La ruta del conocimiento

Violet Moller

Fragmento

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A comienzos de 1509, el joven artista Rafael Sanzio (1483-1520) empezó a pintar una serie de frescos en las paredes de la biblioteca privada del papa Julio II en el Vaticano. Muy cerca de allí, en la Capilla Sixtina, el gran rival de Rafael, Miguel Ángel, estaba tumbado boca arriba en un gigantesco andamio, a varias decenas de metros del suelo, pintando en el techo una imagen monumental de Dios al dar vida a Adán. El Renacimiento estaba en pleno apogeo en Roma y, bajo el patrocinio de Julio II, la gran ciudad recuperaba la gloria de su pasado imperial. Los frescos de Rafael en las cuatro paredes de la Sala de la Signatura ilustraban las cuatro categorías de libros que estaban almacenados en la parte inferior: teología, filosofía, jurisprudencia y poesía. En el fresco correspondiente a la filosofía, el que hoy en día llamamos La Escuela de Atenas,(1) Rafael pintó tres grandes arcos abovedados que se alejan hacia el fondo, con las efigies de los dioses romanos Minerva y Apolo a uno y otro lado y unos grandes escalones de mármol que dan acceso al pavimento situado en la parte inferior, cuyas losas muestran una elegante decoración geométrica.(2) La arquitectura es decididamente romana —audaz, imperiosa, monumental—, pero la cultura y las ideas representadas por las cincuenta y cuatro figuras agrupadas con sumo cuidado a lo largo del fresco son decididamente y casi sin excepción griegas; se trata de un homenaje al redescubrimiento de las ideas antiguas que fueron trascendentales para el ambiente intelectual de la Roma del siglo XVI. Las figuras de Platón y Aristóteles ocupan el centro de la pintura, bajo un arco gigantesco, recortándose sobre el cielo azul, al que Platón señala con el dedo, mientras que Aristóteles hace un gesto con la mano indicando la tierra situada a sus pies, representando con claridad sus respectivas tendencias filosóficas: la preocupación del primero por lo ideal y lo celestial, y el empeño del segundo en comprender el mundo físico que lo rodea. La totalidad del ámbito de la filosofía antigua heredado por el humanismo italiano se representa de manera triunfal mediante brillantísimos colores.

Nadie sabe con exactitud quiénes son todos los demás personajes representados en el fresco, y la discusión sobre sus respectivas identidades ha mantenido ocupados a los estudiosos durante siglos. La mayor parte de ellos coincide en afirmar que el hombre calvo situado en primer plano a la derecha, que intenta demostrar concienzudamente alguna teoría geométrica con la ayuda de un compás, es Euclides,(3) mientras que el individuo con corona que está a su lado y que sujeta una esfera en la mano es con toda seguridad Ptolomeo, que por aquel entonces era mucho más famoso por sus obras de geografía que por sus libros sobre astronomía.(4) Todos los personajes identificados vivieron en el mundo antiguo, al menos mil años antes de que Rafael empezara a pintar. Excepto uno. En la parte izquierda de la pintura, un hombre tocado con un turbante se inclina sobre el hombro de Pitágoras para ver lo que está escribiendo. Se trata del filósofo musulmán Averroes (1126-1198), el único representante identificable de los mil años transcurridos entre el último filósofo griego y la época de Rafael, y el único representante de la vibrante y vivísima tradición de erudición árabe que floreció durante aquel periodo. Esos sabios, que profesaban diferentes religiones y eran de orígenes también distintos, pero que estaban unidos por el hecho de escribir en árabe, habían mantenido viva la llama de la ciencia griega, combinándola con otras tradiciones y transformándola gracias a su trabajo y a su genialidad, con lo que aseguraron su supervivencia y su transmisión a lo largo de los siglos hasta el Renacimiento.

Estudié clásicas e historia todos los años que estuve en el instituto y en la universidad, pero en ningún momento me enseñó nadie la influencia que tuvo en la cultura europea el mundo árabe medieval, ni de hecho cualquier otra civilización externa a ella. El relato de la historia de la ciencia parecía limitarse a lo siguiente: «Existieron los griegos, luego vinieron los romanos y por fin llegó el Renacimiento», saltándose como si nada los mil años transcurridos entremedias. Por los cursos de historia medieval que realicé, sabía que durante este periodo no hubo mucho conocimiento científico gestándose en Europa occidental, y así fue como empecé a preguntarme qué había sido de los libros de matemáticas, astronomía y medicina escritos en el mundo antiguo. ¿Cómo sobrevivieron? ¿Quién los copió y los tradujo? ¿Dónde estaban los escondites que permitieron su conservación?

Cuando tenía veintiún años, una amiga y yo emprendimos un viaje desde Inglaterra hasta Sicilia en su viejo Volvo. Estábamos estudiando templos grecorromanos para nuestra tesina. Fue una aventura estupenda. Nos perdimos en Nápoles, pasamos calor en Roma, por la carretera nos pararon unos policías que nos pidieron salir con ellos, en Pompeya nos quedamos boquiabiertas y degustamos mozzarella de búfala en Paestum, hasta que por fin, tras varias semanas en la carretera y un breve viaje en ferri para cruzar el estrecho de Mesina, llegamos a Sicilia. La isla nos causó enseguida una sensación distinta de la que nos había producido el resto de Italia; parecía exótica, compleja, fascinante. Sus múltiples capas de historia nos envolvían; las señales dejadas por las sucesivas civilizaciones, como los estratos de una vertiente rocosa, resultaban sorprendentes. En la catedral de Siracusa vimos las columnas del templo griego original, un santuario de Atenea construido en el siglo V a. C., que aún seguían en pie dos mil quinientos años después de haber sido erigidas. Nos enteramos de que la catedral había sido convertida en mezquita en el 878, cuando la ciudad cayó en manos de los musulmanes, y de que volvió a ser una iglesia cristiana dos siglos más tarde, cuando los normandos tomaron el poder. Era evidente que Sicilia había sido un punto de encuentro de culturas diversas a lo largo de los siglos, un lugar en el que se habían intercambiado y transformado ideas, tradiciones y palabras, en el que habían chocado mundos distintos. El interés primordial de nuestro viaje era estudiar la relación entre la religión y la arquitectura de Grecia y Roma, pero la contribución de las culturas posteriores —bizantina, islámica y normanda— era notabilísima. Empecé a preguntarme por otros lugares que hubieran desempeñado un papel similar en la historia de las ideas y por la forma en que esos lugares habían ido desarrollándose.

Esas preguntas volvieron a salir a la superficie cuando me volqué en mis investigaciones para mi tesis doctoral sobre el conocimiento intelectual en la Inglaterra de comienzos de la Edad Moderna, visto a través de la biblioteca del doctor John Dee (el hombre al que Isabel I llamaba «mi filósofo»). Personaje tan extraño como cautivador, Dee fue mi compañero inseparable durante varios años. Fue conmigo en un viaje inolvidable por el mundo intelectual de finales del siglo XVI. A lo largo de su extraordinaria ca

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