Grace Kelly

Cristina Morató

Fragmento

Grace Kelly

Había llegado al Olimpo de las estrellas de cine. Era la actriz más bella y estilosa de su época, las revistas se disputaban sus exclusivas y tenía una legión de admiradores. La suya había sido una carrera meteórica. Antes de cumplir los veintisiete años, había rodado once películas con grandes directores y había ganado un Oscar. Discreta, culta y trabajadora, era una rubia distinta a todas las demás. Grace carecía de vulgaridad, desconfiaba de los encantos de Hollywood y tenía un aire aristocrático. Parecía una rica heredera de Filadelfia y no se molestó en desmentirlo. Sin embargo, tras su aspecto de niña bien algo remilgada se ocultaba una rebelde con voluntad de hierro. Plantó cara a los poderosos estudios de cine rechazando los papeles de «rubia tonta y decorativa» que le ofrecían. Mantuvo apasionados romances con algunos de los galanes maduros más atractivos de su época, entre ellos Gary Cooper y William Holden. Solo el director Alfred Hitchcock la tomó en serio y descubrió que tras su gélida apariencia se escondía un volcán en erupción. Fue su adorada musa, y de la mano del maestro se transformó en un icono de estilo que inspiró a toda una generación de mujeres y aún hoy perdura en el tiempo.

Pero Grace sentía que le faltaba algo. No le bastaba ser musa ni diosa de la belleza; entonces conoció a un príncipe que necesitaba una princesa para su diminuto reino a orillas del mar. Se llamaba Rainiero III y ella creyó que los cuentos de hadas existían. A cambio de ser su esposa tuvo que abandonar su trono en la meca del cine para convertirse en Su Alteza Serenísima Gracia de Mónaco. Sin tener ni una gota de sangre azul en sus venas resultó una princesa impecable, encantadora y ejemplar. Formó una familia, se dedicó a las obras de caridad, fue mecenas de las artes y devolvió el esplendor al pequeño principado. Con el paso de los años ya no pudo disimular el hastío. La vida en el palacio de los Grimaldi le resultaba vacía y asfixiante. Grace falleció en plena madurez, cuando despertaba de su largo letargo y estaba a punto de regresar al cine, su única y gran pasión.

UNA EXTRAÑA EN LA FAMILIA

La actriz más glamurosa de Hollywood había sido una niña delgaducha, tímida y enfermiza. Siempre se sintió el patito feo del clan Kelly, y cuando se convirtió en un cisne que enamoró al príncipe de Mónaco su padre fue el primero en sorprenderse. Nunca imaginó que ella, tan distinta en gustos y carácter a sus otros hijos, llegaría tan lejos. Grace nació el 12 de noviembre de 1929 en Filadelfia, en el seno de una familia irlandesa, católica y demócrata que recordaba mucho a la del presidente John Fitzgerald Kennedy. Era la tercera de los cuatro hijos del matrimonio Kelly y llegó después de Peggy y de Jack Jr. (Kell), el único varón y el rey de la casa. Grace fue la pequeña hasta el nacimiento de su hermana Lizanne en junio de 1933. Nunca se acostumbró a ser la hija mediana y posteriormente recordaría: «Mi hermana mayor era la preferida de mi padre, quien también sentía pasión por mi hermano Kell. Luego nací yo y más tarde mi hermana menor, de la que tuve unos celos terribles porque acaparaba todas las atenciones y yo me sentía invisible».

Su infancia transcurrió durante los años más difíciles de la Gran Depresión que azotó al país. Mientras las empresas quebraban y los puestos de trabajo desaparecían, la familia Kelly vivía de manera holgada en una hermosa mansión de Henry Avenue. Su padre, Jack Kelly, un astuto y emprendedor hijo de inmigrantes irlandeses, supo mantener a flote su negocio a pesar de la grave crisis financiera y su fortuna apenas se resintió. Alto, varonil y de complexión atlética, levantaba pasiones entre las mujeres. La prensa lo apodaba «el rey del ladrillo» y él se vanagloriaba de ser un millonario hecho a sí mismo. Empezó a trabajar en el negocio familiar como aprendiz de albañil y con el tiempo llegó a ser el propietario de la empresa de construcción más grande de la costa Este y uno de los hombres más ricos de Filadelfia. Jack destacó como hábil hombre de negocios y también por sus triunfos deportivos. Fue en tres ocasiones campeón olímpico de remo, lo que le convirtió en un héroe local y se erigió una estatua en su honor. Además de una imponente figura, tenía una fuerte personalidad y se había ganado la fama de conseguir siempre lo que se proponía. Grace le admiraba, pero no era fácil ser la hija de un campeón. A lo largo de toda su vida la actriz intentaría llamar su atención y ganarse su cariño y su aprobación. Jack nunca la entendería ni le demostró su afecto, pero le inculcó una férrea disciplina y amor al trabajo que le serían muy útiles en su carrera como actriz.

Grace dio sus primeros pasos en la residencia familiar, construida por el patriarca en lo alto de una colina que dominaba el exclusivo barrio de East Falls. Era un elegante edificio de piedra y ladrillo visto de tres plantas, diecisiete habitaciones, grandes ventanales y chimeneas en los salones. Estaba rodeado de un jardín de árboles centenarios donde había columpios y una pista de tenis. Un largo camino empedrado llevaba hasta la puerta principal de estilo colonial. Los Kelly tenían una secretaria, varias doncellas y un chófer negro al que llamaban Fordie y que también trabajaba como jardinero. Los días que libraba la niñera, él era el responsable de acostar a los niños. Grace sentía un especial afecto por este hombre atento y bondadoso que fue para ella una especie de figura paterna. Jamás le olvidaría y a lo largo de su vida la actriz manifestaría su repulsa hacia toda forma de racismo.

Aunque Jack Kelly era un hombre carismático, rico y con buenos contactos políticos, nunca fue aceptado en la alta sociedad de Filadelfia. Para pertenecer a este selecto club resultaba preciso haber nacido en el seno de una de las antiguas familias de la ciudad, y no era su caso. Cuando más adelante Grace se convirtió en una estrella de Hollywood y destacaba por su clase y refinamiento, se extendió la leyenda de que procedía de una familia aristocrática de Filadelfia. Pero en realidad sus exquisitos modales los había aprendido en la escuela Stevens y de las monjas del convento de Ravenhill. «Grace era una gran observadora y sabía imitar a la perfección el estilo de las jóvenes de buena familia de Filadelfia. No era extraño que la gente, al verla tan estilosa y con una elegancia innata, pensara que provenía de una familia de rancio abolengo, y sinceramente ella tampoco hizo mucho por desmentirlo», admitió su amiga de juventud Mary Naredo.

El padre de Grace pondría todo su empeño en triunfar en los negocios, el deporte y la política para olvidar la humillación de aquellos que los consideraban unos nuevos ricos. Así fundó su propia dinastía al casarse en 1924 con Margaret Majer, una bella y ambiciosa hija de inmigrantes alemanes. Al igual que él, era muy deportista y una excelente nadadora. Jack Kelly abandonó muy pronto los estudios, pero Margaret fue la primera mujer que dio clases de educación física en la Universidad de Pensilvania y también la primera entrenadora del equipo femenino de natación. Jack había encontrado en ella la horma de su zapato: una muchacha robusta, atlética y voluntariosa que, además, tenía antepasados entre la nobleza alemana. En las fotos que se conservan de ella el día de su boda se ve a una joven rubia, alta, fuerte y masculina.

Margaret era una mujer austera y de gustos frugales que trataría de inculcar en sus tres bonitas y rubias hijas. Todas llevaban el pelo corto, vestían de manera sencilla y nunca con colores llamativos. Los Kelly se comportaban como una familia modélica y pese a su gran fortuna nunca gastaban el dinero a la ligera. El principal interés de Margaret era conseguir fondos para su amada Facultad de Medicina para Mujeres de Pensilvania y obligaba a sus hijas a desfilar en galas benéficas o a vender flores a los vecinos para recaudar dinero. La religión jugaba un papel importante en sus vidas. Los domingos por la mañana Fordie, el chófer, vestido con su impoluto uniforme, les llevaba en coche a la iglesia para asistir a misa. Cuando hacían su entrada, tan guapos, rubios y pulcros, acaparaban todas las miradas.

La matriarca del clan Kelly dirigía su casa con mano de hierro. Al igual que su esposo era una mujer severa y rígida que inspiraba en sus hijos más temor que cariño. Cuando los pequeños crecieron se referían a ella como «nuestra generala prusiana», algo que a ella no le ofendía, al contrario, pues estaba convencida de que la disciplina resultaba indispensable en la educación de un niño. En su madurez la actriz recordaba cómo su madre insistía en que sus hijas destacaran no solo en la competición deportiva, sino también en las labores del hogar, la costura y la jardinería. Entretanto su marido volcó todas sus ambiciones y energías en educar a su único hijo varón, al que desde niño inculcó el culto al cuerpo y al deporte. Kell acabó realizando el sueño de su padre y consiguió ganar una medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de 1956, convirtiéndose en el nuevo héroe de la familia.

Grace era el polo opuesto de sus hermanos robustos y sociables. No le gustaba el deporte competitivo; siempre estaba tranquila, callada, y nunca encajó en aquel ambiente tan bullicioso. El señor Kelly se sentía desconcertado con la frágil y delicada «Gracie» y se mostraba muy duro con ella: «No entiendo a esa chica, somos una familia deportista, de muy buenos atletas, y ella a duras penas sabe andar». Era la única que tenía una constitución débil y enfermiza. Su hermano Kell recordaba que la obligaban a beber el jugo sangrante del asado familiar para fortalecerla. Su delicada salud la volvió aún más tímida y marginada de lo que ya era. Además, se sentía acomplejada por su físico y tenía que llevar gafas por su miopía. «Yo no era una niña fuerte como mis hermanos y mi familia solía decirme que había nacido resfriada porque siempre estaba sorbiéndome los mocos, tosiendo o luchando contra alguna dolencia respiratoria», confesó la actriz en una entrevista.

Para ser aceptada y contar con la aprobación de sus padres, Grace comenzó a tomar lecciones de danza y a jugar al tenis. Pero a pesar de sus esfuerzos tampoco consiguió destacar ni estar a la altura de los demás miembros del clan. La niña se refugió en su propio mundo y desarrolló una gran habilidad para entretenerse sola. Leía mucho, escribía melancólicos poemas, era muy soñadora e inventaba pequeñas obras de teatro para que las representaran sus muñecas, adjudicando a cada una de ellas un papel y una voz diferentes. Su padre, que menospreciaba a los intelectuales y artistas, fue incapaz de valorar su precoz sensibilidad. Toda su atención la acaparaba la mayor, Peggy, por quien nunca ocultó su debilidad.

La pequeña buscó en su madre el amor y la atención que su padre le negaba. Grace era la más parecida físicamente a ella y heredó su cabello rubio, ojos azul verdoso y rasgos nórdicos. Pero la relación entre ambas siempre fue tirante y conflictiva, incluso cuando se convirtió en princesa de Mónaco. «Nunca fue cariñosa con Grace pero, eso sí, le transmitió una fuerte disciplina y rectitud religiosa que calarían hondo en ella. Para Margaret lo importante era mantener siempre las apariencias pasara lo que pasase», contó su buena amiga la actriz Rita Gam. Para la señora Kelly los suyos debían parecer ante los ojos del mundo como una familia feliz, cariñosa, profundamente religiosa y de una moralidad intachable. Cuando a su marido Jack Kelly se le subió la fama a la cabeza debido a su reputación como «el hombre con el mejor físico de América» y comenzó a engañarla con otras mujeres, nunca se planteó la posibilidad del divorcio. Había que mantener la imagen por encima de todo. Grace aprendió las lecciones de su madre y toda su vida fue un ejemplo del triunfo de las apariencias sobre la realidad.

«Creció privada del amor y de la atención de sus padres, y marginada por sus hermanos, que se mostraban con ella implacables y duros. La hicieron muy desdichada y su infancia marcaría a fuego su personalidad, siempre en busca de afecto y reconocimiento», escribe su biógrafo James Spada. Poco antes de cumplir los seis años Grace fue enviada a la academia Ravenhill, de Filadelfia, a menos de un kilómetro de su casa. Era una residencia de estilo victoriano con hermosos techos artesonados y vidrieras de colores, donde un centenar de niñas asistían al jardín de infancia, aprendían el catecismo y otras tareas escolares. Aunque las hermanas de la Asunción eran severas con las pequeñas, pues enseñaban buenos modales y no toleraban la menor falta de educación, se mostraban cariñosas con ellas. Las monjas recalcaban, entre otras normas de decoro, que las niñas debían llevar guantes blancos cuando iban y volvían al colegio, una costumbre que Grace nunca abandonó.

Las maestras de Ravenhill la alentaron a ampliar sus lecturas, a dibujar, a hacer arreglos florales para la capilla y a continuar con el hábito de escribir sencillas poesías. En ese lugar que olía a cera e incienso, Grace encontró la ternura y el afecto que nunca tuvo en su hogar. Lejos del frío y asfixiante ambiente de la mansión familiar, por primera vez se sentía libre y dichosa. Allí las monjas descubrieron su talento precoz para el teatro cuando se subió a las tablas por primera vez para interpretar a la Virgen María en la representación anual de Navidad. Pero su padre opinaba que en el convento no se hacía suficiente deporte y que las monjas eran demasiado blandas con sus alumnas. Cuando terminó el octavo curso la cambiaron a la escuela Stevens, una institución para niñas bien de Filadelfia donde continuaría sus estudios. Para Grace fue muy triste abandonar a sus queridas monjas y dejar atrás a sus amigas.

A punto de cumplir los catorce años se trasladó a su nueva escuela, situada en el vecino barrio de Germantown. Fue una etapa difícil porque aún se sentía muy acomplejada y poco segura de sí misma. En plena adolescencia sufría porque se veía gorda y tenía poco pecho. Una de sus compañeras de curso reconocía que por entonces no era muy agraciada y que rellenaba los sujetadores con algodón para lucir más formas. «Yo seguía siendo muy tímida. Me sentía tan torpe, que deseaba que me tragara la tierra... Era tan sosa, que me tenían que presentar varias veces a la misma persona para que se fijara en mí. No causaba la menor impresión en la gente», admitió Grace en su madurez. Nunca fue una alumna brillante y las ciencias y las matemáticas la aburrían; aun así, consiguió superar los cuatro cursos con buenas calificaciones.

En aquel tiempo Grace empezó a salir con chicos, aunque al principio con poco éxito. «Cuando tenía entre catorce y dieciséis años no era más que una patosa que no cesaba de reírse, con una voz nasal. Siempre tuvo problemas con la nariz, que le provocaba esa voz peculiar. Su afición a la comida le hizo ganar peso, y además era miope y llevaba gafas. Era todo menos una princesa de cuento...», recordó su indiscreta madre a la prensa cuando se anunció su compromiso con el príncipe Rainiero de Mónaco.

Aunque sentía lástima de su apocada y patosa hija, la descripción que hacía Margaret de ella en aquella época no resultaba muy realista. A punto de finalizar sus cuatro años en la escuela Stevens, la joven era muy popular en el colegio y en el anuario de 1947 bajo su foto se podía leer: «Es una de las bellezas de la clase. Divertida y con ganas de reír, no le cuesta hacer amigos. Es una comedianta nata y se ha hecho famosa por su talento interpretativo». Poco a poco Grace había dejado atrás los problemas de salud y a los dieciséis años se había transformado en una guapa y refinada joven de metro sesenta y siete, cutis de porcelana y ojos azules que contaba con una nutrida corte de admiradores. Despertaba en los hombres un deseo de protección que su hermana Lizanne definía de manera elocuente: «Todos los que la conocieron después de cumplir los quince años deseaban cuidar de ella. Parecía necesitar ayuda, pero no era así. La gente pensaba: “Pobre chica, hay que ayudarla”, pero Grace era perfectamente capaz de valerse por sí sola, aunque daba la impresión de desvalida».

En aquellos años «de angustia y rebeldía» lo que más la llenaba era actuar con pequeños grupos de teatro amateurs de Filadelfia, como los Old Academy Players de East Falls. Grace hizo su debut teatral a los doce años cuando actuó en esa compañía de su

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