisfechos con sus servicios. Leila gritó que la sirvienta era una mentirosa y lloró, presa de la histeria, en brazos de su salvador.
Pero unas semanas más tarde apareció en escena Andrew Herriard, un abogado, y ya no pudo seguir negando los hechos. De acuerdo con el testamento que le había mostrado, Herriard era su tutor. También tenía en su poder los papeles privados de su padre, junto con copias de documentos policiales que confirmaban con creces lo que la sirvienta le había dicho al señor Beaumont. La policía veneciana había culpado de la desaparición de Leila a los asesinos de su padre. Dadas las circunstancias, el señor Herriard creía conveniente no modificar esa impresión. Aunque lo hubiera deseado, Leila no habría tenido nada que objetar a su sabio y amable consejo. Pero no lo deseaba. Escuchaba y asentía con la cabeza gacha y las mejillas rojas de vergüenza, consciente de que aquello era mucho peor que estar sola en el mundo. Era una proscrita.
Pero el señor Herriard se apresuró a conseguirle una nueva identidad para que pudiera rehacer su vida, y el señor Beaumont —aunque no tenía ninguna obligación legal hacia ella— la envió a estudiar con un maestro de arte parisino. Aunque era la hija de un traidor a la patria, aquellos dos hombres permanecieron a su lado y se ocuparon de cuidarla. A cambio, Leila les entregó toda la gratitud de su joven corazón.
Y con el tiempo, en su inocencia, le entregó muchísimo más a Francis Beaumont.
1
París, marzo de 1828
—No quiero conocerlo. —De un tirón, Leila liberó su brazo de las garras de su marido—. Debo terminar una pintura y no puedo perder el tiempo hablando de tonterías con otro aristócrata disoluto mientras tú te emborrachas.
Francis se encogió de hombros.
—Estoy seguro de que el retrato de madame Vraisses puede esperar unos minutos. El conde d’Esmond se muere por conocerte, preciosa mía. Admira tu trabajo. —Le cogió la mano—. Vamos, no te enfades. Solo diez minutos. Luego podrás salir corriendo y encerrarte en tu estudio.
Leila miró con frialdad la mano que sostenía la suya. Con una risilla burlona, Francis la retiró.
Apartándose de su rostro disoluto, fue hacia el espejo de pie... y frunció el ceño ante su imagen reflejada. Había planeado trabajar en el estudio, por lo que llevaba su tupida cabellera orlada de mechones dorados atada con una cinta raída simplemente para despejar el rostro.
—Si quieres que dé una buena impresión, será mejor que me acicale un poco —dijo.
Fue hacia la escalera, pero Francis le bloqueó el paso.
—Eres hermosa —le dijo—. No necesitas acicalarte. Me gustas despeinada.
—Porque eres incapaz de discernir.
—No, porque así te ves tal como eres. Intensa. Apasionada. —Su voz era cautivadora. Recorrió con la mirada el generoso escote de Leila para luego detenerse en sus, por desgracia, igualmente abundantes caderas—. Una de estas noches... quizá esta misma noche, amor mío... te lo recordaré.
Leila reprimió un gesto de repulsión y un miedo que, se dijo, era completamente irracional. Hacía años que no le permitía que la tocara. La última vez que Beaumont intentó abrazarla, le rompió su urna oriental predilecta en la cabeza. Leila lucharía hasta la muerte —y él lo sabía— antes que volver a rendirse a ese cuerpo disoluto que había compartido con incontables mujeres y a la humillación que él llamaba hacer el amor.
—No vivirás para contarlo. —Esbozó una sonrisa gélida y se acomodó un rizo rebelde detrás de la oreja—. ¿Acaso no sabes, Francis, lo comprensivos que suelen ser los jurados franceses con las asesinas que les parecen atractivas?
Él se limitó a sonreír.
—Te has convertido en una bestia salvaje. Y pensar que antes eras una gatita tan dulce. Pero eres dura e implacable con todos, ¿verdad? Si alguien se interpone en tu camino, pasas por encima de él. Es mejor así, estoy de acuerdo. No obstante, es una lástima. Eres una cosita tan adorable... —murmuró inclinándose hacia ella.
Sonó el llamador de la puerta.
Francis se apartó, maldiciendo entre dientes. Leila se arregló el cabello con un pasador que se había aflojado y corrió hacia el vestíbulo, con su marido pisándole los talones. Cuando el visitante fue anunciado, ambos estaban perfectamente compuestos y encarnaban el modelo de la pareja británica ideal; Leila, muy erguida, sentada en una silla, y un comedido Francis de pie junto a ella.
El invitado hizo su aparición.
Y Leila se olvidó de todo, hasta de respirar.
El conde d’Esmond era el hombre más apuesto que había visto. En la vida real, por supuesto. Había encontrado bellezas semejantes en algunas pinturas, pero el mismísimo Botticelli habría llorado de emoción al contemplarlo.
Los hombres intercambiaron saludos por encima de su cabeza, cuyas neuronas habían dejado de funcionar por el momento.
—Madame.
Un disimulado codazo de Francis la hizo volver a la realidad. Embelesada, Leila ofreció una mano al conde.
—Monsieur.
El conde se inclinó, rozando apenas los nudillos con los labios.
Tenía el cabello muy claro, dorado y sedoso, un poco más largo de lo que dictaba la moda.
Retuvo su mano un poco más de lo que exigía la etiqueta... lo suficiente para atraer la mirada de Leila a la suya y hacerle perder la conciencia.
Sus ojos eran de color azul zafiro oscuro, ardientes e intensos. Soltó la mano de Leila, pero no su mirada.
—Me hace usted el mayor de los honores, madame Beaumont. He podido apreciar su obra en Rusia; un retrato del primo de la princesa Lieven. Quise comprarlo, pero el propietario sabía lo que tenía y rehusó vendérmelo. «Vaya a París», me dijo, «y consiga que le haga uno». Y precisamente a eso he venido.
—¿Desde Rusia? —Leila resistió el impulso de llevarse una mano al corazón, que latía desbocado. Santo Dios. Había viajado desde Rusia... aquel hombre que probablemente no podría cruzar la calle en San Petersburgo sin ser acosado por un centenar de pintores ansiosos. Cualquier artista vendería a su primogénito recién nacido por tener el privilegio de pintar ese rostro—. No solo habrá venido para hacerse un retrato, estoy segura.
La boca sensual se distendió en una sonrisa perezosa.
—Ah, pues... tenía algunos negocios pendientes en París. No me gustaría que pensara que he venido solo por vanidad. No obstante, el deseo de perdurar es parte de la naturaleza humana. Buscamos al artista del mismo modo que buscamos a los dioses, y siempre con el mismo propósito: la inmortalidad.
—Es muy cierto —dijo Francis—. En este mismo momento, todos nosotros estamos decayendo lenta e inexorablemente. En un momento, el espejo refleja un hombre bien parecido en la flor de la vida. Al rato, el joven se habrá transformado en un sapo viejo lleno de verrugas.
Leila advirtió una nota de lánguido antagonismo en la voz de su esposo, pero el conde había cautivado por completo su atención. Vio brillar un instante sus ojos ferozmente azules, y ese fugaz resplandor no solo modificó su rostro sino la atmósfera misma de la sala. En un instante, la dulce sonrisa de la cara del ángel se transformó en la brutal carcajada del mismísimo diablo.
—Y poco después —dijo Esmond, liberando la mirada de Leila y dirigiéndose a Francis—, en un banquete para los gusanos.
Aún sonreía; sus ojos eran genuinamente risueños, la expresión diábolica había desaparecido. No obstante, la tensión iba en aumento.
—Ni siquiera los retratos perduran para siempre —dijo Leila—. Dado que muy pocos materiales pictóricos son permanentemente estables, están condenados a estropearse.
—Ciertas pinturas de las tumbas egipcias tienen miles de años —acotó el conde—. Pero no tiene importancia. Después de todo, nosotros no tendremos la oportunidad de averiguar cuántos siglos perdurarán sus pinturas. Lo único que nos importa es el presente; y espero, madame, que disponga de tiempo para pintarme en este presente tan fugaz y pasajero.
—Me temo que deberá tener paciencia —intervino Francis, acercándose a la mesa con una bandeja de bebidas—. Leila está terminando un encargo y ya se ha comprometido a realizar otros dos.
—Soy famoso por mi paciencia —respondió el conde—. El zar dictaminó que yo era el hombre más paciente que había conocido.
Se oyó un tintineo de cristales y guardaron silencio hasta que, finalmente, Francis respondió.
—Usted se mueve en círculos muy altos, muy señor mío. ¿Acaso es íntimo del zar Nicolás?
—Hablamos de vez en cuando. Eso no es intimar. —La penetrante mirada azul volvió a posarse en Leila—. Mi definición de intimidad es mucho más precisa y específica.
La temperatura de la sala parecía aumentar por instantes. Leila decidió que era hora de marcharse, hubieran pasado o no los diez minutos acordados con Francis. Mientras el conde aceptaba la copa de vino que le ofrecía su esposo, Leila se puso de pie.
—Será mejor que vuelva a trabajar —anunció.
—Por supuesto, amor mío —dijo Francis—. Estoy seguro de que el conde lo entenderá.
—Comprendo, y no obstante lamento que deba abandonarnos. —Esta vez, la intensa mirada azul la recorrió de pies a cabeza.
Leila había padecido demasiadas inspecciones similares para no saber lo que significaban. Por primera vez, sin embargo, una mirada masculina reverberaba en cada músculo de su cuerpo. Peor aún, sentía una atracción que dominaba por completo su voluntad.
Pero, por fuera, reaccionó como de costumbre; su semblante se tornó más frío y cortés, su postura más arrogantemente desafiante.
—Por desgracia, madame Vraisses lamentará aún más la demora de su retrato —dijo—. Y es una de las mujeres menos pacientes del mundo.
—Y sospecho que usted no le va a la zaga. —Se acercó más... y el corazón de Leila comenzó a latir desbocado. Era más alto y de complexión más fuerte de lo que había pensado en un principio—. Tiene ojos de tigresa, madame. No son para nada comunes... y no me refiero solo al color dorado. Pero usted es una artista, y ve más de lo que otros podemos ver.
—Creo que mi esposa ha visto a las claras que usted está coqueteando con ella —dijo Francis, yendo hacia Leila.
—Naturalmente. ¿Qué mayor homenaje, o más cortés, puede hacerle un hombre a la esposa de otro? Espero no haberlo ofendido. —El conde miró a Francis con expresión de límpida inocencia.
—Nadie está ofendido en lo más mínimo —dijo bruscamente Leila—. Seremos ingleses, pero hace casi nueve años que residimos en París. No obstante, soy una mujer que trabaja monsieur...
—Esmond —la corrigió él.
—Monsieur —repitió Leila con firmeza—. Y por lo tanto debo excusarme y volver a mi trabajo. —Esta vez no le ofreció su mano. En cambio, le dedicó una fría reverencia.
Y él respondió con una graciosa inclinación de cabeza.
Cuando iba hacia la puerta, que un envarado Francis se apresuró a abrir, oyó la voz de Esmond a sus espaldas.
—Hasta que volvamos a vernos, madame Beaumont —murmuró acariciadora.
Algo reverberó en lo más profundo de su mente y la detuvo en el umbral. Un recuerdo. Una voz. Pero no. Si lo hubiera visto antes, lo recordaría. Un hombre como ese era imposible de olvidar. Asintió, lánguida, y continuó su camino.
A las cuatro de la mañana, el inolvidable caballero de los ojos azules descansaba recostado en el sofá suntuosamente bordado de su propia sala. Muchos años atrás, casi siempre de la misma manera, se había recostado en ese diván para conspirar contra su astuto primo Ali Pasha. En aquellos tiempos, el inolvidable caballero se llamaba Ismal Devina. Desde entonces se hacía llamar como mejor conviniera a sus propósitos.
Actualmente era el conde d’Esmond.
Sus patronos británicos, con la colaboración de sus pares franceses, habían documentado de forma fehaciente su linaje sanguíneo y su título. El francés de Ismal era intachable, como la mayoría de los otros once idiomas que hablaba. Hablar inglés con acento francés no suponía dificultad alguna para él. El don de la palabra era uno de sus muchos dones.
Con la sola excepción de su albanés nativo, Ismal prefería el inglés. Era una lengua asistemática pero maravillosamente flexible. Le gustaba jugar con sus palabras. Le había divertido muchísimo jugar con «intimar» e «intimidad». Y madame Beaumont se había encolerizado magníficamente.
Sonriendo al recordar su demasiado breve encuentro, Ismal probó el cargado café turco que le había preparado Nick, su sirviente.
—Perfecto —dijo.
—Por supuesto que es perfecto. He practicado de sobra, ¿no?
A pesar de sus palabras, Nick se relajó visiblemente. Aunque hacía seis años que servía a Ismal, no había perdido la voluntad de complacer. Con solo veintiún años, Nick carecía de la virtud de la paciencia y no se mostraba particularmente respetuoso, excepto en público. Pero era mitad inglés y, en cualquier caso, Ismal ya había tenido demasiados sirvientes complacientes.
—Sé muy bien que has practicado de sobra —dijo Ismal—. Aun así, estoy impresionado. Has soportado una larga y tediosa noche siguiéndonos, a mí y a mi nuevo amigo, de un tugurio parisino a otro.
Nick se encogió de hombros.
—Siempre que haya valido la pena...
—La ha valido. Creo que, en el transcurso de este mes, lograremos deshacernos de Beaumont. Si el asunto fuera menos urgente dejaría que la Madre Naturaleza siguiera su curso, porque el señor Beaumont acabará por destruirse a sí mismo. Esta noche consumió suficiente opio para matar a tres hombres de su tamaño.
Nick entrecerró sus negros ojos.
—¿Lo masticó o lo fumó?
—Ambas cosas.
—Eso nos allana el camino. Solo tiene que agregarle unos granos de estricnina o ácido prúsico... Diablos, podría ponérselo en un melocotón o en un albaricoque o en una manzana o...
—Podría, pero no es necesario. Padezco una absoluta aversión a matar a menos que sea realmente necesario. Incluso así, me disgusta profundamente. Y también padezco una particular aversión al veneno. No es propio de caballeros.
—Beaumont tampoco ha sido muy caballero que digamos, ¿verdad? Además, una dosis de veneno nos permitiría deshacernos de él sin demasiado escándalo.
—Quiero que sufra.
—Eso ya es otra cosa.
Ismal levantó la taza, que Nick volvió a llenar con diligencia.
—Hemos tardado muchos meses en encontrar a este hombre —dijo Ismal—. Ahora que su codicia lo ha puesto en mis manos, quiero divertirme un rato.
Todo había comenzado en Rusia. Ismal estaba a cargo de una investigación cuando el zar le propuso un problema mucho más complejo y perturbador. Las negociaciones de paz entre Rusia y Turquía corrían peligro porque el sultán se había apoderado de ciertas cartas que no le pertenecían. El zar quería saber cómo y por qué aquellas cartas habían terminado en Constantinopla.
Ismal sabía que, a lo ancho y a lo largo del imperio otomano, la correspondencia era sistemáticamente interceptada por espías. No obstante, las mentadas cartas jamás habían pasado por los dominios del sultán; nunca habían salido de París, a salvo bajo siete llaves en la caja de seguridad de un diplomático británico. Uno de los asistentes del diplomático se había pegado un tiro antes de que lo interrogaran.
Durante los meses que siguieron, viajando constantemente entre Londres y París, Ismal había escuchado muchas otras historias de robos similares, bancarrotas inexplicables y pérdidas repentinas.
Resultó que todos los acontecimientos estaban vinculados. Los involucrados tenían algo en común: todos ellos habían frecuentado, en un momento u otro, un modesto edificio situado en una silenciosa esquina de París.
El lugar era conocido, simplemente, como el Vingt-Huit: «el Veintiocho». Al amparo de sus paredes el visitante podía, por cierta cantidad de dinero, disfrutar de una amplia gama de perversiones y vicios, desde los más corrientes hasta los más sofisticados. Ismal sabía, aunque no por experiencia propia, que existían personas capaces de hacer cualquier cosa por dinero... y personas lo bastante corruptas o desesperadas para pagarlo.
Y era a Francis Beaumont a quien se lo pagaban.
Pero no lo sabían, por supuesto, y ni siquiera Ismal podía demostrarlo. Vale decir que carecía de pruebas susceptibles de ser presentadas ante un tribunal. Francis Beaumont no podía ser llevado ante un juez porque ninguna de sus víctimas podía sentarse en el banquillo de los testigos. Como el joven asistente, todas y cada una de ellas preferirían suicidarse antes que exponer sus sórdidos secretos al escrutinio público.
En consecuencia, Ismal debió hacerse cargo del caso Beaumont discretamente y en el más absoluto silencio, tal como se había hecho cargo de otros muchos asuntos que preocupaban al rey Jorge IV y a sus ministros y aliados.
La voz de Nick interrumpió sus cavilaciones.
—¿Cómo piensa hacerlo esta vez? —le preguntó.
Ismal estudió el contenido de la taza, delicadamente pintada.
—La esposa es fiel.
—Discreta, querrá decir. Tendría que estar loca para serle fiel a ese cerdo corrupto.
—Es probable que esté un poco loca. —Ismal levantó la vista—. Pero posee un extraordinario talento artístico, y ya sabes que el genio no siempre es del todo racional. Su dedicación artística ha sido una gran ventaja para Beaumont. El trabajo ocupa casi todo su tiempo y sus pensamientos. Gracias a eso, apenas es consciente de todos los hombres que intentan seducirla.
Nick abrió muy grandes los ojos.
—¿Va a decirme que no la impresionó?
La leve risa de Ismal era sincera.
—Tuve que esmerarme mucho.
—Pues que me cuelguen. Hubiera dado cualquier cosa por verlo.
—Fue muy desconcertante. Como si yo fuese una estatua de mármol... o un retrato al óleo. Forma, línea, color. —Ismal hizo un gesto amplio—. Si miras su bello rostro, solo verás lujuria... la lujuria del artista. Te convierte en objeto. Es insoportable. Y yo estoy siendo un tanto... indiscreto.
Nick meneó la cabeza.
—Usted nunca es indiscreto... al menos no por el gusto de serlo. Apuesto a que su único propósito no era que madame Beaumont le prestara la debida atención.
—La «indebida atención», querrás decir. La dama está casada y es modesta, y el marido estaba presente. No obstante, cuando obtuve de ella una reacción que no era del todo artística, también él reaccionó. Es un hombre vanidoso y posesivo. En consecuencia, se disgustó.
—Y encima tiene el valor de disgustarse. El muy cabrón se ha llevado a la cama a por lo menos la mitad de las mujeres casadas de París.
Ismal hizo un gesto de desdén.
—Lo más interesante fue su sorpresa ante mi éxito, por demás menor, con su esposa. No parece acostumbrado a preocuparse por ella. Pero he plantado la semilla de la duda, y la pienso cultivar. Y esa es solo una de las maneras en que, de ahora en adelante, atormentaré sus días y sus noches.
Los labios de Nick dibujaron una sonrisa burlona.
—No tiene nada de malo mezclar un poco de placer con los negocios.
Ismal dejó la taza y, cerrando los ojos, se recostó contra los mullidos almohadones.
—Creo que dejaré la mayor parte del negocio en tus manos. Beaumont paga el silencio y la protección de ciertas personas que ocupan los niveles más altos del gobierno parisino. Provocarás una serie de incidentes que lo obliguen a pagar más protección. Los incidentes asustarán y alejarán a los clientes más vulnerables. Esa gente paga muchísimo dinero por mantener el secreto. Si se sienten expuestos, dejarán de frecuentar el Vingt-Huit. Tengo algunas ideas más, pero las discutiremos mañana.
—Ya veo. Yo me ocuparé del trabajo sucio mientras usted se divierte con la dama artista.
—Por supuesto. No puedo dejar a madame en tus manos. Eres mitad inglés. No comprendes a las mujeres de carácter, y por lo tanto no puedes apreciarlas en su justa medida. No sabrías qué hacer con ella. Y aunque lo supieras, careces de la paciencia necesaria. Yo, en cambio, soy el hombre más paciente del mundo. El mismísimo zar ha tenido que admitirlo. —Ismal abrió los ojos—. ¿Te dije que a Beaumont casi se le cae un frasco de licor cuando mencioné al zar? Entonces supe, sin asomo de duda, que había encontrado a mi hombre.
—No, no me había contado nada. Pero no me sorprende. Si no lo conociera a usted como lo conozco, pensaría que lo único que le interesaba era esa mujer.
—Eso es precisamente lo que pensará el señor Beaumont, espero —murmuró Ismal. Y volvió a cerrar los ojos.
Fiona, la vizcondesa Carroll, se mostró intrigada.
—¿Esmond... una mala influencia? ¿Hablas en serio, Leila? —La viuda, de cabello negro como ala de cuervo, se dio la vuelta para estudiar al conde, quien conversaba amablemente con un pequeño grupo de invitados junto al recién descubierto retrato de madame Vraisses—. Eso es absolutamente increíble.
—Estoy segura de que Lucifer y sus seguidores también eran hermosos —dijo Leila—. No olvides que antes habían sido ángeles.
—Siempre imaginé moreno a Lucifer... más al estilo de Francis. —Sus ojos verdes relumbraron al mirar a su amiga—. Y esta noche se lo ve particularmente sombrío. Ha envejecido diez años desde la última vez que estuve en París.
—Ha envejecido diez años en tres semanas —dijo Leila, tensa—. No creía que fuera posible, pero, desde que el conde d’Esmond es su compañero de aventuras, Francis ha empeorado. Hace casi una semana que no duerme en casa. Volvió (mejor dicho, lo trajeron) esta madrugada a eso de las cuatro. A las siete de la tarde todavía seguía en la cama. Estuve a punto de venir a la fiesta sin él.
—Me pregunto por qué no lo hiciste.
Porque no se había atrevido. Pero no estaba dispuesta a confesarlo, ni siquiera ante su única amiga. Ignoró la pregunta y continuó la conversación con aire distante.
—Tardé veinte minutos en ayudarlo a levantarse y a tomar un baño. No sé cómo lo soportan sus queridas. La mezcla de opio, alcohol y perfume es nauseabunda. Y él no se da cuenta de nada, por supuesto.
—No entiendo por qué no lo mandas al diablo —dijo Fiona—. No dependes económicamente de él. No tienes hijos que pueda amenazar con quitarte. Y es demasiado holgazán para ser vio