NOTA SOBRE EL USO DEL ESTILO
Ha sido imposible mantener una completa uniformidad en la utilización de los nombres en español y en catalán en el texto de este libro. Me he inclinado a mantener los nombres de las instituciones en el original catalán (por ejemplo, Generalitat). Los nombres de ciudades y villas aparecen en su forma castellana. Los nombres de los personajes catalanes presentan un problema irresoluble. Durante la mayor parte del siglo XIX era frecuente que ellos mismos utilizasen la versión castellana en público, incluso aunque hablasen normalmente en catalán. Hoy en día la forma catalana es la que se usa en Cataluña (por ejemplo el general Joan Prim y no Juan Prim). He seguido esta práctica desde alrededor de 1800 en adelante aunque con algunas excepciones. Por ejemplo, el líder rebelde del siglo XVII es conocido siempre como Pau Claris y no como Pablo Claris, y sería absurdo emplear la versión castellana de su nombre. Los nombres de los autores son especialmente dificultosos, puesto que ya desde el movimiento romántico sus libros solían publicarse bajo los nombres castellanos, y así es como aparecen en las bibliografías y en los catálogos de las bibliotecas. Así, el antiguo comerciante y proyectista, Narciso Feliu de la Peña, suele ser conocido hoy en día por la versión catalana de su nombre como Narcís Feliu de la Penya, pero sus tratados fueron publicados en castellano y su nombre aparecía en castellano. He respetado esta práctica hasta alrededor de 1800, donde he trazado la línea divisoria aproximada, aunque con la duda entre Antonio de Capmany o Antoni de Capmany, el bien conocido historiador y político cuya carrera se desarrolló a caballo entre los dos siglos. Mi última opción, la forma catalana, es absolutamente arbitraria.
Se advertirá que las fechas en el encabezado de los capítulos pretenden servir de indicación cronológica del periodo general que cubre cada capítulo y solo deben ser consideradas como aproximadas.



INTRODUCCIÓN
NACIONES Y NACIONES-ESTADO
Este libro es la historia de dos autoproclamadas naciones que, al menos en el momento en que se escriben estas páginas, no poseen Estado propio. En los últimos años, tanto Escocia como Cataluña han presenciado el crecimiento de poderosos movimientos cuyo propósito ha sido el de conseguir la independencia de sus respectivas mayores supraentidades políticas respectivas, Gran Bretaña y España, a las que se hallan incorporadas desde hace tiempo. Escocia solicitó, y consiguió en 2014, un referendo que los defensores de la independencia esperaban que les permitiese alcanzar su meta por el camino del mandato popular. Tras su celebración, el electorado no consiguió el objetivo esperado, lo cual dejó a una minoría desengañada con la esperanza de que un nuevo referendo en un futuro no muy lejano podría dar lugar a un desenlace diferente. Por su parte, los partidarios de la independencia de Cataluña, los cuales tenían una mayoría en el Parlamento catalán, aprobaron el 6 de septiembre de 2017 la celebración de un referendo sobre la independencia. Basándose en esta votación, el Gobierno autonómico, en contra del Estado español y de la Constitución española de 1978, convocó por su cuenta un referendo ilegal para el 1 de octubre de 2017 y proclamó la independencia de la República Catalana nueve días después.
En su propósito de convertir a sus respectivas naciones en estados soberanos, los líderes de esos movimientos independentistas han seguido un camino bastante transitado ya. Europa, entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX, experimentó el surgimiento de un sentimiento nacionalista en el curso del cual pueblos y etnias minoritarios desearon, o intentaron, separarse de las formaciones políticas a las que pertenecían y constituirse como naciones-Estado independientes. Al hacerlo así, se inspiraron en dos grandes movimientos intelectuales e ideológicos de la época: el liberalismo, con su insistencia en los derechos de los ciudadanos a tener alguna forma de representación política, y el romanticismo, con su énfasis en la naturaleza orgánica de las sociedades y en los lazos históricos, étnicos y sentimentales que les daban cohesión.
Esas mismas influencias se estaban ejerciendo también de manera simultánea en las formaciones políticas de la época —estados-nación, entidades políticas menores o grandes imperios monárquicos—, que buscaban transformar a sus súbditos y a sus pueblos en comunidades nacionales integradas, amparadas en un sentimiento de comunidad de orígenes, comunidad de propósitos e identidad común. Su elevado nacionalismo provocó, y al mismo tiempo alentó, el igualmente elevado nacionalismo de sus minorías, el cual, como demostraron las revoluciones de 1848, estaba ya en auge. Especialmente en el Imperio austrohúngaro, con sus múltiples nacionalidades sumergidas o parcialmente sumergidas, se requería un constante ejercicio de equilibrio para mantener el control de los nacionalismos, y el imperio se colapsó cuando los ejércitos imperiales fueron derrotados en las últimas etapas de la Primera Guerra Mundial.
Al final del conflicto, el acuerdo de paz de Versalles y sus consiguientes tratados tuvieron que enfrentarse a algunos de los problemas subyacentes que habían conducido al estallido de la guerra, reconociendo la fuerza de las demandas procedentes de las regiones y comunidades carentes de Estado, las cuales aspiraban a convertirse ellas mismas en naciones-Estado. Con todo, aunque el reconocimiento del derecho a la autodeterminación nacional resolvió algunos de los problemas, lo cierto es que crearía muchos otros. El intento de proporcionar a las naciones, o a las supuestas naciones, fronteras territoriales adecuadas, se convirtió por sí mismo en otra fuente de conflictos.
El proceso destapó también la cuestión de cómo podría llevarse a la práctica un ideal teóricamente tan noble como este. Una vez que se diese vía libre al nacionalismo, ¿dónde se detendría? No solo llevaría a comunidades o grupos étnicos rivales al enfrentamiento, sino que también amenazaría la integridad de las naciones-Estado o de los imperios históricamente centralizados, los cuales habían llegado a constituirse a lo largo de los siglos mediante una mezcla de accidentes dinásticos y proyectos políticos y ahora se encontraban presionados para reconocer el derecho de autodeterminación por parte de súbditos y de ciudadanos que durante mucho tiempo habían sido considerados como suyos propios. Como el tratado angloirlandés de 1921 puso claramente de manifiesto, nacionalismo y separatismo eran dos caras de la misma moneda.
En alguna medida, el problema de las nacionalidades subyacentes o suprimidas de Europa quedó relegado, o simplemente archivado, como consecuencia del estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939 y de la guerra fría que vino a continuación. La tensión en la que en aquel momento entraban las viejas estructuras de los estados resultaba evidente. Debilitados por seis años de conflicto, los estados imperiales de Europa se vieron forzados progresivamente a renunciar a sus respectivos imperios ultramarinos, haciendo frente a los levantamientos y a la resistencia armada por parte de pueblos subordinados que habían aprendido muy bien sus lecciones europeas y se veían imbuidos por el creciente sentimiento de una identidad nacional propia y por el derecho a la independencia. La pérdida de los imperios de ultramar llegó acompañada de la disminución del histórico poder de algunos de los estados de la Europa occidental, así como por un deseo de escapar de la aparentemente interminable secuencia de conflictos fratricidas, y el reto de la guerra fría les llevó a aceptar la necesidad de nuevas formas de asociación militar, política y económica. Ello implicaba inevitablemente cierto sacrificio de soberanía.
En un mundo cambiante, dominado temporalmente por dos superpotencias, las naciones-Estado al viejo estilo, empujadas a la respectiva órbita de estas superpotencias, perdieron, junto con su libertad de movimientos, algo de su antigua relevancia. Resultaba paradójico que, en un momento en que se multiplicaba el número de nuevas naciones en todo el mundo, la independencia nacional estuviese comenzando a aparecer como una reliquia del pasado, y que la interdependencia, más que la independencia, empezara a estar a la orden del día. Este fenómeno de la vida política y económica no cambió con la aparición de nuevos estados, ni con la reaparición de otros antiguos como consecuencia del colapso de la Unión Soviética en 1989 y la finalización de la gran división ideológica de los años de posguerra. La marcha acelerada hacia la globalización puso de manifiesto que no había vuelta atrás. Como resultado de ello, las unificadas naciones-Estado que en su momento habían parecido la lógica culminación de un milenio de historia europea, se encontraron presionadas desde arriba en los últimos años del siglo XX por organizaciones supranacionales y por requerimientos transnacionales que se producían como consecuencia de un mundo cada vez más interconectado.
Sin embargo, en la misma medida que las naciones-Estado eran sometidas a distintas presiones desde arriba, también se encontraron crecientes presiones desde abajo. Estas últimas surgieron en gran parte por el sentimiento generalizado en muchos lugares del mundo occidental de que los gobiernos centrales, altamente burocratizados, se habían convertido en algo demasiado remoto como para comprender las verdaderas necesidades y los problemas de los gobernados. La respuesta natural, ya fuese de los individuos, de las comunidades o de las regiones, fue la demanda de más voz en la gestión de sus asuntos. Esa demanda fue especialmente insistente cuando procedía de aquellas regiones, nacionalidades sin Estado y grupos étnicos que, por razones históricas, se sentían maltratados e incomprendidos y creían que sus intereses eran menospreciados.
En un mundo en el que el disfrute de los derechos se ha convertido en un dogma de fe, tal respuesta no resultaba sorprendente. Menos esperada, y nada prevista, fue la reaparición de dos de las profundas corrientes históricas que impulsaron ese tipo de respuesta y que se pensó que estarían fuera de lugar a causa de la aparente marcha triunfal del cosmopolitismo y la secularización. Estas fuerzas eran el nacionalismo al viejo estilo y la religión, especialmente en sus formas fundamentalistas. En ocasiones, ambas marcharían juntas, en otras no lo harían, pero a comienzos del siglo XXI las dos estaban visiblemente en auge.
Ya fuese porque el resurgente nacionalismo adoptó la forma de demandas de un mayor grado de autonomía, o bien porque adoptó la de una total independencia, lo cierto es que miraba al pasado para basar en él sus reivindicaciones de cara al futuro. De esta forma, no estaba más que siguiendo el modelo de los movimientos nacionalistas de otra época. Durante el siglo XIX y una buena parte del XX, las naciones y las naciones-Estado tendían a ser descritas en términos esencialistas como entidades fijas y permanentes, productos naturales y predeterminados de un sentimiento territorialmente arraigado de identidad colectiva, inspirado por el origen y la etnia, junto con la fe, las costumbres, la lengua y la experiencia histórica compartidas. Durante las dos o tres últimas décadas del siglo XX, esta interpretación esencialista de la naturaleza y los orígenes del nacionalismo fue cuestionada por algunos historiadores que argumentaban que las naciones eran en realidad «comunidades imaginadas» basadas en tradiciones heredadas y en relatos o «mitos» que habían llegado a crear sobre sí mismas.[1]
Si esas comunidades eran producto de una imaginación colectiva, o bien estaban basadas en realidades sociales remotas, lo cierto es que su actual salida a la luz ha añadido un elemento más de incertidumbre a un mundo que aparentemente se halla en un proceso de grandes transformaciones. El viejo orden está desapareciendo y las líneas de uno nuevo no están todavía claras. Una de las tareas de los historiadores actuales es proporcionar alguna perspectiva de larga duración al proceso de transformación y de desarrollo de los acontecimientos que han conformado, y continúan conformando, el mundo en el que ellos mismos se encuentran.
Este libro es un intento de explorar los orígenes y las fluctuantes trayectorias del sentimiento nacional en Escocia y en Cataluña y de los movimientos separatistas a que actualmente dan lugar. «Nación» y «Estado» son dos términos problemáticos, cuyo significado, como este libro pretende mostrar, ha cambiado a lo largo de los siglos, adquiriendo en ese proceso nuevos significados y connotaciones a medida que han cambiado las circunstancias y han tomado cuerpo nuevas ideas. Sin embargo, de acuerdo con la forma en que esos términos son interpretados usualmente, tanto Escocia como Cataluña tienden a ser calificadas como naciones sin Estado. En un reciente estudio español sobre los antecedentes de los referendos en los dos países, el autor escribe: «Escocia y Cataluña son dos naciones sin Estado que, en particular desde el inicio del siglo XX, han reclamado, con mayor o menor intensidad, y con mayor o menor respaldo de la población, el reconocimiento de su singularidad, mayores cotas de autogobierno, y, recientemente, la independencia».[2]Así pues, constituye una muestra de la incertidumbre que hoy rodea la definición de «Nación» y de «Estado» el hecho de que en la segunda edición (2001) del valioso ensayo sociológico de David McCrone, Understanding Scotland. The Sociology of a Stateless Nation, publicado por primera vez en 1992, la palabra stateless ha desaparecido del subtítulo, siendo sustituido por el más anodino Sociology of a Nation. Al explicar el cambio, el autor escribe: «¿El recuperar su Parlamento, aunque con responsabilidades limitadas después de casi trescientos años de unión, significa que Escocia ya no carece de Estado?».[3] Pero si es así, ¿el hecho de que Escocia posea un Parlamento limitado es suficiente para que la nación escocesa se transforme en un Estado? ¿Y puede un Estado ser realmente un Estado sin ser «independiente» tal como se entiende esta palabra habitualmente? Las palabras adquieren distintos significados en tiempos diferentes, y los conceptos que en un momento determinado parecen fijos, pueden cambiar de la noche a la mañana. Las naciones se imaginan a sí mismas en diferentes formas en momentos históricos distintos, añadiendo o sustrayendo algo de la imagen propia que se han creado y priorizando algún aspecto particular, o varios aspectos, a expensas de otros.
Escocia y Cataluña poseen profundos antecedentes históricos. Ambas fueron integradas, con diferente grado de éxito, en entidades emergentes, Bretaña y España, cuyas trayectorias forman parte de una más larga historia que también tiene que tomarse en consideración; y ambas han vivido durante siglos a la sombra de un vecino más poderoso con cuyas respectivas historias deben relacionarse constantemente. Es de esperar que la comparación entre las dos, intentando identificar y explicar las semejanzas y las diferencias entre sus experiencias, arroje alguna luz sobre el desarrollo de las estructuras de los estados europeos durante más de cinco siglos y sobre las formas adoptadas por los movimientos nacionalistas y las demandas secesionistas que algunos de estos inspiraron. Cualesquiera que sean las decisiones que se tomen actualmente, las suyas constituyen unas historias que seguirán recorriendo su camino durante los años venideros.
1
LA UNIÓN DINÁSTICA
1469-1625
LOS ANTECEDENTES DE LA UNIÓN
El 14 de octubre de 1469, Fernando, rey de Sicilia y heredero del trono de Aragón, tras varios días cabalgando bajo un disfraz por territorio enemigo, llegó después de anochecer a la ciudad castellana de Valladolid, donde se encontraría por primera vez con su prometida, Isabel, princesa de Asturias y discutida heredera de la Corona de Castilla. Los términos del contrato matrimonial habían sido acordados previamente y la pareja se casó cuatro días más tarde. Isabel se convirtió en reina de Castilla al morir su hermano en 1474 y Fernando accedió a la herencia aragonesa de su padre en 1479. Desde ese momento ambos se convirtieron conjuntamente en soberanos de Castilla y Aragón y en gobernantes de un país que cada vez era más conocido como España.
En 1503, treinta y cuatro años después del matrimonio real español, Margarita Tudor, la hija de Enrique VII de Inglaterra, se casó con Jacobo IV de Escocia en una ceremonia que se celebró en la capilla de la abadía de Holyrood y que fue festejada con el esplendor cortesano que se esperaba de un monarca orgulloso de poseer todos los atributos de un príncipe del Renacimiento.[1] Cuando la reina Isabel I murió sin descendencia exactamente un siglo más tarde, el bisnieto de esta pareja, Jacobo VI de Escocia, le sucedió en el trono. Viajando hacia el sur por etapas, en un avance real muy diferente del viaje furtivo de Fernando de Aragón, alcanzó finalmente su nueva capital, Londres, y fue coronado como Jacobo I de Inglaterra el 25 de julio de 1603. Como gobernante de los reinos de Escocia y de Inglaterra, que a partir de entonces serían gobernados por un solo monarca, decidió que se le llamase rey de Gran Bretaña.
Estas dos nuevas entidades políticas, España y Gran Bretaña, eran la consecuencia de los matrimonios dinásticos mediante los cuales los monarcas europeos acordaban tradicionalmente tratados de paz, establecían alianzas, adquirían nuevos territorios y buscaban el aumento de su poder y de su reputación. Mientras que los términos de las alianzas matrimoniales eran interminablemente discutidos y calculados hasta el más mínimo detalle sus posibles ventajas y desventajas, su resultado, tanto a corto como a largo plazo, era siempre una lotería. Al cambiar los intereses dinásticos y políticos, los amigos de hoy podían convertirse en los enemigos de mañana; pero, sobre todo, incluso la política matrimonial mejor planeada podía irse a pique fácilmente a causa del impredecible juego de la vida y la muerte. Enrique VII, al casar a su hija Margarita con Jacobo IV en 1503 para conseguir la paz entre Inglaterra y Escocia, tenía toda la razón para esperar que, con dos hijos que habían sobrevivido hasta alcanzar la edad adulta, se hubiese asegurado el futuro de la nueva dinastía Tudor en el trono inglés. Sin embargo, poco después murió su primogénito el príncipe Arturo, y por el hecho de que ninguno de los vástagos de su segundo hijo, el futuro Enrique VIII, podían tener descendencia, la sucesión recayó por defecto en el descendiente de Margarita. Era el monarca de la potencia menor, no el de la mayor, el que uniría a los dos reinos en su propia persona.
Por el contrario, en España fue la potencia mayor —Castilla— y no la menor la que prevaleció finalmente en las apuestas dinásticas. Sin embargo, la unión de las Coronas de Castilla y Aragón ocasionada por el matrimonio de Fernando e Isabel, no estuvo menos sujeta que la alianza matrimonial angloescocesa a los caprichos del destino. Su supervivencia se puso en peligro cuando Isabel murió en 1504 sin sucesión masculina como consecuencia de la muerte de su único hijo, el príncipe Juan. Después de la muerte de la reina, la Corona de Aragón permaneció en posesión de Fernando, pero la de Castilla pasó a la hija mayor superviviente de su matrimonio, Juana la Loca, y al final a su nieto extranjero, Carlos de Gante, el futuro emperador Carlos V de Habsburgo. El hecho de que el segundo matrimonio de Fernando no diese lugar al nacimiento de un hijo que sobreviviese fue lo que permitió que sus territorios pasasen a formar parte, junto con los de Castilla, de la vasta herencia de Carlos.
Si bien la unión de territorios tan diferentes y a veces tan dispares bajo un simple gobernante era frecuentemente el resultado de un accidente dinástico, también podía ser el producto de un proyecto dinástico. Eso fue precisamente así en la península Ibérica en el siglo XV. Aparte de su todavía no conquistado reino moro de Granada, la península se hallaba entonces dividida en unidades políticas y territoriales rivales y enfrentadas —las coronas de Castilla y Aragón, el reino de Portugal, y el de Navarra, a caballo de los Pirineos—. Las coronas de Castilla y Aragón eran ambas producto de agregaciones territoriales. En el corazón de la Corona de Castilla estaban los reinos medievales de Castilla y de León, unidos permanentemente desde 1230.[2]
La Corona de Aragón por su parte se formó con un complejo de territorios unidos en el curso del avance hacia el sur de la Reconquista —el gran movimiento para recuperar las tierras ibéricas del dominio musulmán—.[3] La región oriental de los Pirineos, que más tarde sería conocida como Cataluña, comenzó su vida como región fronteriza cristiana enfrentada a los musulmanes. Los francos bajo Carlomagno reconquistaron Barcelona en el 801, y el condado de Barcelona, a medida que se desarrollaba bajo sus condes durante los siglos X y XI, se fue convirtiendo en el territorio central de la Vieja Cataluña, la marca fronteriza conocida por los francos como la Marca Hispánica, la cual se extendería desde los Pirineos hasta el río Ebro. Los pasos de las montañas sirvieron de pasillo durante generaciones para los guerreros y colonos que se dirigían al sur desde Francia, hacia las tierras que estaban siendo reconquistadas a los árabes. Pero también habría otra Cataluña —la Cataluña de la costa que miraba al Mediterráneo—. La geografía tan opuesta de estas dos Cataluñas, ampliada más tarde para incluir a una Cataluña occidental de fértiles llanuras y a una Cataluña central de mesetas y valles, creó una tensión entre la gente de las montañas y del mar, que contribuyó en gran medida a configurar el desarrollo de Cataluña y el carácter de sus habitantes[4].
¿Estaría ligado el condado de Barcelona en el futuro con el Mediterráneo, o con la Occitania francesa de la Provenza y el Languedoc?, ¿o quizá con el interior aragonés del valle del Ebro? En 1137 el conde Ramón Berenguer IV escogió la opción aragonesa cuando contrajo matrimonio con Petronila, la hija del rey de Aragón. El matrimonio creó una unión dinástica entre el reino de Aragón y lo que se llamaba el principado de Cataluña, un nombre con el que se le denominó en el siglo XII por primera vez y que posiblemente se derivaba de los castlàns, los señores de los castillos que salpicaban el paisaje de la vieja marca carolingia y cuya presencia simbolizaba el surgimiento bajo los condes de Barcelona de una orden feudal de dueños de castillos, de caballeros y de siervos campesinos.[5]
Sin embargo, el Mediterráneo constituyó otro foco de atención, y sobre todo después del fracaso de una breve incursión en el sur de Francia a comienzos del siglo XIII. En 1229 el conde-rey Jaime I el Conquistador tomó Mallorca a los moros. Más adelante él y sus sucesores emprendieron la conquista de las restantes islas Baleares. Después de reconquistar la ciudad de Valencia en 1238 añadió el reino de Valencia a sus dominios. Esta expansión territorial tan vasta, a la que se añadiría más tarde una serie de conquistas en el Mediterráneo, incluida Sicilia, señaló los comienzos de lo que llegaría a ser un sistema estatal compuesto, la Corona de Aragón, frecuentemente descrita por los historiadores de los siglos XIX y XX como la federación catalanoaragonesa. Aunque este conglomerado de territorios se hallaba gobernado por los reyes de Aragón, el principal impulso que estaba detrás del expansionismo aragonés del bajo medievo radicaba en Cataluña y en su puerto mercantil de la ciudad de Barcelona, el eje de un imperio marítimo y comercial que llegó incluso hasta Grecia después de la conquista del ducado de Atenas por una compañía catalana de aventureros y mercaderes a comienzos del siglo XIV. Barcelona era famosa también por los reglamentos y ordenanzas elaborados en colaboración con su Consolat del Mar, reglamentos que llegaron a ser adoptados como un código legal internacional para la regulación de los asuntos marítimos a través del Mediterráneo.
Martín el Humano, el último monarca de la antigua dinastía de los condes de Barcelona, murió en 1410 sin heredero. Dos años después, nueve representantes acordaron el Compromiso de Caspe, mediante el cual adjudicaban el trono aragonés a un pariente de sangre de la casa real aragonesa, Fernando de Antequera, miembro de la rama menor de los Trastámara, la dinastía castellana gobernante. El establecimiento de la misma dinastía en Castilla y en Aragón ocasionó una constante interferencia entre las dos ramas de la familia en sus respectivos asuntos, pero los consiguientes conflictos fueron de la mano de negociaciones matrimoniales, mediante las cuales cada parte esperaba que algún día les permitiese heredar las dos coronas. Entretanto, junto con estas maniobras de las casas gobernantes de Castilla y de Aragón para conseguir una buena posición, los monarcas portugueses también entraron en el juego matrimonial. Las dinastías gobernantes de Portugal y de Castilla habían establecido interrelaciones matrimoniales en no menos de siete ocasiones en los doscientos años anteriores a 1450,[6] y una unión entre las dos era tan posible como la de Castilla y Aragón. Al decidirse a favor de Fernando frente al otro candidato, el rey Alfonso V de Portugal, Isabel llevó a cabo lo que demostró ser una profética opción, aunque finalmente, en 1580, Portugal también se uniría a la Corona de Castilla, si bien solo durante sesenta años, como resultado de una combinación de proyectos dinásticos y de accidentes.
Desde luego, ocultos entre las sombras de estas ambiciones dinásticas que daban lugar a estas diferentes negociaciones matrimoniales, se hallaban los recuerdos de la Hispania romana, y consecuentemente del Estado que le sucedió, una España unida en la segunda mitad del siglo VI por el monarca visigodo Leovigildo, y convertida del arrianismo al catolicismo por su hijo Recaredo en el 587. En el año 711 llegó el gran momento de ruptura en la historia de una península Ibérica cristiana, cuando el reino visigodo sucumbió a la invasión musulmana de los árabes y sus mercenarios los bereberes, los cuales llegaron a través del estrecho de Gibraltar. Sin embargo, durante los siguientes siglos de conflicto y de coexistencia con los musulmanes, permaneció la memoria de una Hispania unificada y cristiana hasta que los humanistas del siglo XV, como el catalán cardenal Margarit, canciller del padre de Fernando el Católico, Juan II de Aragón, le proporcionaron nuevo vigor.[7] Así pues, no resultaba sorprendente que Fernando e Isabel, al unir en sus personas las coronas de Castilla y Aragón, fuesen conocidos por sus contemporáneos como los gobernantes conjuntos de España, aunque en 1479 el Consejo de Castilla decidiese no hacer de rey y reina de España su título oficial por razones que todavía siguen sin explicación. Una interpretación podría ser que, sin Portugal, no podían reclamar el gobierno sobre toda España.[8]
Así, aunque al menos a los ojos del mundo exterior ambos eran los gobernantes de España, algunas veces eran denominados como gobernantes de las Españas, pues la suya era una entidad política plural, una monarquía compuesta similar a las que podían encontrarse en otras partes de Europa en aquellos días. Las monarquías compuestas eran conglomerados de territorios que prestaban lealtad a un solo gobernante. Cuando esos territorios se adquirían mediante matrimonio o herencia más que a través de la conquista, la unión resultante era comúnmente considerada como una unión aeque principaliter, en la que el territorio nuevamente adquirido disfrutaba al menos de una paridad nominal de estatus con la unidad política a la cual se encontraba ahora ligada. De esta forma, preservaba su identidad, junto con las leyes, costumbres e instituciones que poseía en el momento de su incorporación a los dominios de un monarca que procedía de una dinastía distinta a la suya.[9]
Otra de estas monarquías compuestas era la heredada por Jacobo VI de Escocia de Isabel I en 1603, aunque hasta que Jacobo accedió al trono inglés esta era una monarquía compuesta formada por tierras conquistadas más que heredadas. La Inglaterra del siglo XII formaba parte ella misma de un Estado compuesto, a caballo entre las islas Británicas y Francia, que sería conocida más tarde como el Imperio angevino; pero esta conexión con Francia no impidió que Enrique II (1154-1189) afirmase, o más propiamente confirmase, las reclamaciones de sus predecesores sobre el señorío de toda Bretaña. No obstante, las reclamaciones carecieron de sustancia real durante mucho tiempo, aunque las incursiones militares normandas en Gales y en Irlanda, y en menor medida en Escocia, habían estado acompañadas por una colonización y un asentamiento que llevaron aparejados cierto grado de anglización. Entre 1282-1283, Eduardo I (1272-1307) transformó la conquista inglesa de Gales en algo que se aproximaba a una conquista real. Durante los últimos años de su reinado, la corona inglesa también reafirmó efectivamente su autoridad sobre extensas áreas de Irlanda, y en 1291 Eduardo proclamaría que «los reinos de Inglaterra y de Escocia, por gracia divina, se han unido en razón del señorío superior que el rey (de Inglaterra) tiene en Escocia» —una proclamación que respaldó con la fuerza militar cuando resultó victorioso sobre los escoceses en la batalla de Dunbar en 1296.[10]
La conquista convirtió a Gales en parte de los dominios del rey de Inglaterra en forma de principado, como Cataluña, si bien la realidad catalana en términos de poder e influencia era en esos momentos muy diferente de la de Gales. Aunque Owen Glendower llevó a cabo un atrevido intento de recuperar la libertad de Gales a comienzos del siglo XV, no llegaría a conseguirse el estatus de subordinación del principado. Sin embargo, por un golpe del destino, un galés, Enrique Tudor, sería el que accedería a la corona de Inglaterra por derecho de conquista tras derrotar a Ricardo III en el campo de batalla de Bosworth en 1485, y subiría al trono de Inglaterra como Enrique VII. En 1536, mediante una ley del Parlamento, el principado «estaría y continuaría estando para siempre incorporado, unido y anexionado» a Inglaterra con su gobierno controlado desde Westminster, su Administración remodelada según los patrones ingleses, y los galeses con las mismas leyes, libertades y derechos que los ingleses, incluido el derecho de representación en el Parlamento inglés.[11]
Mientras que la Gales del siglo XVI, bajo el Gobierno de una dinastía galesa, consentía estos cambios sin que se produjese una rebelión, y aceptaba, si no abrazaba, la Reforma protestante, los ingleses tardarían varios siglos en controlar Irlanda. Sin embargo, la resistencia irlandesa no impidió que Enrique VIII se añadiese el título de rey de Irlanda al de rey de Inglaterra. Mediante una Ley del Parlamento en 1541, los dos reinos serían en principio iguales, con la corona irlandesa como una corona imperial, pero «unida y cosida a la corona real del reino de Inglaterra». En realidad, la ley establecía poca diferencia con lo que había sido durante mucho tiempo una relación ambigua y complicada, y suponía que Irlanda permanecería fuera del Estado anglogalés, y conservaría su propio Parlamento, aunque este solo se reuniría cuatro veces entre 1543 y 1613.[12]
Las relaciones angloescocesas, sin embargo, iban a seguir un curso diferente. Las características más destacadas de Escocia, como las de Cataluña, eran las montañas y el mar,[13] y su historia y su personalidad, al igual que en Cataluña, se habían conformado mediante el dialogo entre ambos. Las Highlands, que abarcaban el noroeste de Escocia, eran una región accidentada y con una población dispersa dividida por sus alineaciones montañosas de las tierras más fértiles de las Lowlands centrales y las Uplands del sur. En muchos aspectos, la región seguía siendo un mundo aparte, un mundo de tosca justicia, de feudos familiares y de luchas de facciones entre clanes rivales. En este sentido, guardaba cierta semejanza con la región pirenaica del norte de Cataluña, dominada por los bandidos y muy diferente de la Cataluña urbana y mercantil del sur.
Sin embargo, mientras que Cataluña poseía una sola costa que daba al Mediterráneo, Escocia estaba bañada por mares diferentes y miraba hacia fuera en distintas direcciones: hacia Escandinavia y el norte de Europa a través del mar del Norte, hacia el continente Norteamericano, que algún día se le aparecería, a través de las aguas del Atlántico Norte, y hacia Irlanda a través del canal Irlandés, a solo trece millas del promontorio de Kintyre en el saliente suroccidental de la tierra firme escocesa. Desde comienzos de la Edad Media, la gente que llegó por tierra o por mar desde las tierras e islas que la rodeaban dejaron su huella en Escocia. Hacia el año 500, los escoceses de habla gaélica emigrantes desde la Irlanda nororiental cruzaron el canal Irlandés para colonizar las islas y la orilla de Argyll. Poco después, los anglos se dirigieron hacia el norte desde las áreas que habían ocupado en la Bretaña de sur y del este, para empezar a colonizar las Lowlands escocesas del sudeste. Detrás de ellos llegaron los escandinavos, que se dirigieron hacia las islas occidentales, se establecieron allí y se trasladaron a las Highlands escocesas entre los siglos VIII y XI.
Estos diferentes movimientos migratorios dieron lugar a una competencia entre los reinos emergentes de Inglaterra, Noruega y Escocia para conseguir su dominio. La Escocia de antes de comienzos del siglo XIII no era la Escocia de las fronteras que hoy conocemos, sino solamente el territorio al norte del fiordo de Forth. Este era considerado una larga línea divisoria imposible de traspasar (al menos hasta que se construyó un puente en Stirling) entre una «isla» separada al norte de las islas Británicas, el reino picto de Alba, y Lothian, Galloway y Cumbria (el antiguo reino de Strathclyde) al sur de estas, aunque la mayor parte de este territorio cayó bajo el Gobierno del rey de los escoceses en 1069-1070.[14]
Sin embargo, no podía preverse en absoluto que los reyes de Escocia resultaran victoriosos sobre los reyes y señores rivales y consiguieran transformar Escocia en un Estado soberano y unificado. En realidad, resultaba más probable que los poderosos vecinos anglonormandos que los escoceses tenía al sur prevaleciesen en Bretaña del norte como lo harían en Gales. No obstante, los reyes de Escocia tuvieron más éxito que sus equivalentes galeses a la hora de mantener a raya a los ingleses. Una explicación de su éxito es la continuidad de la línea dinástica dominante de los descendientes de Malcolm III (1058-1093) y de su reina, santa Margarita, la nieta del rey inglés Edmund Ironside. La línea dinástica siguió sin romperse hasta la muerte, dos siglos más tarde, de la Doncella de Noruega, y esa continuidad dio lugar a una notable estabilidad en un mundo que estaba cambiando.
Aunque los sucesivos gobernantes escoceses de esta línea dinástica rindieron sumisión a los monarcas ingleses por las tierras que mantenían en Inglaterra, se mostraron por el contrario cada vez más reacios a aceptar que su reino se hallaba sometido a las reglas del reino vecino. La palabra «independencia» tal y como la entendemos hoy en día es una palabra que no existía en el vocabulario de aquella época, pero entre comienzos del siglo X y finales del XIII, los monarcas escoceses y sus consejeros articularon de manera gradual la idea de una Escocia como reino soberano con sus propios límites geográficos y con la posesión de una suprema jurisdicción en todos los asuntos seculares. Su soberanía territorial, definida geográficamente por el concepto picto, y más tarde gaélico, de Alba, abarcaba las tierras al norte del fiordo de Forth. Con el significado original de Bretaña, Alba se convirtió en el término gaélico de reino de los escoceses aproximadamente alrededor del año 900. Construido en torno a la noción de esta entidad territorial, el «Reino de los escoceses» —una expresión que apareció por primera vez más o menos en 1160— se describía como una antigua entidad histórica, producto de un proceso que culminaría en el siglo XIII. En la ceremonia inaugural del séptimo aniversario de Alejandro III en Scone en 1249, aparecía perfectamente articulada la idea del rey de los escoceses como soberano gobernante de un territorio unificado. Y como gobernante de una Escocia independiente, no estaba dispuesto aceptar ninguna forma de sometimiento al rey de Inglaterra.[15]
La legitimidad histórica era necesaria para que las reclamaciones inglesas de jurisdicción sobre toda Bretaña fuesen reconocidas, pero la mayor parte de las veces la reclamación de jurisdicción sobre Escocia se hacía en términos relativamente vagos. Con la extinción de la dinastía escocesa en 1290, Eduardo I comenzó a presionar seriamente con sus reclamaciones. A pesar de la existencia de esas reclamaciones, se produjo una etapa ininterrumpida de paz entre los dos reinos entre finales de 1217 y comienzos de 1296, y una relación cada vez más estrecha a medida que avanzaba el siglo.[16] En 1251, Alejandro III contrajo matrimonio con Margarita, la hija de Enrique III de Inglaterra, y en 1290 Eduardo I se encontraba haciendo planes para el matrimonio de la nieta de la pareja, Margarita, la Doncella de Noruega, con su hijo, Eduardo, príncipe de Gales, que se vieron frustrados por la muerte de aquella cuando viajaba desde Noruega para tomar posesión del trono escocés.
Sin embargo, la estrecha relación angloescocesa no se desarrollaba solo a escala real. A lo largo del siglo XII, las tierras cedidas por los sucesivos gobernantes escoceses habían atraído a los magnates normandos desde Inglaterra y otros lugares hacia su reino de Alba, o Escocia, como el norte de Bretaña comenzó también a ser denominado desde finales del siglo X. Esta creciente aristocracia territorial, en gran parte propietaria de tierras en Inglaterra, se unió en matrimonio con la nobleza escocesa de habla gaélica, que a su vez se convirtió en propietaria al sur de la frontera.[17] Junto con los crecientes contactos entre los dos reinos, dejaron también sentir su presencia distintos aspectos de la cultura y del lenguaje ingleses en la corte real y a través de las Lowlands escocesas.
Durante los reinados de Alejandro II (1214-1249) y Alejandro III (1249-1286), la Corona escocesa, que tomó prestadas y adoptó para sus propios propósitos prácticas inglesas e instituciones como el sheriffdom («policía judicial»), se esforzó por consolidar su autoridad y extender su dominio territorial. Al beneficiarse de la relación pacífica con Inglaterra, los dos Alejandros, sobre la base de lo que había construido David I (1124-1253), fueron capaces de salir de la región central de Escocia y de Lothian hacia las regiones de Escocia de habla gaélica y noruega, y someter o eliminar uno tras otro los centros de poder rivales. Alrededor de 1250 se habían asegurado el dominio sobre la parte principal de Argyll; en 1264 el rey de Man se sometió a Alejandro III y en 1266 el rey de Noruega reconoció las recientes conquistas de Alejandro y acordó un tratado de asentamiento que le permitió adquirir la isla de Man y las islas Occidentales. Aunque Orcadas y Shetland siguieron perteneciendo al reino de Noruega hasta mediados del siglo XV, alrededor del siglo XIII la dinastía gobernaba toda la parte principal de Escocia. Escocia se hallaba ahora unificada bajo una casa real dominante; la amenaza de su fragmentación en alternativos bloques de poder, ya fuese gaélico o hibernoescandinavo, había desaparecido y el reino de Escocia se había asegurado en gran medida las fronteras que posee hoy en día.[18]
Escocia e Inglaterra se encontraban entonces uno frente a otro como dos reinos diferentes que compartían el espacio que comprendía toda la isla de Bretaña. Sin embargo, aunque la expansión territorial había proporcionado autoridad a la línea dinástica escocesa dominante sobre toda la Bretaña del norte, los reyes de los escoceses no podían ser denominados reyes de Escocia en el pleno sentido del término. La Escocia medieval, al igual que la Inglaterra medieval, era un Estado cuya construcción era el resultado del trabajo de muchas generaciones y le llevó más tiempo que a su vecino del sur consolidarse como entidad territorial soberana. No solo tuvo que esperar bastante tiempo hasta la incorporación al emergente Estado escocés de las Hébridas Exteriores, Orcadas y Shetland, sino que gran parte de la Escocia occidental se hallaba más cerca geográfica e históricamente de Irlanda y más relacionada con esta y en especial con el Ulster, que con la sede del poder real en Edimburgo. Así pues, durante algún tiempo, algunas zonas importantes se hallaron sujetas, más en teoría que en la práctica, a los reyes de Escocia; los potentados locales y los caciques de la Highland mantenían una corte como reyezuelos; y el reino de Escocia construido de manera precaria podía ser considerado como una monarquía compuesta en miniatura desde finales de la Edad Media.[19]
No obstante, los reyes de Escocia disfrutaban de algunas ventajas, entre ellas el apoyo del clero, que estaba deseoso de liberarse del control eclesiástico de la archidiócesis de York. Sin embargo carecían de una burocracia fuerte y, sobre todo, de un Ejército que respaldase su voluntad. Así pues, dependían de la ayuda de los grandes nobles propietarios en las Lowlands y de los jefes de los clanes en las Highlands, y esta solo podía mantenerse mediante concesiones de tierras, privilegios y responsabilidades administrativas, más que mediante vagas amenazas de coacción.
En consecuencia, la construcción del Estado constituyó un proceso lento y complejo que trajo aparejadas unas negociaciones continuas y prolongadas con una élite propietaria poderosa. El resultado fue el nacimiento de un sistema político y administrativo que proporcionó a la aristocracia los instrumentos necesarios para realizar las tareas de Gobierno, incluso aunque los funcionarios reales se dejaran sentir más activamente en las localidades. Al mismo tiempo que la nobleza y los caciques disfrutaban de grandes derechos territoriales y ejercían poderes judiciales casi ilimitados, también se vieron implicados en las estructuras institucionales del Gobierno real. La interacción constante entre la corona y la aristocracia, que era necesaria para que el sistema funcionase, significaba que las dos partes se movieron al unísono en vez de hacerlo cada una por su cuenta. Esa compartición del poder sirvió para moldear al emergente Estado escocés durante mucho tiempo.[20]
Por la época de la crisis de sucesión que siguió a la muerte de Margarita en 1290, el reino de Escocia era ya un Estado soberano en toda regla y así era reconocido por otros monarcas europeos, incluidos, aunque a veces con cierta renuencia, los reyes de Inglaterra. Sin embargo, cualquier perspectiva de desarrollo de una permanente relación amistosa angloescocesa basada en la mutua consideración de los dos estados soberanos se vio frustrada por la respuesta de Eduardo I a la crisis sucesoria. Con su invasión de Escocia en 1296 y la transferencia de sus atributos a Westminster, el Martillo de los Escoceses se convirtió a sí mismo en monarca de toda Bretaña y fue reconocido como tal en las crónicas contemporáneas. De todas formas, ese año iba a señalar el ápice de su poder y del poder inglés.[21] William Wallace llevó a cabo su levantamiento al año siguiente, y en 1306, después de la captura y ejecución de Wallace, Robert Bruce fue coronado rey de los escoceses en Scone. Hacia 1314 Escocia estaba completamente bajo el control de Bruce. Ese mismo año consiguió la independencia de su país al derrotar al ejército de Eduardo II en Bannockburn, aunque solo después del tratado de Edimburgo de 1328 los ingleses renunciaron a sus reclamaciones al señorío y aceptaron la existencia de Escocia como reino independiente.[22]
Durante sus guerra de independencia Escocia reafirmó y consolidó su identidad como reino territorial independiente y como comunidad nacional, una comunitas regni Scotie, que abarcaba tanto a su rey como a sus súbditos libres.[23] En 1320 la Declaración de Arbroath, que fue redactada para asegurar el definitivo reconocimiento papal a la independencia de Escocia del vasallaje inglés, ponía el acento tanto en el concepto de soberanía nacional como en el sentimiento escocés de considerarse a sí mismo un país en el que la relación entre el gobernante y los gobernados era, como en la Corona de Aragón, de carácter contractual. Robert Bruce fue ensalzado en la Declaración como «la persona que ha restaurado la seguridad del pueblo en defensa de sus libertades. Pero, después de todo, si el príncipe abandonase estos principios que ha establecido tan noblemente y consintiese en que nuestro reino estuviese sometido al rey y al pueblo de Inglaterra, actuaríamos de inmediato para expulsarlo como si fuese nuestro enemigo».[24]
Aunque hubo momentos en los años siguientes en que parecía que el poder militar inglés prevalecería, desde mediados del siglo XIV, la perspectiva de una unión de los dos reinos, mediante la conquista o de cualquier otra forma, disminuyó, sobre todo por la guerra en la que Inglaterra se vio envuelta contra Francia.[25] La convergencia de los dos reinos que había caracterizado sus relaciones durante el siglo XIII fue sustituida por una hostilidad mutua. Los siglos XIV y XV constituyeron un periodo de interminables guerras fronterizas. También presenciaron el establecimiento de la vieja alianza entre los escoceses y Francia, la tradicional enemiga de los ingleses, negociada por primera vez en 1295. Hacia comienzos del siglo XVI, Escocia, bajo el Gobierno del su monarca, Jacobo IV Estuardo (1488-1513), había conseguido situarse entre los estados monárquicos revigorizados de Europa; y aunque Jacobo fue muerto y su ejército derrotado estrepitosamente por un ejército inglés en Flodden Field en 1513, una Escocia que disfrutaba del apoyo de Francia era lo suficientemente fuerte para mantener a raya a Enrique VIII.
La llegada de la Reforma protestante daría lugar a la transformación tanto de Escocia como de Inglaterra, llevando consigo la perspectiva de alguna forma de reconciliación, pero la contradictoria mezcla de partidismo y bravuconería con las ofertas periódicas de ramas de olivos, solo sirvió para alejar aún más a los escoceses y arrojarlos en brazos de los franceses. El matrimonio de Jacobo V en 1538 con María de Guisa, la hija de Claudio de Lorena, duque de Guisa, dio lugar al nacimiento de una hija, María, que solo contaba siete días cuando murió Jacobo tres años después. Enrique VIII, que confirmó en 1542 las reclamaciones realizadas por Eduardo I a finales del siglo XIII, declaró su soberanía sobre Escocia,[26] pero su recurso a una invasión para llevar a cabo el matrimonio entre María, reina de los escoceses y su hijo y heredero, el príncipe Eduardo, fracasó de manera rotunda.
El violento cortejo de Enrique a los escoceses, que sería seguido por un cortejo aún más violento llevado a cabo por el protector Somerset entre 1547 y 1550, solo sirvió para consolidar más la facción profrancesa en Escocia. Se rechazó un matrimonio inglés, y en su lugar se prometió a María con el hijo del rey francés Enrique II. En 1548, los franceses enviaron un ejército considerable a Escocia y se la llevaron a Francia por seguridad, mientras que un Gobierno de regencia bajo María de Guisa convirtió a Escocia en un satélite francés. En lugar del Estado angloescocés deseado por Enrique VIII, el rey francés pudo exclamar exultante: «Escocia y Francia son ahora un Estado».[27]
Tras la muerte de Enrique II de Francia en un torneo en 1559, María Estuardo, de diecisiete años, se convirtió en reina de Francia como esposa del nuevo rey francés, Francisco II. También se hallaba en la línea directa de sucesión al trono inglés, si Isabel I, que lo había ocupado el año anterior, moría sin descendencia; ya que, desde luego, María afirmaba que, como católica, el trono le pertenecía legítimamente. Además de cualquier reclamación planteada por María, Isabel se encontró a comienzos de su reinado enfrentada a un serio problema escocés. La influencia francesa prevalecía en Edimburgo, pero los protestantes escoceses, exaltados por las prédicas de John Knox, se levantaron en armas contra el muy impopular Gobierno de la regente María de Guisa, que acudió a sus compatriotas en busca de ayuda. Reacia a apoyar a los rebeldes contra la reina legítima, pero temerosa de un Estado católico romano dominado por Francia en su frontera norte, Isabel se dejó convencer por su principal secretario de Estado, William Cecil, para intervenir en Escocia. En enero de 1560 despachó una flota hacia el fiordo de Forth y a continuación envió un ejército a través de la frontera para sitiar a los franceses en Leith. Ante la perspectiva de que Francia tuviera que enfrentarse a una guerra civil y religiosa en casa, sus comisionados acordaron retirar todas sus tropas.
Cecil se benefició del hecho de que los escoceses odiasen ahora a los franceses aún más que a los ingleses, pero durante la crisis supo jugar sus cartas con habilidad.[28] Pudo haber pensado en alguna ocasión en una unión de los dos reinos, pero tuvo mucho cuidado en evitar la intimidación y la fanfarronería que había caracterizado tradicionalmente el acercamiento a su incómodo vecino del norte. Su actitud contribuyó en gran medida a que Escocia siguiese a Inglaterra en la adopción de la Reforma protestante. Un Estado protestante al norte de la frontera, incluso aunque adoptase la corriente calvinista, podía ser mejor recibido y más manejable que un reino subordinado como Irlanda, cuya población se aferraba de forma obstinada a su fe católica romana.
Aunque la vuelta a su tierra de la devotamente católica reina de los escoceses después de la muerte de su esposo francés en 1560 se convertiría en una fuente de conflictos interminables para Isabel y Cecil durante los años siguientes, al menos era mejor tener a María en Escocia que a una María como reina, tanto de los escoceses como de los franceses. En cualquier caso, su turbulento reinado fue muy breve. Su matrimonio en 1565 con otro descendiente de Enrique VII, su primo Enrique Estuardo, lord Darnley, fue un desastre personal y nacional. Su comportamiento insolente y errático en su nuevo papel de rey consorte le granjeó pronto el alejamiento de su esposa y de los miembros de la nobleza y al final le condujo a una muerte espectacular como consecuencia de una explosión de pólvora en Kirk o’Field (Edimburgo) en febrero de 1567. El nuevo matrimonio de María ese mes de mayo con el conde de Bothwell, principal sospechoso de orquestar la muerte de Darnley, precipitó su caída del trono. Al tener que hacer frente a la rebelión, fue obligada a abdicar en julio de 1567 por los lores escoceses; su pequeño hijo Jacobo, que había tenido con Darnley, fue coronado rey de Escocia en su lugar. Su huida a Inglaterra al año siguiente eliminó el peligro inmediato que suponía su continua presencia en el país, y Escocia, ya bajo un gobierno anglófilo protestante, dejó de ser una amenaza. Se había abierto el camino para una sucesión pacífica de Jacobo al trono de Inglaterra treinta y cinco años después.
MITOS FUNDACIONALES
Detrás de la accidentada historia de las relaciones angloescocesas entre la invasión de Eduardo I en 1296 y el acceso al trono de Jacobo, existe otra historia que influyó desde el principio en todo momento y que llegó a su final en 1603 con la unión dinástica de los dos reinos bajo Jacobo VI/I. Es la historia de cómo los pueblos de las islas Británicas veían a las tierras que habitaban y construyeron relatos sobre su pasado, su presente y su futuro.
De la misma forma que en la península Ibérica medieval, el recuerdo de Hispania y de la España visigoda actuaron como fuente de inspiración para el futuro, así también en la Bretaña medieval la visión parecida de la unidad perdida contribuyó a moldear la agenda política de las siguientes generaciones. El rey Arturo ejerció una poderosa influencia sobre el imaginario medieval y su imagen como rey de toda Bretaña impregnó la enormemente influyente Historia regum Britanniae de Geoffrey de Monmouth de finales de la década de 1130.[29] El relato de Geoffrey sobre los orígenes de Bretaña comenzaba con el bisnieto de Eneas, el príncipe Bruto, el cual viajó a Bretaña después de la caída de Troya y se convirtió en el primer rey de todo el imperio de Bretaña y en el fundador de una continuada dinastía de reyes ingleses, entre los que se encontraba el rey Arturo.[30] En este relato, Inglaterra y Bretaña eran intercambiables entre sí.
La crónica de Geoffrey de Monmouth fue una de las que utilizó Eduardo I cuando planteó sus reclamaciones a la corona imperial y a la soberanía sobre Escocia. Desde el momento en que podía demostrarse que Arturo había gobernado todas las islas Británicas, resultaba evidente que los escoceses eran, y continuarían siendo, vasallos de la corona imperial inglesa.[31] En realidad, la apropiación del término «Bretaña» por los ingleses era muy anterior a Geoffrey de Monmouth y a sus optimistas invenciones.[32] Era una constante, que podía rastrearse desde el siglo X, de la visión de Inglaterra sobre otras partes de las islas Británicas. Una vez tras otra, estos oscuros pero gloriosos príncipes, Bruto y Arturo, servirían para justificar la hegemonía inglesa sobre Gales y Escocia, e incluso sobre Irlanda.[33]
También los españoles medievales poseían sus mitos fundacionales. El gran sabio del siglo VII Isidoro de Sevilla contribuyó en gran medida a popularizar el concepto de los orígenes étnicos y nacionales basados en las Sagradas Escrituras, al afirmar que Europa había sido poblada por los descendientes de Noé a través de su hijo Jafet.[34] En su Historia de los godos se remontaba a sus orígenes hasta Tubal, hijo de Jafet y supuesto fundador de España. En el siglo IX, después de la conquista islámica de la mayor parte de la península, los reyes cristianos de Asturias, en la parte no conquistada del norte de España, se consideraban descendientes directos del legendario Pelayo, hijo del último monarca visigodo —una reivindicación de la que se apropiarían los reyes de León y de Castilla en el siglo XI, los cuales creían que su misión era la de restaurar la cristiandad en la península y reconstruir el imperio de los godos—. Este tema no solo sobreviviría, sino que se intensificaría, se perpetuaría y se enriquecería en las crónicas patrocinadas por Alfonso X el Sabio en el siglo XIII. Todo ello permitiría a Alfonso y a sus sucesores en la Baja Edad Media reivindicar para los gobernantes de Castilla la hegemonía sobre toda la península, de la misma forma que Eduardo I reivindicó su hegemonía para todas las islas Británicas.[35] A finales del siglo XV, Alfonso de Cartagena describiría a la dinastía de los Trastámara como los herederos directos de los reyes visigodos de España: «Mi señor el rey de Castilla […] no solamente desciende de los reyes de los godos e de las casas de Castilla e de León, más aún de linaje de todos los reyes de España; ante, mas propiamente fablando, todos los reyes de España descenden de su casa […]». [36] Solo había un pequeño paso para identificar Castilla con España.
Desde finales del siglo XV, el creciente dominio de Castilla sobre la vida en la península y sobre la mentalidad de los cancilleres reales contribuyó en gran medida a alentar esta clase de pensamiento. El poder de Castilla como región central y más poblada de la península Ibérica era ya visible durante la época de Fernando e Isabel, y sería pronto reforzado por la incorporación del imperio de ultramar. La unión de las coronas no disminuyó la mentalidad esencialmente dinástica de los dos monarcas y el Nuevo Mundo de América descubierto por Colón se incorporó, no a la Corona de la recién unida España, sino a la Corona de Castilla. Aunque algunos aragoneses participaron en las primeras etapas de la expansión transatlántica española, las Indias fueron consideradas como una conquista específicamente castellana.[37] Las nuevas tierras serían gobernadas por las leyes y por las instituciones de Castilla, y las rentas y los metales preciosos que se derivarían de la conquista y la colonización irían a parar, al menos en teoría, al tesoro real castellano.
La adquisición de las Indias abrió unas perspectivas casi ilimitadas a la expansión del poder de Castilla, incluso antes de que este se viese acrecentado en 1515 como consecuencia de la conquista llevada a cabo por un ejército castellano de la parte del Reino de Navarra situado al sur de los Pirineos, y un enfermo Fernando el Católico la incorporase a la Corona de Castilla. Con pocas posibilidades de que se realizase una nueva separación de las coronas de Castilla y Aragón, su decisión no carecía de sentido: los lazos comerciales y familiares eran más estrechos entre Navarra y Castilla que entre Navarra y Aragón.[38] Aunque se permitió que el reino recién conquistado conservase su identidad institucional, sus inevitables consecuencias fueron las de incrementar la preponderancia de Castilla en la península y con ella la tendencia de los castellanos a pensar que Castilla y España eran una misma cosa.
Finalmente, el debilitamiento de Cataluña a lo largo del siglo XV contribuyó en gran medida a inclinar la balanza del poder en la península a favor de Castilla, incluso aunque ese declive fuese compensado en cierta medida por la vitalidad económica de Valencia.[39] El principado comenzó el siglo no solo como el socio dominante en la federación catalanoaragonesa, sino como el dueño del Mediterráneo occidental. Sin embargo, tuvo que enfrentarse a una serie de problemas sociales, políticos y económicos que lo hundirían en una crisis. Como consecuencia de la peste negra, el campesinado clamaba cada vez con más insistencia para liberarse de los «malos usos» impuestos por los señores feudales. La cuestión social se había convertido en algo serio cuando el Compromiso de Caspe llevó en 1412 al trono aragonés a una dinastía con preocupaciones diferentes a las de su nativa predecesora. La política adoptada por los Trastámara condujo a un creciente sentimiento de alejamiento entre la clase gobernante catalana y la cada vez más distante figura del rey. Las tensiones entre Alfonso V (1416-1458) y la oligarquía de Barcelona indujeron a este a establecer su residencia en Valencia en vez de en aquella ciudad, mientras que su intervención en los asuntos de Castilla y su conquista de Nápoles en 1442 levantaron el temor de que estuviese subordinando los intereses catalanoaragoneses a sus ambiciones imperiales. Después de 1432, los catalanes no volverían a ver más a su conde.
La situación de la economía catalana durante la primera mitad del siglo no está clara, pero en 1462 el campesinado, con sus agravios sin formalizar, se levantó en una revuelta y el principado se vio envuelto en una guerra civil. Sus vecinos y rivales, incluidos los socios de la confederación, se aprovecharon de sus problemas para beneficiarse en interés propio. En los momentos en que Barcelona se rendía en 1472 a las fuerzas del sucesor de Alfonso, Juan II (1458-1479), la continua pérdida de población en la larga secuela de la peste negra se unió al malestar social y a la guerra civil para destruir los cimientos de la anterior prosperidad de Cataluña. El hijo y sucesor de Juan, Fernando el Católico (1479-1504), restauraría poco a poco la armonía social y aportaría una necesaria estabilidad política al principado, pero había retrocedido en favor de sus rivales en el Mediterráneo durante las turbulentas décadas de mediados del siglo XV, y entraría en el nuevo periodo de su historia, inaugurado por la unión de las coronas, en un Estado muy debilitado.
Los términos de la unión dinástica le aseguraban a Cataluña, así como a sus socios en la Corona de Aragón, la preservación de sus Constituciones —sus fueros y libertades—, junto con sus instituciones, el Parlamento o Corts y su comisión permanente, la Diputació o Generalitat, encargadas de su defensa. A pesar de ello, sin embargo, el principado se vio inevitablemente ensombrecido por su vecino más poderoso. Alrededor de 1530 la Corona de Castilla, incluido el País Vasco y Navarra, tenía alrededor de cuatro millones de habitantes, el mismo número que Inglaterra y Gales juntas. De la población de 779.000 habitantes de la Corona de Aragón, alrededor de 250.000 eran catalanes —muy por debajo de las cifras de Escocia, la cual se estimaba que poseía entre 500.000 y 700.000 habitantes a comienzos del siglo XVI—. Hacia finales de siglo, la Corona de Aragón había llegado a 1 millón de habitantes, y la población catalana había crecido hasta alcanzar los 360.000, habitantes, pero Castilla, con sus cerca de seis millones, seguía, con mucho, estando a la cabeza.[40] El dominio demográfico castellano en la península Ibérica iba de la mano del dominio político y cultural cuando Felipe II sucedió a Carlos V en 1556 y escogió Madrid como sede permanente de su corte en 1561.
No resultó sorprendente que los castellanos, como conquistadores del Nuevo Mundo y cada vez más dominadores del Viejo Mundo, desplegasen toda la arrogancia imperial en sus negociaciones con otros. Un catalán, Cristòfor Despuig, escribía en 1557 quejándose de que los castellanos tenían una opinión tan elevada de sí mismos que trataban al resto de los mortales como si fueran barro: «volen ser tan absoluts i tenen les coses pròpies en tan, i les estranyes en tan poc que sembla que són ells sols vinguts del cel i que la resta dels homes és eixit de la terra». [41] También acusaba a los historiadores castellanos de desconocer la gloria y el honor de «cualquier español que no fuese castellano», y de ignorar los logros de los reyes de Aragón y de los condes de Barcelona. «Casi todos los castellanos —afirmaba— están en lo mismo de querer llamar Castilla a toda España.»[42]
La tendencia de los castellanos a identificar Castilla con España solo sirvió para confirmar lo que ya se temía la gente de la Corona de Aragón: que una corona y una corte dominada por Castilla maniobraría en las sombras para suprimir sus preciados fueros y libertades. Molesta por la resistencia de las Cortes aragonesas de 1498 para atender los requerimientos de su esposo, Isabel la Católica se preguntaba si «¿no sería mejor reducir a estos aragoneses por la fuerza de las armas que enfrentarse a la arrogancia de sus Cortes?».[43] Frente a estas amenazas, era natural que los catalanes, como los valencianos y los aragoneses, se aferrasen tenazmente a sus fueros y libertades. Era asimismo natural que mirasen al pasado, al igual que hacían los escoceses, para apoyarse en un relato que les ayudara a protegerse contra los designios, reales o supuestos, de un vecino tan crecido de socavar su identidad nacional y privarlos de sus derechos.
Los fundamentos de este relato se habían establecido ya en el siglo XV. En Cataluña existía una antigua tradición de grandes cronistas que cantaron las glorias de los primeros condes de Barcelona y de los reyes de Aragón. Sin embargo, la extinción de la dinastía nativa en 1410 seguida por la elección de los Trastámara castellanos como nueva dinastía gobernante en el Compromiso de Caspe y el consecuente desencadenamiento de una guerra civil en el principado, supusieron un replanteamiento del pasado catalán en relación con el de Castilla. Era natural preguntarse qué se había hecho mal. Para las posteriores generaciones todo había comenzado en Caspe con el acceso de un castellano como gobernante de la federación catalanoaragonesa —un acontecimiento que pondría en movimiento el nefasto proceso mediante el que Cataluña sería desprovista, una tras otra, de sus antiguas libertades—. Eso hizo esencial construir un relato que diferenciase claramente el historial de los catalanes del de los castellanos e identificase las características especiales de Cataluña como entidad política.[44]
Gran parte de esta revisión del pasado de los catalanes se realizaría en torno a 1640, en la época de la revuelta del principado contra la política del conde-duque de Olivares y del Gobierno de Felipe IV.[45] Sin embargo, los arbitristas e historiadores de estos años se basaron especialmente en el trabajo de los cronistas, comentaristas e historiadores, que en los siglos XV y XVI se habían esforzado en proporcionar un relato coherente con solo unas pocas certidumbres históricas como guía. La parte de la región pirenaica que se convertiría en catalana estaba situada en las marcas entre la España musulmana y los reinos francos, y una de las pocas certezas de ese oscuro pasado era la conquista de Barcelona a los moros en el año 801. Pero ¿se habían liberado los habitantes de esa región del dominio musulmán solos, como alegaban algunos, o su libertad se había conseguido como consecuencia de la ayuda de los francos, a cambio de lo cual se habían convertido en parte del Imperio de Carlomagno y de sus sucesores? Y si en realidad llevaron a cabo una cesión voluntaria de soberanía a cambio de la protección de los francos, ¿en qué términos se hizo? ¿Fueron los pactos que se negociaron entonces el verdadero origen de las famosas libertades catalanas, como argumentaban algunos, o los pactos se hicieron después? En cualquier caso, Barcelona y la región circundante se convirtieron en parte del Imperio de Carlomagno, aunque a la larga los descendientes de Carlomagno pusieron de manifiesto su incapacidad para garantizar su protección y a finales del siglo X los condes de Barcelona renunciarían a su vasallaje. Así pues, gran parte del relato de los orígenes de Cataluña giró alrededor de la consecución de la independencia del dominio de los musulmanes, y después del dominio imperial —un relato en el que la historia se mezclaba con una elevada dosis de leyenda.
En el siglo XV importaba responder a la reivindicación de Castilla de primacía sobre Hispania. De la misma forma que en la historiografía castellana, con su recurso simultáneo a la Biblia y a la Antigüedad clásica, en la historia escrita catalana, Tubal, el hijo de Jafet, aparecía junto con Hércules como el fundador del país, y Cristòfor Despuig aseguraba en el siglo XVI que Tubal, al llegar a España, se estableció en la ciudad portuaria de Tortosa. Sin embargo, el periodo de la dominación carolingia resultaba algo difícil de explicar. Consecuentemente, hubo que elaborar mucho acerca de los orígenes independientes de Cataluña y de un legendario Otger Cataló —como contrapartida del rey guerrero Pelayo—, del cual se dijo que había vencido a los moros en una gran batalla. Se alegaba que de él derivaban las palabras «catalán» y «Cataluña». Así pues, con los historiadores castellanos reivindicando una continuidad dinástica e histórica que se remontaba hasta los visigodos y que no se había roto siquiera en ese momento importante de la historia ibérica medieval como fue la conquista musulmana, los cronistas catalanes encontraron cada vez más necesario situar sus propias reivindicaciones en la herencia visigoda. Al igual que los monarcas de Castilla, los condes de Barcelona llegaron a ser considerados godos y se le atribuyó a «Cataluña» una etimología neogoda.[46]
Probablemente en el siglo XVI Cataluña no adquirió el más duradero de sus mitos fundacionales y que pretendía explicar los orígenes de la divisa heráldica de los condes-reyes de cuatro barras rojas sobre campo de oro. Según la leyenda, Wifredo el Velloso, que gobernó Barcelona, quizá como su primer conde independiente desde el año 870 hasta el 897, acudió en ayuda del emperador carolingio Luis el Piadoso en su guerra contra los moros o normandos y fue recompensado con una donación de armas. Tras ser herido en el campo de batalla, el emperador mojó su mano derecha en la sangre del conde Wifredo y marcó cuatro franjas rojas verticales en su coraza dorada en reconocimiento de su valentía.[47] La simbólica divisa proporcionaría en su momento la bandera nacional —la senyera— a los catalanes, el equivalente de la bandera de los escoceses —la saltire— mostrando la cruz de su patrón, san Andrés, el cual se creía que había evangelizado a sus antepasados escitas.
La fabricación o la manipulación del pasado con una finalidad política mediante leyendas como la de Wifredo el Velloso eran prácticas comunes en la Europa medieval y renacentista. Los monarcas y los nobles necesitaban un reconocimiento basado en el hecho de exhibir genealogías que se remontaran a los tiempos bíblicos y hasta los periodos más remotos de la Antigüedad clásica, y todo un ejército de cronistas y de historiadores se mostraron encantados de complacerlos. En algunas ocasiones elaboraron sus argumentos basándose en textos genuinos que podían ser objeto de adornos creativos. En otras, fabricaron sus propias fuentes o descubrieron «hechos convenientes» en los que existían lagunas que ellos eran incapaces de rellenar. Esta tarea histórica colectiva, mezclando historia y mito, y partiendo de una visión europea amplia, era indispensable para proporcionar a los monarcas una batería de argumentos que pudieran ser utilizados para justificar sus reclamaciones territoriales o jurisdiccionales frente a los argumentos de sus rivales. Eran tiempos en los que la Antigüedad confería legitimidad y prestigio.[48]
En el contexto de las reivindicaciones inglesas sobre la soberanía de Escocia, los cronistas e historiadores escoceses desarrollaron el relato de la antigüedad de su país como reino independiente, el cual apartó, y finalmente sustituyó, a los relatos pictos del pasado del reino. Los escoceses del siglo XVI se sentían orgullosos de su larga e ininterrumpida dinastía de monarcas —quienes se calculaba que serían cuarenta en total—, que se decía se remontaba a Scota, la hija de un faraón egipcio. Se asumió durante mucho tiempo que su genealogía se había construido alrededor de 1360 por el ingenioso cronista John de Fordun, pero al parecer basó su crónica en fuentes anteriores, la más notable de las cuales era la Gesta Annalia, atribuida recientemente a Richard Vairement (Veremundus), el canciller extranjero de la segunda esposa de Alejandro II, que al parecer terminó de escribirla en 1285.[49] La información genealógica de Veremundus y de Fordum fue ajustada y elaborada más tarde por el imaginativo historiador humanista Hector Beoce en su History of the Scotish People, publicada en latín en 1527 y traducida a la lengua vernácula con adaptaciones nueve años después.[50]
La leyenda relata cómo Scota se casó con el príncipe griego Gaythelos. Ambos abandonaron Egipto con sus seguidores antes de que el faraón y su ejército se ahogasen en el mar Rojo en su persecución de los israelitas, y se establecieron en la península Ibérica. Desde allí, sus descendientes, portando la piedra de Scone en su viaje, se trasladaron a Irlanda y desde allí a Escocia, donde derrotaron a los pictos y se apoderaron del reino de Alba hasta el fiordo de Forth. Así pues, los escoceses, que llegaron más tarde que los pictos, pudieron trazar su ascendencia de forma ininterrumpida partiendo de una princesa egipcia. Ello hundía la teoría de Geoffrey de Monmouth, según la cual la hegemonía inglesa sobre toda Bretaña procedía del reinado británico del príncipe troyano Bruto, al dar a los reyes de Escocia una antigüedad mucho mayor y más distinguida que la de línea sucesoria real inglesa. La leyenda tenía la ventaja añadida de que remontaba el origen de los escoceses más a un pasado bíblico que a un pasado meramente clásico.[51]
Los pueblos que se hallaban bajo la amenaza de una agresión o una dominación extranjera desenterraban o creaban evidencias de este tipo que no solo servirían para legitimar su resistencia, sino también para reforzar el sentimiento de su identidad. El mismo proceso se llevaba a cabo en sociedades donde los monarcas y sus súbditos se encontraban en conflicto, y en especial en aquellos países, como la Francia y la Escocia del siglo XVI, en las que el conflicto se hallaba exacerbado por las diferencias religiosas creadas por la aparición de la Reforma protestante. Para evitar el exilio o la muerte, los disidentes que se hallaban en peligro de persecución por herejía comenzaron a buscar armas políticas e ideológicas para justificar su resistencia y, si era necesario, levantarse en armas contra los gobernantes arropados por todo el despliegue de la realeza que les había conferido Dios.
En Escocia, María de Guisa, como regente de su hija, afrontó con cierta habilidad la doble amenaza que planteó al poder real la rebelión religiosa y aristocrática en las llamadas guerras de la congregación, aunque sus esfuerzos acabarían siendo fallidos a causa de la retirada del apoyo de Francia. Cuando se hallaba en su lecho de muerte en julio de 1560 supo que había conseguido salvar el trono de su hija, pero también que su intento de detener la marcha de John Knox y de sus seguidores había fracasado. El Parlamento de la Reforma que se reunió en Edimburgo al mes siguiente de su muerte, al retirarse de la jurisdicción papal y abolir la misa junto con varios sacramentos de la Iglesia de Roma, convirtió a Escocia oficialmente en una nación protestante, retirándola de la órbita de la católica Francia y llevándola a la de la protestante Inglaterra. Su nueva religión, junto con su nueva posición política reformaría gradualmente el país durante las décadas siguientes, mientras que cambiaría y renovaría al mismo tiempo su imagen a medida que fue asumiendo el halo de una nación elegida que había entrado, como los hijos de Israel, en una relación especial con Dios.[52]
La reina de los escoceses María, de diecinueve años de edad, que ya no era reina de Francia desde la muerte de su marido a finales del crítico año 1560, regresó a su tierra natal en el verano de 1561. Su religión la llevó a chocar claramente con la de sus súbditos protestantes, y su educación en la corte francesa no le ayudó en absoluto a gobernar un reino dominado por una facción, mientras que sus desastrosos matrimonios le hicieron perder el apoyo de unos u otros grupos aristocráticos y no ayudaron a atraer a una nación que comenzaba a sentirse orgullosa del piadoso camino que había emprendido.[53] Sin embargo, su forzada abdicación en 1567 planteó serias dudas sobre la legalidad de las acciones que se iniciaron contra ella, y requería alguna justificación.
Esa justificación la aportaría sobre todo el gran sabio humanista George Buchanan, que se convirtió en el firme tutor del hijo de María, el joven Jacobo VI. En su De jure regni apud Scotos, publicado en 1579 y originalmente escrito para justificar la deposición de la reina doce años antes, Buchanan se basaba en una línea de pensamiento radical europeo constitucionalista, pero también en la interpretación de la historia real o imaginativa de su Escocia natal, y en particular en la de Hector Boece. Pero no fueron solo los historiadores humanistas los que difundieron la idea de Escocia como una nación libre de un pueblo libre. Por la época en que ellos escribían, ese concepto estaba ya firmemente arraigado en el imaginario popular y se extendió en los siglos XIV y XV a través de las obras en lengua vernácula, y en especial del romance en verso de John Barbour, The Bruce, escrito en 1375 y que se mantuvo vivo por la recitación oral.[54]
La monarquía era para Buchanan una forma de gobierno electiva, y los monarcas que rompían el contrato inherente al juramento de su coronación, podían ser legalmente depuestos. En efecto, Escocia poseía una antigua Constitución que subordinaba a sus gobernantes a las leyes de la comunidad, aunque era algo vaga en lo referente a los mecanismos de actuación. Pero Buchanan tenía a su disposición suficiente material del pasado para desarrollar una teoría de la soberanía popular concebida en términos puramente seculares y eso era suficiente para justificar la resistencia armada, e incluso, si fuera necesario, el tiranicidio. Sin embargo, como era de esperar, este material no incluía la Declaración de Arbroath de 1320, con su inclusión implícita de la noción de contrato. Se trataba de un documento que al parecer los nobles disidentes escoceses no habían invocado ni entonces ni antes, y solo fue posible cuando el texto original en latín se publicó en 1680. Incluso así, hasta el siglo XX y comienzos del XXI no se convertiría en la muestra de la quintaesencia del espíritu escocés.[55]
La noción de la relación contractual entre el monarca y su pueblo alegada en su forma más radical por Buchanan y ampliamente difundida durante el siglo XVI en Europa, encontró su formulación más famosa en el «histórico» juramento de alianza aragonés, el cual pretendía tener un antiguo origen, aunque en realidad era una invención reciente. «Nos que valemos tanto como vos os hacemos nuestro Rey y Señor, con tal que nos guardéis nuestros fueros y libertades, de lo contrario, no».[56] Sin embargo, en este caso, la actuación real haría fallar la teoría constitucional, como lo hizo en el reino de María reina de los escoceses. En 1591-1592, en respuesta a un levantamiento en Zaragoza, Felipe II envió a un ejército al reino y obligó a las Cortes de Aragón a adoptar una serie de cambios destinados a limitar la autonomía de la que disfrutaba bajo la antigua Constitución aragonesa.
Tres años antes, en 1588, los catalanes habían tenido un roce con el poder real a raíz de un intento por parte de las autoridades de investigar los asuntos de la Diputació. El choque hizo brotar una proliferación de la actividad