PREFACIO A ESTA EDICIÓN
Para los autores siempre constituye un motivo de satisfacción ver que sus obras siguen suscitando interés a pesar del paso de los años. Este libro se publicó por primera vez en 1980 en una edición inglesa y poco después hizo su aparición en español. Siguió una nueva edición, revisada y ampliada, publicada por la editorial Taurus en 2003.
Recientemente Elena Martínez Bavière, editora ejecutiva de Taurus, nos propuso la revisión y reedición del libro en un formato distinto. Estamos muy agradecidos a doña Elena por su iniciativa y damos las más calurosas gracias a ella y al equipo editorial por el esmero con que la tarea se ha llevado a cabo.
Existen varios motivos para esta nueva presentación. En primer lugar, es un libro que sigue siendo leído y citado. Según parece, nuestra aspiración original —bastante novedosa por aquel entonces— ha conseguido con éxito su objetivo: escribir la historia «total» de un palacio, abarcando el contexto político y cultural de su construcción, su empleo como lugar de recreo para divertir a los reyes y la corte con espectáculos, comedias y fiestas, y su adorno con espléndidas pinturas, tapices y muebles. No cabe duda de que el libro, al combinar la historia y la historia del arte, que tradicionalmente han sido compartimentadas como disciplinas distintas, ha influido en la manera en que ambas especialidades se acercan ahora al pasado.
En segundo lugar, la espléndida edición de 2003, con sus numerosas láminas en color, tenía el aspecto de un volumen ilustrado de gran formato, más apropiado para ser hojeado que para ser leído. Taurus deseaba hacer el libro más accesible y al mismo tiempo menos costoso, al cambiar el formato y reducir el número de imágenes, aunque conservando un buen puñado en color. Damos las gracias a doña Carmen Blasco Rodríguez por proporcionarnos, una vez más, imágenes de algunas de sus magníficas reconstrucciones virtuales del palacio y su entorno.
Por nuestra parte, como autores, nos dimos cuenta de que una nueva versión nos proporcionaría la posibilidad de poner el texto al día. Desde 2004 se ha publicado un número impresionante de libros y artículos que, gracias a nuevas investigaciones archivísticas, aportan información adicional acerca de algunos de los temas tratados aquí. Estas aportaciones, no obstante, no exigían una revisión del texto en profundidad, por lo que hemos optado por incorporarlas dentro de las notas al final del libro, siempre que, a nuestro juicio, añaden algo valioso o discrepan de manera apreciable de nuestras conclusiones. Al mismo tiempo hemos añadido una bibliografía adicional que enumera las publicaciones más relevantes aparecidas entre 2004 y 2016, un caudal que demuestra, entre otras cosas, el renovado interés en el palacio y su contenido.
El tercer motivo proviene de la actualidad del tema. Del palacio original del Buen Retiro, en gran parte destruido durante la invasión napoleónica, quedan solo el Casón y el edificio que albergaba el magnífico Salón de Reinos, el aula ceremonial del palacio. En años recientes el Casón se ha convertido en el Centro de Estudios del Museo del Prado y forma parte del nuevo Campus del Museo. Durante los siglos XIX y XX el Salón de Reinos albergaba el Museo del Ejército, que fue trasladado al Alcázar de Toledo a principios de este siglo, y que dejó vacío el conjunto de la edificación, conocido ahora con el citado nombre de Salón de Reinos, aunque en realidad el Salón constituía solo su parte central.
En 2015 el gobierno adscribió este edificio al Museo del Prado, y el Patronato y la Dirección del Museo han ido considerando cuál sería la mejor manera de renovarlo y utilizarlo. Recientemente, en 2016, se ha convocado un concurso, cuyo resultado está pendiente de resolución, para encontrar el arquitecto y el proyecto más apropiados para una obra de tal envergadura e importancia histórica y cultural.
En el año 2000 el Museo publicó un librito, El palacio del Buen Retiro y el Nuevo Museo del Prado, en el cual se bosquejó un proyecto para el futuro empleo del edificio. En él se propuso la restauración del antiguo Salón de Reinos y el regreso a sus paredes de las pinturas que originalmente las adornaban, y que hoy se conservan en el Prado. También se planteó emplear las otras salas de la edificación para las grandes series de pinturas de paisajes y de escenas de la Roma imperial, encargadas para el palacio, junto con otras relacionadas con los gustos y la vida cortesana de ese gran mecenas de las artes, Felipe IV. En esta línea, en 2005 se organizó en la galería central del Prado, bajo el título El palacio del Rey Planeta, una magnífica exposición de las pinturas de Velázquez y otros artistas de la corte que constituían el programa iconográfico del Salón de Reinos.
Desde entonces han surgido varias propuestas sobre el futuro del Salón y del edificio. Como autores de este libro, siempre hemos sido partidarios no de una restauración historicista del antiguo Salón, que desde luego sería imposible, sino más bien una evocación de lo que fue en su época de gloria. Tenemos la esperanza de que este libro, en su nuevo formato, ayude a los lectores a que se formen su propia opinión sobre las diversas propuestas para el futuro de este edificio icónico del Madrid del siglo XVII y de la España de los Austrias.
Princeton y Oxford, 30 de agosto de 2016
PREFACIO
A lo largo de la historia de la civilización occidental, el palacio principesco ha sido un poderoso símbolo político y social. Además de servir como residencia del monarca y como centro de gobierno, el palacio constituía la manifestación más expresiva de las riquezas y la gloria obtenidas a través del dominio de los hombres y las tierras. Por su propia naturaleza, se convirtió en exponente de los valores de la clase rectora; en él se reunían, ordenaban y expresaban de forma visual una serie de ideas. Mediante la reconstrucción de la historia de estos edificios y mediante el análisis de su arquitectura, su decoración y su utilización, el historiador puede llegar a recrear actitudes espirituales y culturales que son cruciales para nuestra comprensión del pasado.
Los grandes palacios construidos en Europa durante los periodos renacentista y barroco resultan particularmente aptos para este tipo de estudio. Fue aquella la era del príncipe, cuando unos pocos hombres y mujeres poseían el control de enormes recursos humanos y financieros. Fue también un periodo de intensa rivalidad política, en la cual la propaganda y la ostentación adquirieron inusitada importancia. Estas condiciones impulsaron las construcciones áulicas y el esplendor de la vida cortesana. Los teóricos políticos defendían el ideal de magnificencia como atributo indispensable del príncipe, y la magnificencia no podía mostrarse de mejor manera que en los espléndidos edificios que albergaban cortes fastuosas. Muchos de los palacios que fueron construidos o reconstruidos con este objeto son de sobra conocidos: Fontainebleau, el Louvre y Versalles; el Vaticano, el Pitti y el Barberini; Whitehall y el palacio de Saint James.
No menos impresionantes, aunque peor conocidos, fueron los palacios construidos por los reyes de España, quienes durante casi ciento cincuenta años dominaron la política europea. Carlos V, Felipe II y Felipe IV se cuentan entre los mecenas y constructores más importantes de los inicios de la Europa moderna, pero lo que fueron capaces de realizar en estas esferas permanece en gran parte ignorado. Poca información hallará el lector curioso por conocer la historia e importancia de las construcciones de Carlos V y Felipe II: El Escorial, los alcázares de Madrid, Toledo y Sevilla, el palacio de Carlos V en Granada y las casas de campo de Aranjuez y el Pardo. Del mismo modo, solo muy recientemente han comenzado a recibir atención las empresas decorativas y arquitectónicas de Felipe IV. Al estudiar detenidamente uno de tales proyectos esperamos alentar el creciente interés en el tema y devolver a España el lugar que se merece en la historia política y cultural de las construcciones palaciegas.
El palacio del Buen Retiro fue construido durante la década de 1630 en las afueras de Madrid. Se inició como una modesta ampliación de las habitaciones reales anejas a la iglesia de San Jerónimo, pero se fue convirtiendo rápidamente en un vasto palacio situado en un inmenso parque ajardinado. Por fuera, el Retiro era un edificio más bien vulgar, pero su interior se encontraba ricamente amueblado y decorado y de sus paredes pendía una extensa colección de pinturas procedentes de diversas ciudades europeas. Rubens, Lorrain y Poussin estaban bien representados, y La rendición de Breda de Velázquez, obra maestra de la pintura del siglo XVII, fue encargada especialmente para el gran salón central, el Salón de Reinos.
El Retiro fue construido por dos razones, la primera de las cuales viene expresada en su propio nombre: para ser usado como lugar de descanso y recreo conveniente por el monarca, un lugar donde escapar de las preocupaciones de su posición sin los problemas y desembolsos de un viaje al campo. Los palacios o villas suburbanas abundaban en las capitales europeas, aunque en Madrid faltasen. La segunda razón, relacionada con la primera, era crear un marco en el que el rey pudiera actuar como gran protector de las artes. El rey protegería las artes y estas le glorificarían. Daba la casualidad de que Felipe IV era un experto y entusiasta connoisseur de la pintura y el teatro. Para satisfacer sus aficiones el Retiro se convirtió en escenario de espectáculos y obras teatrales, las mejores de las cuales salieron de la pluma de Calderón y fueron brillantemente puestas en escena por el escenógrafo florentino Cosimo Lotti. Estos espectáculos áulicos contribuían grandemente a realzar la imagen del monarca en otras cortes, en las que la liberalidad, como se la denominaba, se contaba como una de las virtudes principescas.
Pero España no estaba como para liberalidades. La espléndida corte de Felipe IV y su palacio vieron la luz en una década en la que el país se vio agobiado por los reveses militares y la crisis económica. En este ambiente de derrota y miseria, el Retiro y todo lo que contenía llegaron a convertirse en símbolos del mal gobierno y del despilfarro de recursos financieros que eran vitales para el sostén de la Monarquía. Súbitamente la marcha de los acontecimientos había dejado atrás las ideas tradicionales sobre el comportamiento del rey: el esplendor de la corte se vio empañado por la crisis y la decadencia.
En el centro de la tormenta que se avecinaba se encontraba el valido del rey, el conde-duque de Olivares, protagonista de este libro. La personalidad de Olivares, compleja y contradictoria, dio forma al Retiro al igual que a los destinos de España durante las décadas de 1620 y 1630. Fue él quien concibió la idea de construir el palacio, quien reunió el dinero para realizarlo y supervisó hasta el último detalle de su planificación, construcción y administración, hasta que inevitablemente el edificio se convirtió en símbolo del fracaso de su régimen.
Este es el periodo de la historia del Buen Retiro que hemos elegido para nuestro estudio, hasta la caída de Olivares en 1643, porque en nuestra opinión ilustra las complejas relaciones entre el arte y la política en un momento crítico en la historia de las monarquías occidentales. El Retiro tiene una historia posterior a esa fecha, aunque más bien triste. La fábrica estaba tan mal hecha que pronto se encontró ruinosa. Para mediados del siglo XIX, después de un periodo de abandono, guerra y de nuevo abandono, poco quedaba del palacio excepto el parque, e incluso este apenas era sino una vaga sombra de pasados esplendores.
Sin embargo, aunque el palacio haya desaparecido, ha dejado su huella en la historia de la civilización europea. Olivares pretendió crear una corte brillante en torno al monarca y el Retiro fue planeado como su marco. El dinero que tuvo que sustraer de otras necesidades del Estado para crear esa corte fue a parar a los bolsillos de pintores, escultores, arquitectos, poetas, dramaturgos, actores y músicos que desplegaron sus artes en el Retiro. Los nombres de Velázquez, Zurbarán, Quevedo, Calderón, Lope de Vega, Francisco de Rioja, Giovanni Battista Crescenzi, Cosimo Lotti y otros artistas menos conocidos ocupan un puesto en la historia del palacio, al igual que en la del Siglo de Oro español. Sería exagerado afirmar que ambas historias sean una sola; pero dentro de los muros del Retiro es posible contemplar un muestrario de las actividades artísticas que dieron brillo a este periodo de la historia de España y también comprender mejor las causas de tan notable explosión de vitalidad cultural en una época de decadencia económica.
Quizá sea útil alguna explicación sobre el enfoque que hemos adoptado en este libro. No se trata de una obra de «historia de la arquitectura» o de «historia del arte» en el sentido habitual de estos términos. Tampoco se trata, simplemente, de un estudio de las premisas políticas, sociales y culturales en que se fundó la edificación de un palacio. Lo que hemos pretendido es ofrecer una historia «total» y comprensiva de las circunstancias que rodearon la construcción y el uso original de un importante palacio europeo, en la medida en que lo permite el carácter fragmentario de los testimonios existentes.
A lo largo de los años el Buen Retiro ha estimulado el interés de algunos investigadores, y nuestro reconocimiento debe dirigirse en primer lugar a aquellos autores, desde historiadores del arte hasta estudiosos de la literatura, cuya labor hizo la nuestra más fácil. Ninguno de ellos, sin embargo, intentó hacer una síntesis de todos los elementos de la historia del modo en que nosotros lo hemos intentado. Prácticamente en todos los casos hemos vuelto a los archivos en busca de los documentos originales, aun cuando estos hubiesen sido ya citados, y hemos buscado enriquecer el relato con material documental inédito. Tenemos una honda deuda de gratitud contraída con los numerosos archiveros que tanto dentro como fuera de España nos concedieron generosamente su tiempo y su atención, y tan solo lamentamos que su crecido número haga imposible nombrarlos a todos. Quisiéramos, pese a ello, mencionar especialmente al personal y archiveros del Archivo General de Simancas y del Archivo Histórico de Protocolos de Madrid, lugares ambos donde pasamos muchas horas enriquecedoras.
Queremos expresar también nuestra gratitud a David Coffin por compartir con nosotros su excepcional conocimiento de la historia de villas y jardines en el Renacimiento, así como a René Taylor y a Catherine Wilkinson Zerner por su información sobre la arquitectura de los Habsburgo españoles. Enriqueta Harris discutió con nosotros determinadas ideas relativas a la pintura durante el reinado de Felipe IV. Felipe Ruiz Martín y José F. de la Peña contribuyeron con valiosas sugerencias durante numerosas charlas sobre la España del siglo XVII que tuvieron lugar en el Institute for Advanced Study durante el año académico 1978-1979. Irving Lavin y Kathleen Weil-Garris aportaron información que nos ayudó a formular algunas ideas del capítulo VI. Algunas partes de este libro fueron presentadas por primera vez en dos seminarios dirigidos por Jonathan Brown en el Institute of Fine Arts de la Universidad de Nueva York; queremos señalar nuestra gratitud a los miembros de los citados seminarios, muy especialmente a Barbara von Barghahn, Marcus Burke y Steven Orso, cuyas eruditas intervenciones han facilitado considerablemente nuestra labor.
Félix Gilbert tuvo la amabilidad de leer un primer borrador del libro, aportando excelentes sugerencias que han contribuido a mejorarlo. También en esta primera fase leyeron la obra Richard Ollard y Rosalie Siegel, quienes nos ayudaron con su consejo y aliento. Peggy Van Sant mecanografió una y otra vez los capítulos con inagotable paciencia, eficacia y buen humor. Queremos igualmente expresar nuestro agradecimiento a Sergio Sanabria, quien proporcionó los dibujos de arquitectura, y a Philip Evola por su labor fotográfica.
Queremos también dar las gracias al encargado de la edición inglesa, John Nicoll, por el entusiasmo y atención con que transformó nuestro manuscrito en libro.
Para la versión española del libro hemos hecho algunas ligeras revisiones al texto original. Deseamos expresar nuestro profundo agradecimiento a María Luisa Balseiro por el esmero con que ha cuidado esta edición.
Princeton, 14 de agosto de 1981
PRÓLOGO
La elección de Madrid como capital de la Monarquía española significó el triunfo de la política sobre la plausibilidad. Cuando en 1561 Felipe II trasladó allí la corte desde Toledo, solo él pareció ser consciente de haber tomado una decisión concluyente y de duraderas consecuencias. Hasta ese año había sido costumbre que los reyes de Castilla establecieran su corte en las principales ciudades de la meseta Central. Toledo, Valladolid y Segovia la alojaron con mayor frecuencia que las restantes ciudades del reino, y en consecuencia se pensó que el traslado a Madrid ordenado por Felipe sería temporal. Pero una corte itinerante tiene sus inconvenientes, máxime cuando el soberano es señor de un imperio mundial y diariamente espera recibir noticias de los más remotos rincones de la tierra. En esta ocasión, una vez que la corte se hubo instalado en Madrid y los meses se hicieron años, empezó a parecer que los días de peregrinaje eran ya cosa del pasado; España, al igual que Francia e Inglaterra, iba a tener su capital.
Pero ¿por qué Madrid? Desde aquella fecha hasta nuestros días viene repitiéndose la misma pregunta, que nunca ha recibido una respuesta plenamente satisfactoria[1]. Varias ciudades de Castilla podían reclamar para sí la capitalidad con mucha mayor razón que aquella villa ruin asentada a orillas de un riachuelo, el Manzanares, en medio de la árida meseta castellana. Valladolid en especial, como sede de la Cancillería, el tribunal más importante de Castilla, parecía destinada a un futuro glorioso. La corte residió frecuentemente en ella, y durante el siglo XV y comienzos del XVI se reunieron allí las Cortes más que en ninguna otra ciudad de Castilla. El emperador Carlos V, que no solía permanecer mucho tiempo en un mismo lugar, estuvo allí un año entero, en 1521-1522. Su hijo Felipe nació en Valladolid en 1527 y vivió en ella de 1536 a 1538, y de nuevo, como regente de su padre, de 1543 a 1545. En aquellos años intermedios del siglo XVI, Valladolid fue adoptando paulatinamente el aspecto de una capital política y administrativa; la alta nobleza, consciente de ese hecho, construyó o alquiló casas en la ciudad, para estar cerca de la sede del poder[2].
Pero la baza que Valladolid parecía tener al alcance de la mano en la década de 1550 se desvaneció de improviso. A los ojos de Felipe II (1556-1598), la ciudad quedó contaminada por el descubrimiento de un nido de herejes, que fueron enviados a la hoguera en 1559. En ese mismo año, el rey trasladó la corte a Toledo para no volver jamás. Durante el reinado de Felipe III (1598-1621) Valladolid hizo un último esfuerzo por anular el veredicto de hacía casi medio siglo: en 1601 el duque de Lerma, valido del nuevo rey, trasladó de nuevo allí la corte por motivos de conveniencia política y personal. Pero esa mudanza no tuvo éxito, y en 1606 rey y gobierno volvieron a Madrid, que desde entonces sería residencia definitiva de la corte.
Como sede de la capital, Madrid podía ofrecer algunas ventajas, aunque modestas. La sierra del Guadarrama se encontraba próxima y la campiña circundante abundaba en caza para las monterías reales. Aunque abrasada por el sol en verano y barrida por glaciales vientos del norte en invierno, Madrid poseía al menos un clima seco, mientras que Toledo, que albergó a la corte de 1559 a 1561, había resultado húmeda en exceso para la salud de la reina. Madrid contaba además con amplias reservas de leña para el suministro de los braseros, y su agua, alabada como de pureza excepcional, se juzgaba suficientemente abundante para cubrir las necesidades de una villa en expansión. Esto último resultó ser menos cierto para los terrenos elevados de la zona este, lo que complicó considerablemente la labor de los contratistas cuando se iniciaron las obras del palacio del Buen Retiro y comenzaron a plantarse los jardines. Pero no puede decirse que la suma de todas estas condiciones constituyera un argumento decisivo a favor de Madrid, que, situada sobre una meseta reseca que muy pronto se vería despojada de arbolado, solo poseía una ventaja de peso sobre sus rivales más próximas: su emplazamiento central en la península Ibérica. En el momento en que Felipe II decidió establecer allí su corte, bien pudo ser esa la razón que inclinó la balanza.
A mediados del siglo XVI el centro económico de Castilla se iba alejando de las ciudades del norte en dirección al sur, que gracias al tráfico con las Indias mostraba signos de prosperidad. Un correo a caballo necesitaba seis días para llegar a Valladolid desde Sevilla, el emporio del Atlántico español; y aunque también Madrid quedaba lejos, al menos era equidistante de Sevilla en el sur y Laredo en el norte[3]. Para un hombre tan adicto a los principios geométricos y a la planificación racional como era Felipe II, tal centralidad debió representar un poderoso atractivo. La localización de la sede del gobierno en el centro mismo de la península simbolizaba convenientemente su ideal de una equidad salomónica en la conducción de sus numerosos reinos. «Era razón —escribió su biógrafo Cabrera de Córdoba— que tan gran monarquía tuviese ciudad que pudiese hacer el oficio del corazón, que su principado y asiento está en el medio del cuerpo para ministrar igualmente su virtud a la paz y a la guerra a todos los Estados[4].»
El deseo de centralidad de Felipe pesó, pues, considerablemente en favor de Madrid. Por otro lado, la villa poseía ciertas vinculaciones significativas con la Monarquía. Había en ella un castillo real, el alcázar (figura 1), que con algunas modificaciones podía dar acomodo a la corte y el gobierno; y en su extremidad oriental poseía, con el monasterio de San Jerónimo, una importante fundación religiosa y centro de ceremonias, sobre la cual los reyes de Castilla habían derrochado su mecenazgo. Finalmente, había alrededores idóneos para edificar mansiones de recreo: el Pardo, al norte, poseía excelente caza, y Aranjuez, al sur, bellos jardines y bosques.
1. Anton van der Wyngaerde: Madrid y el Alcázar, 1563-1570. Viena, Nationalbibliothek, Cod. Min. 41.
Cuando la corte se trasladó allí en 1561, Madrid era una villa de solo unos 2.500 hogares[5], y la llegada de un enjambre de cortesanos y personas al servicio real lógicamente impuso una carga excesiva sobre sus limitados recursos. Sus desdichados habitantes se vieron obligados a reservar los pisos superiores de sus casas para el acomodo de los ministros; ante esto reaccionaron construyendo casas de una sola planta, las llamadas «casas de malicia», que así se veían exentas de tan onerosa obligación. Creciendo en sentido más horizontal que vertical, bajo el reinado de Felipe II Madrid tomó el aspecto de una ciudad provisional, a medida que surgían edificios construidos a toda prisa a lo largo de los caminos que conducían a Segovia, Toledo y Alcalá de Henares. Conforme la villa se iba extendiendo, tendió a alejarse del alcázar, encaramado en las alturas occidentales sobre el Manzanares, y a avanzar en dirección este, siguiendo la vía principal, la calle Mayor, hacia la encrucijada central, la Puerta del Sol, y de aquí nuevamente hacia el este hasta alcanzar la pradera boscosa conocida con el nombre del Prado (figura 2)[6].
2. Plano de Madrid de Pedro Texeira. 1656. Madrid, Biblioteca Nacional.
La mudanza de la corte a Valladolid entre 1601 y 1606 significó tan solo retrasar momentáneamente la rápida expansión que experimentaba la villa. A partir de 1606, cuando quedó claro que la corte quedaba establecida definitivamente en ella, gentes de toda Castilla afluyeron a Madrid, para creciente preocupación del gobierno. La Corona intentó controlar esta inmigración ordenando a los señores la vuelta a sus haciendas, con la esperanza de que tal medida aliviaría a la corte de las hordas de domésticos y parásitos, pero todo fue inútil. En 1617 la población de Madrid se situaba en torno a las 150.000 almas, el doble que veinte años atrás[7]. La febril actividad constructiva no llegaba a satisfacer la incesante demanda de nuevas viviendas, en su mayor parte ruines edificaciones de ladrillo y tapial, a consecuencia de la escasez de cal en la zona y de la falta de canteras más próximas que las de El Escorial. Las calles eran sucias y muy transitadas, y la villa comenzaba a derramarse sobre los campos circundantes, pues —como descubrían con sorpresa los visitantes extranjeros— Madrid poseía puertas pero no murallas. Tan solo en 1625 se ordenó construir una cerca de adobe en sustitución de los muros medievales, que habían sido demolidos como resultado de la fiebre de edificar[8].
Así pues, las décadas iniciales del siglo XVII fueron en Madrid, al igual que en Londres y París, una época de edificación y expansión urbana. Pero, al contrario que en las de Inglaterra y Francia, en la capital de España la edificación partió prácticamente de cero. En teoría, esta circunstancia proporcionaba una gran oportunidad para hacer un urbanismo racional del tipo emprendido en París por Enrique IV y Sully[9]. En la práctica, las únicas fuerzas que controlaron el crecimiento de Madrid fueron las económicas. Tan solo en una ocasión se llegó a crear un espacio urbano bien ordenado: la Plaza Mayor, construida entre 1617 y 1619 por el arquitecto de corte Juan Gómez de Mora[10]. Esta plaza, un amplio espacio abierto que mide 10,45 metros por 10,18 metros, se rodeó de casas de cuatro plantas construidas sobre soportales de granito y en ocasiones sirvió para el montaje de importantes espectáculos públicos. Por lo demás, Madrid fue modelada por las circunstancias. La nobleza, que afluía crecientemente a la corte[11], construyó sus mansiones a lo largo de la calle Mayor: casas con severas fachadas de ladrillo, embellecidas tan solo por los portalones de granito y los balcones de hierro, en las que toda ostentación quedaba reservada para el interior, donde colgaban cuadros y tapices y se alojaban hermosas piezas de mobiliario. Sin embargo, se fueron poniendo de moda las zonas cercanas a las puertas de la villa, especialmente el extremo oriental de Madrid, para la construcción de grandes casas o palacios privados con amenos jardines adecuados para las recepciones[12].
A principios del siglo XVII los confines orientales de Madrid quedaban definidos por una avenida, el Prado de San Jerónimo, y sus prolongaciones: el Prado de Atocha y el Prado de los Recoletos Agustinos. Era aquella una larga arteria bordeada de árboles y fuentes, que constituía un lugar de recreo favorito del pueblo. Al Prado de San Jerónimo se llegaba por dos importantes vías que radiaban del corazón de la villa: la calle de Alcalá y la carrera de San Jerónimo. Los encantos del Prado eran fundamentalmente suburbanos; en él, los habitantes de una ciudad superpoblada y maloliente podían disfrutar de aire puro y espacios abiertos sin tener que desplazarse demasiado lejos del centro. En poco tiempo, la nobleza y los funcionarios de la corte comenzaron a construirse casas y jardines que fueron formando un cinturón entre la ciudad y el campo.
Más allá del Prado, hacia el este, el terreno se elevaba suavemente y salvo unas pocas construcciones se encontraba vacío. Un mapa de la villa levantado hacia 1630 nos muestra esta zona de forma algo comprimida (figura 3). En la parte norte, arriba, cerca de la Puerta de Alcalá, se distinguen dos jardincillos cercados. El situado más al norte pertenecía al marqués de Tavara; el otro, más al sur, al marqués de Povar. La edificación más importante, sin embargo, era el monasterio de San Jerónimo, que había dado su nombre al prado que se extendía a sus pies. Según puede verse en el plano, el monasterio se componía de una iglesia flanqueada en su lado sur por dos claustros. Detrás de este complejo había una gran extensión cercada y bien provista de árboles, la llamada Huerta de San Jerónimo.
3. El Prado y el monasterio de San Jerónimo en el plano de Madrid de De Wit. Hacia 1630. Madrid, Biblioteca Nacional.
Fue aquí, en torno al núcleo del monasterio de San Jerónimo, donde la Corona construyó durante la década de 1630 el enorme conjunto de palacio y jardines conocido como el Buen Retiro. Fue una empresa grandiosa, aunque precipitada, que alteró para siempre la faz de la capital y amplió considerablemente sus límites. Del mismo modo que el viejo palacio real, el Alcázar, señalaba el confín occidental de Madrid, el nuevo palacio real del Retiro vino a señalar su confín oriental. De hecho, el Retiro puede ser considerado como el legado más importante de la casa de Austria a la vida de Madrid del siglo XVII.
El Retiro de hoy, sin embargo, no es el Retiro que crearon Felipe IV (1621-1665) y su principal ministro, el conde-duque de Olivares. Lo que ellos construyeron fue un palacio real de recreo, situado entre espaciosos jardines, para el disfrute de una gran corte. Ese palacio quedó destruido en su mayor parte durante la guerra de la Independencia, y los jardines, totalmente reformados, se han convertido en un extenso parque municipal.
La historia del Retiro en sus días de esplendor —la era de Felipe IV y del conde-duque de Olivares— constituye, pues, un ejercicio en el arte de la reconstrucción más delicado de lo que suele ser habitual. En su tiempo fue alabado desmedidamente y no menos desmedidamente criticado. Desde entonces su historia ha estado cubierta por el manto del olvido. En el drama alegórico de Calderón El nuevo palacio del Retiro (1634), uno de los personajes pregunta atónito: «¿Qué fábrica esta ha sido? / ¿Para quién? ¿Para quién se ha prevenido / esta casa, este templo, / última maravilla sin ejemplo?».
Todavía no es demasiado tarde para ofrecerle algunas respuestas.
I
EL GRAN REFORMADOR
UNA HERENCIA DERROCHADA
Colgaduras de terciopelo negro recubrían los muros del templo monástico de San Jerónimo el Real. En la capilla, iluminada por la luz temblorosa de unos dos mil cirios, se alzaba un catafalco majestuoso. Sus doce columnas dóricas, tres por cada lado, remataban en cuatro frontones que sostenían dieciséis enormes estatuas alusivas a las virtudes del difunto: la Gloria y la Fama, la Fe y la Prudencia, la Continencia y la Mansedumbre, la Liberalidad y la Religión, la Piedad y la Clemencia, la Justicia y la Victoria, la Paz y la Benignidad, la Verdad y el Honor. El monumento culminaba en un soberbio obelisco y una corona. La tumba propiamente dicha aparecía recubierta por un rico brocado, y el elegante epitafio de Philippo III. Hispan. Regi potentissimo procuraba sacar el mayor brillo de los más bien mediocres logros de ese hombre de cuarenta y dos años que durante veintidós, seis meses y dieciocho días había ocupado el trono más enaltecido del mundo occidental[13].
Felipe III había caído gravemente enfermo al volver a Madrid de una visita de estado a Portugal en 1619, pero después pareció bastante recuperado. Su muerte prematura, el 31 de marzo de 1621, acaecida tras breve enfermedad, sorprendió a todos. De acuerdo con el protocolo seguido a la muerte de su padre, Felipe II, en 1598, su cuerpo fue depositado en El Escorial, donde a la sazón se construía un panteón real. El nuevo rey, Felipe IV, de dieciséis años de edad, se retiró con su hermano, el infante don Carlos, durante los treinta y seis días de luto oficial al cuarto Real del monasterio de San Jerónimo, donde habían de celebrarse las exequias regias.
El domingo 2 de mayo los miembros de los consejos reales acudieron de forma oficial a San Jerónimo para expresar su condolencia, y al día siguiente tuvieron lugar las exequias con gran pompa y aparato. El día 4 se izó el pendón real en varios puntos de Madrid —la plaza Mayor, la plaza de la Villa, el convento de las Descalzas, donde la nueva reina se había retirado para el luto en compañía de la hermana del rey, María, y el más joven de sus dos hermanos, el cardenal-infante don Fernando[14]— y se proclamaron públicamente los títulos del nuevo rey. Dos días más tarde, Felipe IV, claramente necesitado de algún alivio tras las opresivas jornadas de luto, hizo una escapada fugaz a los campos de caza para volver a su retiro monástico por la noche[15]. Desde allí, el domingo día 9, haría su entrada pública en Madrid, en solemne procesión a lo largo de calles ricamente engalanadas hasta el palacio del Alcázar[16].
La vuelta del rey al Alcázar ponía punto final a los solemnes ritos que acompañaban la muerte de un rey y la ascensión de otro, ceremonias para las que San Jerónimo se había convertido en marco tradicional. Unas semanas más tarde, el rey ordenaba que se pagase a la comunidad la suma de 360 ducados en compensación de los desperfectos causados en el suelo de la iglesia por la erección del pesado catafalco[17]. De nuevo una relativa calma había descendido sobre los claustros de San Jerónimo, calma que el prior y la comunidad pronto habrían de recordar con añoranza. Pues en muy poco tiempo volvieron a resonar los patios al eco de martillazos y la paz bucólica de las huertas monásticas se vio perturbada por el estrépito de la construcción de un nuevo palacio suburbano.
Antes de comenzar la construcción de un nuevo palacio junto a San Jerónimo, sin embargo, hubo de atender la corte a otras tareas más urgentes de demolición y edificación. Tirso de Molina, uno de los más deslumbrantes dramaturgos de la época, escribiría más adelante, refiriéndose a aquellos días de abril de 1621: «Murió el católico y piadosísimo Philippo, tercero de este nombre. Desencasáronse las fábricas que con su favor veneraba tanta monarquía. Sucedieron nuevos arquitectos con el rey nuevo»[18]. Para Tirso, quien rememoraba con nostalgia una época ya pasada, los nuevos arquitectos no eran sino destructores empeñados en el desmantelamiento del antiguo edificio de la Monarquía española. Como era de esperar, ellos veían su actividad bajo una luz muy distinta. Desde su punto de vista, el joven rey había heredado un trono en bancarrota. El edificio que el difunto monarca confiara a manos corruptas e incompetentes se estaba desmoronando. A ellos incumbía fortalecer los cimientos y apuntalar los muros vacilantes, demoler algunas nuevas y extravagantes adiciones que amenazaban con desplomar el edificio entero, y después, gradualmente, intentar devolver a la mansión su pasado esplendor.
Este edificio otrora espléndido pero ahora venido a menos es el que generaciones posteriores hemos conocido con el nombre de «imperio español», pero que para los contemporáneos era «la Monarquía». En realidad se trataba de una estructura compuesta, formada en parte de modo accidental, que con el correr de los años había ido recibiendo nuevas y dispares adiciones y que, en consecuencia, carecía de la uniformidad que pedía el gusto de los nuevos tiempos. Sus comienzos se remontan a 1469, cuando Fernando, heredero de la Corona de Aragón, e Isabel, heredera de la de Castilla, se unieron en matrimonio y decidieron juntar ambas herencias (cuadro I). A partir de entonces se le irían añadiendo partes nuevas en rápida sucesión: Granada, tomada a los moros en 1492; las Indias, que en ese mismo año comenzaron como un pequeño territorio pero que gradualmente fueron creciendo hasta abarcar una inmensa extensión; y en 1515 Navarra, ante la indignación de la vecina Francia. Al año siguiente, cuando la herencia recayó en el joven Carlos de Gante, quien pronto adquiriría el título imperial con el nombre de Carlos V, se añadieron nuevas e impresionantes adiciones.
Hacia los años finales del reinado de Carlos V la estructura se había hecho inmanejable y el emperador no pudo llevar a cabo su intención original de hacerla llegar intacta a las manos de su hijo Felipe II. Una parte, junto con el título imperial, hubo de ser cedida a los primos austriacos de Felipe, pertenecientes a la rama más joven de la casa de Habsburgo, aunque Felipe retuvo toda una zona periférica en los Países Bajos que habría de causarle muchos quebraderos de cabeza. Pero incluso después de tal división la herencia seguía siendo de dimensiones excepcionales, y Felipe la acrecentó aún más, incluyendo Portugal y sus posesiones, territorios a los que accedió por herencia en 1580. La Monarquía se encontraba entonces en el ápice de su extensión: una heredad inmensa y más bien desigual, pero guiada con un ojo atento al menor detalle por su dueño, que era al mismo tiempo único administrador de su patrimonio.
Todo esto, sin embargo, había de cambiar cuando Felipe III sucedió a su padre en 1598. El nuevo rey carecía de la inteligencia y la ilimitada capacidad de trabajo de su predecesor, y rápidamente transfirió sus responsabilidades a un miembro de la nobleza, don Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, quien pronto habría de ser el primer duque de Lerma. Al elegir un valido, Felipe III sentaba la pauta que seguirían los monarcas de principios del siglo XVII: Jacobo I de Inglaterra tuvo a su duque de Buckingham, el joven Luis XIII de Francia a su duque de Luynes y Felipe III a su duque de Lerma[19].
En las décadas iniciales del siglo XVII, cuando una Europa agotada por las dilatadas guerras de la segunda mitad del XVI pudo alcanzar por fin una paz precaria, la deslumbrante figura del valido parecía encarnar en su persona el símbolo idóneo de tiempos nuevos y más reposados. Campeón en las intrigas de pasillo para conseguir el favor del príncipe, tenía el mundo a sus pies. Con algo de ministro, algo de cortesano y algo de confidente real, el valido procuraba, cual brillante mariposa, aprovecharse al máximo de los fugaces días soleados antes de que volviera el invierno. Los primeros años del siglo XVII fueron en toda Europa occidental años de enormes dispendios: en edificios y espectáculos de corte, en joyas y trajes suntuosos, en pompas y diversiones ceremoniales. Y el favorito, con acceso ilimitado a la bolsa del rey, podía con toda facilidad superar a sus rivales en esta febril competencia.
El duque de Lerma responde perfectamente a esta imagen que, de hecho, ayudó a configurar. Astuto, indolente, avaricioso, derramó prodigalidad sobre su innumerable parentela de Sandoval y sobre una horda de desaforados aspirantes, todo ello sin dejar de amasar, al mismo tiempo, una espléndida fortuna personal. Gracias a ella vivió con magnificencia principesca hasta que de mala gana hubo de retirarse en 1618, consolado por una birreta cardenalicia, al palacio construido por el arquitecto de la corte Francisco de Mora en sus posesiones ducales de Lerma. Tuvo que sufrir la humillación de verse suplantado en la corte por su propio hijo, el duque de Uceda; pero el hijo carecía de la habilidad política del padre, y en cualquier caso la tónica de los tiempos comenzaba a cambiar. En España, por lo menos, la época del valido despreocupado había terminado ya incluso antes de ser oficialmente enterrada junto con Felipe III; por ello no debe sorprender que Uceda siguiera rápidamente el mismo camino que su real señor, a una oscuridad que era su lugar natural.
Cuadro I. Los Habsburgo españoles (versión simplificada).
¿Qué había sucedido para provocar tal mutación? Lerma, que a pesar de su aparente aversión al ejercicio del gobierno poseía indudable capacidad política, había conseguido reconducir a su país a la paz después de las largas guerras de Felipe II: paz con Inglaterra en 1604 y paz, en forma de una tregua de doce años, con las provincias rebeldes de los Países Bajos en 1609. Pero una vez conseguida la paz, no se supo sacar partido de ella. La hacienda real, gravada con el formidable peso de las deudas acumuladas, siguió sumida en el caos; por otro lado, durante la segunda década del siglo comenzaron a descender de manera alarmante las remesas de plata de las Indias, que tan decisivas habían sido en el pasado para mantener a la Corona a flote.
La situación se agravaba por la falta de equidad con que se repartían las cargas impositivas dentro de la Monarquía. Los distintos acuerdos constitucionales a través de los cuales, en distintas épocas, diferentes reinos y provincias habían aceptado la soberanía de los reyes de España se traducían en graves desigualdades en la carga tributaria que cada uno de ellos debía soportar[20]. Los virreinatos italianos —Nápoles y Sicilia— constituían territorios de explotación relativamente fácil, pero la mayor parte de lo recaudado solía ser consumida allí mismo. La Corona de Aragón conservaba vigorosas instituciones parlamentarias que limitaban la capacidad de la Monarquía para interferir en sus formas de gobierno o para aumentar los impuestos. También Portugal se encontraba bien protegido gracias a las condiciones bajo las cuales había aceptado la soberanía de Felipe II en 1580. Debido a estas circunstancias la Corona adquirió el hábito de recurrir a Castilla, el mayor y más populoso de los reinos peninsulares, en busca de caudales para su hacienda y de hombres para sus guerras.
Aunque Castilla poseía sus Cortes, compuestas por treinta y seis procuradores de dieciocho ciudades, este organismo no era lo bastante fuerte para oponerse eficazmente a las incesantes demandas tributarias de la Corona. A principios del siglo XVII las consecuencias de todo ello estaban a la vista. En una tierra árida y desolada donde, como señalara una vez el conde de Gondomar, se podía viajar días y días sin encontrar una cama donde dormir[21], el campesinado aplastado por los tributos apenas conseguía arañar una existencia miserable, sin otra alternativa que la de ir a engrosar las filas de los parados o de los infraempleados en ciudades ya de por sí superpobladas como Madrid y Sevilla. En una sociedad de unos cinco millones de individuos, con cerca de ciento setenta nobles titulados en su cúspide[22], un enorme y poderoso estamento eclesiástico y una burocracia hinchada, los elementos productivos se veían salvajemente castigados por un sistema fiscal injusto que eximía del pago de impuestos a los bien nacidos o bien situados.
El gobierno corrompido y disoluto del duque de Lerma carecía de voluntad política para encarar unos problemas que cada vez suscitaban mayor y más extendida alarma. En las Cortes de Castilla comenzaban a oírse voces indignadas sobre las desastrosas consecuencias del sistema fiscal y la intolerable carga con que se aplastaba al trabajador rural. Los arbitristas voceaban sus particulares panaceas y proponían ingeniosas soluciones para multitud de problemas. Durante los años finales del reinado de Felipe III el clamor de reformas se fue haciendo irresistible: reforma de la hacienda real y del sistema entero de gobierno por medio de un valido; reforma económica que pudiese devolver la prosperidad a la agricultura y la industria de Castilla; reforma, en fin, de la moral y las costumbres, a la corrupción de las cuales se atribuía la «declinación» de Castilla[23].
La reforma se hacía cada vez más urgente porque era claro que los años de paz tocaban a su fin. La pax hispanica que había imperado a lo largo de la Europa occidental durante el reinado de Felipe III había tenido siempre algo de truco de prestidigitador. El asesinato de Enrique IV de Francia en 1610 y la política pacifista seguida durante la regencia de María de Medici en la minoría de Luis XIII habían dejado momentáneamente sin rivales de peso a la Corona de España, y los diplomáticos de Felipe III habían sabido jugar la carta de la legendaria fama de sus tesoros inagotables y de su poderío sin rival. Pero los trucos de malabarismo no podían disimular permanentemente las duras realidades. Antes o después la capacidad bélica de España se vería de nuevo puesta a prueba, y los ministros más responsables sabían que las perspectivas distaban mucho de ser optimistas. La armada estaba desatendida; las fortalezas y guarniciones que mantenían la presencia militar española en el norte de Italia y en Flandes carecían de gente. Los gastos de la Corona, incluso en tiempo de paz, alcanzaban los nueve millones de ducados al año, y el descenso en las remesas de plata americana hacía difícil conseguir nuevos créditos de banqueros que veían con justificado escepticismo la capacidad de la Corona para cumplir sus compromisos.
En 1618 las señales de alarma sonaban incluso en Madrid. La revuelta del reino de Bohemia contra el emperador parecía preludiar un asalto combinado de las fuerzas de la Europa protestante contra la Iglesia Católica y la dinastía de los Habsburgo. En 1621 debía expirar la tregua de los Doce Años con los holandeses, y los militares y diplomáticos españoles mostraban grave preocupación por la seguridad de las rutas militares que unían Milán con Bruselas. Se enviaron fuerzas españolas en socorro del emperador, y a medida que el conflicto fue extendiéndose por toda Alemania, España se vio más y más profundamente implicada.
En aquella Europa que se encontraba al borde de la guerra de los Treinta Años, la victoria o la derrota estarían en función de la capacidad relativa de los Estados para movilizar hombres y recursos para la guerra. A primera vista, la Monarquía española, con sus dilatados dominios, parecía gozar de una clara ventaja. Pero la economía castellana se tambaleaba bajo el peso de la ineptitud fiscal; la administración corrompida se veía atenazada por la creciente parálisis de la inercia burocrática, y la propia extensión y disparidad de los territorios del rey de España complicaban la tarea de movilizar sus recursos. Sin embargo, sería preciso hacer el esfuerzo antes o después. Así, según se fue acercando el prematuro final del reinado de Felipe III, ensombrecido ya por los nubarrones de la guerra, la opulencia y la despreocupación de esos años de frivolidad parecían ya cosa del pasado. La contraseña de los nuevos tiempos había de ser austeridad y reforma. Se aproximaban tiempos más duros, y con ellos hombres más duros también.
LA CONQUISTA DEL PODER
«Sucedieron nuevos arquitectos con el rey nuevo», escribió Tirso de Molina. En el momento de su ascensión al trono, Felipe contaba tan solo dieciséis años de edad; era un joven inexperto y algo petulante, a quien los embajadores describían como de temperamento colérico. Con la primera euforia de hallarse repentinamente rey, dejó bien claro que no tenía intención de seguir los pasos de su padre, quien, según se le había dicho, había sido débil aunque virtuoso. Su modelo sería su abuelo, Felipe II, viva imagen de la rectitud y la entrega al deber. Pero, aun cuando poseyera el carácter necesario, lo que todavía estaba por ver, el joven monarca ciertamente carecía de preparación para asumir las graves responsabilidades inherentes a tal manera de entender la realeza. Y aunque la palabra «valido» no fuese ya aceptable en la corte española, Felipe seguía necesitando uno o más consejeros en los que pudiese depositar una especial confianza y con los que pudiera contar para poner la casa en orden.
La elección de los «nuevos arquitectos» no sorprendió a nadie. El primer acto del nuevo rey fue ordenar al duque de Uceda que entregase las llaves y los papeles de Estado al ayo real, don Baltasar de Zúñiga. Don Baltasar era un personaje respetado y más bien austero, con una larga experiencia en el servicio diplomático que le había llevado particularmente a Bruselas y Praga. En los últimos años de Felipe III había retornado a Madrid, dejando su puesto como embajador en la corte imperial para ocupar uno de los codiciados asientos del Consejo de Estado, el supremo órgano rector de la Monarquía española. Pero la opinión más generalizada sospechaba que don Baltasar, pese a su larga experiencia en la diplomacia y la política, era poco más que el hombre de paja de su sobrino, don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares.
Con treinta y cuatro años de edad por esas fechas, don Gaspar había nacido en 1587 en Roma —en el palacio de Nerón según afirmaban sus enemigos—, donde su padre era embajador de España ante la Santa Sede[24]. Sus primeros años transcurrieron fuera de España, primero en Roma y luego sucesivamente en Palermo y Nápoles, al ser nombrado su padre virrey primero de Sicilia y luego de Nápoles, este último uno de los más preciados nombramientos del favor real. En 1600, a los trece años, Gaspar viajó con su padre al suelo patrio que no conocía y durante el resto de su vida no volvería a salir de la península Ibérica.
Como segundón, don Gaspar fue enviado a Salamanca, a prepararse para una carrera eclesiástica. De haber persistido en ella, sus conexiones familiares seguramente le habrían conseguido un capelo cardenalicio a su debido tiempo, y el rival del cardenal Richelieu habría pasado a la historia como cardenal Guzmán. Pero la muerte repentina de su hermano mayor le convirtió en heredero del título y las tierras andaluzas de los condes de Olivares, título al que accedió como tercer conde a la muerte de su padre en 1607. La fortuna de la familia era más bien mediana para los niveles de la nobleza andaluza, pues los condes de Olivares constituían una rama menor de la gran familia de los Guzmán, cuyo miembro más preclaro era el duque de Medina Sidonia. Pero ello no impidió al nuevo conde hipotecar sus tierras con enormes deudas tan pronto como, a escala verdaderamente ducal, inició una carrera de dispendios encaminados a dejar en la sombra a la nobleza de su Sevilla nativa en lo que respecta a espléndida hospitalidad y mecenazgo de eruditos y hombres de letras.
Mas, si el mejor lugar para gastar fortunas era Sevilla, para hacerlas el mejor era Madrid, donde la meteórica ascensión de la familia Sandoval demostraba el brillante futuro que aguardaba a los afortunados que sabían ganarse el favor real. Desde el primer momento tuvo fijos don Gaspar sus ojos de águila en la corte, y a la muerte de su padre dio el primer paso en el camino trazado cortejando ostensiblemente a su prima doña Inés de Zúñiga, dama de la reina. Fue aquel un matrimonio de conveniencia que reforzó los vínculos entre las dos ramas de la familia. Doña Inés, una dama devota y severa, era hija del quinto conde de Monterrey, quien había fallecido el año anterior siendo virrey del Perú; por otra parte, su hermano, don Manuel de Acevedo y Zúñiga, nuevo conde de Monterrey, casó con la hermana de Olivares, cerrándose así una estrecha alianza familiar. Esta unión de las familias no produjo descendencia perdurable. El matrimonio de Monterrey no tuvo hijos, y de los que le nacieron a Olivares solo una hija, María, sobrevivió a la infancia, muriendo al dar a luz en 1626 junto con su hija. Desde el punto de vista político, sin embargo, la unión demostraría ser una combinación vigorosa, consolidando un bando Guzmán-Zúñiga en rivalidad con los Sandoval, a los que acabaría por derrotar.
4. Diego Velázquez: El conde-duque de Olivares. São Paulo, Museu de Arte.
Entre 1607 y 1615 Olivares se mantuvo en un perpetuo vaivén entre Sevilla y Madrid, siempre alerta a las posibilidades de acceso a las antecámaras del poder. Sus ambiciones eran ilimitadas, ambiciones no solo personales sino también para su estirpe. A su padre, pese a todos sus servicios a la Corona, se le había denegado siempre la suprema recompensa, la grandeza que hubiera elevado a esta rama de la familia Guzmán al más alto rango de la nobleza española. Don Gaspar se había propuesto triunfar donde su padre fallara, pero el duque de Lerma, rápido para advertir posibles rivales, manejaba sutilmente las buenas palabras y las promesas vacías. En un momento de debilidad, sin embargo, en 1615, Lerma accedió al nombramiento de Olivares como uno de los gentilhombres de cámara del príncipe Felipe, quien contaba a la sazón diez años de edad, y a quien se concedía ahora casa propia con ocasión de su matrimonio con Isabel de Borbón, hija de Enrique IV de Francia.
Ese nombramiento proporcionaba a Olivares lo que más necesitaba: entrada habitual en palacio. El príncipe poseía un conjunto de estancias a lo largo del ala norte del Alcázar, estancias que más tarde llegaría a ocupar el propio Olivares. Como gentilhombre de la casa del príncipe, Olivares se encontraba ahora en situación de ganarse la confianza y el afecto del heredero al trono. Pero la tarea no resultó fácil. Don Gaspar, arrogante e imperioso, no era simpático a primera vista (figura 4); el príncipe, por su parte, aunque débil de carácter, tenía también sus arranques de mal genio (lámina II). Era previsible que los rivales de Olivares no escatimaran esfuerzos por predisponer al príncipe contra él, y Felipe dejó pronto bien sentado que sentía escasa estima por su nuevo gentilhombre de cámara. Los numerosos desaires y humillaciones culminaron, por fin, en una despectiva observación por parte del príncipe en el sentido de que la presencia del conde le aburría. Quiso el azar que en ese momento portara Olivares en sus manos el bacín del príncipe, y con gesto que sería largo tiempo recordado besó el sagrado objeto y se retiró en silencio de la estancia.
Se le negó, sin embargo, su petición de abandonar el servicio del príncipe y retirarse a Sevilla. Luego, mediante una mezcla cuidadosamente calculada de autoridad y adulación rendida, Olivares fue gradualmente convirtiéndose en una figura indispensable en el círculo del príncipe, apoyándose especialmente en la pasión de Felipe por la equitación y su afición al teatro. Había todavía días de negro pesimismo en que no veía futuro para sí en la corte y, desesperado, resolvía partir al punto hacia Sevilla y no volver más. De cualquier manera, con un rey que todavía no había alcanzado los cuarenta años y bastante saludable, el favor de un heredero tan solo podía ser considerado como una inversión a largo plazo. Pero la repentina enfermedad del rey en 1619 vino a alterar la situación, introduciendo un nuevo elemento de incertidumbre en la vida de una corte ya de por sí agitada por la caída del duque de Lerma. Durante los dos años siguientes, mediante enrevesadas intrigas y maniobras, la facción de Zúñiga y Olivares fue gradualmente consolidando en la corte una base desde la cual, cuando llegara la hora, poder lanzarse a la conquista del poder.
«Hasta ahora todo es mío», diría Olivares a Uceda, yaciente el rey en su lecho de agonía a fines de marzo de 1621. «¿Todo?», preguntó Uceda. «Todo, sin faltar nada», replicó Olivares[25]. Los sucesos de las primeras semanas del nuevo reinado demostrarían que estaba en lo cierto.
Aunque Uceda entregó los papeles a Zúñiga y Olivares hizo ostentación de rechazar cualquier cargo de Estado, a nadie se le ocultaba desde el principio sobre quién descansaba el favor del nuevo rey. El 10 de abril se concedía a Olivares la ambicionada grandeza, para sí y sus descendientes, incluyéndosele así en el selecto grupo de nobles con derecho al supremo privilegio de permanecer cubiertos en presencia del rey. Un nuevo decreto estableciendo que nadie podría ostentar más de un cargo en la casa real despojó limpiamente a Uceda de su puesto de sumiller de corps del rey, vacante que fue ocupada por Olivares. Ese cargo, entre cuyos deberes se contaba el ayudar a vestir y desvestir al rey, proporcionaba inusitada accesibilidad a la persona real, simbolizada en la llave dorada que el sumiller llevaba al cinto. A fines de 1622 y en flagrante contravención del nuevo decreto, Olivares fue nombrado caballerizo mayor, cargo que le obligaba a acompañar al rey siempre que saliera de palacio, ya a caballo, ya en coche. Ambos cargos habían sido ostentados previamente de forma conjunta por el duque de Lerma, quien era plenamente consciente de que el derecho de constante acceso al rey era una salvaguardia indispensable para conservar el poder.
Durante estos primeros meses del reinado, Olivares y Zúñiga actuaron claramente al unísono, conforme a un plan preestablecido. La primera tarea consistió en apoderarse de la casa real y de los cargos de Estado más importantes. Ello implicaba desalojar de sus puestos a la facción Sandoval, ocupando los que quedaban vacantes o fueran creados de nuevo con hombres de confianza, lo que en la práctica vino a significar miembros o dependientes de las tres familias interrelacionadas de Zúñiga, Haro y Guzmán, que hasta entonces no recibieran sino las migajas de la mesa del duque de Lerma. Matías de Novoa, un cortesano desafecto que llevaba un diario secreto, dejó trazada con vitriólica pluma la ascensión de la que él llamaba «la parentela»[26]. De los tres cuñados de Olivares, uno, el conde de Monterrey, se vio prestamente favorecido con una grandeza y lanzado a una carrera que le habría de resultar altamente remuneradora, llevándole hasta el virreinato de Nápoles y a un puesto en el Consejo de Estado. Otro, el marqués de Alcañices, que carecía del talento político de Monterrey, se convirtió en montero mayor del rey. El tercero, el marqués del Carpio, obtuvo un nombramiento en la casa real, al igual que su hijo, don Luis de Haro; por su parte, don García de Haro, hermano del marqués y licenciado en la Universidad de Salamanca, iría ascendiendo rápidamente por el escalafón ministerial hasta convertirse, como conde de Castrillo, en una figura sobresaliente dentro de la administración real.
Otro de los parientes de Olivares, su primo don Diego Mexía, que a la sazón se encontraba sirviendo en el ejército de Flandes, volvió apresuradamente de Bruselas al enterarse de la muerte del rey, para echar los cimientos de una carrera espectacular. Aunque probablemente uno o dos años mayor que Olivares, este último llegó a considerarle como el hijo que nunca tuvo. Se le concedió un puesto en el Consejo de Guerra, en 1624 fue nombrado gentilhombre de cámara y en 1626 consejero de Estado. Al año siguiente se le concedió el título de marqués de Leganés y contrajo espléndido matrimonio con doña Policena Spínola, dama de la reina e hija de Ambrosio Spínola, el gran comandante genovés del ejército de Flandes. Aunque los deberes militares obligaron a Leganés a ausentarse de Madrid repetidamente durante los años siguientes, continuó siendo uno de los confidentes más íntimos y seguros de Olivares. Dueño de una hermosa casa en Madrid y de una soberbia colección de pinturas, la prodigiosa ascensión de este hombre bonachón y agradable, que había nacido cuarto hijo de un aristócrata relativamente modesto, hasta convertirse en uno de los personajes más ricos e influyentes de la España de Felipe IV, ilustra con toda claridad las ventajas inherentes al favor del privado[27].
Los miembros menos escrupulosos del clan Olivares aprenderían pronto, como sus predecesores, a utilizar juiciosamente el poder y el mecenazgo para su medro personal. Pero al menos durante los primeros años del nuevo régimen tuvieron que actuar con precaución. Olivares y Zúñiga habían accedido al poder como reformadores cuya misión era limpiar los establos de Augías. Sus propias manos, al menos según las normas del siglo XVII, permanecieron limpias y Olivares no perdía ocasión de poner de relieve, quizá con excesiva vehemencia, el carácter desinteresado de sus servicios a la Corona. La intención expresa de los nuevos gobernantes era restaurar el alto nivel de equidad y justicia del reinado de Felipe II, cuando la Corona era respetada y su autoridad obedecida. Y tal restauración habría que conseguirla mediante el ejemplo personal y la exhortación pública, debidamente reforzados por el rigor de la ley. Uno de los primeros actos de los nuevos gobernantes fue la creación de una Junta de Reformación con el objetivo explícito de «tratar de desarraigar los vicios, abusos y cohechos»[28]. Las actividades de Lerma y sus colegas fueron sometidas a investigación judicial; se ordenó a los ministros y oficiales en todo el ámbito de la Monarquía que presentasen inventarios de sus posesiones y, para dar ejemplo, uno de los principales secuaces de Lerma, don Rodrigo Calderón, fue ajusticiado en la Plaza Mayor entre escenas de indescriptible emoción popular. Aquella ejecución resultó ser un grave error psicológico; el digno comportamiento de Calderón en el patíbulo hizo que la opinión pública olvidase inmediatamente sus delitos y el malhechor se convirtió en el primer mártir del nuevo régimen.
Don Baltasar de Zúñiga murió en octubre de 1622, pero la campaña para la reforma de las costumbres prosiguió con redoblada energía, lo que hace suponer que el cerebro impulsor fue desde el primer momento el propio Olivares. Es sabido que desde los primeros meses del reinado, Olivares anduvo muy ocupado intentando imponer algún orden en las finanzas reales, tarea que venía a ser tanto más urgente por el vertiginoso aumento en los gastos del ejército y la armada que siguió a la reanudación de las hostilidades con los holandeses. La austeridad financiera era ahora el lema, y el cuerno de la abundancia que durante la privanza de Lerma manara con tanta liberalidad se secó repentinamente. Olivares, al limitar estrictamente la concesión de mercedes, contribuyó a aumentar la hostilidad que le profesaba la antigua nobleza, pero tampoco era él hombre que se dejase asustar por la impopularidad, y mucho menos entre las viejas familias de la grandeza de Castilla, a la mayoría de las cuales despreciaba.
Austeridad, disciplina, la restauración de los viejos valores morales: tales eran las consignas de la campaña de Olivares, que culminó en febrero de 1623 con la publicación de veintitrés «capítulos de reformación»: una extraña mezcolanza de reformas fiscales, institucionales y morales, que iban desde la prohibición de importar manufacturas extranjeras al cierre de los burdeles[29]. Sin embargo, su intención estaba clara: se trataba de propiciar la restauración de Castilla. Pero ¿era Castilla —la vieja Castilla— susceptible de restauración, y era acaso compatible la nueva austeridad con la imagen que se pretendía mantener del rey de España como el más rico y más poderoso monarca del mundo? Ese dilema perseguiría a Olivares a lo largo de toda su carrera.
EL CONDE-DUQUE Y SU PROGRAMA
La muerte de don Baltasar de Zúñiga en 1622 dejó a Olivares como único arquitecto en la tarea de reconstruir la Monarquía. La utilización de la palabra «arquitecto» por parte de Tirso resultaba especialmente apropiada aplicada a Olivares. El término «arquitecto» se introdujo en España durante el siglo XVI, siendo definido por Covarrubias en su diccionario de 1611 como equivalente de maestro de obras: «vale tanto como maestro de obras, el que da las trazas en los edificios, formándolo primero en su entendimiento». Y Olivares albergaba, sin duda, en su entendimiento grandes proyectos.
A la muerte de su tío accedió por fin a salir de las sombras y ocupó un puesto en el Consejo de Estado. Ya era ministro, y de hecho el primer ministro, de la Corona española. Y al igual que Richelieu, que llegó a ser principal ministro del rey de Francia en 1624, Olivares pensaba que su primera obligación consistía en acrecentar la autoridad de su señor tanto en el país como fuera de él. También como Richelieu era consciente Olivares de que el prestigio nacional e internacional de la Corona se encontraban estrechamente relacionados y de que para el ejercicio del poder era imprescindible la prosperidad económica, lección esta duramente aprendida frente a los éxitos espectaculares de los holandeses. La decadencia de la industria y del comercio castellano, pensaba, solo podría ser invertida si la autoridad real se hacía sentir con todo su peso en la aplicación de reformas. De su mente, vigorosa aunque desorganizada, surgieron, en consecuencia, una multitud de medidas encaminadas a reanimar la actividad económica: planes para la fundación de compañías comerciales y para una reforma fiscal radical, para repoblar el campo y hacer los ríos navegables y para suavizar las leyes discriminatorias contra aquellos de sus compatriotas que llevaban sobre sí la «mancha» de su ascendencia judía[30].
A fin de aliviar la carga fiscal de Castilla y poder movilizar con mayor eficacia los recursos de la Monarquía, Olivares preparaba además una profunda reforma de su estructura constitucional. Empezando por la propia península Ibérica, aspiraba a derribar las barreras institucionales que dividían los diferentes reinos y pueblos, eliminar las leyes y privilegios que impedían el ejercicio efectivo del gobierno real en Portugal y la Corona de Aragón, y configurar un nuevo sistema mediante el cual todos los españoles quedasen sujetos a las mismas leyes (las de Castilla) y en el cual los cargos, tanto en la corte como en el ámbito general de la Monarquía, se otorgasen por méritos, sin tener en cuenta la procedencia de un reino o provincia determinada. Aspiraba a crear, pues, una Monarquía más coherente e integrada, una Monarquía donde tanto las cargas como los beneficios estuviesen distribuidos con mayor equidad[31].
OLIVARES Y EL REY
El programa de Olivares era ambicioso, y si difícil de realizar en tiempos de paz, mucho más difícil todavía en tiempos de guerra. Pero respondía plenamente a su carácter: una vez que adoptaba un camino de acción, no era hombre que se dejase desviar por dificultades o reparos. Los embajadores extranjeros acreditados en Madrid, que solían encontrarle poco agradable, le describen como dominado por la ambición de mandar[32]; un hombre «por naturaleza muy dado a las novedades sin tener en consideración a dónde pueden llevarle»[33]. Siempre estaba planeando y maquinando, adulando o intimidando, pero resuelto a demostrar que él era el amo en todo lo que hacía. Todo ello le convertía en un superior difícil de soportar, arrogante y despótico, siempre preocupado por nimiedades, incapaz de soltar las riendas.
Desde el comienzo, los retratos de Olivares que pintó Velázquez trasmiten una fuerte impresión de poder. Ya en el primero de ellos, el retrato de São Paulo de 1624, que nos muestra a Olivares con la llave dorada de su cargo de sumiller de corps, queda firmemente establecida su imponente presencia física (figura 4). Pero es el retrato de 1625 de la Hispanic Society, donde sostiene en la mano derecha la fusta simbólica de su señorío sobre hombres y brutos, el que introduce la imagen más conocida por la posteridad (lámina III). El Olivares de 1625, con su cabeza grande, la nariz bulbosa y el cuerpo rechoncho y macizo, posee ya los rasgos de una imagen definitiva. Aquí encontramos el famoso bigote negro, tupido, la barba partida en dos (que años más tarde quedaría reducida a una perilla) y el peluquín destinado a disimular una calvicie incipiente que menciona Matías de Novoa, quien nos describe a Olivares en un discurso al Consejo de Estado, en ese mismo año de 1625, «metiendo la muletilla por entre la cabellera y la cal»[34].
Unos diez años más tarde, en el magnífico retrato ecuestre del Museo Nacional del Prado, la mirada se ha hecho aún más imperiosa y la afirmación de mando aún más completa (lámina I). Es el retrato de un hombre que controla firmemente los destinos de la Monarquía española y la conduce a puerto seguro entre los peligros de la guerra. Pero había otro Olivares al que Velázquez también conoció, una personalidad compleja con inseguridades ocultas y estados de ánimo variables. En el extraordinariamente vívido dibujo de 1625-1626, que parece ser de su mano, la mirada es más reflexiva que dominante (figura 5). «No soy riguroso por naturaleza, sí lo parezco por obligación», escribía al conde de Gondomar en 1625[35]. Puede que así fuera o no, pero lo que no cabe poner en duda es su alto sentido del deber. Desde el comienzo de su valimiento trabajó sin descanso, y poco a poco los desvelos y las responsabilidades del poder dejarían en él una profunda huella física que es bien perceptible en el retrato velazqueño del Ermitage, pintado en 1637 o 1638, unos dieciséis años después de su elevación al cargo (figura 6). A pesar de ser un retrato oficial del que se harían muchas copias, los ojos hundidos y la boca desdentada dan testimonio elocuente de los estragos del tiempo[36].
5. Atribuido a Diego Velázquez: El conde-duque de Olivares. París, École des Beaux-Arts.
6. Diego Velázquez: El conde-duque de Olivares. San Petersburgo, Ermitage.
Si las imágenes nos parecen contradictorias, también el hombre lo fue. Olivares cambiaba de estado de ánimo con excepcional brusquedad. Los momentos de euforia cedían a profundas depresiones, en las que lo único que pedía era que se le permitiera retirarse a algún rincón remoto a morir en paz. Sin embargo, aunque para los embajadores lo más distintivo de su persona fuese su impulsividad natural, en muchos sentidos era un gobernante profundamente precavido, que sabía tener a raya sus instintos. A primera vista parecía impulsivo porque era muy dado a los gestos teatrales y grandilocuentes. Con frecuencia sufría arrebatos violentos; hablaba sin parar; amenazaba, amedrentaba, intimidaba. Tras los gestos violentos, sin embargo, tras los repentinos y extraños movimientos de cabeza y cuerpo que revelaban quizá una herencia