1
Hay objetos que nos transmiten la sensación de haber sido testigos mudos de la historia. En tiempos imaginaba que la mesa de madera alrededor de la que nos sentábamos para el seminario de Kramer sobre Shakespeare en nuestro último curso de carrera era tan vieja como la propia Universidad de Columbia, que llevaba en aquella aula desde 1754, que su borde se había ido alisando por el desgaste de siglos de estudiantes similares a nosotros, lo cual era imposible, por supuesto. Pero eso era lo que yo me figuraba. Me imaginaba a los estudiantes que se habían sentado allí durante la Guerra de Independencia, la Guerra Civil, las dos guerras mundiales, Corea, Vietnam y la Guerra del Golfo.
Tiene gracia, si me preguntases quién más había aquel día, creo que sería incapaz de responderte. Antes podía visualizar nítidamente la cara de todos. Pero, trece años después, solo te recuerdo a ti y al profesor Kramer. Ni siquiera me acuerdo de cómo se llamaba la ayudante que entró corriendo, tarde. Más tarde incluso que tú.
Kramer acababa de pasar lista cuando asomaste por la puerta. Me sonreíste, una aparición fugaz de tu hoyuelo en la mejilla, mientras te quitabas rápidamente la gorra de los Diamondbacks y te la guardabas en el bolsillo de atrás. Tus ojos se posaron enseguida en la silla vacía que había a mi lado y, acto seguido, te posaste tú.
—¿Y usted es…? —preguntó Kramer mientras sacabas de la mochila un cuaderno y un boli.
—Gabe —respondiste—. Gabriel Samson.
Kramer puso una marquita junto a tu nombre en la lista que tenía delante, en la mesa.
—Que en lo que queda de trimestre pueda ponerle siempre «Puntual», Samson —te conminó el profesor—. La clase empieza a las nueve. Mejor, que pueda ponerle «Antes de hora».
Tú respondiste moviendo la cabeza en señal de afirmación y Kramer comenzó a hablar de los temas presentes en Julio César.
—«Nosotros, en la cúspide, estamos expuestos al reflujo —leyó en voz alta—. Existe una marea en los asuntos humanos que, tomada en pleamar, conduce a la fortuna; pero, omitida, todo el viaje de la vida queda atravesado de escollos y desgracias. En la pleamar flotamos ahora, y debemos aprovechar la corriente cuando es favorable, o perder nuestro cargamento». Confío en que todos habrán leído el texto. ¿Quién sabría explicarme qué quiere decir Bruto sobre el destino y el libre albedrío en este pasaje?
Siempre recordaré aquel fragmento porque desde ese día me he preguntado una y mil veces si tú y yo estábamos destinados a conocernos en el seminario de Kramer sobre Shakespeare. Si es cosa del destino o decisión nuestra haber seguido conectados todos estos años. O las dos cosas a la vez, pues aprovechamos la corriente cuando era favorable.
Cuando Kramer guardó silencio, unos cuantos repasaron el texto en sus respectivos libros o apuntes. Tú te pasaste los dedos entre los rizos y, al soltarlos, volvieron como muelles a su sitio.
—Bueno —respondiste, y todos hicieron como yo: se quedaron mirándote.
Pero no pudiste terminar.
La ayudante del profesor cuyo nombre soy incapaz de recordar irrumpió apresuradamente en el aula.
—Perdón por el retraso —dijo—. Un avión se ha estrellado contra una de las Torres Gemelas. Lo han dicho en televisión justo cuando salía para venir a clase.
Nadie entendió la trascendencia de lo que acababa de decir, ni siquiera ella misma.
—¿Iba borracho el piloto? —preguntó Kramer.
—Pues no lo sé —respondió la ayudante, sentándose en una de las sillas—. Esperé un poco pero los presentadores no tenían ni idea de lo que estaba pasando. Dijeron que había sido alguna especie de avioneta.
Si hubiese sucedido en la actualidad, todos nuestros móviles se habrían puesto inmediatamente a echar humo con la noticia. Avisos de Twitter y de Facebook, notificaciones automáticas del New York Times. Pero en esos días las comunicaciones no eran instantáneas aún y a Shakespeare no se le interrumpía. Restamos importancia a la noticia encogiéndonos de hombros y Kramer prosiguió su exposición sobre Julio César. Mientras tomaba apuntes, vi que los dedos de tu mano derecha frotaban, sin darte cuenta, el dibujo de vetas de la madera de la mesa. Dibujé en mi cuaderno tu dedo pulgar con su uña mordida y la cutícula despellejada. Todavía conservo el cuaderno en alguna parte; en una caja llena de apuntes de Literatura, Humanidades y Civilizaciones Contemporáneas. Allí seguirá, seguro.
2
Nunca olvidaré nuestra conversación al salir del edificio de Filosofía; aunque las palabras en sí no tuvieran nada de especial, la tengo grabada a fuego en mi memoria como parte de aquel día. Habíamos empezado a bajar juntos la escalera. Bueno, juntos exactamente no, pero cerca. Hacía un día claro, con el cielo azul y… todo había cambiado. Solo que aún no lo sabíamos.
A nuestro alrededor, la gente comentaba: «¡Se han caído las Torres Gemelas!», «¡Se han suspendido las clases en los colegios!», «Yo quiero donar sangre. ¿Sabéis dónde se puede donar sangre?».
Me volví hacia ti.
—¿Qué ha pasado?
—Vivo en el East Campus —dijiste, señalando hacia la residencia de estudiantes—. Vayamos a averiguarlo. Te llamas Lucy, ¿verdad? ¿Dónde vives?
—En el Hogan —contesté—. Y sí, me llamo Lucy.
—Encantado, Lucy. Yo soy Gabriel. —Me tendiste la mano. En medio de todo el follón, te la estreché y, sin soltarla, levanté la cara para mirarte a los ojos. Tu hoyuelo volvió a aparecer. El azul de tus ojos brilló. Fue entonces cuando pensé por primera vez: «Qué guapo».
Fuimos a tu estudio de la residencia de estudiantes a ver la tele con tus compañeros, Adam, Scott y Justin. La pantalla escupía una sucesión de imágenes en bucle: personas tirándose en picado desde los edificios, montañas chamuscadas de escombros lanzando señales de humo al cielo y las torres derrumbándose. Nos quedamos como alelados ante la devastación. Contemplamos las escenas, incapaces de conectar las noticias con nuestra realidad. No terminábamos de asimilar que aquello estaba pasando en nuestra ciudad, a diez kilómetros de donde estábamos sentados, y que se trataba de personas de carne y hueso. O por lo menos yo no lo asimilaba. Me parecía un suceso remoto.
Los móviles no nos funcionaban. Tú recurriste al teléfono de la residencia para decirle a tu madre, que vivía en Arizona, que estabas bien. Yo telefoneé a mis padres en Connecticut, que me pidieron que volviese a casa. La hija de un conocido trabajaba en el World Trade Center y no se habían tenido noticias de ella todavía. Ni tampoco del primo de otro conocido, que había ido a un desayuno de trabajo en el Windows on the World, el restaurante de la Torre Norte.
—Estarás más segura si sales de Manhattan —me dijo mi padre—. ¿Y si hay ántrax? O alguna otra arma química. Gas nervioso.
Le informé de que habían interrumpido el servicio de metro. Y probablemente el de trenes también.
—Pues me voy a recogerte —zanjó—. Me monto ahora mismo en el coche.
—No me va a pasar nada —le aseguré—. Estoy con amigos. Estamos bien. Luego os llamo otra vez. —Seguía pareciéndome irreal.
—¿Sabes qué? —comentó Scott cuando colgué—. Si yo fuera una organización terrorista, bombardearía esto.
—¿Pero qué coño dices? —repuso Adam. Estaba esperando noticias de un tío suyo, que trabajaba para la policía de Nueva York.
—Digo que si te pones a pensarlo desde un punto de vista académico… —aclaró Scott, pero de ahí no pasó.
—Cállate —le ordenó Justin—. En serio, Scott. No es el momento.
—Creo que debería irme —te dije en ese momento—. Mis compañeras deben de estar preguntándose dónde estoy.
—Llámalas —respondiste, tendiéndome otra vez el teléfono—. Y diles que te vas a la azotea de la residencia del Wien Hall. Que si quieren, que te vayan a buscar allí.
—¿Dónde has dicho?
—Conmigo —respondiste, y acariciaste distraídamente mi trenza, un gesto más propio de una relación íntima, algo que se hace cuando se han franqueado todas las barreras que rodean el espacio personal. Como comer del plato del otro sin preguntar. Y, de repente, me sentí conectada contigo, como si tu mano en mi pelo significase algo más que unos dedos nerviosos que no sabían qué otra cosa hacer.
Rememoré aquel instante unos años después cuando decidí donar mi melena y la peluquera me entregó mi trenza castaña en una funda de plástico, más oscura incluso que de costumbre. Aunque en esos momentos tú te hallabas en la otra punta del planeta, sentí que era una traición hacia ti, como si estuviera cortando nuestro nexo de unión.
Pero en aquel entonces, nada más acariciarme el pelo, te diste cuenta de lo que acababas de hacer y bajaste rápidamente la mano. Y volviste a sonreír, pero esta vez la sonrisa no se reflejó en tu mirada.
Respondí encogiéndome de hombros.
—Vale —dije.
El mundo parecía estar resquebrajándose y daba la sensación de que estuviésemos cruzando un espejo roto y nos adentrásemos en el espacio fragmentado del otro lado, donde nada tenía sentido, donde nuestras protecciones estaban bajadas y nuestras murallas derribadas. En semejante espacio, no había razón para decir que no.
3
Subimos en ascensor hasta la planta 11 del Wien Hall, y tú abriste una ventana del fondo del pasillo.
—Alguien me lo descubrió este último curso —dijiste—. Desde aquí hay unas vistas increíbles de Nueva York que no vas a ver en ningún otro sitio.
Salimos por la ventana al tejado y yo ahogué un grito. De la punta sur de Manhattan subían nubes de humo. El cielo entero se estaba tiñendo de gris, la ciudad envuelta en cenizas.
—¡Dios mío! —exclamé. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Visualicé mentalmente lo que había habido allí hasta hacía nada. Vi el espacio en blanco que antes ocupaban las torres—. Había gente en esos edificios.
Tu mano encontró mi mano y la cogió.
Nos quedamos mirando los estragos de la destrucción, mientras rodaban las lágrimas por nuestras mejillas; no sé cuánto rato estuvimos así. Debía de haber otras personas allí arriba, junto a nosotros, pero soy incapaz de recordar a nadie. Solo te veo a ti. Y la imagen del humo. Ha quedado grabada en mi cerebro.
—¿Qué va a pasar a partir de ahora? —pregunté finalmente, en un susurro. Ver aquello me hizo entender la magnitud del atentado—. ¿Qué ocurrirá ahora?
Me miraste, y tus ojos, bañados aún en lágrimas, se clavaron en los míos con ese magnetismo que hace que nos olvidemos de todo lo que tenemos alrededor. Tu mano se deslizó hasta mi cintura y yo me puse de puntillas para encontrarme con tus labios a medio camino. Juntamos nuestros cuerpos, como si así pudiésemos resguardarnos de lo que viniese a continuación. Como si la única manera de estar a salvo fuese que mis labios siguieran pegados a los tuyos. Así fue como me sentí en el instante en que tu cuerpo envolvió el mío: segura, envuelta en la fuerza y el calor de tus brazos. Tus músculos vibraron en contacto con mis manos y yo hundí los dedos en tus cabellos. Tú te enroscaste mi trenza alrededor de la mano y tiraste suavemente, echándome atrás la cabeza. Y yo me olvidé de todo. En ese momento solo existías tú.
Durante años me sentí culpable. Culpable por que nos hubiésemos dado nuestro primer beso mientras la ciudad ardía, culpable por haber sido capaz de perderme en ti en ese instante. Pero después me enteré de que no fuimos los únicos. Otras personas me confesaron, bajando la voz, que aquel día habían mantenido relaciones sexuales. Que habían concebido un hijo. Que se habían prometido en matrimonio. Que habían dicho «Te quiero» por primera vez. La muerte tiene algo que hace que la gente desee vivir. Nosotros deseamos vivir aquel día y no puedo culparnos por ello. Ya no.
Cuando nos separamos para respirar, apoyé la cabeza en tu pecho. Escuché tu corazón y su ritmo regular me confortó.
¿Te confortó a ti el mío? ¿Sigue confortándote?
4
Volvimos a tu residencia porque me habías prometido que me invitarías a comer. Querías salir a la azotea con la cámara después, me dijiste, para hacer fotos.
—¿Para el Spectator? —te pregunté.
—¿El periódico? —dijiste—. Qué va. Para mí.
En la cocina me entretuve viendo un taco de fotos hechas por ti, fotos en blanco y negro tomadas por todo el campus. Eran preciosas, extrañas, inundadas de luz. Imágenes con tanto zoom que los objetos cotidianos parecían obras de arte contemporáneo.
—¿Dónde es esta? —pregunté. Tras contemplarla un rato, me di cuenta de que se trataba de un nido de pájaro visto muy de cerca, y que estaba forrado con papel que parecía de periódicos y revistas y un trabajo de alguien para la clase de Literatura Francesa.
—Ah, esa fue genial —respondiste—. ¿Sabes quién es Jessica Cho, una que canta a cappella, la novia de David Blum? Me contó que desde su ventana se veía un nido al que no se sabía cómo habían ido a parar los deberes de algún estudiante. Y fui a verlo. Tuve que asomar medio cuerpo por la ventana para poder hacer esta foto. Jess le pidió a Dave que me sujetara por los tobillos porque le daba miedo que pudiera caerme. Pero conseguí hacerla.
A partir de esa anécdota empecé a verte de otra manera. Eras un chico atrevido, valiente y no cejabas cuando se trataba de capturar arte. Pensándolo bien, me da que eso precisamente era lo que querías que creyera. Estabas intentando impresionarme, pero yo entonces no me di cuenta. Solo pensé: «Uau». Y: «Es fantástico». Pero lo que era cierto en aquellos tiempos, y ha sido cierto desde que te conocí, es que tienes el don de encontrar belleza en el lugar más insospechado. Reparas en cosas que otra gente no ve. Eso es algo que siempre he admirado en ti.
—¿Es a lo que te quieres dedicar? —te pregunté, señalando las fotografías.
Tú negaste con la cabeza.
—Es un pasatiempo —respondiste—. Mi madre es artista. Deberías ver lo que hace, unos cuadros abstractos enormes, bellísimos, pero se gana la vida pintando pequeños lienzos de atardeceres en Arizona para los turistas. Yo no quiero eso para mí, dedicarte a crear solo lo que vende.
Me acodé en la encimera para ver el resto de las fotografías. Imágenes de óxido extendiéndose por un banco de piedra, de vetas quebradas de mármol, de corrosión en una verja metálica. De belleza donde yo jamás habría imaginado que podía haberla.
—¿Tu padre también es pintor? —pregunté.
Tu semblante se oscureció. Lo vi perfectamente: como si detrás de tus ojos se cerrase una puerta.
—No —dijiste—. No lo es.
Había tropezado con una grieta que no sabía que estuviera ahí. Archivé el dato; estaba descubriendo el paisaje que eras. Esperaba ya que fuese un territorio que pudiera llegar a conocer muy bien, que navegar por él acabara convirtiéndose en mi segunda naturaleza.
Te habías quedado callado. Yo también. Al fondo aún retumbaba el estruendo de la televisión, y oí a los locutores del informativo hablar del Pentágono y del avión estrellado en Pensilvania. De nuevo me invadió una sensación de horror ante lo que estaba pasando. Dejé tus fotos en la encimera. Parecía una perversidad fijarse en algo bello en esos momentos. Pero, al recordarlo ahora, creo que quizá era justamente lo que había que hacer.
—¿No dijiste que íbamos a comer? —te pregunté, aunque no tuviese ni pizca de hambre, aunque las imágenes del televisor me hubiesen revuelto las tripas.
La puerta de detrás de tus ojos se abrió.
—Es lo que dije —respondiste, asintiendo.
Para lo único para lo que tenías ingredientes era para hacer nachos. Así que, mecánicamente, corté los tomates en rodajas y abrí una lata de judías con un abrelatas oxidado, mientras tú colocabas las tortillas de maíz en una de esas bandejas de aluminio de comida para llevar y rallabas el queso en un cuenco desconchado de desayuno.
—¿Y tú? —preguntaste, como si nuestra conversación no hubiese descarrilado.
—¿Eh? —Apreté la tapa de la lata contra las judías para abrirla haciendo palanca.
—Que si tú pintas.
Dejé la lámina redonda de metal en la encimera.
—Qué va —respondí—. Lo más creativo que hago es escribir historias para mis compañeras de habitación.
—¿Sobre qué? —preguntaste, ladeando la cabeza.
Yo bajé la vista para que no me vieses ruborizarme.
—Es para morirse de vergüenza —respondí—, pero van sobre un minicerdito que se llama Panceto al que admiten por error en una universidad para conejos.
Tú te reíste sorprendido.
— Panceto. Un cerdo —dijiste—. Lo pillo. Tiene gracia.
—Gracias —contesté, levantando otra vez la vista para mirarte.
—Entonces, ¿es a lo que te quieres dedicar cuando acabes la carrera? —Habías alargado el brazo para coger el tarro de salsa y te habías puesto a dar golpecitos con la tapa contra la encimera para romper el vacío.
Yo negué con la cabeza.
—No creo que haya mucho mercado para las historias del cerdito Panceto. He estado pensando en meterme en publicidad. Pero, al decirlo ahora en voz alta, me parece absurdo.
—¿Absurdo por qué? —preguntaste, girando la tapa del tarro con la mano hasta que sonó un pop.
Miré hacia el televisor.
—¿Tiene sentido? ¿La publicidad? Si hoy fuese mi último día en este mundo y me hubiese tirado toda la vida inventándome campañas para venderle a la gente… queso rallado… o tortillas para nachos… ¿tendría la sensación de haber aprovechado bien mi tiempo en la Tierra?
Te mordiste el labio. Tu mirada decía: «Estoy dándole vueltas». Aprendí más cosas sobre tu topografía. A lo mejor tú aprendiste un poco de la mía.
—¿Qué hace que una vida esté bien aprovechada? —preguntaste.
—Eso es lo que estoy tratando de dilucidar —respondí, reflexionando al mismo tiempo—. Yo creo que podría tener que ver con dejar huella, en un sentido positivo. Dejar el mundo un poquito mejor que como estaba cuando llegamos.
Y sigo creyéndolo, Gabe. Para eso he estado luchando toda mi vida. Y pienso que tú también.
Vi que algo cobraba forma en tu rostro en ese instante. No estaba segura de lo que significaba. Aún no había aprendido suficientemente cómo eras. Pero ahora sé lo que dice esa forma tuya de mirar. Dice que se está produciendo un cambio de perspectiva en tu mente.
Mojaste un nacho en la salsa y me lo ofreciste.
—¿Un bocado? —preguntaste.
Lo mordí por la mitad y tú te metiste el resto en la boca. Tus ojos rastrearon los planos de mi cara y recorrieron mi cuerpo de arriba abajo. Sentí claramente tu mirada observándome desde distintos ángulos y puntos de vista. Entonces me acariciaste la mejilla con las yemas de los dedos y nos besamos de nuevo; esta vez sabías a sal y a guindillas.
Cuando tenía cinco o seis años, pintarrajeé la pared de mi cuarto con una cera roja. Creo que nunca te lo he contado. En fin, mientras dibujaba corazones y árboles y soles y lunas y nubes, sabía que estaba haciendo algo que no debía hacer. Lo sentía en la boca del estómago. Pero no podía contenerme, me moría por hacerlo. Habían decorado mi cuarto en tonos rosas y amarillos, pero mi color preferido era el rojo. Y quería que mi habitación fuese roja. Necesitaba que fuese roja. Mi sensación mientras dibujaba en la pared era que estaba haciendo algo completamente bueno y rematadamente malo a la vez.
Pues así me sentí el día que te conocí. Besarte en plena tragedia, rodeados de muerte, fue algo que sentí que estaba completamente bien y rematadamente mal a un tiempo. Y yo, sin embargo, me concentré en lo que sentía que estaba bien, como siempre hago.
Metí la mano en el bolsillo trasero de tus vaqueros y tú metiste la tuya en el mío. Nos pegamos el uno al otro. Sonó el teléfono de tu cuarto, pero pasaste de ir. Luego sonó el del cuarto de Scott.
Unos segundos después Scott entró en la cocina y carraspeó. Nos separamos y nos quedamos mirándolo.
—Gabe, es Stephanie —anunció—. Le he dicho que espere un momento.
—¿Stephanie? —pregunté yo.
—Nadie —respondiste.
—Su ex —dijo Scott al unísono—. Está llorando, tío —añadió.
Pusiste cara de estar entre dos aguas, dirigiendo la vista a Scott y luego a mí y otra vez a Scott.
—¿Puedes decirle que la llamaré yo en unos minutos? —le pediste.
Scott movió la cabeza afirmativamente y salió, y entonces me cogiste de la mano y entrelazaste tus dedos con los míos. Nos miramos a los ojos, como cuando habíamos estado en el tejado, y no pude apartar la mirada. Se me aceleró el corazón.
—Lucy —dijiste, impregnando de alguna manera mi nombre de deseo—. Sé que tú estás aquí, y sé que te parecerá extraño, pero debería ver si está bien. Salimos juntos todo el último curso y cortamos el mes pasado. Hoy…
—Lo entiendo —respondí. Y, curiosamente, eso hizo que me gustases más, el que, aunque ya no estuvieses con Stephanie, te preocupases por ella—. Yo tendría que volver ya con mis compañeras, de todas formas —añadí, pese a que no quería irme—. Gracias por…—Empecé la frase sin saber cómo iba a terminarla, y entonces me di cuenta de que me era imposible.
Me apretaste los dedos.
—Gracias a ti por hacer que este día haya girado en torno a algo más —dijiste—. Lucy. Luce. Luz en español, ¿verdad? —Te quedaste callado. Yo asentí—. Bueno, gracias por iluminar un día oscuro.
Habías puesto voz al sentimiento que yo no había sabido expresar con palabras.
—Tú has hecho lo mismo conmigo —repuse—. Gracias.
Nos besamos de nuevo y me resultó muy difícil despegarme de ti. Marcharme era una tortura.
—Te llamo luego —dijiste—. Te encontraré en el directorio. Perdona por los nachos.
—Cuídate —te contesté—. Siempre tendremos otro día para comer nachos.
—Eso me gusta —respondiste.
Y me marché, mientras me preguntaba si era posible que uno de los días más espantosos que había vivido en mi vida pudiera contener, no sé cómo, una pepita de felicidad.
Efectivamente, me llamaste por teléfono unas horas después. Pero no fue la conversación que yo me había esperado. Me dijiste que te perdonara, que lo sentías muchísimo pero que Stephanie y tú habíais vuelto. Su hermano mayor estaba desaparecido, trabajaba en el One World Trade, y ella te necesitaba. También dijiste que esperabas que lo entendiera y me diste otra vez las gracias por haber aportado luz a una tarde espantosa. Y que para ti había significado mucho que hubiese estado contigo. Y, una vez más, me pediste perdón.
No debería haberme quedado destrozada, pero es lo que sucedió.
No te dirigí la palabra en lo que quedaba del semestre de otoño. Ni en el de primavera. En la clase de Kramer me cambié de sitio para no tener que estar a tu lado. Sin embargo, prestaba atención cada vez que intervenías para explicar que veías belleza en la forma de escribir de Shakespeare y en sus imágenes, incluso en las escenas más desagradables.
—«¡Ay! —leíste una vez en voz alta—. Un río púrpura de sangre caliente, / semejante a una fontana que el viento hace temblar, / que mana y se acaba entre tus labios de rosa». —Yo solo podía pensar en tus labios y en la sensación de tenerlos pegados a los míos.
Traté de olvidar aquel día, pero me resultó imposible. No podía olvidarme de lo que le habían hecho a Nueva York, a Estados Unidos, a la gente que estaba en las torres. Ni podía olvidar lo que había pasado entre nosotros. Todavía hoy, cuando alguien me pregunta «¿Estabas en Nueva York el día que cayeron las torres?» o «¿Dónde estabas ese día?» o «¿Cómo lo vivisteis aquí?» lo primero que me viene a la mente eres tú.
Hay instantes que cambian la trayectoria de la vida de las personas. Para muchos de los que vivíamos en la ciudad de Nueva York entonces, el 11 de septiembre fue ese punto de inflexión. Cualquier cosa que hubiera hecho aquel día habría tenido importancia, habría quedado grabada a fuego en mi recuerdo y marcada en mi corazón. No sé por qué te conocí ese día, pero sí sé que, por haberlo hecho, formarías parte de mi biografía para siempre.
5
Era mayo y acabábamos de graduarnos. Habíamos devuelto nuestras togas y birretes, y a cambio nos habían entregado nuestros diplomas, redactados en latín, con nuestros nombres y apellidos vistosamente estampados. Entré en el restaurante Le Monde con mi familia (mi madre, mi padre, mi hermano Jason, dos abuelos y un tío). Nos sentaron al lado de otra familia, una familia mucho menos nutrida: la tuya.
Levantaste la vista hacia mí cuando estábamos pasando por vuestro lado y alargaste la mano para tocarme el brazo.
—¡Lucy! —exclamaste—. Enhorabuena.
Yo me estremecí. Después de tantos meses, esa fue la reacción que me produjo sentir tu piel en contacto con mi piel, pero me las ingenié para responder:
—¡Igualmente!
—¿Qué planes tienes? —me preguntaste—. ¿Te quedas en la gran manzana?
Asentí.
—Empiezo a trabajar en desarrollo de programas en una nueva productora de televisión… de programas infantiles. —No pude evitar sonreír de oreja a oreja. Había pasado casi dos meses esperando con los dedos cruzados hasta que me confirmaron que el puesto era mío. Era el tipo de empleo en el que había empezado a pensar poco después de que derribaran las torres, tras admitir que deseaba dedicarme a algo con más fundamento que la publicidad. Un trabajo que pudiera transmitir algo a la siguiente generación y que tuviera el potencial de cambiar el futuro.
—¿Programas infantiles? —dijiste, con una sonrisa asomando a tus labios—. ¿Tipo Alvin y las ardillas? ¿También con voces alteradas con helio?
—No exactamente —respondí, riéndome un poco, queriendo contarte que había sido aquella conversación nuestra lo que me había llevado hasta allí, que esos minutos en tu cocina habían tenido su importancia para mí—. ¿Y tú?
—McKinsey —contestaste—. Como consultor. De ardillas nada, en mi caso.
Menuda sorpresa. No me lo esperaba, después de nuestra charla, después de escuchar tus análisis en las clases de Kramer.
Pero lo que dije fue:
—Genial. Enhorabuena por el trabajo. A lo mejor te veo por la ciudad cualquier día.
—Estaría bien —respondiste.
Y fui a sentarme a la mesa con mi familia.
—¿Quién era? —oí que alguien preguntaba. Levanté la vista. A tu lado había una chica con una melena color trigo casi hasta la mitad de la espalda y una mano apoyada en tu pierna. Apenas retuve su imagen en la retina, de tan concentrada como estaba en ti.
—Solo una chica que conozco de clase, Stephanie —te oí que respondías. Y, por supuesto, eso es lo que yo era, ni más ni menos. Pero, por alguna razón, escoció.
6
Nueva York es una ciudad curiosa. Puedes pasarte tres años sin cruzarte con el vecino de la puerta de al lado, y de pronto te topas con tu mejor amigo al salir del vagón del metro de camino al trabajo. El destino contra el libre albedrío. O a lo mejor las dos cosas.
Corría el mes de marzo, había pasado casi un año desde la ceremonia de graduación y Nueva York nos había engullido. Yo vivía con Kate en el Upper East Side en aquel apartamento inmenso que había sido de sus abuelos. Llevábamos hablando de eso desde secundaria. Nuestros sueños de la niñez se habían cumplido.
Yo había tenido una aventura de seis meses con un compañero de trabajo, un par de polvos de una noche y un puñado de citas con hombres a los que había juzgado no demasiado inteligentes o no lo bastante atractivos o no lo suficientemente excitantes, pero que, echando la vista atrás, no creo que tuviesen absolutamente nada de malo. A decir verdad, si hubiese conocido entonces a Darren, es muy probable que hubiese pensado eso mismo de él.
Sin el recordatorio constante del edificio de Filosofía o de las residencias estudiantiles del East Campus, había dejado de pensar en ti. Prácticamente. Hacía casi un año que no nos habíamos vuelto a ver. Pero tú aflorabas de repente en mi cabeza en el trabajo mientras echaba una ojeada a unos guiones con mi jefe o mientras revisábamos episodios en torno a la aceptación y el respeto a los demás. Pensaba en lo que había pasado en tu cocina y me sentía bien con la decisión que había tomado.
Sin darme cuenta llegó el jueves 20 de marzo y cumplí veintitrés años. Tenía previsto dar una fiesta el fin de semana, pero mis dos mejores amigas del trabajo, Alexis Sala de Guionistas y Julia Departamento de Diseño como las llamaste tú después, insistieron en que saliésemos a tomar una copa el mismo día de mi cumpleaños.
El invierno anterior las tres nos habíamos aficionado locamente al Faces & Names por la chimenea y los sofás. Aunque hacía buena temperatura, pensamos que a lo mejor el bar encendía la chimenea si se lo pedíamos. Habíamos ido con bastante frecuencia a ese local en los meses previos y le caíamos bien al tío de la barra.
Julia se empeñó en que me encasquetara la corona de papel que me había hecho y Alexis pidió martinis de manzana para las tres. Nos sentamos en el sofá delante del fuego y nos pusimos a inventarnos cosas por las que brindar antes de cada trago.
—¡Por los cumpleaños! —empezó Alexis.
—¡Por Lucy! —exclamó Julia.
—¡Por las amigas! —agregué.
Lo cual derivó en: «¡Por la fotocopiadora que hoy no se ha atascado!» y «¡Por los jefes que faltan porque están enfermos!» y «¡Por las comidas gratis que gorroneamos después de las reuniones finolis!» y «¡Por los bares con chimenea!» y «¡Por los martinis de manzana!».
La camarera se acercó a nuestro sofá con una bandeja en la que había otros tres martinis.
—Huy, esos no los hemos pedido nosotras —dijo Julia.
La camarera sonrió.
—Chicas, tenéis un admirador secreto. —Indicó la barra con un movimiento de la barbilla.
Allí estabas.
Por un momento pensé que estaba teniendo visiones.
Nos saludaste con la mano, discretamente.
—Me ha pedido que dijese: Felicidades, Lucy.
A Alexis se le descolgó la mandíbula.
—¿Le conoces? —preguntó—. ¡Está tremendo! —Entonces cogió una de las copas de martini que la camarera había depositado en la mesa, delante de nosotras—. ¡Por los chicos monos de los bares que saben cómo te llamas y te mandan a la camarera con copas de regalo! —brindó. Todas dimos un sorbito, tras lo cual añadió—: Ve a darle las gracias, cumpleañera.
Dejé la copa en la mesa, pero cambié de idea y la cogí de nuevo, para llevármela en la mano al acercarme a ti. Iba temblando un poquito con mis taconazos.
—Gracias —dije, y me deslicé para subirme al taburete alto que tenías a la izquierda.
—Feliz cumpleaños —respondiste—. Bonita corona.
Yo me reí y me la quité.
—Igual te queda mejor a ti —dije—. ¿Quieres probártela?
Te la pusiste, aplastando los rizos bajo el papel.
—De fábula —sentencié.
Sonreíste y dejaste la corona en la barra, delante de los dos.
—Casi no te reconocí —dijiste—. Te has hecho algo en el pelo.
—Me he dejado flequillo —contesté, apartándomelo a un lado.
Me miraste fijamente como aquella vez en tu cocina, observándome desde todos los ángulos.
—Preciosa con o sin flequillo. —Se te trababa un poco la lengua al hablar y me di cuenta de que ibas más bebido incluso que yo. Lo cual me hizo preguntarme por qué estabas solo y achispado a las siete de la tarde de un jueves.
—¿Cómo estás? —pregunté—. ¿Va todo bien?
Apoyaste un codo en la barra y reposaste la mejilla en la mano.
—No lo sé —respondiste—. Stephanie y yo hemos vuelto a romper. Odio mi trabajo. Y Estados Unidos ha invadido Irak. Cada vez que te veo, se está derrumbando el mundo.
Me quedé sin saber cómo responder a eso, al dato sobre Stephanie y tú, a la afirmación de que el mundo se estaba derrumbando. Por eso, di otro sorbito a mi martini.
Tú proseguiste.
—A lo mejor el universo sabía que necesitaba cruzarme contigo esta noche. Eres como… Pegaso.
—¿Soy un caballo alado, como en La Ilíada? —te pregunté—. ¿Un caballo alado macho?
—No —dijiste—. Eres hembra, eso seguro.
Sonreí. Continuaste:
—Pero Belerofonte jamás habría acabado con la Quimera si no hubiese tenido a Pegaso. Pegaso lo mejoraba —explicaste—. Conseguía alzar el vuelo sobre todas las cosas, sobre todo el dolor, el sufrimiento. Y se convirtió en un gran héroe.
Yo no había entendido así el mito. Había interpretado que giraba en torno al trabajo en equipo, la colaboración y el compañerismo; siempre me había gustado que Pegaso tuviese que dar permiso a Belerofonte para montarse en él. Pero vi que tu interpretación era importante para ti.
—Bueno, gracias por el piropo, supongo. Aunque quizá habría prefe