Furia de metal (Aquelarre 4)

Leona de Rodrigues

Fragmento

furia_de_metal-2

Hace quince años, Oviedo.

Carla había leído tantas ofertas de trabajo en los últimos días que ya no recordaba de dónde había salido aquella; de las páginas de un periódico o de algún papel suelto en la calle. Eso era lo más probable.

Puede que se lo hubiese contado alguien.

Recordaba la dirección. La anotó en la palma de la mano y, con poco que perder, se presentó en una cervecería de la zona vieja pensando que le vendría bien la jornada a tiempo completo que ofrecían. Desde que había discutido con su madre la vida se había vuelto más cara en general.

El lugar tenía una entrada estrecha con dos contrapuertas de madera a cada lado. En ellas se acumulaban carteles medio descolgados de conciertos y firmas con rotulador. El interior olía a humedad y, entre la creciente oscuridad, sobresalía el azul eléctrico de un neón sobre la diana de los dardos. Había también estanterías llenas de botellines de importación y taburetes con tipos sombríos que, en cualquier otro momento de su vida, habría intentado evitar. A Carla aquello le parecía un antro, pero no tenía problemas con eso; lo cierto era que todos los locales de aquella parte de la ciudad se lo parecían; muchas fachadas habían perdido los canalones y de los aleros caían trozos de madera, aunque no hubiese viento. Puede que, en otro tiempo, los búhos anidasen en aquellos agujeros, pero con el sonido del tráfico y la luz de las farolas ya solo quedaban recuerdos; ninguno de ellos parecía ser tan importante como para poder sobrevivir a la siguiente generación, ni siquiera rememorarían la noticia de la muerte de Ismael Hayes, un hombre poderoso que algunos aseguraban seguía encerrado en la habitación donde fue asesinado, clamando venganza. Era una de esas historias que llegan desde otras personas, casi siempre incompletas y que con toda seguridad no son ciertas.

Las razones de la muerte parecían difuminarse con el tiempo. Se había dicho que una esposa celosa había apretado el gatillo, también podía deberse a negocios y tiranteces de las que ya no se tienen en cuenta hoy en día. Con el tiempo a la historia se añadieron y eliminaron detalles que habrían sido importantes de recordar, como que la casa donde aquello había ocurrido, se levantaba al final de una calle en el barrio alto. Una en la que nunca daba el sol.

La mejor amiga de Carla, Aelén, vivía en ese sitio.

En la barra de la cervecería un chico de movimientos afeminados secaba vasos de tubo. Sobre el sonido del cristal se alzaba la voz de Johnny Cash; un hombre de melena larga, que parecía estar completamente tatuado, movía los dedos contra la superficie de madera repitiendo el ritmo de forma distraída.

La miró unos segundos antes de dar un trago a su jarra mediada de un líquido tostado.

Carla se quitó la cazadora. Mientras lo hacía, la puerta abollada que estaba al fondo, con un cartel de prohibido el paso, se abrió con un golpe seco.

Carla conocía al chico que acababa de salir. Ya lo había visto en un desguace cuando acompañó a Aelén que, durante un tiempo, se había puesto muy pesada con lo de buscar un «seiscientos».

—¿Os ha ido bien con el coche? —le preguntó con sonrisa de sinvergüenza acercándose más de lo que era necesario.

—Tío, sabes que era una chatarra. —No retrocedió—. ¿Qué haces tú aquí?

—Venga te invito a tomar algo. —Le hizo un gesto de cabeza hacia las mesas más apartadas —. ¿Qué tomas?

—Nada. —Volvió a ponerse la cazadora decidiendo no perder el tiempo.

—¿Has venido a mi bar a tomar nada?

—He visto un anuncio de trabajo. Paso, si esto es tuyo.

Él cruzó los brazos sobre su pecho, que era más ancho de lo que Carla recordaba.

—Estás contratada, vamos, te enseño esto.

—Ya no me interesa, de verdad.

—¿Cuál es el problema? —le preguntó mientras pasaba detrás de la barra a por un par de botellines fríos.

Carla se limitó a mover los hombros.

—No me gustas.

—En otro sitio tendrás otro jefe, lo más probable es que no tampoco te guste. —A Carla aquello le pareció razonable —. Inténtalo, pago bien. ¿Cuándo empiezas?

—Dímelo tú.

El chico, a quien todo el mundo conocía por Grajo, le sonrió conforme, dejando a la vista sus colmillos, ligeramente más largos y anchos que los del resto de la gente.

Al mismo tiempo, fuera de la ciudad, un funcionario de prisiones acompañaba a una mujer con dos niñas pequeñas por un pasillo que olía a lejía y plástico.

—Por aquí, señora Hernández. —Le indicó con educación guiándola hacia una sala cuadrada de paredes blancas en la que solo había un reloj, colocado bastante alto, y una mesa metálica que tenía las esquinas redondeadas.

—Shhh…—la mujer se llevó el dedo a los labios pidiéndole a su hija Sandra que estuviese en silencio. Intentó retener también a la otra niña antes de que escapase hacia la puerta abierta. —No hagas eso, Alexandra, siéntate con nosotras.

Alex, que no era hija suya, saltó de alegría cuando un guardia diferente llegó con un hombre de facciones cuadradas y piel tan morena como la suya.

—¿Por qué tienes eso, papi? —Señaló las esposas que el guardia le retiraba.

—¿Te has portado bien con Sheila?

—Me comprará gusanitos si soy buena.

La mujer preguntó a Sandra si quería darle un beso a Gael.

—Vamos, no muerde —la animó con voz amorosa a que se levantase.

—Vale… pero es el papá de Alex. Ahora yo tengo el mío. —Sheila, ahora señora Hernández, se había casado recientemente.

Por un momento la mirada del hombre se oscureció. Acabó riendo cuando ambas niñas se lanzaron a sus brazos. Quince minutos después el guardia regresaba para llevárselo; antes de que lo hiciera la mujer le contó al oído algo que él ya sabía; la manada rival tenía un nuevo Alfa, un joven de esos que aparecen de tanto en tanto sin que nadie cuente con ellos.

Sandra le tiró de la manga.

—Mamá, el señor dice que nos tenemos que ir.

—Controla a Alex por favor —le pidió Gael despidiéndose de ella con un casto beso en la mejilla.

—Las dos estarán bien.

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