September

Valerie Sondè

Fragmento

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1

Septiembre. Esa fecha tan temida por muchos y deseada por otros. Septiembre anuncia el final del verano, esa muerte anunciada del placer sin obligaciones, de las playas calientes y los granizados de limón. Y un día, sin saber cómo, nos encontramos deshaciendo una maleta que aún tiene el fondo lleno de arena y sueños rotos, de postales y de amores efímeros que nunca volverán a nosotros. Y es que septiembre llega siempre para arrastrarnos de vuelta a la realidad, de vuelta a una rutina que muchas veces se nos hace cuesta arriba como una montaña que tenemos que escalar.

Pero no todos odian la llegada de septiembre. También los hay que disfrutan del manto dorado que deja a su paso sobre las copas de los árboles, de la brisa aún cálida que mece la fina hierba del campo, de los nuevos comienzos, de volver a ver las caras de viejos conocidos y de todas las que están aún por conocer.

Adrien Flint tenía sentimientos encontrados con aquel septiembre en particular. Su mujer le había dejado dos meses atrás alegando que no quería desperdiciar su vida con un aburrido profesor universitario que únicamente tenía tiempo para sus libros y sus clases. Era cierto que Adrien pasaba la mayor parte de su tiempo entre páginas o encerrado en su despacho, corrigiendo una y otra vez el mismo guion cinematográfico que jamás daba por terminado, pero nunca pensó que, después de nueve años de matrimonio, Sarah le dejaría, así sin más, para irse a «vivir aventuras», como ella misma había dicho el día que la encontró con las maletas hechas junto al sofá.

Fue una separación cortés, respetuosa y desapasionada, casi fría, tal y como había sido la propia relación. Pero Adrien no se quedó solo, ni mucho menos. Dado que su exmujer pensaba recorrer el mundo, habían acordado que lo mejor era que su hija Elise, de ocho años, se quedase con él durante un tiempo. Pasaron las vacaciones de verano los dos juntos, en una casita de playa que Adrien había alquilado varios meses atrás pensando aún que serían algo parecido a una familia unida disfrutando de la arena y el sol.

A cambio, experimentó la paternidad en todo su esplendor: manchas por todas partes, largos viajes en coche, ruido a todas horas, el agua de la piscina salpicando su guion o el periódico que intentaba leer cada día en su tumbona... Pero lo peor de todo fue cuando Elise, que se manejaba con una soltura asombrosa con todos los dispositivos digitales, le enseñaba cada día las fotos que subía su madre a internet. Al parecer, se había pasado el verano a bordo de yates de lujo acompañada a todas horas de una fiesta itinerante y de hombres musculados y broceados por el sol mediterráneo. Y allí estaba él, con su bañador caqui de hacía diez años, sus abdominales enterrados bajo un par de centímetros de grasa más de lo que le gustaría y sus canas que le acercaban peligrosamente a la cincuentena.

Por eso, para Adrien, septiembre era una oportunidad magnífica para olvidarse de todo aquello y volver por fin a una rutina que le absorbiese y le permitiera tener la cabeza ocupada en otros asuntos.

Adrien llevaba más de quince años en aquella universidad, dedicándose a investigar y a impartir clases sobre filosofía, literatura y cine, su especialidad y particular obsesión. Pero aquel año, a diferencia de los anteriores, tendría que compaginar la universidad con ser padre a tiempo completo.

—¡Elise, arriba! —gritó una mañana mientras se ponía los calcetines a toda prisa—. ¡Nos hemos dormido, vas a llegar tarde el primer día!

Adrien perdió el equilibrio al pisarse el pantalón cuando intentó vestirse, cayendo de bruces al suelo y dándose un golpe en la cabeza que le dejó aturdido durante unos segundos. Al volver a enfocar la vista, encontró debajo de la cama algo que llamó su atención: unas esposas recubiertas de peluche rosa que no había visto en su vida. Las cogió, mirándolas aún confuso por el golpe, pensando cuánto tiempo llevaría su exmujer poniéndole los cuernos en su propia cama. Nunca debió fiarse de aquel tipo, un hombre joven, con la piel del tono exacto del chocolate a la taza y con el mismo aroma, al que habían encargado pintar un mural para la habitación de Elise que le llevó varios meses terminar. Lo peor de todo era que aquel tipo le había caído bien…

—¡Elise, no te lo repito más, vas a llegar tarde! —gritó con la energía de la ira.

—Llevo esperando diez minutos, papá —contestó una vocecilla aguda desde el marco de la puerta.

Elise se encontraba completamente vestida, peinada y desayunada, con su brillante mochila nueva colgada a la espalda. Parecía radiante de emoción por comenzar el nuevo curso.

—¿Qué es eso? —preguntó mirando las esposas rosas con curiosidad.

—Nada —contestó lanzando las esposas en un gesto mecánico, perdiéndolas en el caos del armario abierto—. Vámonos, ¿has guardado el almuerzo?

—Sí.

—¿Los libros?

—Sí.

—¿Lápices?

—Que sí… —Puso los ojos en blanco y resopló con aburrimiento.

—Vale, está bien… —dijo Adrien palpándose los bolsillos y buscando a su alrededor hasta encontrar su maletín—. Estamos listos.

Adrien condujo hasta el colegio de Elise y acompañó a su hija hasta la puerta de su clase, donde una jauría de niños incontenibles gritaba y corría de forma caótica mientras un grupo de madres cuchicheaba en un círculo cerrado. Todas se giraron e interrumpieron de pronto su cháchara al verle aparecer. Parecía que los rumores se extendían rápido y sin duda se habían pasado todo el verano cotilleando sobre su divorcio.

Una de las mujeres se separó del círculo y atravesó la selva de niños salvajes hasta llegar junto a él, mientras el resto de hienas observaba con un interés ávido.

—Adrien, cómo me alegro de verte. —Sonrió con falsedad patente—. Espero que hayas tenido un buen verano. A propósito, aún no he tenido ocasión de decirte cuánto sentí lo de vuestro divorcio cuando me enteré.

—Gracias —contestó Adrien, incómodo, buscando a Elise con la mirada.

—Si necesitas cualquier cosa, lo que sea, no dudes en llamarme —dijo la mujer sacando una pequeña tarjeta de visita de la tela entre su sujetador y su vestido—. Estoy disponible a cualquier hora.

Adrien aceptó la tarjeta con la boca entreabierta, sin ser capaz de articular ninguna palabra, mirando cómo la mujer se alejaba moviendo las caderas en el apretado vestido.

—¡Adiós, papá! —gritó Elise agitando la mano desde la puerta de su clase, donde aquella mujer, la señorita Johnson, profesora de su hija, le guiñaba un ojo mientras los niños comenzaban a llenar el aula.

Adrien se quedó unos minutos dentro de su coche, en el aparcamiento del colegio, tratando de asimilar lo que acababa de ocurrir. No era un hombre especialmente atractivo ni estaba acostumbrado a que nadie fuese tan directo con él. Y mucho menos aquella mujer; Diane Johnson era una auténtica arpía vestida con faldas de tubo ajustadas que aprovechaba los recreos para despedazar y criticar a su siguiente objetivo mientras se fumaba un mentolado. Si lo pensaba bien, a Adrien le entraban escalofríos de pensar que alguien así pudiera ser profesora de primaria.

Condujo con ese pensamiento en la cabeza hasta que llegó a la universid

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