España, Europa y el mundo de ultramar (1500-1800)

John H. Elliott

Fragmento

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AGRADECIMIENTOS

I. «A Europe of Composite Monarchies», publicado originalmente en Past and Present: A Journal of Historical Studies, núm. 137 (noviembre 1992). Reimpreso en inglés con autorización de The Past and Present Society, 175 Banbury Road, Oxford. Versión española: «Una Europa de monarquías compuestas», traducción de Juan Carlos Bayo.

II. «Learning from the Enemy: Early Modern Britain and Spain», Dacre Lecture, Oxford, 2007, Trustees of the Dacre Trust y Facultad de Historia de Oxford. Versión española: «Aprendiendo del enemigo: Inglaterra y España en la edad moderna», traducción de Juan Carlos Bayo.

III. «The General Crisis in Retrospect: A Debate without End», en Early Modern Europe: From Crisis to Stability, ed. Philip Benedict y Myron P. Gutmann (University of Delaware, 2005). Versión española: «La crisis general en retrospectiva: un debate interminable», traducción de Marta Balcells.

IV. «A Non-Revolutionary Society: Castile in the 1640s», en Études d’Histoire Européenne. Mélanges offerts à René et Suzanne Pillorget (Presses de l’Université d’Angers, 1990). Versión española: «Una sociedad no revolucionaria: Castilla en la década de 1640», traducción de Xavier Gil Pujol, en 1640: La monarquía hispánica en crisis (Centre d’Estudis d’Història Moderna «Pierre Vilar» / Editorial Crítica, Barcelona, 1992), reimpresa en John H. Elliott, España en Europa. Estudios de historia comparada (Universitat de València, 2002).

V. «Europe after the Peace of Westphalia», en 1648: Paix de Westphalie, l’art entre la guerre et la paix (Musée du Louvre Éditions / Westfälisches Landesmuseum für Kunst und Kulturgeschichte / Klincksieck, París, 1999). Reimpreso en inglés con autorización de Musée du Louvre Éditions, Westfälisches Landesmuseum für Kunst und Kulturgeschichte y Éditions Klincksieck. Versión española: «Europa después de la Paz de Westfalia», traducción de Xavier Gil Pujol, en Pedralbes. Revista d’història moderna, núm. 19 (1999).

VI. «The Seizure of Overseas Territories by the European Powers», en The European Discovery of the World and Its Economic Effects on Pre-Industrial Society, 1500-1800, ed. Hans Pohl (Franz Steiner, Stuttgart,1990), y reimpreso en Theories of Empire, 1450-1800, ed. David Armitage (Ashgate, Kent, 1998, Variorum, vol. 20). Versión española: «La apropiación de territorios de ultramar por las potencias europeas», traducción de Marta Balcells.

VII. «Illusion and Disillusionment: Spain and the Indies», Creighton Lecture, 1991 (University of London, 1992). Versión española: «Engaño y desengaño: España y las Indias», traducción de Juan Carlos Bayo.

VIII. «Britain and Spain in America: Colonists and Colonized», Stenton Lecture, 1994 (University of Reading, 1994). Versión española: «Inglaterra y España en América: colonizadores y colonizados», traducción de Marta Balcells.

IX. «King and Patria in the Hispanic World», publicado originalmente en versión española: «Rey y patria en el mundo hispánico», traducción de Marta Balcells, en El imperio sublevado. Monarquía y naciones en España e Hispanoamérica, ed. Víctor Mínguez y Manuel Chust (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 2004).

X. «The Same World, Different Worlds», publicado originalmente en versión española: «Mundos parecidos, mundos distintos», traducción de Marta Balcells, en Mélanges de la Casa de Velázquez, núm. 34 (2004), reimpresa como preámbulo a Mezclado y sospechoso. Movilidad e identidades, España y América (siglos XVI-XVIII), ed. Gregorio Salinero (Casa de Velázquez, Madrid, 2005).

XI. «Starting Afresh? The Eclipse of Empire in British and Spanish America», conferencia pronunciada dentro del ciclo «Imperial Models in the Early Modern World», UCLA Center for 17th- & 18th-Century Studies, Los Ángeles, 2007. Versión española: «¿Empezando de nuevo? El ocaso de los imperios en las Américas española y británica», traducción de Marta Balcells.

XII. «El Greco’s Mediterranean: The Encounter of Civilizations», en El Greco, ed. David Davies (National Gallery Publications, Londres, 2003). Con la autorización de la National Gallery. Versión española: «El Mediterráneo de El Greco: el encuentro de civilizaciones», traducción de Juan Carlos Bayo.

XIII. «Court Society in Seventeenth-Century Europe: Madrid, Brussels, London», publicado originalmente en versión española, «La sociedad cortesana en la Europa del siglo XVII: Madrid, Bruselas, Londres», traducción de María Luisa Balseiro, en Velázquez, Rubens y Van Dyck. Pintores cortesanos del siglo XVII, ed. Jonathan Brown (Museo del Prado / Ediciones El Viso, Madrid, 1999), reimpresa en John H. Elliott, España en Europa. Estudios de historia comparada (Universitat de València, 2002).

XIV. «Appearance and Reality in the Spain of Velázquez», en Velázquez, ed. Dawson W. Carr (National Gallery Publications, Londres, 2006). Reimpreso en inglés con autorización de la National Gallery. Versión española: «Apariencia y realidad en la España de Velázquez», traducción de Juan Carlos Bayo.

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LISTA DE ILUSTRACIONES

Ilustración mapa. Georg Wezeler, Atlas sostiene la esfera armilar, ca. 1530, a partir de un cartón atribuido a Bernard van Orley (Palacio Real, Madrid © Patrimonio Nacional)

1. Anónimo, El Escorial en construcción (Hatfield House, Hertfordshire; por gentileza del marqués de Salisbury)

2. Alzado del Templo de Salomón, grabado de Juan Bautista Villalpando, De postrema Ezechielis Prophetae Visione (1605)

3. Juan Bautista Maíno, La recuperación de Bahía de Todos los Santos (Museo del Prado, Madrid / Akg-images)

4. Frontispicio de Bernardo de Vargas Machuca, Milicia y descripción de las Indias (Madrid, 1599)

5. Angelos Akotantos, La Virgen Kardiotissa (Museo Bizantino y Cristiano, Atenas)

6. Atribuido a Nikolaos Tsafouris, La Virgen «Madre della Consolazione» y san Francisco de Asís (Museo Bizantino y Cristiano, Atenas)

7. Tiziano, Felipe II, después de la victoria de Lepanto, ofrece al cielo al príncipe don Fernando (Museo del Prado, Madrid / Akg-images / Erich Lessing)

8. El Greco, Adoración del nombre de Jesús (Monasterio de El Escorial, Madrid / Giraudon / Bridgeman Art Library)

9. El Greco, Martirio de san Mauricio (Monasterio de El Escorial, Madrid / Akg-images / Erich Lessing)

10. El Greco, Vista y plano de Toledo (Museo Casa del Greco, Toledo / Akg-images / Erich Lessing)

11. El Greco, El expolio de Cristo (Upton House, Warwickshire; Bearsted Collection, National Trust © NTPL / John Hammond)

12. El Greco, Antonio de Covarrubias (Museo del Louvre, París / Akg-images / Erich Lessing)

13. Wenceslaus Hollar, Vista del palacio de Whitehall desde la otra orilla del Támesis (Museo Británico, Londres / Bridgeman Art Library)

14. Atribuido a Félix Castelo, Vista del Alcázar de Madrid (Museo Municipal / Museo Arqueológico Nacional, Madrid)

15. Anónimo, El palacio de Coudenberg (Museo del Prado, Madrid)

16. Velázquez, El conde-duque de Olivares (Museu de Arte de São Paulo)

17. Rubens, Alegoría de la Paz (National Gallery, Londres / Bridgeman Art Library)

18. Van Dyck, Lord John Stuart y lord Bernard Stuart (National Gallery, Londres / Bridgeman Art Library)

19. Velázquez, La Inmaculada Concepción (National Gallery, Londres / Bridgeman Art Library)

20. Velázquez, Cristo después de la flagelación contemplado por el alma cristiana (National Gallery, Londres / Akg-images / Erich Lessing)

21. Velázquez, El bufón Pablo de Valladolid (Museo del Prado, Madrid / Akg-images / Joseph Martin)

22. Velázquez, Luis de Góngora (Museum of Fine Arts, Boston / Akg-images / Erich Lessing)

23. Atribuido a Jusepe Leonardo, Vista del Palacio del Buen Retiro en 1636-1637 (Patrimonio Nacional / Akg-images)

24. Carmen Blasco, Reconstrucción virtual del interior del Salón de Reinos (Carmen Blasco)

25. Velázquez, El príncipe Baltasar Carlos a caballo (Museo del Prado, Madrid / Akg-images / Erich Lessing)

26. Velázquez, Felipe IV, rey de España (retrato de Fraga) (Frick Collection, Nueva York / Akg-images / Joseph Martin)

27. Velázquez, La infanta Margarita en azul (Kunsthistorisches Museum, Viena / Akg-images / Erich Lessing)

28. Velázquez, El príncipe Felipe Próspero (Kunsthistorisches Museum, Viena / Akg-images / Erich Lessing)

29. Velázquez, Felipe IV (National Gallery, Londres / Giraudon / Bridgeman Art Library)

30. Charles Le Brun y Adam Frans van der Meulen, Entrevista de Felipe IV y Luis XIV en la Isla de los Faisanes, el 7 de junio de 1660 (colección privada, Londres; Christie’s Images Ltd, 2000).

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PREFACIO

En 1989 publiqué un volumen de ensayos escogidos, España y su mundo (1500-1700), cuya intención era ilustrar diversos aspectos de mi interés por el mundo hispánico en el transcurso de dos siglos críticos, durante los cuales la historia de Europa se vio ensombrecida por el poder español[1]. La acogida dispensada a ese libro me ha animado a publicar esta continuación, que contiene una selección de escritos basados en artículos y conferencias fechados a partir de 1990. La mayoría eran obras de circunstancias, preparadas originalmente como participaciones en congresos o conferencias honoríficas, o bien como contribuciones a homenajes a un colega historiador. Al publicarlos aquí, he eliminado en general las alusiones a lugares y personas que resultaban apropiadas para la ocasión, pero carentes de relevancia directa para el tema. Por lo demás, con la excepción de unos pocos cambios de vocabulario y la puesta al día de referencias bibliográficas donde parecía adecuado, he dejado los ensayos más o menos como estaban. Inevitablemente, se solaparán algo escritos que pretendían ser independientes, pero que comparten terreno común. A pesar de que he tratado de eliminar repeticiones innecesarias, no puede evitarse que algunas alusiones y ejemplos reaparezcan, aunque en contextos distintos. Buscar alternativas, quizá menos relevantes e inmediatas, hubiera sido una tarea fútil.

«¿Debería uno volver a dar a imprenta ensayos historiográficos que ya han sido publicados una vez?». Tal era la pregunta que, algo a la defensiva, planteaba Hugh Trevor-Roper en un volumen de estudios que da testimonio abundante de su maestría en el género como forma literaria[2]. En el presente libro, una excepción a los trabajos previamente publicados, unas veces en inglés y otras en castellano, es la primera de las Conferencias Dacre, un ciclo anual dedicado a su memoria, que pronuncié en Oxford en octubre de 2007[3]. He decidido mantenerla en su forma original por estar estrechamente relacionada con algunas de las principales preocupaciones de Trevor-Roper y haber sido inspirada al menos en parte por su obra (véase capítulo II). Al responder su propia pregunta, argumentaba que «ensayos [...] de tiempo, profundidad y tema tan diversos sólo pueden soportar la reimpresión si la filosofía del autor les confiere una unidad subyacente». En el presente caso, no sé hasta qué punto se puede decir que estos trabajos expresan una filosofía subyacente, si es que la hay. La medida en que posean unidad se debe a que se derivan de mi ocupación con algunos temas que me han atraído durante mucho tiempo y a que reflejan lo que espero sea una visión unificada de los modos en que esos temas se relacionan entre sí y con el proceso histórico como un todo. Aparte de ello, todos los ensayos procuran presentar mis reflexiones y los resultados de mis investigaciones en forma que sea accesible a lectores que quizá no compartan mis intereses especializados.

Aunque los estudios reunidos en este volumen van mucho más allá de España, su historia, sobre todo durante la edad moderna, ha seguido siendo el foco de mis intereses. Como expliqué en España y su mundo (1500-1700), mi afición por el lugar y su civilización nació como fruto de un viaje de seis semanas en las vacaciones de verano de 1950, durante el cual un grupo de estudiantes de licenciatura de Cambridge recorrimos la península Ibérica[4]. Bajo las secuelas de la Guerra Civil, a pesar de los esfuerzos de un puñado de excelentes historiadores que trabajaban aislados en condiciones muy difíciles, la historiografía española estaba atrasada según criterios internacionales y los ricos archivos del país se hallaban relativamente sin explotar. Fernand Braudel, en su hito La Méditerranée et le monde méditerranéen à l’époque de Philippe II [El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II], publicado por primera vez en 1949, había revelado algo de los tesoros que esperaban a ser desenterrados, pero por aquel entonces había pocos investigadores sobre el terreno. Así pues, cuando a principios de la década de 1950 emprendí en los archivos mis pesquisas sobre la historia de España en la primera mitad del siglo XVII (la España del conde-duque de Olivares), tenía el campo prácticamente para mí solo. Los problemas que implicaba la investigación eran de envergadura, pero también lo eran las posibilidades.

El medio siglo transcurrido desde entonces ha conocido una transformación asombrosa. La transición española a la democracia a mediados de la década de 1970 se vio acompañada por la aparición de una nueva hornada de historiadores que viajaban al extranjero con una frecuencia impensable para la generación de la Guerra Civil y se fijaron como objetivo ponerse al día respecto a las tendencias dominantes en la historiografía internacional. La expansión de las universidades, posible gracias a una economía renovada y floreciente, hizo que proliferaran las investigaciones. A consecuencia de esta evolución, la historiografía española compite hoy en igualdad de condiciones con la de otros países y sus representantes comparten las actitudes, las perspectivas y el lenguaje de una comunidad histórica internacional donde se han integrado por completo.

La transformación de la historiografía española ha implicado naturalmente la transformación del papel que los estudiosos extranjeros pueden esperar tener al escribir una historia que no es la propia. Muchos de éstos, conocidos en España como hispanistas en general, han hecho en el transcurso de los años contribuciones impresionantes a la comprensión y el conocimiento de la literatura, la historia y el arte hispánicos, y sin duda seguirán haciéndolo en los años venideros. Sin embargo, el número de investigaciones emprendidas en la actualidad por los estudiosos españoles y su voluntad de volver la espalda a la preocupación tradicional de sus predecesores por lo que percibían como «la diferencia» o «el problema» de España han hecho que la era de los hispanistas haya tocado en verdad a su fin. Ya no hay necesidad de acudir a investigadores extranjeros para llenar lagunas de conocimiento, ni de proponer interpretaciones generadas por los últimos desarrollos en el ámbito internacional. Los estudiosos españoles son perfectamente capaces de hacerlo por sí mismos.

Ha sido un placer y un privilegio presenciar, y vivir para contar, ese proceso de transformación, un proceso que ha dejado su huella en la selección y tratamiento de los temas estudiados en este libro. Sin embargo, sigo estando agradecido a la experiencia formativa de esos años tempranos en que vastas extensiones del pasado español aún estaban relativamente por explorar. En aquel entonces, el reto consistía en abrirse paso a través de las barreras de interpretaciones tradicionales y conseguir otras nuevas que alcanzaran eco tanto en la España cerrada de Franco como en un mundo exterior que tenía un conjunto distinto de intereses históricos, además de una visión a menudo distorsionada de España y su historia.

Esa distorsión provenía de un sentido largamente arraigado del excepcionalismo español. Aunque parte de él estaba inspirado en el romanticismo decimonónico, en gran medida era de cosecha propia, fruto en particular de la desesperación del país ante lo que se percibía como la constante incapacidad de España para llevar a cabo la transición a la modernidad lograda largo tiempo atrás por los demás estados nacionales. Con una hábil inversión, el régimen del general Franco reinterpretó el fracaso como si fuera un éxito. Sólo España había logrado resistir la tentación de sucumbir a los cantos de sirena del liberalismo y el ateísmo para mantenerse fiel a los valores eternos que tradicionalmente se había esforzado en defender. El régimen, pues, se enorgullecía de proclamar que «España es diferente». De hecho, todos los países se ven a sí mismos como excepcionales de algún modo, pero el excepcionalismo español, utilizado como recurso para explicar la desviación de España, para bien o para mal, respecto al camino tomado por otras sociedades occidentales, estaba firmemente atrincherado en la época en que comencé por primera vez a investigar en los archivos peninsulares. Los resultados de esas indagaciones, junto a mis amplias lecturas sobre historia británica y europea para mi docencia universitaria, me convencieron de que en realidad la España del siglo XVII guardaba muchas afinidades con otros estados del continente. Al examinar aspectos de su pasado, ya fuera en libros o en artículos, he tratado constantemente de situarlos, donde resultaba adecuado, dentro del contexto más amplio del mundo occidental.

Este empeño me ha hecho reflexionar sobre la naturaleza de la historia nacional y la mejor manera de abordarla. A pesar de los esfuerzos de muchos historiadores por tratarlas como tales, ninguna nación es una isla[5]. La España de la edad moderna formaba parte de una comunidad europea que era un mosaico de entidades políticas que iban desde ciudades-estado y repúblicas hasta monarquías compuestas supranacionales, tema de uno de los ensayos de este libro (capítulo I). De hecho, la monarquía hispánica gobernada por Felipe II y los Austrias que le sucedieron fue la mayor monarquía compuesta de Occidente, constituida por un complejo de reinos y provincias en la península Ibérica y el resto de Europa, además de los dominios americanos, «el Imperio de las Indias» (capítulo IX). España también formaba parte de una comunidad atlántica en desarrollo que inicialmente ella misma había creado en gran parte, al tomar la iniciativa en capturar, subyugar y colonizar extensas regiones de territorio al otro lado del océano (capítulo VI). El mundo europeo en que España tenía un papel protagonista y el de ultramar que trataba de incorporar a su esfera de influencia son dos de los explorados desde distintas perspectivas en estos ensayos. España, Europa y las Américas eran comunidades entrelazadas y sus historias no deberían mantenerse separadas.

La búsqueda de conexiones es parte esencial de la empresa historiográfica y también un modo de contrarrestar el excepcionalismo que emponzoña la escritura sobre historia nacional. Una red de relaciones (diplomáticas, religiosas, comerciales y personales) enlazaba territorios y gentes en la Europa de la edad moderna, trascendiendo fronteras y salvando límites políticos e ideológicos. También se extendía a través del Atlántico a medida que las comunidades colonizadoras se establecían y maduraban en las Américas e intentaban definir su lugar en el mundo (capítulo X). La cultura de la imprenta, en rápido desarrollo, hizo a los europeos más conscientes los unos de los otros y también de los países más allá de los confines de la cristiandad. Los príncipes y estadistas seguían cada vez más de cerca las actividades de sus rivales y contemporáneos y no dudaban en copiarse mutuamente métodos y prácticas cuando convenía a sus propios fines. En el mundo altamente competitivo del sistema de estados europeo en desarrollo, la imitación resultaba natural, sobre todo entre aquellos que se sentían en situación de relativa desventaja. Así pues, aprender del enemigo, como indica mi tratamiento de las relaciones anglo-españolas (capítulo II), se convirtió en un rasgo de la vida internacional.

La predisposición a imitar a los vecinos y rivales cobró aún mayor vigor por el hecho de que la imprenta hizo posible que nuevas doctrinas e ideas, como la filosofía neoestoica de Justo Lipsio o las teorías de Giovanni Botero sobre la naturaleza del poder y la conservación de los estados, encontraran público por toda Europa y moldearan las actitudes de toda una generación, independientemente de su afiliación nacional o religiosa. Las clases dirigentes del continente, inspiradas por un mismo legado clásico y cristiano y sujetas a un conjunto común de influencias, operaban dentro de un contexto intelectual que compartían. En consecuencia, sus actitudes y reacciones, así como las políticas que adoptaban, tendían a seguir líneas en general similares. Aunque la Europa posterior a la Paz de Westfalia, surgida de los trastornos de mediados del siglo XVII, continuaba siendo un continente dividido en muchos aspectos, también tenía muchos rasgos comunes (capítulo V). No sólo las élites, sin embargo, estaban expuestas al impacto de información e ideas nuevas. ¿Hasta qué punto fueron esos trastornos de mediada la centuria, hoy denominados en conjunto «la crisis general del siglo XVII» (capítulos III y IV), el resultado de un virus revolucionario que se propagaba por todo el continente y creaba focos de infección a los que ningún grupo social era inmune?

Si trazar conexiones puede contribuir a acabar con el excepcionalismo al que tan propensa a sucumbir es la escritura de historia nacional, realizar comparaciones puede desempeñar una función parecida[6]. En fecha tan lejana como 1928, Marc Bloch hizo un elocuente llamamiento a favor de una historia comparada de las sociedades europeas[7]. Desde entonces, los historiadores se han mostrado más inclinados a alabar las virtudes de la historia comparada que a cultivarla. Su vacilación, aunque lamentable, no deja de ser comprensible. La escritura de historia comparada presenta numerosos problemas, tanto técnicos como conceptuales[8]. Hay que dominar una bibliografía inmensa y en rápido crecimiento, no sólo de una sociedad o estado, sino de dos o más. El material publicado es inevitablemente desigual en calidad y profundidad, lo que complica la tarea de realizar comparaciones que se hallen libres de prejuicios y distorsiones. Tampoco resulta siempre claro qué unidades es mejor seleccionar para fines comparativos, si bien es de suponer que la alternativa entre las comparaciones en términos generales que se extienden ampliamente a través del tiempo y el espacio y las limitadas a sociedades con un marco geográfico y cronológico más o menos similar viene dictada por el tipo de cuestiones planteadas. Los investigadores de las ciencias sociales pueden tender a favorecer las primeras y los historiadores las últimas, pero ambas elecciones poseen validez dentro de sus propios términos de referencia.

En cualquier caso, sea cual fuere la decisión, sobre toda tentativa de comparación se cierne el peligro de que la búsqueda de similitudes lleve a subestimar las discrepancias. En todo trabajo contrastivo, la identificación de diferencias es al menos tan importante como el descubrimiento de semejanzas. La constatación de que en muchos aspectos España no era tan diferente de otros estados europeos como se suponía tradicionalmente ha contribuido a devolverla a la corriente principal de la historia e historiografía occidentales, con claros beneficios para nuestra comprensión del pasado no sólo del país sino también del continente. Con todo, dejar borrosas las diferencias puede llevar a tanta distorsión como exagerarlas con un énfasis excesivo en el carácter excepcional de la experiencia nacional. En aproximaciones recientes a la historia de España, se corre el riesgo de que el péndulo oscile demasiado lejos hacia el otro extremo. Después de todo, la España del siglo XVI fue única entre los estados de la Europa occidental en tener dentro de sus fronteras una numerosa minoría étnica en su mayor parte sin asimilar, la cual, a pesar de su conversión nominal al cristianismo, continuaba aferrada a su fe y costumbres islámicas tradicionales. También era única en la posesión de un imperio de ultramar poblado por millones de habitantes indígenas con sus propios sistemas de creencias y formas de organización social; un imperio, además, donde se descubrieron el oro y la plata tan codiciados por los europeos en cantidades que excedían sus sueños más desmedidos, pero que demasiado a menudo se convirtió en escoria a ojo de los mismos españoles (capítulo VII). Estas diferencias por sí solas tuvieron profundas consecuencias para el gobierno y la sociedad de España y contribuyeron decisivamente a que el país se adentrara en la edad moderna por una senda distinta al camino seguido por los estados vecinos.

La identificación de diferencias no es suficiente por sí misma. Una vez establecidas, tanto las semejanzas como las disimilitudes han de ser explicadas. La perspectiva comparada, al llevar de la identificación a la búsqueda de interpretaciones, es un valioso instrumento para poner a prueba las hipótesis al uso, formular otras nuevas y derribar suposiciones tradicionales que pueden estar hondamente arraigadas en la idea que una sociedad tiene de sí misma[9]. Se trata de un enfoque que aparece en muchos de los ensayos de este libro. Inspiró mi tentativa de estudiar en paralelo las carreras de los dos estadistas que dirigieron las fortunas de Francia y España en las décadas de 1620 y 1630, el cardenal Richelieu y el conde-duque de Olivares respectivamente[10], y en tiempos más recientes me llevó a emprender una comparación sistemática a gran escala de los imperios español y británico en América, para el cual sirvió de prueba el artículo incluido en este volumen sobre colonizadores y colonizados (capítulo VIII)[11]. Me gustaría pensar que este trabajo estableció una relación más estrecha entre un cuarteto de mundos (el europeo y el americano, el español y el británico) demasiado a menudo compartimentados, sin minimizar al mismo tiempo las numerosas diferencias entre ellos. En el capítulo XI, sobre el eclipse del imperio en las Américas española y británica, intento identificar algunas de estas divergencias y buscar explicaciones para ellas.

Si estos ensayos exploran aspectos de estos cuatro mundos, a la vez parecidos y diferentes, también abordan otro que me ha interesado durante mucho tiempo: el del arte. Mi primera visita al Museo del Prado en el verano de 1950 fue una revelación, sobre todo porque abrió mis ojos a la grandeza de Velázquez. Ya en una fase temprana de mis investigaciones me di cuenta de que el arte y la cultura eran parte integral de la historia que quería contar, pues el periodo que ha sido considerado tradicionalmente como el de la decadencia de España es también conocido como la edad de oro de sus artes creativas. No era fácil, sin embargo, ver cómo se podía alcanzar la integración de estas dos caras tan diferentes del siglo XVII hispánico. La naturaleza exacta de la relación entre los logros culturales de una sociedad y su ventura (o desventura) política y económica siempre ha sido escurridiza y el problema no había ocupado seriamente mi atención hasta que me trasladé al Instituto de Estudios Avanzados de Princeton en 1973. La pujanza de la historia del arte en Princeton fue un acicate y me hizo comprender la importancia de acercarme al pasado a través de sus imágenes así como, más convencionalmente, a través de la palabra escrita.

Tuve la fortuna de vivir en el vecindario del mayor experto en Velázquez de Estados Unidos, Jonathan Brown. Después de muchas gratas conversaciones sobre distintos aspectos del arte y la historia del arte en la España del siglo XVII, ambos decidimos emprender un proyecto en colaboración que nos permitiría aunar nuestras respectivas competencias. Escogimos como tema el Buen Retiro, el palacio de recreo construido por el conde-duque de Olivares para el rey Felipe IV en las afueras de Madrid en la década de 1630. El libro resultante, Un palacio para el rey: el Buen Retiro y la corte de Felipe IV[12], fue una tentativa de producir una «historia total», que abarcara tanto el palacio en sí como el contexto, en su sentido más amplio, en que fue edificado y usado. Comprendía el estudio no sólo de la economía y la política de la construcción palaciega, sino también del mecenazgo y la cultura de la corte, así como de las relaciones de los artistas y hombres de letras con la corona, las clases dirigentes y la sociedad de la que formaban parte.

Desde la publicación de ese libro, la historia del arte ha ampliado enormemente su territorio y la contextualización de las vidas y las obras de los artistas se ha hecho habitual. En consecuencia, se me ha pedido que contribuya a los catálogos de cierto número de importantes exposiciones internacionales. En todas las ocasiones se me solicitaba una explicación accesible del entorno cultural, político y social en que el artista vivía y trabajaba, una explicación que enriqueciera la comprensión y la apreciación por parte del público de las obras exhibidas. Tres de esas contribuciones a catálogos se reimprimen en este volumen: dos para sendas exposiciones celebradas en la National Gallery de Londres (capítulos XII y XIV) y la otra para una en el Museo del Prado (capítulo XIII). Aunque ninguna tiene pretensiones de originalidad, todas ellas tratan de reunir e integrar información que se halla a menudo inconexa.

Si hay un motivo conductor en los ensayos de este volumen, espero que se encuentre en mi aspiración a relacionar y comparar. En los últimos años, la proliferación de investigaciones combinada con un grado excesivo de especialización ha conducido a menudo a una reducción en los enfoques y a un nivel de concentración en las minucias que hacen difícil apreciar las relaciones con el panorama más amplio. Aún más recientemente, y al menos en parte como reacción, se nos han ofrecido estudios macrohistóricos que recorren de forma emocionante, aunque vertiginosa, continentes y pueblos a costa de algo de esa nitidez que sólo se puede obtener con reconocimientos más cercanos al suelo. Espero haber conseguido en estos ensayos cierto equilibrio entre ambas aproximaciones al abordar problemas que creo de importancia e interés general y al mismo tiempo anclarlos en contextos históricos específicos conformados por el tiempo y el espacio. El distinguido historiador francés Emmanuel Le Roy Ladurie clasificó una vez los historiadores en paracaidistas y cazadores de trufas[13]. Me gustaría pensar en este volumen como en la obra de un paracaidista con unas cuantas trufas en su mochila.

07 Ultramar

PRIMERA PARTE

EUROPA

08 Ultramar

CAPÍTULO I

UNA EUROPA DE MONARQUÍAS COMPUESTAS

El concepto de Europa implica unidad. La realidad de Europa, especialmente tal como se ha desarrollado en los últimos quinientos años más o menos, revela un grado acusado de desunión, derivado del establecimiento de lo que ha llegado a considerarse el rasgo característico de la organización política europea en contraste con la de otras civilizaciones: un sistema competitivo de estados-nación territoriales y soberanos. «Hacia 1300 —escribió Joseph Strayer en un libro pequeño pero muy perspicaz— resultaba evidente que la forma política dominante en la Europa occidental iba a ser el estado soberano: el Imperio universal nunca había sido más que un sueño; la Iglesia universal se veía forzada a admitir que la defensa del estado individual tenía prioridad sobre las libertades eclesiásticas y las reivindicaciones de la cristiandad. La lealtad al estado era más fuerte que cualquier otra y estaba adoptando para algunas personas (en su mayoría funcionarios gubernamentales) ciertas connotaciones de patriotismo»[14].

Aquí tenemos en fase embrionaria los temas que componen el programa de la mayor parte de la escritura de la historia en los siglos XIX y XX sobre el devenir político de la Europa moderna y contemporánea: el derrumbamiento de cualquier perspectiva de unidad europea basada en el dominio de un «Imperio universal» o una «Iglesia universal», seguido por el fracaso predeterminado de todos los intentos ulteriores de alcanzar tal unidad por medio de uno u otro de estos dos elementos, y el largo, lento y a menudo tortuoso proceso por el cual algunos estados soberanos independientes lograron definir sus fronteras territoriales frente a sus vecinos e imponer una autoridad centralizada sobre sus poblaciones súbditas, mientras que al mismo tiempo proporcionaban un foco de lealtad a través del establecimiento de un consenso nacional que trascendía las lealtades locales.

Como resultado de este proceso, una Europa que en 1500 estaba compuesta de «unas quinientas unidades políticas más o menos independientes» se había transformado hacia 1900 en una Europa de «aproximadamente veinticinco»[15], entre las cuales se consideraban las más fuertes aquellas que habían conseguido el mayor grado de integración como estados-naciones con todas las de la ley. Todavía sobrevivían anomalías (sobre todo la monarquía austro-húngara), pero su condición de tales quedó ampliamente confirmada por los acontecimientos del cataclismo que fue la Primera Guerra Mundial. El subsiguiente triunfo del «principio de nacionalidad» en el Tratado de Versalles de 1919[16] pareció ratificar el estado-nación como la culminación lógica, y de hecho necesaria, de mil años de historia europea.

Épocas diferentes conllevan perspectivas diferentes. Lo que parecía lógico, necesario y hasta deseable a finales del siglo XIX parece menos lógico y necesario, y un tanto menos deseable, desde nuestra privilegiada atalaya de principios del XXI. El desarrollo, por una parte, de organizaciones económicas y políticas multinacionales y, por otra, el resurgimiento tanto de nacionalidades «suprimidas» como de identidades locales y regionales medio sumergidas han ejercido presiones simultáneas sobre el estado-nación desde arriba y desde abajo. Estos dos procesos, sin duda relacionados de formas que habrán de dilucidar futuras generaciones de historiadores, han de acabar por poner en tela de juicio las interpretaciones al uso de la historia europea, concebida desde el punto de vista de un avance inexorable hacia un sistema de estados-nación soberanos.

Este proceso de reinterpretación histórica implica claramente una nueva evaluación de intentos más tempranos de organizar entidades políticas supranacionales. A decir verdad, uno de tales intentos, el imperio de Carlos V en el siglo XVI, obtuvo una aprobación a medias desde un sector inesperado poco después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Fernand Braudel argumentó en 1949 que, con la reactivación económica de los siglos XV y XVI, la coyuntura pasó a ser «consistentemente favorable a los estados grandes o muy grandes, a los “superestados” que hoy se vuelven a considerar como la pauta para el futuro, del mismo modo que parecieron serlo brevemente a principios del siglo XVIII, cuando Rusia se expandía bajo Pedro el Grande y se proyectaba una unión dinástica como mínimo entre la Francia de Luis XIV y la España de Felipe V»[17].

La idea de Braudel de que la historia es favorable o desfavorable alternativamente a extensas formaciones políticas no parece haber estimulado muchas investigaciones entre los historiadores económicos y políticos, acaso por la dificultad inherente de calcular el tamaño óptimo de una unidad territorial en un momento histórico dado. Tampoco las implicaciones de la recuperación de la idea imperial por parte de Carlos V, sobre cuya importancia insistió Frances Yates, parecen haber sido aceptadas del todo por los historiadores del pensamiento político[18]. Las ideas sobre el estado territorial soberano siguen siendo el principal foco de atención en las visiones de conjunto sobre la teoría política de la edad moderna, a expensas de otras tradiciones que se ocupaban de formas alternativas de organización política después consideradas anacrónicas en una Europa que había vuelto las espaldas a la monarquía universal[19] y había subsumido sus particularismos locales en estados-nación unitarios.

Entre estas formas alternativas de organización política, una que ha suscitado especial interés en los últimos años ha sido el «estado compuesto»[20]. Este interés debe ciertamente algo a la preocupación actual europea por la unión federal y confederal, a medida que nacionalidades enterradas vuelven a aflorar a la superficie para reclamar su lugar al sol[21], pero también refleja un reconocimiento histórico cada vez mayor de la verdad en que se basa la afirmación de Koenigsberger de que «la mayoría de los estados del periodo moderno fueron estados compuestos, los cuales incluían más de un país bajo el dominio de un solo soberano». Koenigsberger clasifica estos estados en dos categorías: en primer lugar, los estados compuestos separados entre sí por otros estados o por el mar, como la monarquía de los Habsburgo españoles, la monarquía de los Hohenzollern de Brandeburgo-Prusia o la corona inglesa con su dominio sobre Irlanda; en segundo lugar, los estados compuestos contiguos, como Inglaterra y Gales, Piamonte y Saboya o Polonia y Lituania[22].

En el periodo de la edad moderna sobre el que escribe Koenigsberger, algunos estados compuestos, como Borgoña y la Unión de Kalmar escandinava, ya se habían disuelto o estaban a punto de hacerlo, mientras que otros, como el Sacro Imperio Romano, luchaban por su supervivencia. Por otro lado, fueron los sucesores imperiales de Carlos V, provenientes de la rama austriaca de los Habsburgo, quienes iban a formar con sus propios reinos heredados y tierras patrimoniales un estado cuyo carácter compuesto perduraría hasta su final. Aunque algunos estados modernos eran claramente más compuestos que otros, el mosaico de pays d’élections y pays d’états en la Francia de los Valois y de los Borbones es recordatorio de un proceso histórico que se volvería a repetir cuando Luis XIII unió formalmente el principado de Béarn a Francia en 1620[23]. Un estado cuyo carácter era todavía esencialmente compuesto se limitaba a agregar un componente más a aquellos que ya estaban puestos en su lugar.

Si la Europa del siglo XVI era una Europa de estados compuestos, en coexistencia con una miríada de unidades territoriales y jurisdiccionales más pequeñas que guardaban celosamente su estatus independiente, resulta necesario evaluar su historia desde este punto de vista más que desde la perspectiva de la agrupación de estados-nación unitarios que llegaría a ser más tarde. Es bastante fácil suponer que el estado compuesto de la edad moderna no fue más que una parada intermedia y obligada en el camino que llevaba a la estatalidad unitaria, pero no debería darse por sentado que a caballo entre los siglos XV y XVI éste era ya el destino final del trayecto.

La creación en la Europa occidental medieval de algunas unidades políticas amplias (Francia, Inglaterra, Castilla) que lograron construir y mantener un aparato administrativo relativamente fuerte y que se apoyaban en cierto sentido de la unidad colectiva, a la vez que lo fomentaban, apuntaba ciertamente en una dirección unitaria con firmeza. No obstante, la ambición dinástica, derivada de un sentido de la familia y el patrimonio hondamente arraigado en Europa, estaba por encima de las tendencias unitarias y amenazaba constantemente, por su continua búsqueda de nuevas adquisiciones territoriales, con disolver la cohesión interna que se estaba alcanzando con tanto trabajo.

Para unos monarcas preocupados por el engrandecimiento, la creación de estados compuestos parecía un camino fácil y natural hacia adelante. Nuevas adquisiciones territoriales significaban un prestigio realzado y en potencia nuevas y valiosas fuentes de riqueza. Todavía se preciaban más si poseían las ventajas adicionales de la contigüidad y lo que se conocía como «conformidad». Jacobo VI (de Escocia) y I (de Inglaterra e Irlanda) usaría el argumento de la contigüidad para fortalecer su razonamiento a favor de la unión de las coronas de Inglaterra y Escocia[24]. También se consideraba más fácil mantener la nueva unión donde había marcadas similitudes di lingua, di costumi e di ordini, «de lengua, de costumbres y de instituciones», como Maquiavelo observaba en El príncipe[25]. Francesco Guicciardini abundaba en la misma opinión al referirse a la conformità que hacía del recién conquistado reino de Navarra una adquisición tan excelente para Fernando el Católico[26]. Sin embargo, la contigüidad y la conformidad no llevaban necesariamente por sí mismas a la unión integral. La Navarra española siguió siendo en muchos aspectos un reino aparte y no conoció transformaciones de envergadura en sus leyes, costumbres e instituciones tradicionales hasta 1841.

Según el jurista español del siglo XVII Juan de Solórzano Pereira, había dos maneras en que un territorio recién adquirido podía unirse a los otros dominios de un rey. Una de ellas era la unión «accesoria», por la cual un reino o provincia al juntarse con otro pasaba a considerarse jurídicamente como parte integral suya, de modo que sus habitantes disfrutaban de los mismos derechos y quedaban sujetos a las mismas leyes. El ejemplo más destacado de este tipo de unión dentro de la monarquía hispánica lo proporcionan las Indias españolas, que fueron incorporadas jurídicamente a la corona de Castilla. La incorporación de Gales a Inglaterra por medio de las llamadas Actas de Unión (Union Acts) de 1536 y 1543 también podría considerarse una unión accesoria.

Además había, según Solórzano, la forma de unión conocida como aeque principaliter, bajo la cual los reinos constituyentes continuaban después de su unión siendo tratados como entidades distintas, de modo que conservaban sus propias leyes, fueros y privilegios. «Los reinos se han de regir, y gobernar —escribe Solórzano—, como si el rey que los tiene juntos, lo fuera solamente de cada uno de ellos»[27]. La mayoría de los reinos y provincias de la monarquía hispánica (Aragón, Valencia, el principado de Cataluña, los reinos de Sicilia y Nápoles y las diferentes provincias de los Países Bajos) encajaban más o menos dentro de esta segunda categoría[28]. En todos estos territorios se esperaba del rey, y de hecho se le imponía como obligación, que mantuviese el estatus e identidad distintivos de cada uno de ellos.

Este segundo método de unión poseía ciertas ventajas claras tanto para gobernantes como para gobernados en las circunstancias de la Europa moderna, por más que Francis Bacon abundara en sus insuficiencias posteriormente en A Brief Discourse Touching the Happy Union of the Kingdoms of England and Scotland[29] [«Breve discurso sobre la feliz unión de los reinos de Inglaterra y Escocia»]. De las dos recomendaciones ofrecidas por Maquiavelo en sus lacónicos consejos sobre el tratamiento que hay que dar a las repúblicas conquistadas, «arruinarlas» o si no «ir allí a habitar personalmente», la primera resultaba desventajosa y la segunda impracticable. No obstante, también proponía dejar a los estados conquistados «vivir con sus leyes, exigiéndoles un tributo e instaurando un régimen oligárquico que os los conserve amigos»[30]. Este método era la consecuencia lógica de la unión aeque principaliter y fue empleado con considerable éxito por los Austrias en el transcurso del siglo XVI para mantener unida su inmensa monarquía hispánica.

La mayor ventaja de la unión aeque principaliter era que, al garantizar la supervivencia de las instituciones y leyes tradicionales, hacía más llevadera a los habitantes la clase de transferencia territorial que era inherente al juego dinástico internacional. No hay duda de que a menudo se producía inicialmente un considerable resentimiento al encontrarse subordinados a un soberano «extranjero». Sin embargo, la promesa del soberano de observar las leyes, usos y costumbres tradicionales podía mitigar las molestias de estas transacciones dinásticas y ayudar a reconciliar a las élites con el cambio de señores. El respeto de las costumbres y leyes tradicionales suponía en particular la perpetuación de asambleas e instituciones representativas. Dado que los soberanos del siglo XVI estaban habituados en general a trabajar con tales organismos, no se trataba en sí de un obstáculo insuperable, aunque con el tiempo podía acarrear complicaciones, como sucedió con la unión de las coronas de Castilla y Aragón. Las restricciones de las instituciones tradicionales sobre la realeza eran mucho más fuertes en los territorios aragoneses que en la Castilla del siglo XVI, tanto que para una corona acostumbrada a una relativa libertad de acción en una parte de sus dominios llegó a hacerse difícil aceptar que sus poderes eran considerablemente limitados en otra. La disparidad entre los dos sistemas constitucionales también favorecía los roces entre las partes constituyentes de la unión cuando la expresión llegó a ser una creciente disparidad entre sus respectivas contribuciones fiscales. La dificultad para extraer subsidios de las cortes de la corona de Aragón convenció lógicamente a los monarcas para dirigirse cada vez más a menudo a las cortes de Castilla en busca de ayuda financiera, que resultaban más dóciles a la dirección real. Los castellanos llegaron a sentirse molestos por la mayor carga fiscal que se les pedía soportar, mientras que los aragoneses, catalanes y valencianos se quejaban de la frecuencia cada vez menor con que se convocaban sus cortes y temían que sus constituciones estaban siendo subvertidas en silencio.

A pesar de todo, la alternativa, que consistía en reducir los reinos recién unidos al estatus de provincias conquistadas, era demasiado arriesgada para ser contemplada por la mayoría de los soberanos del siglo XVI. Pocos dirigentes de la edad moderna estuvieron tan bien situados como Manuel Filiberto de Saboya, quien, tras recuperar sus territorios devastados por la guerra en 1559, se encontró en posición de comenzar la construcción de un estado saboyano casi desde cero y legó a sus sucesores una tradición burocrática centralizadora que haría de Saboya-Piamonte un estado excepcionalmente integrado, al menos para lo habitual en la Europa moderna[31]. En general parecía más seguro, a la hora de tomar posesión de un nuevo reino o provincia que funcionaba razonablemente, aceptar el statu quo y mantener la maquinaria en marcha. Algunas innovaciones institucionales podían ser factibles, como la creación de un Consejo Colateral en el reino español de Nápoles[32], pero era primordial evitar la alienación de la élite de la provincia con la introducción de demasiados cambios excesivamente pronto.

Por otro lado, cierto grado inicial de integración era necesario si el monarca pretendía tomar control efectivo de su nuevo territorio. ¿Qué instrumentos estaban al alcance para conseguirlo? La coacción tuvo su papel en el establecimiento de ciertas uniones modernas, como la de Portugal con Castilla en 1580, pero el mantenimiento de un ejército de ocupación era no sólo un asunto costoso, como descubrieron en Irlanda los ingleses, sino que además podía ir en contra de la misma política de integración que trataba de seguir la corona, como se dieron cuenta los austriacos hacia finales del siglo XVII con sus intentos de poner Hungría bajo el control real[33].

Excluida una presencia militar más o menos permanente, las posibilidades se reducían a la creación de nuevos órganos institucionales en el nivel superior de gobierno y al uso del patronazgo para conseguir y conservar la lealtad de las viejas élites políticas y administrativas. Dado que el absentismo real era una característica inevitable de las monarquías compuestas, era probable que el primer y más importante cambio que había de experimentar un reino o provincia puesto en unión con otro más poderoso era la partida de la corte, la pérdida de la condición de capital de su ciudad principal y la sustitución del monarca por un virrey o gobernador. Ningún virrey podía compensar del todo la ausencia del monarca en las sociedades altamente presenciales de la Europa moderna. No obstante, la solución española de nombrar un consejo de representantes nativos para asistir al rey contribuyó en cierta medida a paliar el problema, al proporcionar un canal a través del cual se podían expresar las opiniones y agravios locales en la corte y utilizar el conocimiento local en la determinación de las directrices políticas. A un nivel superior, un consejo de estado (compuesto mayoritariamente, pero no siempre exclusivamente, por consejeros castellanos) quedaba en reserva como un instrumento nominal al menos para las decisiones definitivas sobre la línea general y para la coordinación a la luz de los intereses de la monarquía hispánica en su conjunto. En la monarquía británica del siglo XVII un consejo de estado era algo que brillaba por su ausencia. Los privy councils o consejos asesores de Escocia y de Irlanda operaban en Edimburgo y en Dublín, respectivamente, en lugar de en la corte, y ni Jacobo I ni Carlos I procuraron crear un consejo para toda Gran Bretaña[34].

En los niveles inferiores de la administración la concepción patrimonial de los cargos en la Europa moderna hacía difícil sustituir a los funcionarios existentes por otros que pudieran ser considerados más leales al nuevo régimen. Además, bien podía haber estrictas reglas constitucionales que gobernaban los nombramientos, como ocurría en partes de la monarquía hispánica. En la corona de Aragón las leyes y constituciones prohibían la designación de funcionarios no nativos y regulaban el tamaño de la burocracia. También en Sicilia los cargos seculares estaban reservados a los naturales de la isla[35]. En la Italia continental la corona tenía más margen de maniobra y fue posible la infiltración de funcionarios españoles en la administración de Milán y Nápoles. Con todo, aquí, al igual que en todas partes, no había alternativa a una fuerte dependencia de las élites provinciales, cuya lealtad sólo se podía conseguir y conservar mediante el patronazgo. Esto daba a su vez a las élites provinciales, como la de Nápoles[36], una influencia sustancial, que podía utilizarse por un lado para ejercer presión sobre la corona y por otro para ampliar su dominio social y económico sobre sus propias comunidades.

Esto indica cierta fragilidad respecto a las monarquías compuestas, la cual obliga a plantear preguntas acerca de su viabilidad a largo plazo. No cabe la más mínima duda de que para todas ellas el absentismo real constituía un grave problema estructural, que ni siquiera el vigor itinerante de aquel viajero incansable que fue Carlos V pudo resolver del todo. Ahora bien, las constantes quejas de los catalanes y aragoneses del siglo XVI de que se veían privados de la luz del sol[37], aun siendo seguramente expresión de un sentimiento legítimo de agravio, pueden también ser consideradas útiles estrategias para obtener más de aquello que apetecían. A los catalanes, al fin y al cabo, como miembros de una confederación medieval, no les era desconocida la realeza absentista y habían aprendido a acomodarse a esta inevitable realidad, no siempre desdichada, incluso antes de la unión de las coronas.

A cambio de un cierto abandono benévolo, las élites locales disfrutaban de un grado de autogobierno que les dejaba sin ninguna necesidad urgente de cuestionar el statu quo. En otras palabras, las monarquías compuestas estaban construidas sobre un contrato mutuo entre la corona y la clase dirigente de sus diferentes provincias, que confería incluso a las uniones más artificiales y arbitrarias una cierta estabilidad y resistencia. Si a partir de aquí el monarca fomentaba, especialmente entre la alta nobleza de sus diferentes reinos, un sentimiento de lealtad personal a la dinastía, que superase las fronteras provinciales, las probabilidades de estabilidad aumentaban todavía más. Esto era algo que Carlos V procuró conseguir cuando abrió las puertas de la orden borgoñona del Toisón de Oro a los aristócratas de los diversos reinos de su monarquía compuesta. Fue algo que también lograron los Habsburgo austriacos del siglo XVII a una escala mucho más espléndida y sistemática por medio del desarrollo de una espectacular cultura cortesana[38].

Era más fácil generar un sentimiento de lealtad a un monarca trascendente que a una comunidad más amplia creada por la unión política, aunque sin duda ayudaba que la entidad tuviera un nombre aceptable. Los monarcas que unieron las coronas de Castilla y Aragón trataron de resucitar vagos recuerdos de una Hispania romana o visigótica con el fin de proponer un foco de lealtad potencialmente más amplio bajo la forma de una «España» históricamente restaurada. Pero la Union in Name, o «Unión de nombre», como la llamaba Bacon[39], no era fácil de alcanzar. Para algunos escoceses del siglo XVII, la palabra Britain, «Gran Bretaña», poseía todavía connotaciones negativas[40].

Una asociación más estrecha, especialmente si conllevaba beneficios económicos o de otro tipo, podía contribuir a fomentar esta lealtad más amplia, como sucedió entre los escoceses en el siglo XVIII. También podía contar la magnética atracción ejercida sobre las noblezas locales por la cultura y la lengua de una corte dominante: en fecha tan temprana como 1495 un aristócrata aragonés que traducía un libro del catalán al castellano se refería a este último como el idioma de «nuestra Hyspaña»[41]. Con todo, «España», aun siendo capaz de despertar lealtad en determinados contextos, continuó lejana en comparación con las realidades más inmediatas de Castilla y de Aragón.

Ahora bien, el sentido de identidad que una comunidad tiene de sí misma no es ni estático ni uniforme[42]. La fuerte lealtad a la comunidad natal (la patria del siglo XVI)[43] no era incompatible de por sí con la ampliación de la lealtad a una comunidad mayor, con tal de que las ventajas de la unión política pudieran ser consideradas, al menos por grupos influyentes de la sociedad, de más peso que las desventajas. Aun así, la estabilidad y las perspectivas de supervivencia de las monarquías compuestas del siglo XVI, basadas en una aceptación mutua y tácita de las partes contratantes, serían puestas en peligro por el rumbo tomado por algunos acontecimientos en el transcurso de la centuria. En potencia, el más alarmante fue la división religiosa de Europa, que enfrentó a los súbditos tanto contra el monarca como entre sí. Si bien los grandes cambios religiosos del siglo constituyeron una amenaza para todos los tipos de entidad política, los estados compuestos más extensos estuvieron especialmente expuestos, aun cuando la comunidad polaco-lituana, fortalecida por la Unión de Lublin en 1569 y fundamentada en un alto grado de consenso entre la aristocracia, capeó con éxito el temporal. La conciencia de este peligro alentó a los Habsburgo austriacos de finales del siglo XVI en su búsqueda cada vez más desesperada de una solución ecuménica a los problemas de la división religiosa, un remedio que no sólo reuniera a una cristiandad escindida, sino que también salvara su propio patrimonio de una desintegración irreversible.

Los cambios religiosos del siglo XVI sumaron un nuevo componente, extremadamente delicado, a aquel conjunto de elementos (geográficos, históricos, institucionales y, en algunos casos, lingüísticos) que contribuyó a constituir el sentido colectivo de la identidad de una provincia con relación a la comunidad más amplia del estado compuesto y al territorio dominante dentro de él. El protestantismo agudizó el sentido de identidad distintiva de unos Países Bajos siempre conscientes de las diferencias que los separaban de España, del mismo modo que lo hizo el catolicismo entre una población irlandesa sometida al dominio inglés protestante. Así pues, las presiones desde el centro para conseguir la conformidad religiosa tendían a provocar reacciones explosivas en comunidades que, por una razón u otra, sufrían ya la sensación de que sus identidades corrían peligro. Cuando se producía el estallido, los rebeldes podían albergar la esperanza de aprovechar la nueva red internacional de alianzas confesionales para obtener ayuda exterior. En esto los gobernantes de estados compuestos muy extendidos eran extremadamente vulnerables, pues las provincias alejadas bajo control imperfecto (como los Países Bajos e Irlanda) ofrecían oportunidades tentadoras para la intervención extranjera.

Las consecuencias de la nueva dinámica religiosa del siglo XVI no se limitaban a las provincias periféricas ansiosas por conservar sus identidades distintivas frente a las presiones del centro. Castilla e Inglaterra, estados ambos que constituían el núcleo de monarquías compuestas, avivaron sus propias identidades distintivas durante los trastornos religiosos del siglo XVI y desarrollaron un sentido agudo y combativo de su lugar excepcional en los designios providenciales de Dios. Al contribuir a definir su propia posición en el mundo, su agresivo nacionalismo religioso tuvo un impacto inevitable sobre las relaciones en el interior de las monarquías compuestas de las que formaban parte. Las responsabilidades extraordinarias conllevaban privilegios extraordinarios. Los castellanos, escribía un catalán en 1557, «volen ser tan absoluts, i tenen les coses pròpies en tan, i les estranyes en tan poc que sembla que són ells sols vinguts del cel i que la resta dels homes és lo que és eixit de la terra» («quieren ser tan absolutos, y tienen sus propias cosas en tanto, y las ajenas en tan poco, que parece que ellos han venido del cielo y que el resto de los hombres es lo que ha salido de la tierra»)[44].

El sentido de autoimportancia creció, tanto en Castilla como en Inglaterra, con la adquisición de un imperio de ultramar, una indicación adicional de favor divino. Los castellanos, al conquistar las Indias y reservarse los beneficios para sí mismos, aumentaron enormemente su propia riqueza y poder con relación a los otros reinos y provincias de la monarquía hispánica. También los ingleses, al hacerse con sus colonias americanas, ensancharon la distancia que les separaba de los escoceses y los irlandeses. Los reyes de Escocia habían intentado anteriormente oponerse a las demandas inglesas de una corona imperial con la adopción de una propia[45]; en el siglo XVII, a medida que la idea de «imperio» llegó a incluir la posesión de dominios de ultramar, los proyectos de colonización escoceses en el Nuevo Mundo podían servir para reforzar la demanda del «imperio» en su nuevo y más moderno sentido. En general, el imperialismo y la monarquía compuesta no hacían buenas migas. La posesión de un imperio de ultramar por una parte de una unión animaba a pensar en términos de dominación y subordinación de un modo que iba contra la entera concepción de una monarquía compuesta unida aeque principaliter[46].

Allí donde una parte componente de una monarquía compuesta no sólo es evidentemente superior a las otras en poder y recursos, sino además se comporta como que lo es, las otras partes tendrán la sensación natural de que sus identidades se hallan bajo una amenaza cada vez mayor. Es lo que sucedió en la monarquía hispánica en e

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