Prólogo
Julio de 2000
Bajo la vista y veo dos pares de pies colgando. Mis zapatos son unas sandalias blancas y amarillas adornadas con margaritas. Los suyos están sucios de barro, se cierran con tiras de velcro y llevan un dibujito de un camión del ejército en cada lado. Sus calcetines son disparejos; soy incapaz de encontrar dos iguales. Uno granate y el otro negro. Y le aprietan demasiado. En las pantorrillas, justo por encima del elástico, se aprecia ya sobre la piel un círculo de pequeñas marcas. Da patadas contra la pared. «Pum, pum, pum». El sonido rebota en las cuatro paredes. Abajo, esos insectos llamados «patinadores» se deslizan por un agua sucia y estancada que sé que esconde la imagen de un delfín de tonos plateados y azules, el gemelo del que sí es visible en las losetas del suelo de la zona menos profunda. El lodo acaricia la pendiente, que se inicia justo al lado de la superficie del agua.
El sol quema; el rojo le tiñe las mejillas y le emborrona la punta de la nariz. Tendría que llevar una gorra. Todo el mundo sabe que los niños tienen que llevar gorra o embadurnarse con una buena crema de protección solar, pero esta mañana he sido incapaz de encontrar ni una cosa ni la otra cuando ha llegado el momento de «¡Salir!» a toda prisa. Tenemos comida suficiente para el pícnic, eso sí; lo he preparado todo a primera hora de la mañana. La barra de pan que he cortado a rebanadas desiguales estaba un poco seca y, para compensar, las he untado con una cantidad generosa de queso. Tenemos también patatas fritas, así que, cuando aliso la bolsa de plástico para colocarla a modo de mantel sobre el suelo de hormigón, separo los triángulos de pan y pongo algunas patatas fritas dentro para luego volver a juntarlos.
Pero me equivoco.
Rompe a llorar.
—¡No quiero patatas fritas en el bocadillo!
—Tendrías que habérmelo dicho.
Los gritos vibran en mis oídos. Se me revuelve el estómago. Tiro de él por los brazos para apartarlo del borde. Recojo rápidamente las patatas fritas y las guardo de nuevo en el paquete. Pero me equivoco de nuevo, porque han quedado adheridos fragmentos apenas visibles de queso. Me siento delante de él con las piernas cruzadas.
—¡Ten, come uvas!
Deja de llorar y me mira. Tiene los ojos hinchados y en los extremos brillan lágrimas aún por derramar.
A nuestra madre no le gusta que coma uvas si no están como mínimo partidas por la mitad, por si acaso se ahoga, pero no he pensado en coger un cuchillo. Podría partirlas de un mordisco, aunque no me gusta el sabor dulce antes del bocadillo. Además, nuestra madre no sabe ni la mitad de sus travesuras y, de todas formas, comer unas cuantas uvas se sitúa en un lugar muy pero que muy bajo en la lista de peligros potenciales de los que lo he salvado.
—Ten, come —repito con una voz más serena de lo que en realidad me siento—. Son de las negras. De las que más te gustan.
Voy cogiéndolas entre el índice y el pulgar y tiro de ellas para soltarlas de la ramita y dárselas.
Las toma con ambas manos y empieza a comerlas de una en una. Mastica con fuerza y el zumo le resbala por la barbilla.
Sensación de alivio. Cuanto mayor se hace, más complicado es sosegarlo. Se pone enseguida tozudo y exigente.
Le doy un mordisco al bocadillo y las patatas fritas se hunden en la miga. Una brisa, delicada —casi como si supiera que no es bienvenida en un día tan fantástico—, me acaricia brazos y piernas y luego se desvanece. Calma.
—¡Más!
—Por favor.
Me mira malhumorado.
Mientras separo más uvas, me pregunto qué estará haciendo mi vecina. Tiene once años, casi uno más que yo. ¿Estará comiendo helado? ¿Enterrando los pies en la arena? Hoy me había invitado a ir con su familia a la playa, pero tengo una responsabilidad en forma de niño de cuatro años, así que la respuesta ha sido no.
Aspiro el potente aroma a lavanda. Las abejas zumban por las cercanías. No muy lejos, se pone en marcha un cortacésped. Me giro por si acaso es el jardinero jefe, el que siempre me sonríe y me dice que soy muy guapa. Me protejo los ojos con la mano y fuerzo la vista. Solo alcanzo a ver la figura de un hombre con mono de trabajo, pero la cara queda oculta por un sombrero de pescador de tela vaquera.
—¡Tengo sed!
—No hay agua, tendrás que beber esto.
Abro una lata de refresco de limón. No le dejan beber cosas con gas ni con mucho azúcar. Le imponen tantas reglas que a veces no sé si reír o llorar, si alegrarme de que nuestra madre se tome tantas molestias o enfadarme. Eso me pasa a menudo, lo de no saber cómo sentirme en determinadas situaciones.
Esboza una mueca cuando las burbujas de limonada le estallan en la boca. Debe de tener sed de verdad, puesto que no ha protestado. Está gracioso cuando se le arruga la carita y, durante unos segundos, siento cariño por él. Pero entonces suelta la lata. Cae de lado y empieza a rodar hacia el borde soltando todo el líquido. El impacto contra el agua es tan leve que apenas lo oigo. Nos inclinamos los dos a mirar.
—Las ranas o los peces se beberán lo que quede —digo despreocupadamente.
Extiendo los brazos para acercarlo hacia mí.
Pero sus brazos son fuertes y el empujón que recibo es violento.
—¡No! ¡Quiero la lata!
No soporto ni imaginármelo. No aguanto ni pensar en los gritos; me perforan los oídos y solo quiero dejar de oírlos o ponerme también a gritar.
—Pues ve a buscar un palo largo —digo.
Se levanta y echa a correr hacia donde está la lavanda, en dirección a los robles.
Lo último que grito es:
—¡Necesitarás uno extralargo!
Vuelvo a dejar los pies colgando por el borde, me tumbo de espaldas, cierro los ojos y disfruto de unos segundos de paz. Noto el calor del suelo de hormigón en los muslos, atravesando la falda de algodón, mientras la parte superior de mi cuerpo permanece en contacto con la hierba. Percibo un cosquilleo en la nuca. Oigo que el cortacésped se aleja. La pereza se apodera de mí, aspiro hondo el aire del verano y me imagino que lo que noto debajo de mí es la arena, no el hormigón y la hierba.
La realidad va y viene. Me parece oír algo que salpica en el agua, como una gaviota que se abalanza tras haber visto un pez.
Luego, nada.
Me incorporo de golpe, mareada y desorientada. Miro a mi alrededor, miro hacia abajo.
Corro, trepo, agarro, tiro.
Pero es inútil, porque Will no está. No está porque está terriblemente inmóvil. En algún lugar, en lo más profundo, un pedazo de mí se separa antes de desconectar por completo.
Desde entonces, mi mente se supera a sí misma transportándome a lugares seguros cuando más lo necesito.
1
Presente
Me pinto los labios de color fucsia para rematar la transformación. Las mejores ideas destacan siempre con brillantez por su evidencia… una vez se te han ocurrido, claro. El reflejo que veo en el espejo salpicado de agua es de alguien con una gruesa capa de maquillaje y cabello castaño, aunque tiene mis ojos. La corbata de poliéster me roza la piel, y, a pesar de que llevar uniforme se me hace extraño, el traje pantalón almidonado y con hombreras estilo años ochenta me permite metamorfosearme en la empleada anónima de una compañía aérea. Luzco una expresión neutra y profesional, serena y controlada. Un nuevo año, un nuevo yo.
Amy, cuyo reflejo aparece junto al mío, arruga la nariz.
—El pestazo de estos lavabos me recuerda el colegio.
Respondo arrugando también la nariz.
—Y el papel higiénico barato y el sonido constante del goteo del agua tampoco es que ayuden mucho.
Nos quedamos un par de segundos calladas, aguzando el oído.
Amy mira el reloj.
—Tendríamos que ir tirando, no se trata de causar mala impresión.
La sigo y salimos al pasillo. Se ha recogido su melena de color cobrizo en un moño tan perfecto que no parece real. Lleva un perfume floral y sutil. El mío es demasiado fuerte y su aroma mareante lleva toda la mañana irritándome la nariz. Cuando nos mezclamos con las otras dieciocho alumnas que están entrando ya en el aula, Brian, uno de los instructores, levanta la mano, con la palma hacia fuera.
—¡Ejem!
Se hace el silencio. Me pregunto si alguien más se sentirá como yo, reprimiendo las ganas de gritar, porque, de verdad lo digo, ¿tan duro puede llegar a ser este trabajo? Mi intención es simplemente presentarme en mi puesto, despegar, endosar a la gente una bandeja de comida, recogerla con rapidez y todo hecho. Confío en que los pasajeros sean capaces de entretenerse solitos con las amenidades del avión una vez hayan comido y bebido. Cuando hayamos aterrizado, imagino que dispondré de tiempo de sobra para gandulear en la piscina del hotel o explorar los mercados locales.
Caigo en la cuenta de que Brian sigue hablando. Me obligo a escuchar.
—No es necesario que os sentéis, puesto que vamos a ir ahora mismo al área de simulación para examinar el equipo de entrenamiento.
Salimos sin prisas del aula al pasillo, donde nos agrupa la compinche de Brian, Dawn. La seguimos hacia la planta baja, cruzamos la recepción. Dawn introduce una contraseña en un panel y accedemos a una pequeña sala. Las paredes están llenas de perchas, de las cuales cuelgan montañas de monos de trabajo, a todas luces sucios.
—Ahora, escuchadme todas, por favor. Poneos uno de estos monos encima del uniforme. Dejad los zapatos en las rejillas de abajo y cubríos los pies con esos protectores blancos.
Me quedo paralizada. Todo el mundo, excepto yo, empieza a descolgar monos de la percha y a buscar la talla adecuada. No puedo hacerlo. Están asquerosos. Es como si no los hubieran lavado desde… nunca.
—¿Juliette? ¿Algún problema? —pregunta Brian, con una cara de preocupación exagerada.
—No, no. Ningún problema.
Sonrío.
Brian se gira hacia el resto de las alumnas.
—Y ahora, señoritas, las que llevéis falda, aseguraos de que las piernas os queden bien cubiertas. El velcro de esos equipos puede causar auténticos estragos en las medias.
Mierda. Tendré que hacerlo. Introduzco los brazos antes de ponerme la parte inferior. No sé por qué me he tomado la molestia de llevar el traje a la tintorería. Con ese mono que me queda tan grande estoy ridícula y, para rematar, ese material elástico presionándome los tobillos. Lo único que me falta es una máscara y parecería que voy a investigar la escena de un crimen. Incluso Amy tiene un aspecto menos inmaculado de lo habitual.
—Será divertido —le digo en voz baja.
Amy está radiante.
—Me muero de ganas de empezar las clases prácticas. Llevo desde pequeña soñando con esto.
—¿En serio?
¿A quién se le ocurre soñar desde pequeña con ser camarera, por mucho que sea camarera de avión? Yo, de niña, tenía planes. Planes como Dios manda.
—Es para hoy, Juliette —dice Brian, que está sujetando la puerta.
Me está poniendo muy nerviosa, pero aún me toca aguantarlo cinco semanas más. Lo sigo hacia el hangar gigantesco donde se guardan partes de diversos aviones, algunas a nivel de suelo, otras en plataformas elevadas a las que se tiene que acceder mediante escaleras. Alcanzamos a las demás, que caminan pegadas a la pared del edificio. De pronto, se abre la puerta de un avión y varias personas con mono saltan para deslizarse por el tobogán. Un miembro de la tripulación, uniformado, grita para hacerse oír por encima del sonido agudo de una alarma:
—¡Saltad! ¡Saltad!
Pasamos rápidamente hasta que Dawn y Brian se detienen junto a una masa quemada de color gris plateado, que recuerda un castillo hinchable infantil.
—Y ahora, antes de subir a la rampa de evacuación, os hablaré del equipo de supervivencia. A partir de ahora, cuando hablemos de un aterrizaje en el agua nos referiremos a él como «amerizaje»…
La voz de Dawn se desvanece en cuanto desconecto. Conozco las estadísticas. Que lo llamen como les apetezca, pero las probabilidades de supervivencia después de un accidente aéreo en el mar no son buenas.
A las cinco en punto nos sueltan al mundo real a través de la verja de seguridad: la carretera de circunvalación del aeropuerto. El rugido de los aviones que vuelan bajo y el tráfico de la hora punta me desorientan por un instante. Aspiro la atmósfera fría y vigorizante. El aliento forma vaho cuando suelto el aire. El grupo se divide entre las que van al aparcamiento y el resto, que nos dirigimos hacia Hatton Cross. Oigo solo por encima la conversación excitada de mis compañeras. El grupo vuelve a dividirse: las que cogen autobuses se marchan antes y el resto, Amy incluida, entramos en la estación de metro. Camino al lado de ella en dirección al andén.
—¿Hoy no vas hacia el oeste? —pregunta—. Pensaba que el tren que va a Reading salía de Heathrow.
Dudo.
—Voy a ver a una amiga. En Richmond.
—Tienes más energía que yo. Estoy tan agotada que creo que no podría salir esta noche. Y quiero repasar los apuntes, además.
—Es viernes —digo.
—Ya. Pero quiero hacer resúmenes ahora que aún lo tengo fresco —dice Amy.
—Estupendo. Ya sé al lado de quién tengo que sentarme cuando lleguen los exámenes.
Sonrío.
Amy ríe.
Finjo seguirle la corriente y luego miro por la ventanilla. La luz interior nos refleja en la oscuridad exterior.
Amy baja en Boston Manor. Le digo adiós con la mano y la veo dirigirse hacia la escalera de salida, alta y orgullosa en su uniforme.
Después del transbordo en Hammersmith, soy la única persona uniformada entre la multitud de pasajeros. Bajo en Richmond, cruzo la calle y me envuelvo bien con el abrigo. La correa de la bolsa me presiona el hombro derecho. Pongo rumbo hacia la familiaridad del callejón, los tacones resuenan al ritmo de pasos decididos. Evito una botella rota que hay en el suelo y me dirijo hacia los alrededores del Green. Me detengo delante de una mansión de época y me apoyo en la verja para quitarme los tacones y calzarme las bailarinas. Me subo la capucha del abrigo y dejo que me cubra hasta la frente antes de enfilar el camino de acceso. Introduzco la llave en la cerradura de la puerta comunitaria. Entro y presto atención a cualquier posible sonido.
Silencio.
Subo por la escalera hasta la tercera y última planta y accedo al apartamento 3B. Una vez dentro, me quedo quieta y aspiro el acogedor aroma de hogar.
Confío en el resplandor de la pecera en vez de encender cualquier luz. Me dejo caer en el sofá y saco la ropa de la bolsa. Me desvisto, doblo con cuidado el uniforme y me pongo unos vaqueros negros y un jersey. Utilizando la linterna del teléfono móvil, me dirijo descalza a la cocina y abro la nevera. Está casi vacía, como es habitual, con la excepción de la cerveza, unos pimientos rojos y un envase individual de macarrones con queso. Sonrío.
Vuelvo al salón y me arriesgo a encender una lámpara. Saco de la bolsa una foto y la coloco en la repisa de la chimenea. En un mundo perfecto, estaría enmarcada, pero me gusta tenerla así para poder mirarla siempre que me apetezca. En la imagen, sonrío feliz al lado de Nate, el hombre con quien me voy a casar. Me coloco el uniforme doblado sobre el brazo izquierdo y entro en el dormitorio. A continuación, dejo encima de la cama el pantalón, la blusa y la chaqueta y me inclino sobre ella para enterrar la cara en su almohada. Aspiro hondo antes de levantar la cabeza y proyectar la luz hacia la habitación. No ha cambiado nada desde la última vez que estuve aquí. Bien.
Cuando abro la puerta corredera de espejo del armario, un reflejo de mi linterna me da directamente en los ojos. Parpadeo para readaptar la visión. El segundo uniforme de piloto de Nate, sus chaquetas, camisas y pantalones, todo perfectamente colgado, aunque no tan perfectamente como lo colgaría yo. Separo las prendas con cuidado, dejando unos tres centímetros entre una y otra. Dejo un hueco para colgar mi uniforme al lado del suyo. Tal y como tendría que ser. Retrocedo unos pasos para admirar mi trabajo. La luz captura el emblema dorado de su gorra. Cierro la puerta.
Mi última parada es siempre el cuarto de baño. Repaso el armario del botiquín. Ha estado resfriado recientemente; el inhalador de mentol y el jarabe para la tos son nuevos.
Vuelvo al salón y cojo una manzana del frutero. Presiono la frente contra la ventana y la como a pequeños mordiscos mientras miro la calle. No se ve a nadie. La hora punta ha pasado y seguramente la mayoría de la gente ya está en casa, cómoda y a gusto. No como yo. Yo estoy en la periferia de mi vida.
Esperando. Eso es lo que hago, esperar y esperar. Y pensar…
Sé muchas cosas sobre Nate: que le encanta esquiar y que siempre huele a fresco, que el aroma a jabón cítrico se aferra a su piel. Sé que quiere ser ascendido a capitán antes de los treinta y cinco.
Conozco su historia de principio a fin: las vacaciones que pasaba de niño en Marbella, Niza, Verbier y Whistler; las clases de tenis, de equitación y de críquet; la falta de aprobación por parte de su padre cuando decidió hacer realidad su sueño de convertirse en piloto en vez de seguir sus pasos como banquero de inversión.
Su hermana pequeña lo admira, aunque yo no soy de su agrado.
Por las fotos que publica en las redes sociales, veo que le convendría un corte de pelo: sus rizos rubios le rozan casi el cuello de la camisa.
Pero lo que sé, por encima de todo, es que en el fondo sigue albergando sentimientos hacia mí. Nate ha sido simplemente víctima de un ataque de temor temporal al compromiso. A pesar de que en su momento fue demoledor, ahora lo entiendo todo un poco mejor. De modo que cuando llegue la hora de revelarle que ahora yo también trabajo en su compañía aérea, cuando valore todo lo que he llegado a hacer con el único objetivo de salvarnos, todo volverá a su debido lugar.
Pero, hasta entonces, tendré que tener paciencia. Es difícil, no obstante. Siempre que veo una imagen reciente de él, me paso días sin apenas poder comer.
La alarma del teléfono me recuerda que es hora de irse. He tenido que entrenarme para hacerlo, porque de lo que me he dado cuenta es de que puedes salir airosa de una situación una vez. Luego dos veces. Y entonces, sin darte cuenta de ello, empiezas a correr más riesgos. El tiempo pasa volando y hay poco margen de error. Miro a ver si el vuelo de Nate desde Chicago ha aterrizado. Efectivamente, lo ha hecho, y con cinco minutos de antelación. Corro a coger la bolsa y revuelvo en su interior. Envuelvo el corazón de la manzana en un pañuelo de papel y saco un paquete de minimadalenas de chocolate. Las favoritas de Nate. Es una costumbre que me resulta imposible romper, la de incorporar sus preferencias a mi lista de la compra. Abro la puerta del congelador y la luz blanca ilumina la pared. Meto el paquete en el fondo, detrás de la carne que sé que nunca descongelará y de los guisantes que jamás se tomará la molestia de preparar. Me encantaría dejarlas en algún lugar más evidente, como al lado de la cafetera, pero no puedo, de modo que tendré que conformarme con esto. Cuando las encuentre, espero que dedique unos instantes a pensar en mí. Mis listas de la compra siempre estaban repletas de cosas que a él le gustaban. Nunca me olvidaba de nada.
Vuelvo sobre mis pasos hasta el dormitorio y saco rápidamente el uniforme de las perchas donde lo he colgado, que emiten un sonido metálico al chocar contra el fondo del armario. Vuelvo al salón y retiro a regañadientes la foto para guardarla de nuevo en la bolsa. Me calzo las bailarinas y apago la lamparita. Los peces multicolores me miran cuando finalizan sus largos. Uno en particular me observa con la boca abierta. Es feo. Nate lo llamaba Arcoíris. Siempre lo odié.
Trago saliva. No quiero irme. Este lugar es como un banco de arenas movedizas, me absorbe hacia su interior.
Cojo la bolsa y me marcho, cerrando la puerta con cuidado a mis espaldas y emprendiendo el camino hacia la estación para coger el tren que me llevará a un piso de Reading que parece una caja de zapatos, un sello de correos, una casa de muñecas. No puedo llamarlo hogar porque estar allí es como aguardar turno en la sala de embarque de la vida. Esperando, siempre esperando, hasta que la puerta de acceso a la vida que me corresponde vuelva a abrirse.
2
Estoy tumbada en la cama y me desperezo. Por suerte, es fin de semana. A pesar de que la compañía aérea funciona las veinticuatro horas, la formación está estructurada como una semana laboral normal. Esta noche tengo pensado asistir a un acto de recogida de fondos organizado por una fundación benéfica infantil que tendrá lugar en un lujoso hotel de Bournemouth. Es una subasta, sin asiento reservado y con bufé de marisco, y me apetece asistir aun sin tener invitación formal. Como he descubierto hace tiempo en actos similares, ese detalle da igual; mientras me vista para la ocasión y, por supuesto, no llame innecesariamente la atención hacia mi persona, la gente rara vez cuestiona mi presencia y, en estos asuntos benéficos, parece lógico que cuantos más asistentes, mejor.
Me levanto, me ducho, me visto y pongo en marcha la cafetera. Me encanta el sonido y el aroma del café cuando lo mueles. Si cierro los ojos, aunque sea solo un par de segundos al día, me imagino que estoy en casa. Son las pequeñas cosas que me ayudan a seguir adelante. Saboreo mi expreso y su amargura me acaricia la lengua. Entre bocado y bocado, le voy echando un vistazo a la tableta. Me desplazo por la pantalla. Bella, la organizadora del acto de esta noche, tiene publicado un montón de fotos de actos anteriores. Ella aparece en la mayoría, sonriendo, sin un solo pelo con mechas fuera de lugar y con joyas, normalmente oro o zafiros, de aspecto caro aunque no ostentoso. Impecable, como siempre. Bella es sensacional recaudando dinero para buenas causas, aparentando ser una buena samaritana de carne y hueso sin siquiera ensuciarse las manos. Organizar una fiesta y pulular por allí bebiendo champagne es algo que está al alcance de cualquiera; aunque si de verdad quisieras hacer el bien, pienso, beberías vino barato y trabajarías como voluntaria en algo que fuese impopular. Pero la mejor cualidad de Bella es brillar de forma fantástica en este tipo de actividades.
Vibra el teléfono. Un mensaje.
Mi compañera de piso ha decidido montar una fiesta esta noche. Ya sabes, si no puedes con ellos… :) ¿Te apetece? Invitaré a más gente del curso. Besos, Amy
No sé qué hacer. Cuantas más amistades haga en la compañía, mejor me irá todo. Y necesito amistades. Apenas me queda nadie de mi antigua vida —aparte de aquellos con quienes sigo en contacto a través de las redes sociales y de un puñado de marginados de mis tiempos como extra de películas—, gracias a haberlo dejado todo en suspenso por Nate Goldsmith. Estar cerca de Bella es como levantarse una costra. Pero… cuanto más cerca estoy de su mundo, más creo que se me contagiarán su suerte y su fortuna. Miro el teléfono, indecisa, y escucho el agua de lluvia que desciende por las cañerías del otro lado de la ventana.
Quince días después de que Nate me lanzara su bomba, y mientras yo hacía las maletas, me dijo:
—Te he pagado seis meses de alquiler de un apartamento fenomenal en Reading. Como regalo. Te llevaré incluso en coche un día si quieres y te ayudaré a arreglar todo lo necesario para que puedas instalarte.
—¿Por qué Reading?
—Viví allí una temporada cuando estaba estudiando y es un lugar fantástico para empezar de cero. Está lleno de vida.
—¿En serio?
Y no cambió de idea, lo cual, teniendo en cuenta lo justo que podía andar de dinero, era una dolorosa señal de las ganas que tenía de despacharme. Al menos, había conseguido que dejara de darme la tabarra con lo de volver a casa de la loca de mi madre. El piso era básico, limpio y contenía todos los elementos esenciales para llevar una vida sosa y funcional. Eché un rápido vistazo al salón, en el que ambos estábamos inmersos en un silencio rígido e incómodo. Creo que estaba esperando a que le diera las gracias.
—Adiós, Elizabeth.
¡Elizabeth, encima eso, por el amor de Dios! ¿Dónde se habían quedado Lily, pequeña, cariño, amor? Me estampó un beso en la frente y se marchó, cerrando con cuidado la puerta a sus espaldas. Retumbó el silencio. Miré por la ventana, hirviendo por dentro con una rabia y una sensación de humillación renovadas, y, a través de una mancha difusa de gotas de lluvia, vi desaparecer las luces traseras de su coche. Le quería, pero había sido incapaz de impedirle que cometiera el mayor error de su vida. Nate era mío. Y allí sentada —desinflándome mentalmente en aquel sofá de respaldo duro—, nació mi Plan de Acción. Elisabeth/Lily empezó a retraerse en el interior de su capullo para permanecer un tiempo en espera y emerger transformada en Juliette —mi segundo nombre—, completando, de este modo, su metamorfosis en mariposa social.
Hum… Bueno, ¿y ahora qué? ¿Amy? ¿Bella? ¿Bella? ¿Amy? Pito, pito, colorito… Palpo a ciegas debajo de la mesita para localizar el bolso, cojo la cartera y saco una moneda. La lanzo al aire. Cara Bella, cruz Amy. La moneda gira sobre la mesa y se detiene mostrando la cruz. Bella ha perdido la apuesta, por una vez. Respondo el mensaje de Amy: Iré encantada. Besos.
Me manda la dirección. El único problema es que ahora me queda el resto del día sin nada que hacer. Dado que he decidido asistir a una pequeña fiesta casera ya no tengo que entretenerme tanto arreglándome. El día está tan gris que parece casi de noche. Recorro de un lado a otro la minúscula sala. En el exterior, las luces de los coches iluminan una lluvia que no cesa. Tendría que aprender a conducir. Así podría ir a Richmond ahora mismo. Podría sentarme enfrente de casa de Nate. Y él ni siquiera se enteraría de que estoy allí. Sería muy reconfortante tenerlo cerca. Me ducho, me pongo unos vaqueros y un jersey negro, cojo las zapatillas deportivas y un abrigo, y echo a andar a buen ritmo hacia la estación.
Al final resulta que la lluvia es una bendición. ¿Quién habría pensado, después de tantos veranos pasados por agua, que me parecería un lujo poder pasearme por tiendas y callejones bajo el anonimato que te brinda una capucha? La Madre Naturaleza está de mi lado. Es un día triste de enero y la gente camina distraída, con la cabeza gacha, los hombros caídos, los paraguas abiertos. Esquivando el agua que levantan las ruedas de los coches. Nadie se fija en mí.
Las luces del salón de casa de Nate están encendidas. Seguramente estará viendo la última serie o película de Netflix. Le echo de menos. Me arrepiento, y no por primera vez, de mi conducta y mi capitulación. Estoy a punto de sufrir un momento de debilidad cuando la necesidad de cruzar la calle y aporrear su puerta amenaza con superarme. Pero tengo que jugar siguiendo las reglas, pues, de lo contrario, no conseguiré que me valore. La segunda vez, las cosas se harán como yo diga.
El piso de Amy está encima de una peluquería. Y menos mal, porque si tuviera vecinos abajo a estas alturas ya habrían llamado a la policía. La música dance ibicenca suena a todo trapo. Pulso el timbre, pero enseguida me doy cuenta de que la puerta está abierta. Subo y entro en el piso. Amy está riendo, con la cabeza echada hacia atrás y una botella de cerveza en la mano. Me quedo quieta un instante. En cuanto me ve, se acerca y me saluda con un beso en cada mejilla.
—¡Pasa! Me alegro mucho de que hayas venido. Te presento a mi compañera de piso, Hannah. —Señala a una chica que está en el otro extremo de la estancia—. Y ya conoces a alguno de los demás… Oliver, Gabrielle…
Los nombres de los amigos de Amy se registran a duras penas en mi cerebro: Lucy, Ben, Michelle… Acepto una botella de cerveza, aunque no soporto beber a morro. Bebo a sorbos y mantengo una charla informal y educada con Oliver, lo cual resulta complicado, puesto que es una de las personas más calladas del curso. Amy, que parece decidida a desmelenarse esta noche, acude a mi rescate. Bailamos. Amy no para de ligar con uno y con otro. La velada es agradable. La había juzgado equivocadamente. No pensé que pudiera serme de gran utilidad, pero he decidido conservar la amistad y conocerla mejor. Vivo el momento. Río mucho. Sin fingir. No me había divertido tanto desde…, la verdad es que no me acuerdo. Pero debió de ser con Nate. Claro.
Hace casi siete meses, Nate apareció en un capítulo de mi vida como si fuera la escena de una novela romántica. Cuando aparté la mirada de la pantalla del ordenador de la recepción del hotel, manteniendo mi sonrisa profesional imperturbable, tuve que esforzarme por no lanzar un grito. El hombre que tenía delante parecía haber absorbido lo mejor de la vida y expulsado cualquier cosa desagradable o triste. Por debajo de su gorra asomaban unos rizos rubios y su piel resplandecía con un leve bronceado. Detrás de él llegaba el resto de la tripulación uniformada. Las pisadas resonaban en el suelo de mármol.
—Creo que hay unas reservas de última hora para nosotros. Tenemos que pasar la noche aquí después de que un problema con los motores nos haya obligado a volver a Heathrow.
Hasta aquel momento, el suceso más destacado en los ocho meses que llevaba trabajando en Airport Inn había sido un famoso de segunda fila que se había metido en una habitación con dos mujeres, ninguna de las cuales era su esposa.
—¿Trabajas esta noche? —preguntó Nate cuando le entregué la tarjeta de su habitación. (Había dejado su reserva para el final).
—Acabo a las ocho —respondí, notando que un hormigueo dormido de anticipación empezaba a despertarse.
—¿Te apetecería enseñarnos los mejores bares de la zona?
—Por supuesto.
Aquella noche fui también huésped del hotel. Era inevitable. Desde el momento en que nuestras miradas se cruzaron, me propuse deslumbrarlo.
Seis semanas más tarde, me instalé en el piso de Nate…
—¿Juliette?
—Perdona, Amy, estaba a miles de kilómetros de aquí.
—¿Quieres acostarte aquí en el sofá?
Miro a mi alrededor y me sorprende ver que queda poquísima gente. Ni me he dado cuenta de que todo el mundo empezaba a despedirse; recuerdo entonces que Oliver se ha ofrecido a acompañarme y que yo no tenía ganas aún de marcharme. Amy será un buen contacto social. Saco el teléfono del bolso.
—Tranquila, gracias. Pero tengo que volver a casa.
Durante el trayecto en taxi, miro en Twitter las fotos del acto que ha ido colgando Bella. Otro éxito de la bella Bella, a tenor de lo elogioso de los comentarios. Las luces de la autopista se amortiguan y la destacan a ella. Está fantástica, como una reina de hielo. Perlas —buenas, no me cabe la menor duda— en el cuello. El cabello rubio elegantemente recogido. Aparece sonriente en todas las imágenes, rodeada por lo mejorcito de la ciudad. Acaricio con la punta del dedo su imagen en la pantalla, deseando poder borrarla con la facilidad con la que se elimina una fotografía.
Una vez en casa, empiezo a deambular de un lado a otro.
Reflexiono y me tranquilizo diciéndome que hoy he tomado una buena decisión evitando a Bella. Tampoco es que tuviera pensado abordarla en esta ocasión; la idea era observar, simplemente. La práctica es lo que lleva a la perfección. Cuando decida que es el momento adecuado para enfrentarme a Bella, lo tendré todo planificado, hasta el último detalle.
La venganza es un plato que se sirve frío, y el mío estará congelado.
3
Las cinco semanas restantes de curso me mantienen distraída. A pesar de que sigo controlando a Bella a través de las redes sociales y de que visito el piso de Nate al menos una vez por semana cuando él no está, paso mucho tiempo con Amy. Le gusta que estudiemos juntas. No es que la idea me entusiasme, pero eso significa que soy de su agrado y que confía en mí. Su compañera de piso, Hannah, trabaja en otra compañía aérea y hace viajes de larga distancia, y Amy es de ese tipo de persona que no se siente a gusto cuando está sola. Es la sexta de siete hermanos.
Finalmente, después de infinitas bajadas por toboganes, de ejercicios con máscaras de oxígeno, de entrar en salas llenas de humo para combatir supuestos incendios, de resucitar muñecos, de esposarnos los unos a los otros, de cubrir a compañeros con vendajes, de cantidades ridículas de juegos de rol, de visitas al hangar de los aviones, de aprender a colocar una maleta en el compartimento de almacenaje superior sin romperte la espalda y, lo peor de todo, de escuchar a Brian y a Dawn repitiéndose una y otra vez…, después de todo eso, llega por fin nuestro Día de las Alas. Y parece llegar en el momento oportuno, puesto que los indicios de la primavera empiezan a asomar por todas partes: narcisos, abrigos más ligeros, días un poco más largos, nuevos comienzos…
Le estrechamos la mano a un directivo que por lo visto es «muy importante», según palabras de