PREFACIO
Los ensayos reunidos en este volumen ilustran algunos temas y diversos problemas surgidos de mi interés por la historia del mundo europeo y especialmente del mundo hispánico en los siglos XVI y XVII. Durante el periodo de casi treinta años que separa el primero de estos trabajos del más reciente, nuestro conocimiento y comprensión de los siglos XVI y XVII —o periodo moderno, como se lo denomina ahora— han sufrido una profunda transformación, tanto porque se han abierto nuevos campos de investigación como porque se ha comenzado a utilizar conocimientos proporcionados por disciplinas distintas de la historia. Me considero especialmente afortunado por haberme embarcado en la investigación y escritura históricas en un momento de tanta vitalidad y efervescencia intelectual, cuando parecía, especialmente bajo la estela del gran trabajo de Braudel sobre el Mediterráneo, que toda la historia de la Europa moderna se encontraba en el momento de madurez necesaria para comenzar a ser repensada.
También fui afortunado —más afortunado de lo que entonces era capaz de darme cuenta— por la elección que hice de tema y de país. Mi interés por España surgió por vez primera a raíz de un largo viaje que hice por la península Ibérica con un grupo de amigos de la Universidad de Cambridge durante las vacaciones de verano de 1950. Cuando llegó el momento de elegir un tema de investigación yo ya sabía que España, concretamente la España del siglo XVII, era lo que me apetecía investigar. Sospecho que, en un principio, mi elección estaba inspirada por la brillantez de los recuerdos de la civilización española del siglo XVII y en especial por las pinturas de Velázquez. Pero también, posiblemente, por mi sensación, como inglés que vivía las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, de que las preocupaciones comunes a la última gran generación imperial de españoles después de los triunfos del siglo XVI no eran en modo alguno completamente distintas de las preocupaciones comunes a mi propia generación después de los triunfos de los siglos XIX y comienzos del XX. Al menos esto me dio una cierta simpatía, proyectada a través de los siglos, hacia las aspiraciones y dilemas de hombres que, herederos de un glorioso legado histórico, buscaban la renovación nacional en medio de una patente decadencia.
Cuando, siendo aún un embrión de investigador, le hablé al profesor Herbert Butterfield de mis deseos y planes, a éste el corazón le dio un brinco, como acostumbraba a decir, ante la idea de que un historiador británico dirigiera su interés profesional hacia la historia de España, ya que, aunque existía una distinguida tradición británica de estudios hispánicos, principalmente en el campo de la literatura, la historia de España no era muy cultivada en las universidades británicas en la época en que comencé mis investigaciones. De todas formas, no dejaba de ser curioso que fuera un historiador británico, Martin Hume, quien hubiera escrito a comienzos de siglo lo que aún seguía siendo la referencia clásica del periodo de la historia española que atraía mi interés. Su colorido estudio, si bien bastante superficial, sobre La corte de Felipe IV (1907) se convirtió en mi introducción a la época, y su referencia a documentos escritos por el conde-duque de Olivares que se conservaban en el Museo Británico me sirvió como guía inicial en la política y en la carrera de un estadista que llegaría a ser la figura histórica central en mi investigación posterior.
Incluso un examen superficial de las publicaciones de historiadores españoles demostraba que sus autores habían prestado poca atención a la historia de su siglo XVII. El ambiente de la España de Franco en los primeros años de la década de 1950 difícilmente incitaba a la investigación histórica —al menos, a la investigación de un periodo de «decadencia» nacional—. Es más, la investigación histórica española, como le ocurría a la propia España, estaba fosilizada. Mientras el régimen proclamaba insistentemente la existencia de unos valores españoles eternos que trascendían el proceso histórico, a menudo sus opositores estaban dedicados a una especie de metahistoria que trataba de explicar el fracaso de la emergencia de España como sociedad moderna, resultado de un carácter nacional formado por una experiencia histórica única. Como consecuencia de esto la historiografía española se alejó de las tendencias historiográficas de la Europa de la posguerra, y fue completamente ajena a los nuevos tipos de intereses y enfoques que atraían a esta generación de historiadores europeos.
Había, no obstante, una destacada excepción a esta «excepcionalista» interpretación del curso de la historia de España, constituida por el pequeño grupo de jóvenes historiadores catalanes agrupado en torno a la carismática figura de Jaume Vicens Vives en la Universidad de Barcelona. Vicens Vives se dio cuenta de que los franceses se habían convertido en el marcapasos del trabajo histórico europeo, de manera que, dando la espalda a las influencias alemanas de su propia formación histórica, se propuso ponerse él mismo y poner a sus discípulos al corriente de las ideas y métodos de la escuela de los Annales, y reinterpretar la historia de España de acuerdo con estas coordenadas modernas. Me considero extraordinariamente afortunado por el hecho de haber llegado a trabajar a Barcelona en 1953, justo cuando la revolución historiográfica de Vicens estaba comenzando. Allí me encontré con un valioso grupo de historiadores que parecían hablar mi mismo lenguaje histórico, historiadores que intentaban ver la historia española en su contexto más amplio, europeo, y que estaban preparados, bajo la dirección y el a veces impulsivo genio de Vicens, para refutar los símbolos sagrados de la historiografía española y catalana en la búsqueda de la verdad histórica. En algunas ocasiones, era una experiencia embriagadora —especialmente en la sofocante atmósfera intelectual de la España de 1950—, que reforzaba mi propia sensación instintiva de que la historia española necesitaba, en la misma medida que lo necesitaba la propia España, exponerse urgentemente a los vientos de cambio que por entonces soplaban en Europa.
Mi intención original, inspirada en cierto modo por la lectura de Martin Hume, había sido la de ocuparme de la política «centralizadora» del conde-duque de Olivares en la España de las décadas de 1620 y 1630. Aunque la tensión entre unidad y diversidad, entre centro y periferia, es un tema recurrente en la historia española, de ninguna manera está exclusivamente confinado a la historia de España. Si lo encontré atractivo fue porque me parecía el meollo del problema general, europeo, de la relación entre poder y sociedad en la época del nacimiento del «absolutismo». Mientras Felipe IV de España tenía su Cataluña y su Portugal, Carlos I tenía su Escocia y su Irlanda, y Luis XIII su Languedoc y Béarn, y estas analogías me hacían sentir que estaba enfrentado a un problema central en la historia del Estado en el siglo XVII. Sin embargo, mi fracaso inicial a la hora de encontrar en el Archivo Nacional de Simancas, o en otros lugares, el tipo de documentos de gobierno que esperaba encontrar, me llevó del centro a la periferia en la esperanza de descubrir, a través de las reacciones explosivas de una provincia periférica bajo la presión del gobierno central, la naturaleza de esa política centralizadora que había eludido mi búsqueda documental. De este modo comencé a concentrar mis tareas investigadoras en lo que uno de mis mentores de Cambridge más tarde describió, con cierta descortesía, como un tema muy «estrafalario»: los orígenes de la rebelión catalana de 1640 contra el gobierno de Felipe IV.
Esta investigación me forzó a sumergirme —de una manera como nunca lo habría hecho de no ser por ella— en la microhistoria de una sociedad provincial, la Cataluña del siglo XVII. Pero también me abrió los ojos a un tema que con frecuencia aflora a través de esta selección de ensayos, el papel intruso del Estado. Cualquiera que haya dedicado algún tiempo al gran Archivo Nacional de Simancas no puede por menos que quedar impresionado por la aplastante masa de documentación generada por la máquina administrativa española en los siglos XVI y XVII. La España de los Habsburgo fue pionera en la implantación del moderno Estado burocrático, y la presencia del Estado puede sentirse en cada momento de la historia de España y de sus posesiones de ultramar, influyendo a la vez que siendo influida por las sociedades que intentaba controlar. La consideración de todo esto me volvió escéptico desde un principio a la tarea de hacer historia social, a la manera de los Annales, sin una referencia seria a los problemas del poder. Mientras escribía mi síntesis sobre la España imperial (1963), me di cuenta de que, a menos que se tenga mentalmente presente la dimensión del poder del Estado y de su ejercicio, la historia de la España moderna carece de sentido. La ambiciosa política exterior ejecutada por los Habsburgo españoles y las dramáticas necesidades financieras a que dio lugar tuvieron un efecto profundo sobre España, y muy especialmente sobre Castilla, alimentando ciertas tendencias y anulando otras, ya que el Estado buscaba desesperadamente movilizar los recursos necesarios que requerían sus incesantes guerras.
La necesidad de dotar de un fuerte contenido político a todo intento de reinterpretación de la historia de la España moderna se hacía todavía mayor en tanto que incluso el tratamiento de acontecimientos políticos —moneda corriente entre los historiadores del siglo XIX— era absolutamente inadecuado, al menos en lo que concierne a la historia del siglo XVII. Los historiadores de la España del siglo XVII no tenían un equivalente de la inmensa obra de S. R. Gardiner, History of England from the accession of James I to the outbreak of the civil war. Tampoco había un equivalente español del Diccionario biográfico nacional inglés que allanara el camino del investigador. Las principales figuras del siglo XVII estaban, todavía, en gran medida sin estudiar, y las figuras menores eran desconocidas incluso de nombre. Cuando inicié mis investigaciones no había historias económicas ni sociales del periodo, aunque don Antonio Domínguez Ortiz se hallaba ocupado por aquel entonces en una serie de estudios que añadirían nueva y abundante documentación para la comprensión del siglo, además de ideas. Cualquiera que trabajara entonces sobre este periodo tenía, y todavía tiene, que empezar desde un nivel de información que es de una escasez patética en comparación con el material impreso a disposición de los historiadores de otras sociedades europeas occidentales del siglo XVII. Esta situación no es por completo desventajosa, ya que añade, en efecto, estímulos a la investigación; pero también dicta ciertas estrategias, tanto para la investigación como para la escritura. En lo que a mí concierne, me empujó a concentrar mi atención en lo que me parecía un periodo particularmente crítico para la comprensión de la totalidad de la trayectoria de la España del siglo XVII: la época del ministerio del conde-duque de Olivares, de 1621 a 1643, que fue cuando, en mi opinión, se tomaron importantes decisiones políticas con profundas implicaciones a largo plazo para el futuro de la sociedad y de la estructura política españolas. Si mi idea de considerar aquellos años como unos de los más decisivos en toda la historia de España era correcta, me parecía justificado invertir una considerable cantidad de tiempo y energía en reconstruir la época de Olivares, tanto en lo que hace a sus líneas generales como a los detalles concretos.
También me parecía que había razones de peso para publicar los resultados de mis indagaciones, cuando esto fuera factible, en forma de libro antes que como artículos. En esto me orienté, en primer lugar, por el estado de la materia y por la sensación de que en este nivel era más aconsejable describir para otros la situación general del territorio, tal como yo lo veía, que no embarcarme en análisis minuciosos de pequeñas parcelas de terreno. Pero también me influyó la consideración de que la historia de España no ocupaba un lugar precisamente central dentro de los intereses de los lectores angloamericanos, y que la publicación de artículos en revistas especializadas no iba a ser el método más efectivo para realizar la exposición que, en mi opinión, esa historia merecía. Sin embargo, los ensayos y los artículos, al igual que los libros, tienen una misión específica que cumplir, como puede ser proporcionar una exposición sucinta sobre el estado del conocimiento en un campo particular, llamar la atención sobre problemas concretos o sugerir nuevas líneas de investigación. Los artículos agrupados en este volumen —algunos escritos en circunstancias y con propósitos particulares, y otros nacidos como resultado de alguna conferencia— son un complemento a los libros que he escrito; por tanto, eso espero, no los hacen completamente superfluos. Mediante una breve introducción a cada una de las secciones del volumen he intentado explicar lo que me movió a escribir cada ensayo en particular, así como la forma en que aquél se relaciona con uno u otro de mis libros.
Muchos de estos ensayos, como veremos, derivan de mi especial interés por la España de Olivares, pero otros han sido incluidos por la luz que pueden arrojar sobre la posición y el papel de España en el mundo de los siglos XVI y XVII. Este mundo era europeo, pero también americano; de manera que un estudio de España que excluya su dimensión americana es, en mi opinión, tan insatisfactorio como lo sería uno que excluyera su dimensión europea. Si España fue pionera entre los Estados burocráticos de la Europa moderna, también lo fue entre las potencias coloniales europeas, y me parece que este papel de pionera apenas ha comenzado a tenerse en cuenta tanto para la historia de España como para la de Europa. Con frecuencia las medidas que España aplicaba un año se convertían en las de Europa al año siguiente, algo que ocurría también con las dificultades y los dilemas que esas iniciativas llevaban consigo.
Ser pionero tiene sus ventajas, pero también sus costes. El precio de ser pionero como clave interpretativa para comprender el curso de la historia moderna de España es un tema que aún está por explorar, y que, en particular, puede contribuir a situar en una nueva perspectiva la cuestión tratada en la última sección del libro, la cuestión de la decadencia. Las causas, el carácter y la extensión del fenómeno tradicionalmente conocido en la historiografía europea como «la decadencia de España» son cuestiones que se le presentan insistentemente a cualquier historiador de la España del siglo XVII. Después de todo, éste es de uno de los grandes temas de la historia europea, y, dado su carácter problemático y sus implicaciones universales, es probable que continúe siéndolo.
Como se encargarán de poner de manifiesto estos ensayos, mis criterios sobre la materia han ido cambiando y evolucionando, en la medida en que la he tratado en épocas distintas y bajo diferentes ángulos. Dada la complejidad del fenómeno y de sus muchas facetas, esto es lo único que podía esperarse. Sin embargo, a pesar de su enorme fascinación, el problema de la decadencia no debe determinar todo el programa. La sombra de la decadencia ha pesado durante demasiado tiempo sobre la historia moderna de España hasta darle la forma de la larga historia de un fracaso. Pero los nuevos tiempos abren nuevas perspectivas, y la historia de la España de las décadas de 1970 y 1980 nos sugiere que ha llegado el momento de repensar la historia de España en términos menos apocalípticos. Como espero mostrar a través de estos ensayos, el de España fue un pasado de éxitos monumentales así como de monumentales fracasos; pero, si el argumento basado en el precio de ser pionero tiene algún valor explicativo, muchos de los fracasos han de verse como la consecuencia comprensible a largo plazo, aunque en muchas ocasiones evitable, del éxito, con frecuencia sorprendente, de respuestas inmediatas a desafíos nuevos, tanto en su naturaleza como en su complejidad y escala.
No hay, por tanto, nada de definitivo en estos trabajos, que, salvo correcciones menores y algunos cambios verbales, he conservado en la forma en la que aparecieron originalmente, precisamente porque los veo como partes de ese proceso continuo de repensar y reevaluar una historia que se había fosilizado debido tanto a un exceso de introversión como a un cierto descuido de las posibilidades archivísticas. Espero que su reunión en un mismo volumen dé alguna indicación de por qué esta tarea merece la pena. Al menos, quizá, sugiera algo de la riqueza histórica de España y su mundo; y si persuade a otros para seguir alguno de estos senderos medio explorados e indagar más profundamente en ese mundo, su publicación en forma de libro habrá cumplido sobradamente su propósito.
PRIMERA PARTE
EL MUNDO AMERICANO
INTRODUCCIÓN
El primero de estos ensayos, dedicado a «España y su Imperio en los siglos XVI y XVII», fue concebido originariamente en 1977, como una conferencia para el Saint Mary’s College de Maryland. Formaba parte de un ciclo de conferencias impartido por diferentes ponentes sobre la colonización de Maryland, y mi cometido consistía en dar una visión general del Imperio español y del imperialismo español con el propósito de establecer un contexto global sobre el que situar las posteriores conferencias del ciclo. Su carácter descriptivo e introductorio hace de él un ensayo apropiado para la apertura de este volumen, puesto que puede ayudar a situar las partes posteriores en su contexto. En el escaso tiempo que me fue concedido, resultaba obviamente imposible examinar con detalle la historia de la colonización española de América, un ejercicio, en cualquier caso, que parecía algo superfluo a la vista de las numerosas y excelentes investigaciones publicadas sobre la materia. Por lo tanto, pensé que quizá fuera más valioso utilizar un enfoque diferente y tratar la historia del imperialismo español desde la perspectiva de su impacto en la potencia colonizadora más que sobre los colonizados. Mientras que se ha prestado una notable atención a ciertos aspectos de las consecuencias económicas del Imperio para la España metropolitana y especialmente al impacto sobre la economía española de la afluencia de metales preciosos de las Indias, otros aspectos de los que me ocupo en este ensayo han recibido relativamente poca atención. Una de las razones que explican este hecho es la desgraciada compartimentación, tanto dentro como fuera de España, que ha tendido a separar el estudio de la historia española y el de la América española. Una compartimentación parecida ha existido, con similares y desgraciadas consecuencias, en el estudio de la historia británica y de las colonias inglesas en América. Mientras que las distancias transatlánticas eran enormes, las conexiones entre la metrópolis y las colonias eran estrechas y fluidas. Estas conexiones —personales y psicológicas, así como económicas, administrativas y culturales— necesitan ser pacientemente reconstruidas, antes de que podamos aprehender correctamente lo que la posesión del Imperio de ultramar significó para España y cómo moldeó su historia.
Es suficiente con observar la extraordinaria figura de Hernán Cortés, tema del segundo ensayo, para ver la complejidad que tenía la interacción entre España y América, incluso en el caso del desarrollo de una personalidad individual. Cortés fue un hombre que ejerció una influencia decisiva en la historia posterior del Nuevo Mundo, pero también alguien a quien la experiencia de América marcó de forma indeleble. Al encontrarse a sí mismo, de forma inimaginable, como señor de un mundo extraño, de alguna manera tenía que explicar e interpretar este suceso milagroso no sólo a los demás sino también a sí mismo. Afortunadamente, poseemos el testimonio que nos muestra cómo realizó esta tarea. Las famosas cartas de Cortés desde México, que con demasiada frecuencia han sido tomadas en sentido literal, como si de una crónica fidedigna de sucesos se tratara, demuestran ser, tras un examen más cuidadoso, una extraordinaria maraña de verdades, mentiras, equivocaciones y pretextos especiales, que sólo se puede desenredar tras un examen largo y minucioso de los textos y su contraste con otras fuentes. Estos textos también proporcionan varias pistas sobre el hombre, y sobre la manera en la que su educación y el ambiente de la España tardomedieval y renacentista le habían formado y habían fracasado a la hora de prepararle para enfrentarse con los desafíos y las situaciones sin precedentes que le esperaban en las Indias. Mi interés por Cortés se despertó en 1964, durante mi primera visita a las Indias. La ausencia en Ciudad de México de un monumento dedicado al destructor, y fundador, de México me llevó a pensar, quizá de manera más vívida que cualquier otra cosa, en las ambigüedades y la controversia que rodean la herencia de España en América. Este ensayo, escrito después de mi regreso, fue pronunciado como comunicación en una sesión de la Royal Historical Society[1].
Otro estímulo para explorar la relación entre España y América me lo proporcionó la invitación para que impartiera las Wiles Lectures en la Universidad de Queens, Belfast, en 1969, sobre un tema amplio que estuviera referido a la historia general de la civilización. En esas conferencias, publicadas en 1970 bajo el título de The Old World and the New, 1492-1650, examiné el impacto en la historia europea y en la consciencia europea del descubrimiento de América. Inevitablemente, los españoles, como pioneros que fueron en la exploración y colonización de América, recibieron una atención especial. Para ello tuve que leer extensamente los escritos de religiosos y seglares españoles del siglo XVI, quienes buscaban esforzadamente resolver los enormes problemas teológicos, morales y culturales planteados por el descubrimiento de un mundo hasta entonces desconocido, cuyos millones de habitantes vivían, por alguna inexplicable razón, en la total ignorancia del evangelio cristiano. Cualquiera que ojee esta literatura quedará con seguridad impresionado, como yo mismo quedé, por la gran seriedad con la que acometieron esta empresa y por el grado de sofisticación intelectual manejado por los más agudos de los misioneros y oficiales españoles en el estudio del carácter y las costumbres de los pueblos indígenas de América. Al mismo tiempo, me parecía que revelaban mucho sobre las preconcepciones y prejuicios de su propia civilización, tanto en los asuntos en los que mostraban su ceguera como en los que mostraban capacidad de penetración. En el tercero de estos ensayos, dictado en 1972 como Raleigh Lecture sobre historia para la British Academy, intenté continuar este doble tema de la percepción de los demás y de la revelación de uno mismo. Como ocurre con otros ensayos de este libro, no es más que una prueba exploratoria. Hay todavía una vasta literatura del siglo XVI sobre el Nuevo Mundo que espera un análisis sistemático, y aún queda mucho material por publicar, informes y cartas, que está guardado en los archivos. Pero la conceptualización de América y del hombre americano que nos revelan estos sondeos tentativos puede ayudar a sugerir la riqueza de posibilidades que posee este material para la historia de España, de América y Europa, cuando las nuevas tierras y sus pueblos fueron incorporados en la Monarquía española y en la consciencia europea.

Fig. 1. España y el Atlántico
CAPÍTULO 1
ESPAÑA Y SU IMPERIO EN LOS SIGLOS XVI Y XVII
Llamamos a uno de los grandes imperios de la historia mundial con el nombre de «el Imperio Español», pero no era así como lo conocían los propios españoles[2]. En los siglos XVI y XVII sólo había un imperio verdadero en el mundo occidental, el Sacro Imperio Romano, aunque otras Monarquías occidentales comenzaban a apropiarse del título de imperio para sus propósitos. Al quedar asegurado con Carlos I de España el título de Sacro Emperador Romano en 1519 (como Carlos V), no había en aquel momento posibilidad de que los españoles aceptaran formalmente la existencia de dos Imperios distintos, el Sacro Romano y el español; e incluso después de que el título imperial pasara en 1556 al hermano de Carlos, Fernando, en lugar de a su hijo, Felipe II, «el Imperio» continuó denotando para los españoles el Sacro Imperio Romano, las tierras alemanas. Su Monarca no era un emperador, sino un Rey que gobernaba sobre un aglomerado de territorios conocidos como la Monarquía española, entre los que se contaban la propia España, las posesiones del Rey en Italia y el norte de Europa y sus territorios americanos (llamados por los españoles las Indias).
Pero esto no quiere decir que los españoles carecieran de la capacidad de pensar en términos imperiales sobre los extensos dominios de su Rey. Ya en 1520 Hernán Cortés escribió, en su segunda carta a Carlos V desde México, que «se puede intitular de nuevo emperador de ella, y con título y no menos mérito que el de Alemaña»[3]. Casi desde el comienzo del descubrimiento, conquista y colonización del continente americano existía en algunos sectores la idea de que el Rey de España estaba en proceso de conseguir un Imperio. Felipe II fue más tarde instado a intitularse «Emperador de las Indias», un título que en ocasiones se le aplicó a él y a sus sucesores; y «el Imperio de Indias» fue una frase que adquirió una cierta circulación durante el siglo XVII. Pero se tendía a situar a las Indias en un contexto más amplio y nebuloso, un imperialismo de concepción al mismo tiempo ideológica y geográfica.
El círculo de humanistas que rodeaban a Carlos V abrazaron el tema imperial con entusiasmo, imaginándole en camino de conseguir un imperio universal en el que, en palabras del evangelio de San Juan tal como las empleó Ariosto en el Orlando furioso, «hubiera un solo pastor y un solo rebaño»[4]. Aquí, dispuesto para ser utilizado, se encuentra el tema de la misión providencial, la unión de toda la humanidad bajo el gobierno de un solo legislador, anunciando el retorno de la armonía universal.
Junto con este vago universalismo mesiánico convivía una sensación de expansión geográfica más acorde con la gran época europea de los descubrimientos. Los límites tradicionales de Europa eran las columnas de Hércules: «Más allá —como escribió Dante— no se puede ir». «Más allá» (piu oltre, traducido al latín como Plus Ultra) se convirtió, escrito sobre una cinta que rodeaba las columnas gemelas, en la divisa imperial de Carlos V. Plus Ultra, que significaba, en primer lugar, la expansión sin límites de los dominios y el poder de Carlos V, llegó a adoptar el significado más concreto de la idea de la exploración y la conquista del nuevo mundo[5]. En esta ruptura mental y física de los confines señalados por las columnas de Hércules hacia un mundo más amplio, los españoles eran conscientes de estar realizando algo que sobrepasaba incluso las proezas de los romanos. Estaban en vías de construir un imperio universal verdaderamente universal, en el sentido de ser un imperio global. Este progreso global puede ser simplemente trazado mediante una serie de fechas: en la década de 1490 y los primeros años de la de 1500, la conquista del Caribe; en la década de 1520, la conquista de México; en la década de 1530, la conquista de Perú; en la de 1560, la de Filipinas, y en 1580, la anexión de Portugal y la consiguiente anexión del África portuguesa, el Lejano Oriente y Brasil. Desde ese momento, en el Imperio del Rey de España efectivamente no se ponía el sol.
El Imperio español sobrepasó, pues, tanto en extensión como en número de habitantes, al mayor Imperio de la historia de Europa, el Romano. Es éste un factor de gran importancia para la comprensión de la mentalidad española —o, más exactamente, castellana— de los siglos XVI y XVII. El Imperio Romano se convirtió en modelo y punto de referencia para los castellanos del siglo XVII, que se veían a sí mismos como herederos y sucesores de los romanos, conquistando un Imperio aún más extenso que el suyo, gobernándolo con justicia e imponiendo leyes que eran obedecidas en los más lejanos confines de la Tierra. Era un mito potente y que tenía importantes consecuencias psicológicas para aquellos que creían en él. Los castellanos del siglo XVI se sentían un pueblo elegido, y por tanto superior, que tenía encomendada una misión divina encaminada a la consecución como fin del Imperio universal. La misión era considerada superior a la realizada por los romanos en tanto que se situaba dentro del contexto de la cristiandad católica. El mayor deber y la mayor responsabilidad de Castilla era el defender y extender la fe, conduciendo a una forma de vida civilizada y cristiana (ambas cosas eran consideradas sinónimas) a todas aquellas gentes ignorantes que, por misteriosas razones, no habían oído hasta entonces el mensaje del evangelio.
Parece que todo Imperio necesita su ideología, que los constructores de Imperios necesitan justificarse a sí mismos el gobierno que ejercen sobre pueblos dependientes mediante la idea de una misión superior. La Corona española y la clase dirigente del país encontraron en sus obligaciones hacia la fe este sentido justificador de su misión. Al margen del resultado de esta o cualquier otra misión imperial para los conquistados, el impacto sobre los conquistadores no parece que haya sido, por lo general, muy saludable. Los forjadores de Imperios, considerándose encomendados con una misión providencial, son siempre propensos a la arrogancia. Se trata de uno de los principales cargos levantados contra los castellanos, que en lo esencial fueron quienes conquistaron y gobernaron el Imperio español de ultramar. El efecto psicológico de sus éxitos se delata en su actitud, mantenida tanto en la misma España como en otras partes de Europa, hacia los súbditos no castellanos del Rey. Por ejemplo, un comentario escrito en una carta dirigida a Felipe II por el gobernador de Milán en 1570 dice así: «Porque estos ytalianos aunque no son indios se les a de tratar como a tales de manera que ellos entienden que los entendemos y nunca piensan que nos an de entender»[6]. Éste es el típico comentario del miembro de una raza dominante y no es sorprendente encontrar a un catalán escribiendo en la década de 1550, que los castellanos «volen ser tan absoluts, i tenen les coses pròpies en tan, i les estranyes en tan poc que sembla que són ells sols vinguts del cel i que la resta dels homes és lo que es eixit de la terra»[7]. Si consideramos, por tanto, las implicaciones del Imperio no tanto para las gentes de ese Imperio como para los imperialistas mismos, parece importante no ignorar uno de sus factores más intangibles pero de mayores y más profundas implicaciones: el psicológico. En este contexto del sentido consciente de la misión imperial y de las funciones y deberes del Imperio es en el que quiero examinar algunas de las consecuencias que para la Castilla de los siglos XVI y XVII tuvo la conquista y la posesión de un Imperio global, y especialmente de un Imperio en América.
Siguiendo conscientemente los pasos de los romanos, los castellanos primero tenían que conquistar, después colonizar y por último organizar, gobernar y explotar sus conquistas. Se ha realizado un gran trabajo de investigación relativo al impacto de las actividades imperiales sobre los pueblos subyugados de América. Se nos ha hablado del devastador impacto demográfico de su presencia: la caída de la población indígena de México de 25 millones a 2,5 millones entre 1520 y 1600 como resultado de la guerra, la subyugación, los trabajos forzados y el contacto con las enfermedades europeas. Disponemos de buenos trabajos sobre los intentos de cristianizar estas poblaciones y someterlas a las formas de gobierno europeas. Sabemos también algo sobre los cambios ecológicos, técnicos, sociales y económicos que llevó el dominio español a los habitantes de las Indias. Son temas importantes y fascinantes y han recibido una considerable atención. Lo que ha recibido mucha menos atención —y esto es igualmente válido para la historia de otros imperios, como el británico— es la forma en la que las posesiones de ultramar afectan a la madre patria.
¿Qué significaron para la España de los Habsburgo sus grandes posesiones de ultramar, su heroica conquista y su esfuerzo colonizador, su intento de gobernar y defender estas lejanas posesiones? La consecución y conservación del Imperio de ultramar representa, necesariamente, una inversión nacional inmensa de personas, energías y recursos. Las inversiones producen beneficios, al menos en teoría, pero también implican gastos. No se ha realizado ningún intento serio de evaluar los gastos y los beneficios del Imperio para la España de los Habsburgo y, de hecho, no es una empresa factible. Hay, además, consecuencias intangibles como el desarrollo entre los castellanos de un nacionalismo mesiánico, que obviamente son imposibles de evaluar en términos de costes y beneficios. Se podría contabilizar como un beneficio el que la determinación moral de Cortés y de sus compañeros se viera fortalecida, sin lugar a dudas, por la identificación de su causa con la de Dios, Carlos V y Castilla. Pero igualmente se podría contabilizar como un coste el que esta confianza en su causa fuera considerada por los demás como arrogancia, que los castellanos se granjearan el odio del resto de los europeos y que sus bárbaras hazañas en el Nuevo Mundo añadieran una nueva dimensión a esa visión de España y los españoles que se conoce como la Leyenda Negra. Hacia el final del siglo XVI, España fue condenada en el banquillo europeo por sus atrocidades contra pueblos inocentes. El efecto de este consenso europeo sobre la innata barbarie y crueldad de los españoles sirvió para fortalecer la resolución de los numerosos enemigos de España respecto a preservar al continente de su sangrienta dominación.
Por tanto hay, y siempre habrá, estrictas limitaciones a cualquier intento de sopesar las ganancias y las pérdidas originadas por el «Imperio de Indias» a la España metropolitana. No obstante, algo se puede hacer para mostrar áreas de estudio fecundas para una investigación sobre las formas en que la inversión en el Imperio influyó sobre la historia de la propia potencia imperial.
Si nos interrogamos sobre lo que significó la adquisición del Imperio americano para la España del siglo XVI, en primer lugar supuso exportación de personas. Es difícil decir con precisión a cuántas afectó, pero las estimaciones más recientes apuntan a que unas 240.000 emigraron de España al Nuevo Mundo durante el transcurso del siglo XVI y quizá unas 450.000 durante el XVII. Una emigración de unos 700.000 individuos durante dos siglos arroja una media ligeramente por debajo de los 4.000 viajeros al año, frente a una tasa de emigración estimada para las islas Británicas en el siglo XVII de 7.000 personas al año. Si la población total de la península Ibérica estaba alrededor de los siete u ocho millones de habitantes, esto implica una tasa anual de emigración del 0,5 al 0,7 por cada 1.000 españoles, lo que de por sí no parece una cifra muy elevada. Pero resulta confusa en el sentido de que la emigración no estaba distribuida homogéneamente por la totalidad de la Península, de manera que algunas partes de España exportaban muchos más emigrantes que otras. Esto es especialmente válido para las zonas del sur de Andalucía y Extremadura, donde la tasa de emigración se encontraba alrededor del 14,4 por 1.000. Hace falta mucha más información sobre las características y el nivel social de estos emigrantes para darnos cuenta de lo que significa esta cifra y del tipo de impacto demográfico que supone. Hacia finales del siglo XVI, por ejemplo, alrededor de un tercio de los emigrantes españoles eran mujeres. Si se hubiera mantenido este porcentaje de emigración femenina, la pérdida de población potencial para la península Ibérica habría sido considerable[8].
En las circunstancias de la Europa del siglo XVI, donde una población en expansión presionaba de forma cada vez mayor sobre unos recursos alimenticios limitados, esta pérdida de población o de población potencial pudo haber sido beneficiosa. América representaba un seguro para el exceso de población de la península Ibérica, y los contemporáneos pensaban que esto tenía unas importantes consecuencias políticas y sociales para España. Durante el periodo de las guerras religiosas en Francia, algunos franceses creían que la falta de colonias donde depositar los excedentes de población era una de las causas de los problemas internos de su país y comparaban su situación con la extraordinaria estabilidad política de la España de Felipe II. «Es un hecho probado —escribió La Popelinière en 1582— que si los españoles no hubieran enviado a las Indias descubiertas por Colón a todos los pillos del reino… éstos habrían revolucionado el país»[9]. En otras palabras, la exportación de gentuza y desesperados es la mejor manera de evitar una guerra civil.
¿Pero se trataba verdaderamente de gentuza? Los emigrantes emigran porque piensan que estarán mejor en ultramar que en casa. Esto significa que los grupos desfavorecidos son particularmente propensos a emigrar si pueden. Uno de los grupos más desfavorecidos en la España del siglo XVI era el de los conversos, aquellos que por su ascendencia judía estaban penalizados por las leyes de pureza de sangre y excluidos de cargos y posiciones importantes en la sociedad castellana. Podría ser una hipótesis plausible la de que entre los emigrantes se incluyera una significativa proporción de españoles de sangre judía, muchos de los cuales poseían probablemente un talento muy superior al de la media. ¿Es, por ejemplo, una coincidencia el que los siete hermanos de Santa Teresa, que ahora sabemos que era de ascendencia judía, emigraran todos a las Indias? No obstante, hay que recordar que la emigración de estas personas no significaba necesariamente una pérdida irrecuperable para la madre patria. Al menos uno de los hermanos de Santa Teresa volvió a su casa en Ávila, una vez hecha su fortuna en América[10].
En general, no obstante, incluso aquellos emigrantes que pretendían permanecer en las Indias sólo lo suficiente como para enriquecerse eran propensos a terminar sus vidas al otro lado del Atlántico. El atractivo de las Indias era muy poderoso, y aquellos que habían emigrado con éxito escribían a sus parientes animándoles a reunirse con ellos. «No repare en nada, que Dios nos ayudará, y esta tierra tan buena es como la nuestra, pues que Dios nos ha dado aquí más que allá, y podemos pasar mejor»[11]. Parece correcto pensar que los emigrantes provenían de los grupos más capaces y dinámicos de la sociedad castellana y andaluza, y, si bien algunos eran unos inadaptados en la patria y su partida hacia América constituía, por tanto, una fuente de desahogo para las autoridades, también privaba a España de personas poseedoras de cierto talento y de iniciativa empresarial, que difícilmente podía permitirse perder. Podría asimismo argumentarse que, en las circunstancias de la España del siglo XVI, incluso la exportación de misioneros tenía sus desventajas. Hacia 1559 había 802 miembros de órdenes religiosas en México[12], y fácilmente se puede suponer que algunos de los miembros más capacitados e inteligentes fueran enviados a alguna de las misiones de ultramar. Pero también había trabajo misionero por hacer en casa, entre la población morisca de Andalucía y Valencia; el fracaso de la Iglesia española del siglo XVI al abordar el tema de la efectiva cristianización de los moriscos puede haber sido el precio pagado por dedicar sus mejores hombres y energías a la tarea de cristianizar a los indios de América.
Para crear su Imperio americano, España tenía que exportar gente con vistas a convertir a los indios al cristianismo, fundar ciudades y colonizar la tierra. Pero estos nuevos territorios, una vez conquistados y colonizados, también habían de ser gobernados. Por su naturaleza, la adquisición de un Imperio supone un enorme reto para las autoridades de la metrópoli. Al estudiar la historia de la España de los Habsburgo resulta muy fácil olvidar los problemas sin precedentes y el heroico esfuerzo que implica dotar de gobierno efectivo a un Imperio global. Hasta ese momento ninguna sociedad europea se había enfrentado a una tarea administrativa de tal magnitud y complejidad.
En primer lugar, los españoles tenían que resolver un problema para el cual tenían pocos precedentes que les sirvieran de guía, el de la determinación del estatus jurídico de la numerosa población indígena que ahora era súbdita de la Corona de Castilla. ¿Debía tratarse a los indios, por ejemplo, como esclavos, o eran hombres libres? Y, si eran hombres libres, ¿qué tributos y servicios se les podía demandar en cuanto vasallos de la Corona? No eran problemas fáciles de resolver. Para los europeos estos indios eran una clase nueva de personas y había una gran incertidumbre y confusión sobre sus orígenes y capacidades. ¿Eran hombres, en toda la extensión de la palabra, o «subhombres» cuya capacidad inferior exigía que se les colocara bajo algún tipo de tutela? Éste era el tipo de problemas al que los españoles se tuvieron que hacer frente tan pronto como llegaron a las Antillas, y que se fue haciendo más complejo cuando se enfrentaron cara a cara con las gentes de los Imperios sedentarios de los aztecas y de los incas. Durante la primera mitad del siglo XVI, el problema dio lugar a un apasionado debate en los círculos gubernamentales, en las universidades y entre el clero y los miembros de las órdenes religiosas, al que los nombres de Las Casas y Sepúlveda siempre estarán asociados. El resultado efectivo de estos cincuenta años de debate fue que los indios no eran esclavos y por tanto no debían ser tratados como tales; que, faltándoles el cristianismo y la verdadera civilización, debían ser instruidos en la fe y en las costumbres de los cristianos; que esto requería una estrecha supervisión temporal y espiritual, que colocaba a los indios en un estatus especial, aunque subordinado, por el que debían recibir la protección de la Corona; y que era correcto que realizaran ciertos servicios a cambio de esta protección.
Un primer objetivo del gobierno imperial fue, por tanto, la protección de los indios, lo que significaba sobre todo protegerlos de su explotación por los colonos. Consecuentemente, uno de los grandes problemas a los que se tuvo que enfrentar la Corona española fue el de cómo prevenir las rebeliones y movimientos separatistas de las comunidades de colonos, un problema que solucionó con éxito. Aparte de la lucha entre la Corona y los seguidores de Pizarro como consecuencia de la conquista de Perú y de la fracasada conspiración de Martín Cortés en México en 1566, no hubo por parte de la comunidad de colonos en el Nuevo Mundo desafíos de importancia a la Corona en los alrededor de tres siglos de gobierno español, hasta que éste cayó derribado por los movimientos independentistas de principios del siglo XIX. Considerando que una carta y su respuesta podían llegar a tardar dos años de viaje desde Madrid hasta Lima y a la inversa, esto puede considerarse un verdadero éxito. La Corona española logró superar los problemas sin precedentes de tiempo y espacio, hasta el punto de impedir que las fuerzas centrífugas inherentes a un Imperio mundial triunfaran sobre las fuerzas de control que emanaban de Madrid.
¿Cómo consiguió la Corona este grado de control? El reto mismo del Imperio —tener que gobernar unos territorios tan distantes— actuó como importante estímulo para el desarrollo en la España de los Habsburgo de una fuerte estructura burocrática y de una clase administrativa. En términos de organización burocrática bien desarrollada y profesionalmente dirigida, la España de Felipe II era el Estado más avanzado en la Europa del siglo XVI. En realidad no se podía permitir que fuera de otra manera, puesto que en ausencia de una burocracia vasta y formalizada no habría conservado su Imperio unido. Todos conocemos los defectos de esta burocracia —incómoda, corrupta y espantosamente lenta— y podemos recordar el desesperado comentario hecho por un virrey esperando pacientemente sus instrucciones, de que si la muerte viniera de Madrid todos viviríamos hasta edad bien avanzada. Pero quizá más significativo que estos defectos resulta el hecho de que España triunfara en la construcción de una burocracia global, la cual funcionó con un grado mayor o menor de eficiencia y permitió mantener unidos los numerosos y dispares territorios del Rey.
El reto del Imperio produjo, por tanto, una respuesta burocrática, en la forma de gobierno mediante papel, de una escala hasta entonces desconocida en Europa. Apenas hemos comenzado a suponer la cantidad total de papel utilizado por la Monarquía española para el gobierno en los siglos XVI y XVII. Por ejemplo, cuando un virrey o cualquier funcionario importante abandonaban su cargo, se realizaba una investigación formal, conocida como residencia o visita, sobre el tiempo de su ejercicio en el cargo, con declaraciones juradas de aquellos en situación de aportar testimonios. En 1590 comenzó una de estas visitas al finalizar el periodo de gobierno del conde de Villar como virrey del Perú. Hacia 1603 el juez que dirigía esta visita había utilizado 49.555 hojas de papel y aún no había concluido. El propio virrey hacía tiempo que había muerto[13]. ¡Qué diferente era este mundo del de setenta u ochenta años antes, cuando el emperador Carlos V, según se cuenta, pidió pluma y tintero y ninguna de las dos cosas pudo encontrarse en el palacio![14] Aunque en los primeros años del reinado de Carlos V la administración del reino no era en realidad tan informal como esta historia pudiera sugerir, la avalancha de papel de finales del siglo XVI (por no mencionar la plétora de plumas y los ríos de tinta) sugiere que durante los primeros años de Carlos y los últimos de Felipe se había producido una revolución en el ejercicio del gobierno.
La esencia de esta revolución fue la creación de una estructura administrativa diseñada para conectar el centro de la Monarquía hispánica con la periferia. El método utilizado consistió en construir y ampliar un sistema ya existente en la España de Isabel y Fernando, fuertemente deudor de las prácticas de gobierno del Imperio catalano-aragonés de la alta Edad Media. De acuerdo con él, el Rey estaba representado en los territorios lejanos por un virrey, mientras que los territorios estaban representados ante el Rey por Consejos compuestos por portavoces de aquellos territorios. Tal era el régimen conciliar desarrollado por la Monarquía española durante la primera mitad del siglo XVI: un sistema de Consejos reunidos en la Corte que reciben información de —y mandan órdenes a— los virreyes en la periferia. A esto se añadía un sistema judicial que actuaba como control de los virreyes y por medio del cual cada uno de los territorios tenía su tribunal de jueces, conocido como la Audiencia. Ésta era responsable de la administración de justicia y podía, cuando fuera necesario, limitar y controlar los poderes administrativos del virrey. Por ejemplo, el gobierno de Nueva España dependía en primer lugar del Consejo de Indias, instalado en la Corte y que aconsejaba al Rey en las cuestiones fundamentales relacionadas con los asuntos mexicanos. Sus recomendaciones, siempre que fuesen aprobadas por el Rey, eran transmitidas entonces a México, donde el virrey podía o no ponerlas en práctica; las actividades de éste eran vigiladas por la Audiencia que residía en Ciudad de México, la cual le aconsejaba, le advertía o se oponía a él de acuerdo con las circunstancias y las personas implicadas.
Este sistema, que funcionaba razonablemente bien, dio lugar a la proliferación inevitable de papel y funcionarios. El gobierno necesitaba secretarios para redactar los reglamentos, escribanos para transcribirlos y una multitud de oficiales menores para asegurar su cumplimiento, junto con ministros de otro nivel para asegurarse de que los primeros habían cumplido con su cometido. Todo esto requería una inmensa burocracia que había que reclutar y preparar, lo que trajo como consecuencia una expansión del sistema educativo español. Al comienzo del siglo XVI había once universidades en España. Cien años después había treinta y tres. Semejante crecimiento se explica en gran medida por la creciente necesidad de ministros y oficiales que tenía el Estado para dirigir las altas instancias de la burocracia, y especialmente de ministros formados en derecho. Se estima que bajo el reinado de Felipe II Castilla sostenía una población universitaria anual de 20.000 a 25.000 estudiantes, lo que representaba alrededor de un 5,43 por ciento de su población masculina de dieciocho años, una cifra que parece bastante elevada comparada con los parámetros europeos de la época[15]. Aquellos estudiantes que se dedicaban al derecho y aprobaban el curso se convertían en letrados, licenciados en derecho que formaban el contingente de reclutamiento de la burocracia. Puesto que hacia finales de siglo la oferta comenzaba a rebasar la demanda, muchos de estos licenciados pudieron encontrarse sin trabajo. Pero los mejores de ellos —o, para ser más exacto, los que tenían mejores contactos— podían, con un poco de suerte, asegurarse un puesto en el peldaño más bajo del escalafón burocrático e ir escalándolo paso a paso durante el resto de sus vidas.
Fueron estos letrados al servicio del gobierno los que realmente mantuvieron unida la Monarquía española. Toda su carrera estaba dedicada al servicio de la Corona y podían ser trasladados a cualquier parte del mundo si el Rey así lo ordenaba. Uno de estos ministros fue Antonio Morga, nacido en Sevilla en 1559 hijo de un banquero, y enviado a la Universidad de Salamanca, donde se graduó en Derecho Canónico y más tarde en Civil[16]. En 1580 entró al servicio del gobierno como abogado. Trece años más tarde, a la edad de treinta y cinco, fue designado (se trataba de un hombre con buenos contactos) para un cargo judicial en Filipinas, en el curso del cual ascendió a juez decano de la Audiencia. En 1603, ya con cuarenta y cinco años, fue trasladado a la Audiencia de México. Allí tuvo éxito suficiente como para asegurarse la promoción, diez años más tarde, a presidente de la Audiencia de Quito, Ecuador. Ésta podía haber sido su última parada antes de pasar a un cargo en lo más alto de la jerarquía burocrática, una plaza en el Consejo de Indias, en España. Morga lo solicitó en 1623, pero desafortunadamente para él su afición a las mujeres y al juego durante aquellos años le había perdido. Su conducta dio lugar a graves escándalos, lo suficientemente graves como para que se promoviera una investigación oficial sobre sus actividades. Fue sentenciado a ser relevado de su cargo, pero antes de que pudiera conocer estas noticias murió en Quito, a la edad de setenta y seis años, después de una presidencia no muy distinguida de veintiún años.
Suponiendo que Morga hubiera cumplido su ambición de alcanzar una plaza en el Consejo de Indias, éste se habría visto reforzado por un hombre de enorme experiencia práctica en los problemas de la administración de ultramar. Sin embargo habría tenido más de sesenta y cinco años en el momento de recibir su nombramiento de Madrid y parece improbable que hubiera sido un consejero innovador o dinámico. En general, el gobierno del Imperio español era una gerontocracia, pues los ministros necesitaban demasiado tiempo para pasar por los distintos niveles de sus carreras administrativas. Por consiguiente, nos encontramos, como cabría esperar, con que los Consejos estaban compuestos por viejos funcionarios conscientes de su estatus, apegados a la tradición y de inclinaciones legalistas, básicamente interesados en disfrutar confortablemente del prestigio y de las ricas ganancias de un alto cargo que les había costado tanto tiempo y trabajo asegurarse. No era un colectivo dinámico, pero sí tenaz. Mantenía la existencia del Imperio, pero lo mantenía estático.
A lo largo de sus carreras estos hombres se dirigían al Rey tanto para recibir sus órdenes como para su promoción particular. Tenían un acentuado sentido de la autoridad real, de la que habían sido representantes y defensores oficiales ya fuera en Filipinas, Ecuador o Nueva España. Este sentido de la autoridad real, reforzado por el conocimiento de primera mano de la vasta extensión de los dominios del Rey de España, creó un tipo de mentalidad que merece ser tenida en cuenta en cualquier historia de la España de los Habsburgo. Resultaba difícil escaparse a la sensación de autoridad aplastante y universal del Rey, y, si bien esta sensación ayudaba a agrupar a los burócratas del Imperio, unidos en una especie de fraternidad de leales adherentes a la Corona, también pudo haber dado lugar a que el gobierno de Madrid exagerara los recursos del poder a las órdenes del Rey. Para estos hombres, Madrid era el centro del universo, la capital burocrática del Imperio universal. Un juez que volvía de Lima para servir en el Consejo de Indias o un virrey que regresaba —un Grande de Castilla como el marqués de Montesclaros, que sirvió como virrey en Nueva España y Perú y fue nombrado a continuación miembro del Consejo de Estado de Felipe IV— veían el mundo desde una perspectiva particular que no coincidía con la del resto de los hombres. Desde Madrid parecía que se podía gobernar el mundo entero. Pero, desgraciadamente, esto no siempre era cierto.
La adquisición del Imperio, por tanto, implicaba la creación de una vasta estructura burocrática cuyo punto central era Madrid. La creación misma de Madrid fue, en realidad, una respuesta a los problemas del Imperio. A principios del siglo XVI, España no tenía una ciudad que fuera su capital y la Corte se movía por la Península siguiendo al Rey. Madrid, con unos 5.000 habitantes, era poco más que una aldea superpoblada. Pero desde 1561, cuando Felipe II estableció en ella su Corte, comenzó a crecer de una manera verdaderamente rápida, hasta alcanzar en la década de 1620 los más de 100.000 habitantes. El crecimiento de Madrid de la noche a la mañana como capital de un Imperio mundial resultó enormemente significativo para la futura historia de España. Se trataba de una villa situada en el centro de las áridas mesetas de Castilla: una ciudad artificial de cortesano