La reina del escándalo (Hermanos Carsington 5)

Loretta Chase

Fragmento

Prologo

Prólogo

Londres,

5 de octubre de 1822

Milord:

Debe usted Quemar esta Carta en cuanto la lea. Si cayera en las Manos Equivocadas, volverían a exiliarme al CAMPO, a alguna de las Propiedades de mis tíos, los Carsington, donde es muy probable que me mantengan AISLADA. No me importa disfrutar de la Vida Rural en Pequeñas Dosis, pero sufrir un ENCIERRO y la prohibición de disfrutar de cualquier Tipo de Relación Social (por temor a que entable Amistades Inadecuadas o a que Descarríe a algún Inocente) es intolerable, y estoy segurísima de que acabaré tomando Medidas Desesperadas.

Me Vigilan constantemente. Para enviarle una carta como Dios manda, Íntegra y Sin Censura, tengo que escribirla en mi Escondite Secreto y llegar a un acuerdo con Ciertas Personas (que deben permanecer en el Anonimato, pues sería peligrosísimo que se descubriera su Implicación) a fin de que coloquen esta Epístola entre la Correspondencia Diplomática.

No debería correr este Terrible Riesgo solo para recordarle que ha pasado Justo Un Año desde que planeamos nuestro Interesantísimo Viaje a Bristol. Tampoco debería arriesgar mi Libertad simplemente para comunicarle las Noticias Triviales que una Joven Educada puede tratar con un Caballero de su misma edad, aunque sea prácticamente su Hermano o una especie de Primo. Me veo obligada a usar estos Subterfugios porque es mi DEBER Informarle de un nuevo cambio en sus circunstancias. Nosotros los Niños no debemos, supuestamente, estar al tanto de Estos Asuntos, pero no soy Ciega y el caso es que su madre vuelve a estar encinta.

Sí, es sorprendente a su edad y mucho más teniendo en cuenta que su otro hermano nació hace apenas un año. El pequeño David, por cierto, se parece muchísimo a usted, al menos físicamente. Los bebés son camaleónicos en sus Primeros Años de vida, pero parece que sus facciones se han asentado. Su pelo es rubio, como el suyo, y su color de ojos parece haber adoptado ese tono gris tan poco corriente. Pero estoy divagando.

Siempre me ha Desconcertado la repentina FERTILIDAD de su madre después de trece años de esterilidad. Sin embargo, la bisabuela Hargate dice que las prolongadas estancias de sus padres durante estos Últimos Años en lo que ella llama «su nidito de amor en Escocia» lo explica todo. La bisabuela dice que el haggis y el whisky escocés Fueron la Solución. Dice que esa combinación siempre tuvo un efecto prodigioso en el bisabuelo. Sé lo que quiere decir con «prodigioso» porque un día descubrí por casualidad su Colección Secreta de Grabad

Debo concluir la carta, a fin de poder colarla en la Valija Diplomática. La Peligrosa Maniobra requerirá que salga a hurtadillas de Casa de Cierto Familiar y que busque un carruaje de alquiler. Por suerte, tengo Aliados. Si me descubren, me espera EL ENCIERRO EN EL CAMPO. Pero como ya sabe, siempre estoy dispuesta a poner en riesgo mi Seguridad y mi Felicidad por una Noble Tarea.

Atentamente,

OLIVIA WINGATE-CARSINGTON

Tebas, Egipto,

10 de noviembre de 1822

Querida Olivia:

Hace unos días que recibí tu carta y debería haberte contestado antes, pero mis estudios y nuestro trabajo ocupan casi todo mi tiempo. Hoy, sin embargo, el tío Rupert se ha marchado para expulsar a un grupo de franceses de una de nuestras excavaciones... por tercera vez. Los muy sinvergüenzas esperan a que nuestros sirvientes limpien toda la arena, semanas y semanas de trabajo. Y después, esos taimados galos se sacan de la manga un decreto firmado por algún jeque inventado, que según ellos les otorga los derechos exclusivos del yacimiento.

Como buen hombre que soy, podría haber ido a partir unas cuantas crismas, pero la tía Dafne me ató a la barandilla de la dahabiya (una embarcación típica del Nilo, bastante cómoda) y me dijo que escribiera a mi familia. Si escribo a mis padres, solo conseguiré que recuerden mi existencia, y eso les provocará el conocido deseo irracional de tenerme en casa para que sea testigo de sus exagerados histrionismos hasta que se olviden del motivo por el que querían verme y vuelvan a enviarme a algún otro espantoso internado.

Por lo tanto, como hijastra de lord Rathbourne, entras en la categoría de familia, así que nadie podrá esgrimir la lógica para reñirme por haberte escrito. Me encuentro dividido con respecto a tus noticias. Por una parte, me apena muchísimo saber que otro niño inocente se verá obligado a soportar la misma tempestad parental que sufro yo. Por otro, y aunque parezca egoísta, me alegra tener hermanos por fin y me alegra saber que David está creciendo mucho.

No comprendo qué tiene de malo que me informes del embarazo de mi madre, pero, claro, nunca he entendido la rigidez que se les impone a las mujeres. Aquí es mucho peor, si te sirve de consuelo. En cualquier caso, espero que no sufras ningún encierro por haberme hecho llegar las noticias. Tu temperamento no está hecho para las normas, mucho menos para el cautiverio. Eso lo descubrí de primera mano durante la aventura que mencionas.

Por supuesto, recuerdo con todo lujo de detalles el día que me marché de Londres contigo repentina e inesperadamente (dos palabras que siempre asociaré contigo).

Cada uno de los momentos de nuestro viaje a Bristol está grabado en mi cerebro como las inscripciones griegas y egipcias en la Piedra Rosetta, y serán igual de imborrables. Dentro de algunos siglos, si exhuman mi cadáver y estudian mi cerebro, descubrirán grabadas en él tres palabras: Olivia. Repentinamente. Inesperadamente.

Sabes que prefiero dejar los sentimientos a mis padres. Mi pensamiento debe guiarse siempre por los hechos prácticos. Y el hecho es que mi vida sufrió un giro significativo después de nuestro viaje. Si no me hubiera marchado contigo, me habrían enviado a cualquiera de los numerosos internados escoceses regidos por principios espartanos. Aunque, para ser justos, los espartanos eran mucho más permisivos en comparación. Me habría visto obligado a aguantar esa frustrante estrechez de miras que conocí en otros internados, pero bajo unas circunstancias mucho más sádicas como por ejemplo el ininteligible acento escocés y el mal tiempo. Y las gaitas.

Como agradecimiento, incluyo un pequeño regalo. Según la tía Dafne, el símbolo del escarabajo se pronuncia «jepri». El símbolo jeroglífico tiene varios significados y usos. El escarabajo simboliza el renacimiento. Para mí, este viaje a Egipto ha supuesto un renacimiento.

Y ha resultado mucho más emocionante de lo que me atrevía a esperar. A lo largo de los siglos, la arena se ha tragado un sinfín de mundos que apenas empezamos a desenterrar. Me fascina la gente, y mis días son la mar de estimulantes tanto física como mentalmente, todo lo contrario que en casa. No sé cuándo volveré a Inglaterra. Espero no hacerlo en muchísimo tiempo.

Debo acabar aquí. El tío Rupert ha vuelto de una pieza, nos alegramos de comprobar, y estoy deseando escuchar su relato sobre el encuentro con esas sabandijas inútiles.

Atentamente,

LISLE

P. D.: Ojalá no me trataras de usted ni me llamaras milord. Cuando lo leo, me imagino tu voz con esa nota burlona y te veo haciendo una reverencia exagerada... O, teniendo en cuenta la terrible ignorancia que sufres sobre lo que las jovencitas pueden hacer o no, quizá ofreciéndome la mano para que te la estreche.

L

P. D.2: ¿Qué Grabad?

Cuatro años después

Londres,
12 de febrero de 1826

Querido L:

¡Felicidades por tu DECIMOCTAVO CUMPLEAÑOS!

Debo darme Prisa con la carta, porque estoy a punto de ser Exiliada de nuevo, en esta ocasión a Cheshire con el tío Darius. Eso me enseñará a no llevarme a una Pequeña BOCAZAS como Sophy Hubble a un Antro de Juego.

Me encantaría que tu última visita hubiera sido más larga. Porque así podríamos haber Celebrado juntos este Trascendental Día. Pero sé que estás mucho mejor en Egipto.

Además, si te hubieras demorado un poco más, tal vez no te habrían permitido volver a Egipto.

Poco después de tu Partida, tuvimos una CRISIS con tus padres. Como bien sabes, siempre he protegido a los Adultos de la Verdad, de modo que me propuse que lord y lady Atherton comprendieran que en Egipto una Plaga no equivale al TERRIBLE Y LETAL CONTAGIO que normalmente asociamos con la peste medieval, sino que es uno de los Trastornos sin importancia que a menudo sufren los viajeros. No obstante, unas cuantas Semanas después de que tu barco zarpara, ¡algún Entrometido les dijo la Verdad! Se pusieron HISTÉRICOS, ¡y llegaron a EXIGIR que se ordenara al barco dar media vuelta! Les dije que volver supondría tu muerte, pero me dijeron que estaba exagerando. ¡YO! ¿Te lo puedes creer? Le dijo la sartén al cazo, apártat Debo dejarlo. El niño está aquí.

No puedo Contártelo Todo. Baste decir que mi Padrastro ha Intervenido en la Cuestión y de momento estás A SALVO.

Adieu, amigo mío. Me pregunto si alguna vez volveré a verte y... ¡Oh, vaya! Debo irme.

Atentamente,

OLIVIA CARSINGTON

P. D.: Sí, he abandonado el uso de «Wingate» y no te extrañará que lo haya hecho cuando te cuente lo que mi Tío Paterno dijo de mi madre. Si mi padre viviera, los repudiaría a todos y después... ¡Dichoso niño! Es un impaciente.

O

Escocia, en un pueblo situado a quince kilómetros de Edimburgo, mayo de 1826

Nadie había vivido en el castillo de Gorewood desde hacía dos años.

El viejo señor Dalmay, cuya salud había decaído bastante, se vio obligado a mudarse hacía ya unos años a una casa más moderna, calentita y con menos humedades. Su procurador seguía sin encontrar un inquilino, y el encargado de la propiedad, que había sufrido un accidente en primavera, seguía sin regresar. De ahí que las obras de mejora y reparación, que habrían comenzado hacía tanto tiempo que ya nadie lo recordaba con exactitud (o para ser más precisos, desde el día en que el señor Dalmay empezó a vivir en el castillo), se hubieran ido abandonado de forma gradual.

Y de ahí que, una noche de primavera, Jock y Roy Rankin tuvieran el castillo para ellos solos.

Estaban robando, como de costumbre. Habían aprendido por el método más doloroso que los magníficos sillares de las almenas no sobrevivían intactos los más de treinta metros de caída hasta el suelo. De modo que el sótano del castillo, que estaba lleno de escombros, les resultó mucho más cómodo. Alguien había intentando llevarse ya un trozo de la escalera; su jefe les pagaría bien si se llevaban los escalones que quedaban.

Estaban excavando para sacar un buen trozo de escalón atascado entre la argamasa y los cascotes cuando la luz del farolillo se posó en un objeto redondo que no parecía ni un trozo de piedra ni de argamasa.

Jock lo cogió y frunció el ceño mientras lo observaba de cerca.

—Mira —dijo.

Eso no fue exactamente lo que dijo. Tanto él como Roy hablaban con un acento escocés que convertía sus palabras en una especie de dialecto fácilmente confundible con el sánscrito o el albano.

Si hubieran hablado con un acento reconocible, la conversación habría sido así:

—¿Qué es eso?

—Ni idea. ¿Es un botón de latón?

—Déjame verlo.

—Tiene pinta de ser un medallón —dijo Roy, después de quitarle la tierra y mientras lo observaba con los ojos entrecerrados.

—¿Un medallón viejo? —le preguntó Jock—. Algunos tienen mucho valor.

—Es posible. —Roy siguió rascando para quitar la tierra y mirando el objeto con los ojos entrecerrados. Hasta que al final deletreó con gran dificultad—: R-E-X. Y luego una marca. No, una letra. Y después C-A-R-O-L-V-S.

Jock, cuya capacidad lectora se reducía a interpretar el letrero de una taberna, dijo:

—¿Qué es?

Roy lo miró.

—Dinero —contestó.

Siguieron excavando con renovadas energías.

Capitulo 1

1

Londres,

3 de octubre de 1831

Peregrine Dalmay, conde de Lisle, miró primero a su padre y después a su madre.

—¿A Escocia? Ni loco.

Los marqueses de Atherton se miraron entre sí. Lisle no intentó adivinar qué significaba aquella mirada. Sus padres vivían en su mundo particular.

—Pero confiábamos en que lo hicieras —exclamó su madre.

—¿Por qué? —le preguntó—. En mi última carta dejé muy claro que estaría aquí muy poco tiempo, antes de regresar a Egipto.

Sus padres habían esperado hasta ese momento, justo antes de salir hacia Hargate House, para hablarle de la crisis existente en una de las propiedades escocesas de la familia Dalmay.

Esa noche, los condes de Hargate celebraban un baile en honor del nonagésimo quinto cumpleaños de Eugenia, la condesa viuda de Hargate y la matriarca de la familia Carsington. Lisle había vuelto de Egipto para asistir al baile, y no solo porque tal vez fuera la última vez que viera a la vieja cascarrabias con vida. Aunque ya era un hombre hecho y derecho a sus casi veinticuatro años, aunque ya no estuviera bajo la tutela de Rupert y Dafne Carsington, seguía considerando a los Carsington como su familia. Eran la única familia en condiciones que había conocido. No se perdería la celebración por nada del mundo.

Estaba ansioso por verlos a todos, en especial a Olivia. Llevaba cinco años sin verla, desde la última vez que estuvo en casa. Cuando llegó a Londres hacía dos semanas, Olivia se encontraba en Derbyshire. Había regresado a la ciudad el día anterior.

Olivia se había marchado a la casa solariega de sus padres a principios de septiembre, pocos días después de la coronación, para recuperarse de la ruptura de un compromiso. Era la tercera, o la cuarta, o tal vez la enésima... Se las había explicado todas en sus cartas, pero Lisle había perdido la cuenta. En esa ocasión, parecía haber batido todas las marcas de brevedad. No habían pasado ni dos horas desde que aceptó el anillo de lord Gradfield cuando se lo envió de vuelta con una de sus cartas llenas de mayúsculas y subrayados. El susodicho se había tomado muy mal su rechazo, hasta tal punto que retó a duelo a un inocente transeúnte con quien se cruzó. El enfrentamiento acabó con ambos participantes heridos, si bien no mortalmente.

Los emocionantes episodios que se sucedían en la vida de Olivia, en pocas palabras.

Lisle no había vuelto a Inglaterra para ver a sus padres ni mucho menos. Eran absurdos. Sus padres tenían hijos, pero no habían formado una familia. Estaban demasiado ensimismados el uno en el otro, y demasiado ensimismados en sus interminables dramas.

La situación en la que se encontraban en esos momentos era típica: montar una gran escena en el salón por un tema que cualquier persona normal habría tratado en un momento más adecuado, no unos minutos antes de acudir a un baile.

Al parecer, el castillo de Gorewood llevaba de capa caída desde hacía trescientos o cuatrocientos años, aunque había sufrido alguna que otra reparación en el transcurso de dichos siglos. Por algún extraño motivo, sus padres habían decidido de repente que tenía que recuperar su antigua gloria, y que su hijo debía asumir el papel de supervisor in situ porque había problemas con... ¿fantasmas?

—Pero tienes que ir —insistió su madre—. Alguien tiene que ir. ¡Alguien tiene que hacer algo!

—Ese alguien debería ser el procurador de la familia —replicó Lisle—. Es absurdo que Mains no pueda encontrar trabajadores en todo Midlothian. Creía que los escoceses estaban desesperados por trabajar. —Se acercó al fuego para calentarse las manos.

Las escasas semanas transcurridas desde su regreso de Egipto no habían bastado para que se aclimatara. El otoño inglés le parecía el más crudo invierno. Escocia sería intolerable. El tiempo en esa parte del país ya era bastante malo en primavera: días grises, ventosos y lluviosos, y eso cuando no nevaba o granizaba.

No le molestaban las duras condiciones meteorológicas. En realidad, Egipto era un entorno muchísimo más inhóspito. Sin embargo, le ofrecía un sinfín de mundos por descubrir. Escocia no le ofrecía nada por descubrir, no le presentaba misterios antiguos que desentrañar.

—Mains lo ha intentado todo, incluso el soborno —dijo su padre—. Lo que hace falta es la presencia de un hombre de la familia. Ya sabes lo mucho que los escoceses valoran los clanes. Quieren que el laird del castillo tome el mando. Yo no puedo ir. No puedo dejar a tu madre sola cuando su salud es tan frágil.

En otras palabras, estaba embarazada de nuevo.

—Amor mío, parece que tienes que abandonarme —dijo su madre al tiempo que se llevaba una mano a la cabeza con gesto lánguido—. A Peregrine nunca le ha importado otra cosa que no fuera su griego, su latín y su apto.

—Copto —la corrigió—. La antigua lengua de...

—¡Siempre Egipto! —exclamó su madre con un sollozo que no anunciaba nada bueno—. Tus pirámides, tus momias y tus pergaminos siempre han sido lo primero para ti, jamás nosotros. ¡Tus hermanos ni siquiera te conocen!

—Me conocen de sobra —replicó—. Soy quien les manda todos esos objetos extraños desde tierras lejanas.

Para ellos era el atrevido y misterioso hermano mayor que vivía increíbles aventuras en una tierra peligrosa y salvaje. Además, era cierto que les mandaba todo tipo de regalos, de los que entusiasmaban a los niños: pájaros y gatos momificados, pieles de serpiente, colmillos de cocodrilos y escorpiones muy bien conservados. También les escribía regularmente.

Sin embargo, no podía acallar del todo la vocecita que le recordaba que había abandonado a sus hermanos. De nada le servía decirse que no podía hacer nada por ellos en Inglaterra, salvo compartir su infortunio.

Solo lord Rathbourne, conocido en la alta sociedad como «lord Perfecto», era capaz de manejar a sus padres. Lo había salvado de ellos. Pero Rathbourne tenía una familia propia.

Lisle sabía que debía hacer algo por sus hermanos. No obstante, el asunto del castillo era una tontería. ¿Durante cuánto tiempo tendría que posponer su regreso a Egipto? ¿Y para qué?

—No veo de qué les servirá a mis hermanos que yo tenga que morirme de frío en un destartalado y lúgubre castillo —dijo—. No se me ocurre una tarea más ridícula que la de recorrer más de seiscientos kilómetros para salvar a un grupo de trabajadores supersticiosos que temen a unos espíritus. Y tampoco sé a qué le tienen miedo los lugareños. Todos los castillos escoceses están encantados. Toda Escocia está encantada. Los campos de batalla. Los árboles. Incluso las piedras. Los escoceses adoran a sus fantasmas.

—No se trata solo de fantasmas —adujo su padre—. Se han producido extraños accidentes, se han oído gritos aterradores en mitad de la noche.

—Dicen que una vieja maldición cobró vida de nuevo cuando tu primo Frederick Dalmay pisó sin querer la tumba de la tatarabuela de Malcom MacFetridge —añadió su madre con un estremecimiento—. La salud de Frederick comenzó a deteriorarse justo después. ¡Y murió al cabo de tres años!

Lisle miró a su alrededor, deseando, y no por primera vez, que hubiera alguien a quien dirigirse con un «¿Estás escuchando lo mismo que yo?».

Aunque sus padres eran tan incapaces de atender a razones como él lo era de creer en los unicornios, su propia cordura le exigía introducir hechos relevantes en la conversación.

—Frederick Dalmay tenía noventa y cuatro años —señaló—. Murió mientras dormía. En su casa de Edimburgo, que está a casi veinte kilómetros del castillo supuestamente encantado.

—Eso no importa —repuso su padre—. ¡Lo que importa es que el castillo de Gorewood es una propiedad de los Dalmay y que se está cayendo a pedazos!

Y a ti nunca te ha importado hasta ahora, pensó Lisle. El primo Frederick se había mudado hacía años, y ellos habían dejado el castillo abandonado.

¿Por qué de repente se había convertido en un asunto tan crucial?

¿Por qué? Pues porque él había vuelto a casa y no podía desentenderse de sus padres de la misma manera que se había desentendido de sus cartas. Era una treta para retenerlo en Inglaterra. No porque lo necesitaran o quisieran tenerlo cerca, sino porque creían que ese era su lugar.

—¿Qué más le da? —chilló su madre—. ¿Cuándo le hemos importado a Peregrine? —Se levantó de un salto y salió disparada hacia una de las ventanas, como si estuviera pensando en arrojarse al vacío por la desesperación.

El arrebato no lo alarmó. Su madre jamás se tiraría por una ventana ni se partiría la crisma contra la chimenea. Solo se comportaba como si fuera a hacerlo.

Sus padres recurrían al drama en vez de pensar.

—¿Qué crimen tan atroz cometimos, Jasper, para que nos castigaran con un hijo tan desalmado? —preguntó su madre a voz en grito.

—Ay, Lisle... Ay, Lisle. —Su padre se llevó la mano a la cabeza y asumió su pose preferida del rey Lear—. ¿A quién si no a su primogénito puede recurrir un hombre?

Antes de que su padre pudiera soltarle el habitual discurso sobre la ingratitud, los monstruos desalmados y los hijos desagradecidos, su madre tomó la palabra.

—Estas son las consecuencias de haberte consentido —dijo al tiempo que se le llenaban los ojos de lágrimas—. Estas son las consecuencias de haberte dejado en manos de Rupert Carsington, el hombre más irresponsable de toda Inglaterra.

—Solo te importan los Carsington —añadió su padre—. ¿Cuántas cartas nos has escrito en todos los años que has pasado en Egipto? Puedo contarlas con los dedos de una mano.

—Pero ¿cómo va a escribirnos si nunca se acuerda de nosotros? —añadió su madre.

—Le hago una simple petición ¡y él se burla de mí! —Su padre se acercó a la chimenea con grandes zancadas y golpeó la repisa con un puño—. ¡Por Dios! ¡Esto es intolerable! Te juro que vas a matarme de preocupación y pena, Lisle.

—¡Ay, amor mío, no digas eso! —gritó su madre—. No podría seguir viviendo sin ti. Te seguiría a la tumba enseguida y nuestros pobres niños se quedarían huérfanos. —Se apartó de la ventana y se dejó caer en un sillón, donde comenzó a sollozar de forma histérica.

Su padre extendió la mano para señalar a su perturbada esposa.

—¡Mira lo que le has hecho a tu madre!

—Es lo que hace siempre —replicó él.

Su padre dejó caer la mano y le dio la espalda, resoplando. Se sacó el pañuelo del bolsillo y se lo puso a su esposa en la mano... Justo a tiempo, porque el de su madre pronto tendrían que escurrirlo; era única llorando, un portento.

—Por el bien de nuestros hijos, debemos rezar para que nunca llegue ese temido día —dijo su padre, dándole unas palmaditas a su esposa en el hombro. A igual que los de ella, sus ojos estaban llenos de lágrimas—. Por supuesto, Lisle estará en una de sus aventuras entre los infieles y dejará a sus hermanos al cuidado de algunos desconocidos a quienes no les importarán en absoluto.

Sus hermanos ya vivían con desconocidos a quienes no les importaban en absoluto, pensó él. Si se quedaban huérfanos, acabarían en casa de una de las hermanas de su padre. Aunque lord Atherton había perdido una hermana, la que fuera primera esposa de lord Rathbourne, hacía algunos años, le quedaban seis que gozaban de muy buena salud. Y ninguna de esas hermanas se daría cuenta si se añadían algunos niños más a sus ya de por sí numerosas proles. De todas maneras, ninguna de ellas cuidaba a sus hijos personalmente. Los criados, los tutores y las institutrices se ocupaban de su descendencia. Los padres hacían muy poco, salvo meter las narices cuando nadie les pedía su opinión y encontrar el modo de molestar a todo el mundo, así como organizar planes ridículos e inconvenientes que suponían una pérdida de tiempo para los demás.

No iba a dejar que lo manipularan. Si se dejaba arrastrar hasta su torbellino emocional, no saldría jamás.

La manera de mantenerse en terreno seguro era aferrarse a los hechos.

—Los niños tienen montones de familiares que podrán cuidarlos, y dinero de sobra para vivir bien —les recordó—. No acabarán sufriendo malos tratos ni medio muertos de hambre en un orfanato. Y yo no pienso ir a Escocia por esta tontería.

—¿Cómo es posible que seas tan desalmado? —exclamó su madre—. ¡Un tesoro familiar está al borde del abismo! —Se recostó en el sillón, haciendo que el pañuelo de su marido se escurriera de entre sus temblorosos dedos mientras se preparaba para desmayarse.

El mayordomo entró en ese momento. Y fingió, como hacía siempre, que no se estaba desarrollando una tragicomedia en el salón.

El carruaje, les informó, los esperaba.

El drama no terminó cuando se subieron al vehículo, sino que prosiguió durante todo el trayecto hasta Hargate House. Debido a que habían salido más tarde de la cuenta y a que había bastante tráfico, fueron de los últimos en llegar.

Los padres de Lisle continuaron con sus reproches antes y después de saludar a los anfitriones, así como a todos los miembros de la familia Carsington con sus respectivos cónyuges, y también durante el tiempo que tardaron en llegar hasta la invitada de honor.

La homenajeada, la condesa viuda de Hargate, estaba igual que siempre. Lisle sabía por las cartas de Olivia que la anciana seguía cotilleando, bebiendo y jugando al whist con sus amigas (conocidas por los Carsington como las «Arpías»), y que también seguía disfrutando de tiempo y de energías para aterrorizar a su familia.

En ese preciso momento, ataviada a la última moda y con una copa en la mano, estaba sentada en una especie de trono con las Arpías rodeándola como harían las damas de compañía de una reina. O tal vez como lo haría una bandada de buitres con su líder; todo dependía de cómo se mirara.

—Qué pena que tengas tan mala cara, Penélope —le dijo la anciana a la madre de Lisle—. Algunas mujeres están radiantes durante el embarazo y otras no. Lástima que tú no seas de las primeras... salvo por tu nariz. Está bastante roja, sí, al igual que tus ojos. Si yo tuviera tu edad, no lloraría tanto, ni tendría tantos hijos. Si me hubieras pedido opinión, te habría dicho que te dedicaras a parir al principio, en vez de hacer un descanso y recomenzar cuando ya se te ha descolgado todo sin remedio. —Tras dejar a la marquesa sin habla y con la cara roja, Su Ilustrísima lo saludó con un gesto de cabeza—. Ah, el vagabundo ha vuelto, tan tostado como una almendra, como de costumbre. Supongo que te resultará chocante ver que las jovencitas van totalmente vestidas, pero es lo que hay.

Sus amigas le rieron el comentario.

—Qué cosas tienes —dijo lady Cooper, una de las más jóvenes. Solo rondaba los setenta—. Eugenia, ¿qué te apuestas a que las muchachas se preguntan si tiene todo el cuerpo tan bronceado como la cara?

Su madre, que seguía a su lado, soltó un gemido.

La condesa viuda se inclinó hacia él.

—Siempre ha sido una mojigata muy remilgada —dijo la anciana con teatralidad—. No le hagas caso. Es mi fiesta y quiero que la gente joven se divierta. Tenemos muchachas guapas de sobra y todas se mueren por conocer a nuestro gran aventurero. Vete, Lisle. Y si encuentras a Olivia comprometida con alguien, dile que se deje de pamplinas. —La anciana lo despidió con un gesto de la mano y se volvió hacia sus padres para seguir torturándolos.

Lisle los abandonó sin remordimiento alguno y se internó entre la multitud.

Tal como la condesa viuda le había dicho, el salón de baile estaba lleno de muchachas guapas, y él no era ni mucho menos inmune a sus encantos, estuvieran totalmente vestidas o no. Además, no le desagradaba bailar. Encontró parejas de baile sin problemas y disfrutó de lo lindo.

Todo ello mientras recorría la multitud con la mirada en busca de una cabeza pelirroja.

Si Olivia no estaba bailando, seguro que estaba jugando a las cartas... y desplumando al pobre tonto que jugara con ella. O tal vez estuviera en un rincón apartado, comprometiéndose de nuevo, como sospechaba la condesa viuda. Los numerosos compromisos rotos de Olivia, que habrían arruinado a una muchacha con menos dinero y con una familia menos influyente, no disuadían a sus pretendientes. Como tampoco les molestaba que no fuera una belleza. Olivia Carsington era una perita en dulce.

Su difunto padre, Jack Wingate, era el inconstante hijo menor del recientemente fallecido conde de Fosbury, que le había dejado una fortuna a su nieta. Su padrastro, y tío de Lisle, era el vizconde de Rathbourne, un hombre que poseía una gran fortuna y que era el heredero del conde de Hargate, quien a su vez era más rico que su hijo si cabía.

Entre baile y baile, e incluso durante una pieza, Olivia fue un tema de conversación recurrente: el atrevido vestido que había lucido en la coronación el mes anterior, su carrera de carruajes con lady Davenport, su des

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