La más deseada (Mujeres seducidas 2)

Loretta Chase

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Northamptonshire, Inglaterra,

primavera de 1799

El día anterior el sol brillaba mientras enterraban a sus padres.

Ese día también era una incongruencia: soleado, alegre, optimista y lleno de claridad. Los pájaros trinaban y comenzaban a aparecer las primeras flores primaverales.

Lord Lucien de Grey, a sus diez años, se escondía del sol y de la terrible felicidad que parecía irradiar el mundo.

Su hermano mayor, Gerard, lo había encontrado llorando de pena, escondido en uno de los numerosos pasadizos de la vieja mansión que sus padres tanto amaban. Desde que se construyó, siglos antes, siempre había sido una de las residencias favoritas de los duques de Marchmont.

Gerard, tres años mayor que Lucien, se había convertido en el décimo duque de Marchmont.

—No pienses en ellos —le dijo—. Eso lo empeora.

—¡No estaba pensando en ellos! —gritó Lucien—. ¡No sabes nada! ¡Te odio!

La pelea no tardó en pasar de los gritos a los puños. Se pelearon, ese día y los siguientes, por todo y por nada. Tanto los miembros de la familia como sus respectivos tutores intervinieron, pero a nadie le gustaba castigar a dos niños que acababan de pasar por semejante trance, por muy espantoso que fuera su comportamiento.

Rompieron muebles y vajillas. Rompieron una ventana y dejaron sin cabeza una estatua que su abuelo había traído desde Grecia. Y la situación se prolongó durante semanas.

Hasta que un día apareció lord Lexham, el mejor amigo de su padre.

Ambas familias habían disfrutado juntas de muchos veranos. Durante un tiempo y hasta hacía bien poco, daba la sensación de que los bebés de los Lexham siempre nacían en verano. Cuando la terrible fiebre acabó con la vida de los padres de Lucien, los barones de Lexham, al parecer, se habían plantado con ocho hijos: tres niños y cinco niñas; la benjamina se llamaba Zoe Octavia.

Lord Lexham era uno de los tres tutores que el duque de Marchmont había designado en su testamento para cuidar a sus hijos en caso de fallecimiento.

Lord Lexham fue el único que se involucró personalmente.

Y con mano dura, además.

Primero convocó a Gerard al despacho del duque de Marchmont, y después a Lucien. Ambos recibieron una buena azotaina con una vara de abedul.

—Por regla general, no creo en la eficacia de los castigos corporales —les dijo después—, pero vuestro caso es muy grave. Y lo primero es llamar vuestra atención.

Nadie, absolutamente nadie, los había azotado jamás.

Y por extraño que pareciera, para ambos fue un alivio.

Además de un toque de atención, desde luego.

—Será mejor que os busquemos algo que hacer —añadió lord Lexham.

Y lo encontró. Un programa intensivo de estudios y ejercicio físico, que demostró ser un antídoto muy efectivo contra la rabia y la melancolía.

Y después, justo cuando la radiante primavera daba paso al verano, Lucien encontró otro antídoto. Ese verano regresaron a la casa solariega de lord Lexham. En esa ocasión Lucien encontró el apoyo de Zoe Octavia, un desastre andante con faldas. La benjamina de los Lexham tenía cinco años.

Zoe Octavia Lexham odiaba las normas más que Lucien, y las infringía mucho más que él, toda una proeza, teniendo en cuenta lo difícil que era infringir las normas para una niña.

Se escapaba de la casa. Un día sí y otro también.

La primera vez que lo hizo, según descubrió Lucien, tenía cuatro años. Durante su quinto verano de vida, cuando él la conoció, se escapó en varias ocasiones, y siguió haciéndolo en los años sucesivos. Era la hija problemática. Sin embargo, esa tendencia a huir de casa a las primeras de cambio era solo uno de los problemas.

Le gustaba cabalgar sobre caballos que no debía montar. Jugaba con niños con los que no debía relacionarse. La encontraban en sitios que la hija de un aristócrata no debía pisar. Al parecer, le encantaba hacer justo lo que tenía prohibido.

Lucien estaba seguro de que se pasaba las noches despierta, tramando formas de irritar y avergonzar, sobre todo a sus hermanos.

A los siete años Zoe Octavia retó a su hermano Samuel a subirse al tejado. Samuel, que contaba con trece años de edad, le informó de que no era un mono de circo y de que su trabajo no era entretenerla. Zoe lo acusó de ser un gallina atontado. Y después se encaramó a la parte más empinada del tejado.

Lucien era el único con la suficiente agilidad para bajarla.

También era el único capaz de sacarla de los estanques y de encontrarla en la cabaña del guardabosques o en la del herrero cada vez que desaparecía. Ni sus hermanos ni sus hermanas sabían dónde se metía, ni tampoco sabían qué hacer con ella.

El episodio de la pala de críquet fue muy típico.

Zoe Octavia tenía ocho años. Los chicos estaban organizando un partido de críquet.

—Quiero jugar, Lucien —le soltó con vehemencia—. Diles que me dejen.

—Las niñas no juegan al críquet —le recordó él—. Vuelve con tus muñecas y tus niñeras, mocosa.

Zoe cogió una pala y procedió a estampársela en la cabeza. O, más bien, a intentarlo. La blandió con todas sus fuerzas y la hizo girar. Y giró y giró, hasta que Zoe se cayó de culo.

Y allí se quedó, sentada en el suelo con esa larga melena rubia alborotada y sus enormes ojos azules abiertos de par en par, al igual que la boca. Muda por la sorpresa.

Lucien se rió tanto que acabó por caer de culo también.

Zoe era un trasto, un incordio normalmente insoportable, pero también era la alegría de su vida.

Capítulo 1

1

Londres,

miércoles, 1 de abril de 1818

Lucien Charles Vincent de Grey, undécimo duque de Marchmont, observaba a los presentes desde el vano de la puerta que daba al saloncito matinal de White’s con los ojos entrecerrados.

Las mujeres solían interpretar esa mirada de párpados entornados como algo más profundo, cuando en realidad Lucien solo estaba pensando en lo mucho que le gustaría verlas desnudas.

Las mujeres también solían malinterpretarlo. El brillo dorado que, según la luz, reflejaba su pelo confería a sus facciones una cualidad etérea. El mechón rebelde que insistía en caerle sobre la frente se consideraba poético.

Las personas que lo conocían sabían bien cómo era Lucien.

El duque de Marchmont, a sus veintinueve años, no tenía nada de etéreo ni de poético.

No se permitía pensamientos profundos ni tampoco permitía que enraizaran en su interior hondos sentimientos. No se tomaba nada en serio. Y por «nada» se refería a la ropa, a las mujeres, a la política, a los amigos e incluso, o tal vez sobre todo, a su propia persona.

En ese preciso instante ninguna mujer corría peligro de malinterpretarlo, dado que no había ninguna cerca. Al fin y al cabo, estaba en White’s, la reserva exclusiva de quinientos hombres privilegiados.

Varios de ellos se habían reunido junto al famoso mirador que presidiera Beau Brummell en otro tiempo. Incluso entonces, mientras Beau languidecía en Francia ocultándose de los acreedores, los asientos de ese rincón estaban reservados para unos cuantos elegidos.

En ese momento los ocupaban el barón Alvanley, amigo íntimo de Brummell, así como el marqués de Worcester, heredero del duque de Beaufort. Discutiendo con la pareja se encontraban lord Yarmouth, lord Adderwood y Grantley Berkeley. De dicho grupo, solo Adderwood —delgado, moreno y tal vez el más sensato de todos— era ajeno al círculo de amistades íntimas de Brummell. Pero sí era amigo del duque de Marchmont, desde la época del colegio.

Aunque rompía la mitad de las normas de Beau a diario y, peor todavía, estaba convencido de que eran pamplinas, el duque de Marchmont era uno de los Elegidos.

Ni sabía ni le importaba por qué lo habían elegido. A decir verdad, creía que Brummell era un incordio insoportable y prefería sentarse cerca del mirador cuando el resto del grupo no andaba cerca, derrochando su ingenio —por llamarlo de alguna manera— con los transeúntes de Saint James’s Street.

¿A quién diantres le importaba que las ventanillas de un carruaje fueran demasiado oscuras, que la chaqueta de cierto caballero fuera un centímetro más corta de la cuenta o que el sombrero de una dama hubiera pasado de moda hacía una semana?

Al duque de Marchmont desde luego que no.

A él le importaban muy pocas cosas.

Sus indolentes ojos verdes pasaron del grupo de petimetres y dandis del mirador a una zona más tranquila al otro lado de la estancia, donde un caballero dormitaba en un sillón orejero. Como si se hubiera percatado de la mirada ducal que le lanzó, el caballero abrió los ojos. Marchmont le hizo una señal casi imperceptible con la mano, una señal que habrían reconocido en cualquier parte del mundo como «Fuera». El caballero se puso en pie a toda prisa y salió del saloncito matinal.

Su Excelencia acababa de acomodar su más de metro ochenta de estatura en el sillón orejero cuando se percató del bullicioso entusiasmo procedente del mirador. El corrillo estaba concentrado, según se percató, no en los transeúntes de Saint James’s Street, sino en el libro de apuestas encuadernado en cuero.

Al cabo de un momento, los oscuros y penetrantes ojos de lord Adderwood recorrieron la estancia hasta posarse en su compañero de colegio.

—Ahí estás, Marchmont —dijo.

—Qué observador eres, Adderwood —replicó él—. No se te escapa nada.

—Estaba a punto de salir a buscarte por todo el club —dijo su amigo—. No podíamos cerrar las apuestas sin ti. ¿Qué dices? Yo digo que es ella.

—Pues entonces yo digo que no lo es.

—¿Cuánto apuestas?

—Anota mil libras en mi nombre —respondió—. Pero antes dime a quién te refieres con «ella» y después explícame qué quieres decir con eso de si es o no es.

Todos alzaron la cabeza y lo miraron al unísono.

—¡Por el amor de Dios, Marchmont! ¿Dónde has estado? —preguntó Alvanley—. ¿En la Patagonia?

—He tenido una noche muy ajetreada —contestó—. No recuerdo dónde he estado. ¿Y dónde está la Patagonia? ¿Está cerca de Lisson Grove?

—No lee los periódicos hasta que anochece —les explicó Adderwood a los demás.

—Me resultan un método infalible para dormir como un tronco sin soñar —añadió.

—Pero no hace falta que leas nada —intervino Worcester—. Han colgado caricaturas en los escaparates de todas las imprentas.

—He llegado desde la otra dirección —dijo Marchmont—; no he visto ninguna caricatura. ¿Qué ha pasado? ¿Algún otro duque real está cortejando a una princesa alemana? Eso no es ninguna novedad. Llevo esperando mucho tiempo a que un miembro de la familia real haga algo realmente escandaloso, como casarse con una inglesa.

En noviembre del año anterior, tras un largo y doloroso parto, la adorada princesa Carlota había dado a luz un niño muerto al que siguió a la tumba. Ese triste final a las esperanzas inglesas —era hija única y la heredera del príncipe regente— había instado a sus tíos, los duques reales, a abandonar a sus amantes y a sus hijos ilegítimos para comenzar negociaciones matrimoniales con varias primas germanas.

—No tiene absolutamente nada que ver con ellos —aseguró Adderwood—. Tiene que ver con Lexham. Estamos divididos: unos creen que por fin ha perdido la cabeza y otros están convencidos de que siempre ha tenido razón.

Marchmont abrió un poco más los ojos y su desidiosa mente experimentó algo muy parecido a la concentración.

—Zoe Octavia —dijo.

Si estaban haciendo apuestas sobre Lexham, aquello tendría que ver con su hija desaparecida.

Doce años antes, lord Lexham, su esposa y su hija pequeña habían emprendido un viaje por el Mediterráneo oriental. En su momento, a Lucien aquello no le pareció una idea muy sensata, sobre todo en tiempo de guerra.

Cierto que los franceses habían entregado Egipto a los ingleses en 1801 y que la gran victoria de lord Nelson en Trafalgar había demostrado la supremacía naval británica. Pero los mares seguían siendo muy inseguros. Además, las luchas de poder entre las naciones europeas no significaban nada para los bajás ni para los beyes ni para ningún gobernante del Imperio otomano. Grecia, Egipto y Tierra Santa formaban parte de dicho imperio, y los gobernantes y sus pueblos seguían con sus vidas como si nada. La trata de esclavas era un negocio lucrativo y los tratantes siempre iban a la caza de esclavas blancas para los harenes... como muy bien sabían los piratas que pululaban por las aguas del Mediterráneo.

En resumidas cuentas, la zona no era el lugar más seguro al que llevar a una niña inglesa de doce años, con pelo rubio y ojos azules, y mucho menos a Zoe. Apenas habían puesto un pie en Egipto cuando la muy tonta se escapó, cómo no, al igual que tantas veces había hecho en su casa.

Sin embargo, en esa ocasión Lucien no estaba allí para seguirle la pista, y los que la buscaron no dieron con su rastro. Se creía que la habían secuestrado. Lord Lexham esperó que le mandaran una nota de rescate. Nunca la recibió.

Aunque tampoco cesó en sus intentos por localizarla, a la postre tuvo que regresar a Inglaterra, de modo que contrató a investigadores para continuar la búsqueda. Esos hombres recorrieron el Nilo de punta a cabo y fueron de Argel a Constantinopla y viceversa. Les dijeron que estaba en tal o en cual sitio. Recabaron muchos rumores, pero nada más.

Lucien había perdido la esperanza de encontrarla hacía una década, y había desterrado a Zoe al armario mental en el que había encerrado a otros seres queridos a los que había perdido, y en el que también guardaba los sentimientos que ya no se permitía experimentar.

—¿Cuántas van ya? —preguntó—. ¿Alguien lleva la cuenta de todas las mujeres que se han presentado en casa de lord Lexham, asegurando que son su hija desaparecida?

—Creo que van unas cuarenta por lo menos —respondió Alvanley—. Fueron muchas más al principio, pero el número ha ido menguando con el paso de los años. Ya casi me había olvidado de ella.

Aunque todo el mundo creía que estaba loco por seguir buscándola, lord Lexham había demostrado estar lo bastante cuerdo para rechazar a todas las supuestas Zoe.

—Entonces supongo que podemos elevar la cifra a cuarenta y una —comentó.

Alvanley meneó la cabeza.

—Esta vez la ha admitido —informó Adderwood.

Lucien se levantó de su sillón y se acercó al grupo del mirador.

Berkeley cogió uno de los periódicos de la mesa que tenía al lado y se lo ofreció.

«Lord Lexham le abre los brazos a la Joven del Harén», proclamaba el titular.

El corazón de Marchmont, que solía ser inmune a la excitación —algunas personas incluso decían que carecía de él—, comenzó a latir a un ritmo muy extraño. No obstante nadie se percató de ello, porque la expresión indolente del duque no varió ni un ápice mientras ojeaba el largo artículo del Morning Post.

—«Una joven misteriosa» —leyó en voz alta—. «Llegó a Londres el lunes por la noche junto con lord Winterton ... La familia fue avisada de antemano y se reunió en Lexham House, preparada para enfrentarse a otra impostora...» y sigue en esos términos. —Meneó la cabeza mientras leía por encima las columnas—. «El lector ya se imaginará las lágrimas derramadas por el feliz descubrimiento...» —Levantó la vista—. Creo que voy a vomitar. ¿Quién escribe estas memeces? —Siguió leyendo con una entonación dramática para darle emoción—. «Porque ciertamente era ella, devuelta por fin al seno de su familia, después de doce largos años cautiva en el palacio del bajá Yusri.» —Leyó por encima varios párrafos—. «Un delito escandaloso ... Lexham ... una antigua baronía ... la benjamina secuestrada y vendida en el mercado de esclavos de El Cairo...» —Soltó una carcajada y dejó el periódico en la mesa—. Muy divertido. No os habréis fijado en la fecha, por casualidad, ¿verdad?

—No me ha hecho falta —contestó Adderwood—. De camino hacia el club, unos cuantos mocosos me han dicho que estaba a punto de caérseme el pañuelo del bolsillo. ¿Hay alguna broma más antigua que esa para el día de los Inocentes? Seguro que ya se la gastaron a Sócrates. El día de los Inocentes fue lo primero que se me vino a la cabeza cuando vi el periódico. Pero ¿en qué consiste la broma exactamente?

—Todo el mundo se ha olvidado ya de ella —comentó Alvanley—. ¿Por qué convertirla en una broma? ¿Por qué no escoger un tema más actual?

—Ya has visto quién la ha traído a casa —dijo Berkeley.

—Winterton. —El segundo mayor cínico de toda Inglaterra. El primer puesto lo ocupaba él—. Aunque no me hubiera fijado en la fecha, ese nombre habría despertado mi suspicacia. —Winterton, de carácter frío e imperturbable, no era la clase de hombre que se dedicaba a rescatar a damiselas en apuros.

—Sin embargo, el asunto es que una muchacha se ha presentado en casa de los Lexham asegurando ser la hija pequeña del barón —insistió Worcester—. Esa parte no es una broma del día de los Inocentes.

—¿La habéis visto? —preguntó Lucien.

Cogió el periódico de nuevo. No tenía el menor sentido, a menos que Winterton hubiera sufrido una conmoción durante sus viajes por Oriente.

—Nadie la ha visto, salvo los miembros de su presunta familia —respondió Alvanley—. Y ninguno dice nada. Según tengo entendido, se han atrincherado en Lexham House y no reciben visitas.

Pese a sus denodados esfuerzos por contenerlo, el interés de Lucien se despertó, y con ganas. Sin embargo, mantuvo una expresión indolente y risueña.

—Empiezo a entender por qué Adderwood iba a tomarse la molestia de salir a buscarme —dijo.

—Estás emparentado con los Lexham —señaló el aludido.

Eso no era ninguna broma. Lucien conocía a su antiguo tutor mejor que los propios hijos del barón. Y el barón no era de los bobos que se dejaban engañar.

Sin embargo, esa joven lo había embaucado... al igual que había hecho con Winterton, al parecer.

No tenía sentido.

No obstante, el duque de Marchmont jamás se dejaba aturdir. Si se sentía inquieto, receloso, confundido o, como en esas circunstancias, extremadamente desconcertado, prescindía de ello. Y disimulaba de cara a la galería.

—Como miembro de la familia, declaro que esta joven, quienquiera que sea, no puede ser la benjamina de lord Lexham —aseguró—. ¿Zoe en un harén durante doce años? Si la hubieran encadenado a un muro bien grueso, tal vez.

—Creo recordar que era una polvorilla —dijo Adderwood, que había compartido durante la infancia más de unas vacaciones estivales con Lucien y los Lexham.

—Huidiza —dijo él.

La recordaba perfectamente: «Quiero jugar, Lucien. Diles que me dejen». «Las niñas no juegan al críquet. Vuelve con tus muñecas y tus niñeras, mocosa.»

Desterró ese recuerdo al armarito mental del que se había escapado y lo cerró con un portazo.

—Espero, por el bien de Lexham, que esa mujer no sea su hija —dijo Alvanley—. Porque «huidiza» es el calificativo más agradable que la alta sociedad le pondrá.

—Doce años en un harén —añadió Berkeley—. Lo mismo daría que hubiera pasado doce años en un burdel.

—No es lo mismo —lo contradijo Adderwood—. De hecho, es todo lo contrario.

—A nadie le importa si es lo mismo o no —les recordó Marchmont—. Sean cuales sean los hechos, el escándalo es inevitable.

Y esa situación era la soñada por todos los amantes de los escándalos, como la piedra filosofal para los alquimistas. La historia de una inglesa, hija de un noble, perdida durante doce años en el exótico Oriente entre paganos y polígamos era un festín para las personas de mente sucia.

—Pues espera a ver las caricaturas —le advirtió Worcester—. Espera a ver la chusma que hay a las puertas de Lexham House.

—Ya vi un buen grupo de personas cuando regresaba a casa al amanecer —explicó Berkeley—. Ni que fuera la feria de San Bartolomé...

—Oficinistas, lecheras, tenderas, vendedores ambulantes, ladronzuelos y borrachos, todos estaban esperando ver a la Joven del Harén —dijo Worcester.

—Tengo entendido que han llamado al ejército para dispersar a la multitud —terció Yarmouth.

Lucien se habría echado a reír por ese claro ejemplo de la estupidez humana de no ser porque lord Lexham estaba en el epicentro de todo.

Era el buen nombre del barón el que se vería afectado por el escándalo y la notoriedad. Era lord Lexham, uno de los miembros más volcados en su trabajo de la Cámara de los Lores, quien vería cuestionado su buen juicio. Era lord Lexham quien sería ridiculizado.

El duque de Marchmont se preocupaba por muy pocas cosas en la vida, y la corta lista comenzaba y terminaba con lord Lexham. Lo que le debía a su antiguo tutor no se podía expresar con palabras y era una deuda que jamás podría pagar.

Esa tontería tenía que terminarse. De inmediato. Y como solía suceder con todas las crisis relacionadas con Zoe, era él quien debía encargarse del asunto.

—Anótame mil libras, Adderwood —dijo—. No sé quién es, pero sí sé que no es Zoe Lexham. Y lo demostraré antes de que termine el día.

Poco más de una hora después de hacer esa apuesta, el duque de Marchmont contemplaba la marea humana que anegaba lo que normalmente era la pacífica Berkeley Square. Por encima de las cabezas de las personas se concentraban cúmulos de nubes grises que oscurecían el día por anticipado.

Nadie le prestaba atención al tiempo. Lucien estaba convencido de que ni siquiera un terremoto dispersaría a la chusma. La posibilidad de ver a una de las protagonistas principales del último drama de la alta sociedad era un entretenimiento tan bueno como un ahorcamiento público.

Solo a alguien que hubiera vivido como un ermitaño en una cueva todo un año le sorprendería tanto revuelo.

El país se había pasado todo el invierno llorando a la adorada princesa de Gales. Para la gente de a pie, la princesa Carlota había sido una imagen alegre y radiante en mitad del desolador panorama conformado por la familia real en esos momentos. La historia sobre la Joven del Harén no podría cuadrar mejor con sus gustos ni con su estado de ánimo ni aunque la hubieran creado a propósito: «Intrépida joven inglesa (como la difunta princesa) supera todos los obstáculos y derrota a un montón de paganos». Y lo más importante: la historia de Zoe Lexham no solo era heroica sino también era excitante. En sus cabezas no dejaban de ver a Salomé.

Lucien había aprovechado el tiempo para recabar información, y para atiborrarse de alcohol. Después de una botella de vino, o quizá dos o tres, sus amigos habían repetido todos los rumores que habían escuchado. Antes de ir a la casa de su antiguo tutor, se había pasado por la imprenta de Humphrey, en Saint James’s Street, donde se había visto obligado a abrirse camino a empujones entre la chusma que se agolpaba para echarle un vistazo a las caricaturas expuestas en los escaparates.

Una de ellas mostraba a una Zoe Lexham muy bien dotada, sin más atuendo que una serpiente enroscada alrededor del cuerpo, mientras se contorsionaba en lo que pretendía parecer un baile oriental. En otra caricatura se movía con gesto obsceno, ataviada con velos transparentes, mientras que un hombre con turbante y con el rostro del primer ministro le ofrecía la cabeza del príncipe regente en una bandeja.

Aunque Lucien se entretuvo observando aquellas caricaturas, también les echó un ojo a las menos obscenas, en las que, por ejemplo, se mostraba a lord Lexham como un viejo loco o se veía a Winterton sacando a la muchacha de Egipto envuelta en una alfombra, cual la Cleopatra de Shakespeare. Algunas caricaturas hacían referencia a un incidente del año anterior, cuando una mujer hizo creer a unas cuantas almas cándidas de Gloucestershire que era la princesa Caraboo de Javasu. Al final resultó ser una muchacha normal y corriente llamada Mary Wilcocks, de Witheridge, en Devonshire.

Lucien no tenía ni idea de quién era la joven que se encontraba en casa de lord Lexham, y tampoco le importaba mucho. Solo sabía que las ganas de desenmascararla eran superiores a cualquier sentimiento que hubiera experimentado en mucho tiempo.

Empezó a abrirse camino entre la multitud, apartando a empujones —siempre sin querer, por supuesto— a aquellas personas que no se retiraban lo suficientemente rápido de su camino. Aunque no era eso lo habitual. El rostro etéreo e indolente del duque de Marchmont había sido caricaturizado en numerosas ocasiones y expuesto en los escaparates de las imprentas y en los paraguas de los vendedores de periódicos. El mundo lo sabía todo —o eso creía— sobre él. Cuando lo veían a aparecer, la gente sensata se apartaba.

Mientras tanto, en el saloncito de Lexham House, la culpable de toda la excitación que se vivía en la calle estaba sentada frente a una mesita auxiliar junto a una de las ventanas, estudiando las ilustraciones que aparecían en el último ejemplar de La Belle Assemblée.

Tal como había aprendido a hacer en el harén, Zoe se obligó a convertirse en la calma en el ojo de la tormenta.

Sus siete hermanos habían tomado Lexham House por asalto esa misma mañana.

Los siete habían estado encerrados con sus padres y con ella en ese saloncito desde entonces. Los siete se habían pasado las horas despotricando y chillando. El número de miembros de su familia, que no así el ruido que producían, había disminuido hacía unos minutos.

Roderick, el mayor de todos, fue el último de sus hermanos en marcharse hecho una furia. Poco antes había seguido a Samuel y a Henry a la planta baja, a la sala de billar. Allí, sin ninguna duda, estarían rumiando su enfado porque su padre les había dicho que se estaban comportando como mujeres histéricas.

Ella sabía que preferían quedarse a discutir en Lexham House antes que regresar a sus propias casas y enfrentarse a sus esposas. Si todos sus hermanos se habían enfadado con ella por alterar sus vidas, ¿qué otra cosa podría esperar de sus cónyuges?

Además, era evidente que sus hermanos varones contaban con que sus cuatro hermanas consiguieran hacer cambiar de opinión a su padre.

Augusta, Gertrude, Dorothea y Priscilla seguían sentadas junto a la enorme mesa central del saloncito. Allí se estaban atiborrando de té y pastas con los que mantener sus niveles de energía para poder seguir con su letanía de quejas, reproches y recriminaciones cuando lo consideraran oportuno. Las dos más jóvenes, Dorothea y Priscilla, que se encontraban en avanzado estado de gestación, tendían hacia las lágrimas, los bruscos cambios de humor y los ocasionales mareos con más frecuencia que las otras dos.

La tormenta, que había amainado un instante con la marcha de sus hermanos, arreció con fuerza. Zoe dejó que rugiera a su alrededor mientras hacía acopio de su ingenio y reservaba fuerzas para cuando llegara el momento crucial.

—No puede quedarse en Londres, papá.

—Ya has visto los periódicos.

—Si vieras las viñetas...

—Son obscenas y asquerosas.

—Como una encantadora de serpientes y más cosas.

—Somos el hazmerreír, un entretenimiento para la chusma.

—Me he visto obligada a escabullirme por la ciudad como una criminal y a colarme por el jardín.

—Hemos tenido que cubrir los blasones del carruaje.

—Claro que es mejor no salir de casa, para así evitar la vergüenza.

—No podemos visitar a nuestras amistades, eso por descontado. No nos queda ni una.

—Tres anfitrionas nos han retirado sus invitaciones.

—Siete han rechazado las mías.

—Y esto solo es el principio, ya lo veréis.

—No podemos culparlas. ¿Quién quiere tener a la chusma de Londres en su puerta?

—Todos los vecinos de Berkeley Square nos detestan, salvo Gunter’s. Y solo porque están haciendo un negocio enorme vendiendo dulces y helados, seguro. Pero los Devonshire nos darán la espalda, e

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