INTRODUCCIÓN
LA BIBLIOTECA DE UN EMPERADOR
El Hofburg, el palacio imperial de Viena, era la residencia de invierno de los Habsburgo y actualmente es la principal atracción turística de Viena. Los visitantes cruzan sus arcos y pasean por las estrechas calles del viejo centro de la ciudad en coches de caballos. La multitud se agolpa en los angostos callejones y se cuela imprudentemente en medio del tráfico en cuanto divisa los hocicos blancos de los caballos de raza lipizzana metidos en sus establos. Aparte del ala situada frente a la iglesia de San Miguel, rematada por una cúpula de color verde construida en el siglo XIX, el exterior del palacio no llama demasiado la atención y consta de una serie de patios consecutivos, que actualmente se usan como aparcamientos, rodeados de fachadas de un estilo barroco por lo general bastante sobrio.
Por lo menos, hoy día el Hofburg se encuentra en buen estado. Y es que las fotografías y las filminas del periodo anterior a 1918, cuando todavía era un «palacio en funcionamiento», muestran escombros por el suelo, muros agrietados y ventanas rotas. Durante buena parte de su historia, el Hofburg fue un solar en obras. Los sucesivos emperadores fueron añadiendo alas, derribaron los obstáculos que entorpecían las mejoras y reconstruyeron el palacio sustituyendo la madera por piedra. Hasta finales del siglo XVII, el Hofburg formaba además parte integrante de las defensas de la ciudad y se apoyaba en uno de los bastiones de las murallas de la ciudad. Los turcos otomanos sitiaron Viena por última vez en 1683. Tras la derrota de los turcos, los emperadores de la casa de Habsburgo pudieron concebir finalmente el Hofburg como un palacio y un escenario ceremonial, y no ya como una residencia fortificada.
En el corazón del Hofburg se encuentra la llamada Fortaleza Antigua (die Alte Burg). Sobre ella se llevó a cabo la reconstrucción del palacio a finales del siglo XVII y durante todo el siglo XVIII, de modo que actualmente son visibles muy pocos restos del edificio original de la Fortaleza Antigua. Erigida durante la primera mitad del siglo XIII, la Alte Burg era un enorme bastión de piedra, de cincuenta metros cuadrados, con cuatro torres, cada una de ellas rematada por tejados a dos aguas y altos pináculos. A pesar de sus dimensiones, el interior de la Fortaleza Antigua era muy inhóspito. Los visitantes se quejaban del patio interior, que no tenía anchura suficiente para que una carreta pudiera dar la vuelta, de los aposentos estrechos, de las escaleras enmohecidas y de la falta de tapices en los muros. Pero la finalidad de la Fortaleza Antigua del Hofburg no era impresionar al visitante con el lujo de sus dependencias, sino intimidar a la ciudad y a los campos vecinos y transmitir un mensaje de poder.[1]
La Fortaleza Antigua se convirtió en el primer emblema de los Habsburgo. En su origen, la dinastía de los Habsburgo reinaba en Europa Central, y Austria constituía el corazón de su territorio. Pero en los siglos XVI y XVII también pasaron a ser los monarcas de España y de las posesiones españolas en los Países Bajos, Italia y el Nuevo Mundo. Aunque para entonces el diseño de la Fortaleza Antigua ya había quedado obsoleto desde el punto de vista militar, se reprodujo en los grandes castillos que los Habsburgo encargaron edificar o reconstruir en España —en Toledo y Madrid— y se trasladó incluso a las Américas. En México, la fortaleza, con sus cuatro torres, era un indicador del poder que ostentaban los primeros gobernadores reales; las autoridades de rango inferior debían contentarse con palacios provistos únicamente de dos torres. En el Sacro Imperio Romano Germánico, cuyos titulares fueron los Habsburgo y que, a grandes rasgos, estaba constituido por los territorios de lo que hoy día son Austria, Alemania y la República Checa, algunos príncipes ambiciosos construyeron también fortalezas de cuatro torres para poner de manifiesto su prestigio.[2]
Los Habsburgo fueron los primeros gobernantes cuyo poder abarcó el mundo entero y lograron su grandeza gracias a su buena suerte, pero también por el uso de la fuerza. La fortaleza rodeada de cuatro torres constituía en el siglo XVI una expresión de su dominio físico de una parte de Europa y, con su reproducción en ultramar, la prueba de su dominación global. Pero no era más que uno de los muchos símbolos de los que harían gala los Habsburgo, pues concebían su poder como algo para lo que estaban predestinados y como una parte del ordenamiento divino del mundo. Y eso requería un simbolismo más sutil que una amenaza de piedra.
La reconstrucción del Hofburg a comienzos del siglo XVIII, que vio desaparecer por fin del horizonte la Fortaleza Antigua, incluyó la creación de la Biblioteca de la Corte (Hofbibliothek). Anteriormente, la Biblioteca Imperial se había albergado en un convento abandonado de Viena, en el ala de un palacio privado y en una estructura de madera al abrigo de la Fortaleza Antigua (en la actual Josefsplatz). Los bibliotecarios se quejaban de la humedad, del polvo de la calle, de la iluminación inapropiada y de los riesgos de incendio. Pero no fue hasta el dilatado reinado de Carlos VI (1711-1740) cuando la Biblioteca Imperial encontró su sede permanente en un espacio situado inmediatamente al sur de lo que había sido la Fortaleza Antigua.[3]
El nuevo edificio de la biblioteca fue erigido en la década de 1720, y en la actualidad conserva en gran medida la forma que proyectó Carlos VI. Unos doscientos mil libros y manuscritos se encuentran colocados en sus correspondientes estanterías en una sola sala de 75 metros de largo. En aquella época, su colección incluía obras de teología, historia de la Iglesia, jurisprudencia, filosofía, ciencias y matemáticas, así como numerosos manuscritos encuadernados en griego, latín, siriaco, armenio y copto. Carlos abrió su biblioteca a los eruditos, aunque para acceder a ella hubiera que solicitar permiso, y las horas de visita estaban estrictamente restringidas a la mañana. A cambio de este acto de generosidad, Carlos gravó los periódicos con un impuesto. La tasa, originalmente transitoria y destinada a sufragar las obras, no tardó en convertirse en permanente, con la finalidad ostensible de cubrir los costes de las nuevas adquisiciones. Se esperaba además que los editores suministraran a la biblioteca ejemplares de todos los libros que publicaran. Como muchos editores vieneses comerciaban también con obras pornográficas, esta obligación quedó a menudo soslayada.[4]
En medio de la biblioteca se yergue una estatua de mármol de Carlos VI de tamaño natural, representado como el Hércules de las Musas. El techo abovedado nos muestra la apoteosis o elevación al cielo del emperador y celebra sus hazañas por medio de figuras alegóricas. A diferencia de George Washington, cuya apoteosis aparece representada en la cúpula del Capitolio de Estados Unidos, no hay ninguna efigie del emperador que nos mire desde el techo. Carlos seguía vivo cuando el artista empezó a pintar su obra, de modo que todavía no había sido acogido en la gloria celestial. Pero ya lo aguarda una figura flotando entre las nubes que porta una corona de laurel y que no deja lugar a dudas de que, cuando acabe su vida, Carlos será acogido en la compañía de los ángeles y se sentará con ellos en lo alto del cielo.
Junto a la estatua de mármol de Carlos VI se dispusieron otras dieciséis efigies de emperadores, reyes y archiduques de la casa de Habsburgo, empezando por el rey Rodolfo, del siglo XIII, y acabando con Carlos II de España, que había fallecido en 1700. Las estatuas de mármol resultaban muy costosas si se tenían que encargar, de modo que la mayor parte de ellas fueron tomadas de los almacenes y los jardines del Hofburg. Con el tiempo, algunas de estas estatuas se trasladaron a otros palacios imperiales o fueron intercambiadas por otras. El primer especialista en historia de la Biblioteca de la Corte se mostró muy crítico con la selección original, pues, a su juicio, demasiadas de esas figuras conmemoraban a príncipes de la casa de Habsburgo que no habían mostrado un interés especial por el estudio o el saber. Evidentemente, el hombre pensaba que una biblioteca debía tener que ver algo con los libros y la erudición. Pero se trataba de la biblioteca de una corte, y su finalidad era muy distinta: lo que pretendía era proclamar la gloria de los Habsburgo y el lugar que les correspondía en el ordenamiento divino del universo.[5]
Toda la decoración de la biblioteca, incluidos los frescos de la bóveda, las pinturas de las paredes y el mobiliario, habla de la grandeza de los Habsburgo y de su poder ilimitado. De modo que las cuatro grandes esferas de la tierra y del cielo situadas debajo de la cúpula central son metáforas de la magnitud de la ambición de los Habsburgo. Cada librería está flanqueada por dobles pilares, un motivo presente en toda la construcción de la biblioteca, sobre todo en las dobles columnas de mármol blanco con adornos dorados que se sitúan a cada extremo de la sala, así como en la fachada exterior del edificio. Representan las columnas de Hércules y el lema de los Habsburgo, Plus ultra, «Más allá», y, por ende, un dominio que no estaba limitado por la geografía física. En lo alto, en el fresco de la apoteosis, aparecen tres diosas clásicas que portan un estandarte en el que vemos escritas las letras AEIOU. El acróstico puede representar varias cosas, y los estudiosos han sugerido hasta trescientas soluciones y combinaciones posibles. Pero todas ellas tienen que ver con la grandeza de los Habsburgo de Austria, de ahí que la interpretación más habitual del acróstico sea «A Austria corresponde dominar todo el mundo» (en latín, Austria Est Imperare Orbi Universae o, en alemán, Alles Erdreich Ist Österreich Untertan).[6]
No era esta, sin embargo, una visión de dominio universal basada en el ejercicio del poder político y en la coacción física. Carlos adopta en su biblioteca la pose de un patrono de las artes y de las ciencias, no de un guerrero volcado en la conquista. La apoteosis celebra las virtudes de Carlos: la magnanimidad, la fama, el esplendor y la constancia. Sus victorias marciales están representadas por la figura del perro de tres cabezas, Cerbero, aplastado por los pies de Hércules, pero, por lo demás, se obvian las hazañas militares de Carlos. Incluso los frescos relacionados con el tema de la guerra son bastante comedidos y enaltecen todo lo contrario: la armonía, el orden y el conocimiento. Por encima de todo, Carlos pretendía ser ensalzado como autor de la paz y promotor del saber. El trampantojo situado debajo de la cúpula muestra una serie de figuras realistas conversando y cada grupo representa una de las ramas del saber a las que Carlos ha dado vida: la anatomía, la arqueología, la botánica, la hidráulica, la heráldica, la numismática e incluso la gnomonología, que es el arte de construir relojes de sol.
El mismo historiador que consideraba que una biblioteca debía estar hecha para albergar libros pensaba que la cúpula y los frescos debían ser una alegoría de la biblioteca. Puede que así fuera, pero en la época del Barroco las alegorías contenían a menudo varios mensajes ocultos. Con sus estatuas de emperadores y caudillos de la casa de Habsburgo, las repetitivas columnas y pilares dobles y las esferas artísticamente distribuidas, la biblioteca y su mobiliario son también una alegoría del dominio ilimitado e intemporal de la dinastía de los Habsburgo. Pero, como revelan los frescos, el mundo que se esfuerza por conquistar la dinastía no solo se encuentra dentro de los tristes confines de la tierra, sino también en el ámbito trascendental del conocimiento y de la actividad intelectual. Como ocurría con el acróstico AEIOU, no había una única solución que explicara la complejidad de la misión de los Habsburgo ni que agotara todas sus posibilidades.[7]
La idea que tenían los Habsburgo de su papel en el mundo se fraguó de manera gradual y hubo distintos episodios de la historia de la dinastía que fueron generando nuevas aspiraciones, todas ellas enlazadas en una sola madeja de presupuestos ideológicos. En un principio esa idea fue concebida en términos religiosos. Allá por el siglo XIII, el rey Rodolfo de Habsburgo (que ocupó el trono de 1273 a 1291) se hizo famoso como saqueador de iglesias y expoliador de conventos. Pero apenas dos o tres décadas después de su muerte, empezó a correr la leyenda de que Rodolfo se había encontrado un día por casualidad a un cura que iba a toda prisa a llevar el viático (la comunión de la extremaunción) a un moribundo y le había dado su caballo para que llegara lo antes posible a su destino. La historia se fue repitiendo y adornando con el paso de los siglos, de modo que, en recompensa por desprenderse de su caballo, Rodolfo recibió una corona terrenal y, en adelante, el pan y el vino de la eucaristía lo ungirían místicamente en el momento de su coronación. Se aprovecharon además diversos pasajes bíblicos para demostrar que, a cambio de facilitar la llegada de la hostia consagrada al lecho del moribundo, los herederos de Rodolfo se alimentarían con la eucaristía según un plan divino explicado ya en el Antiguo Testamento.[8]
La veneración del Santísimo Sacramento se halla en el corazón mismo de la observancia religiosa de la casa de Habsburgo, que se expresaba por medio de procesiones, peregrinaciones y fiestas religiosas. En cuanto un Habsburgo encontrara a un sacerdote que llevara prisa, lo más probable era que le proporcionara, aunque fuera por la fuerza, una cabalgadura o un carruaje para que pudiera llevar a cabo su misión. Durante las luchas religiosas de los siglos XVI y XVII, los protestantes pusieron en entredicho el significado y la importancia de la eucaristía. El exagerado respeto por el Santísimo Sacramento que mostraron los sucesivos soberanos de la casa de Habsburgo se convertiría en un símbolo de su entrega a la Iglesia católica y de su servicio permanente como instrumentos de Dios en la tierra. Incluso durante los últimos años del Imperio habsbúrgico, seguiría viva la asociación de la dinastía con la eucaristía, que se recordaría no solo en la observancia ritual, sino también en otros contextos más mundanos. Cuando en 1912 pidieron al emperador Francisco José que donara un trofeo para un club de tiro suizo, el monarca envió una figurita de Rodolfo desmontando de su cabalgadura con el fin de acelerar el viaje del cura que llevaba el viático.[9]
Después de 1273, los Habsburgo fueron de manera intermitente los titulares del Sacro Imperio Romano Germánico y a partir de 1438 hasta su desaparición en 1806 lo serían de forma casi continuada. El Sacro Imperio Romano Germánico había sido fundado por Carlomagno en 800 e. v., pero era considerado la continuación del Imperio romano de la Antigüedad clásica. Para empezar, lo llamaban simplemente Imperio romano, y el adjetivo «Sacro» no se añadió hasta el siglo XIII, aunque su uso no fue nunca muy coherente. El Sacro Imperio Romano se reconstituyó en el siglo X como un imperio fundamentalmente germánico, pero ello no disminuía el prestigio vinculado al título imperial. El emperador siguió siendo considerado el sucesor directo de los emperadores romanos de la Antigüedad, en cierto modo el equivalente del papa de Roma, y poseedor de una autoridad que lo hacía sobresalir por encima de todos los demás monarcas y ser superior a ellos. Las profecías medievales que vaticinaban una guerra inminente entre los ángeles y el aprendiz de diablo, el Anticristo, y decían que «el último emperador» daría paso a un milenio de gobierno divino, contribuyeron a dar más lustre aún al título imperial. Los Habsburgo construyeron sus aspiraciones sobre esta base, poniendo de relieve el papel que iban a desempeñar en el inminente apocalipsis. El emperador Maximiliano I (rey de 1486 a 1508, y emperador de 1508 a 1519) mandó pintar un retrato suyo en el que se le daban los supuestos rasgos del último emperador, que, según las profecías, tendría «frente despejada, cejas altas, ojos grandes y nariz aquilina».[10]
Cabía esperar que el último emperador no solo se enfrentara al Anticristo, sino que además derrotara a los turcos, arrancara Estambul (Constantinopla) de sus garras y librara la ciudad santa de Jerusalén de la dominación musulmana. Los sucesivos emperadores se encargaron de hacer publicidad de su empeño en llevar a cabo una cruzada contra el infiel, por medio de la cual lograrían no solo cumplir la profecía, sino también demostrar su liderazgo sobre la cristiandad y su entrega a los ideales de la caballerosidad cristiana. En la imaginación de los Habsburgo, a la guerra contra los infieles se uniría en el siglo XVI la guerra contra la herejía. Los sucesivos emperadores y monarcas de la casa de Habsburgo tomaron enérgicas medidas contra la propagación de las doctrinas protestantes, que desafiaban la autoridad de la Iglesia católica. Según la observancia religiosa de los Austrias (los Habsburgo españoles), la misión de llevar a cabo la limpieza de la fe se vería marcada tanto por el espectáculo de la quema de herejes como por su ostentosa devoción por la eucaristía y por el Santísimo Sacramento.
Parte integrante de la renovación general del saber y de las artes que llamamos Renacimiento consistió en el estudio de los textos clásicos, que se intensificó durante los siglos XV y XVI. Los eruditos y literatos del Renacimiento, esto es, los humanistas, buscaron su inspiración y su faro en la antigua Roma. Muchos de ellos tomaron prestada de la Antigüedad romana la creencia en un orden establecido de manera jerárquica, a la cabeza del cual estaba el emperador, cuya tarea era hacer de mediador entre los distintos príncipes e inaugurar un reinado de paz. Los humanistas vieron a menudo a los Habsburgo como soberanos singularmente dotados, gracias al título de emperador que ostentaban, para restaurar el orden y la armonía. De ese modo, pues, hablaban de un «imperio universal» y de una «monarquía universal», en definitiva, de un régimen acaudillado por soberanos de la casa de Habsburgo, e imitaban la épica clásica para presentar a los emperadores de esta dinastía a la manera de los césares romanos. Con el fin de reforzar ese mensaje, incluyeron también en sus obras elaborados discursos puestos en labios de los dioses del paganismo clásico que hacían alusión al destino de los Habsburgo y contaban cómo a los monarcas de esta dinastía se les concedían escudos que llevaban esculpidos mapas de todo el mundo conocido.[11]
Erasmo de Rotterdam, el máximo exponente del humanismo renacentista, no perdería el tiempo con ese tipo de palabrería erudita. Tras comentar que «los reyes y los tontos nacen, no se hacen», pronosticó que un monarca universal probablemente fuera un tirano universal: «Es enemigo de todos y todos son enemigos suyos». Pero los Habsburgo estuvieron a punto de hacer realidad la «monarquía universal» que tanto temía Erasmo. El puesto de emperador era de carácter electivo, otorgado por siete destacados príncipes del Sacro Imperio Romano Germánico. Pero además de ser titulares del Sacro Imperio Romano Germánico, los Habsburgo gobernaban con carácter hereditario distintas provincias y territorios dentro del imperio, que eran posesiones personales suyas y no precisamente por el hecho de ser emperadores. Al principio, esos dominios privados, heredados de su familia, se encontraban en la zona del Alto Rin, pero en el siglo XIII los Habsburgo habían llegado a acumular un conjunto de territorios diversos en Europa Central, correspondientes a grandes rasgos a lo que hoy día son Austria y Eslovenia. Posteriormente, a partir de la década de 1470 y durante un periodo de apenas medio siglo, las tierras de los Habsburgo se expandirían en una especie de explosión hasta incluir los Países Bajos, España, Bohemia, Hungría y la mayor parte de Italia. Hungría, que era un reino independiente y, a diferencia de Bohemia, no formaba parte del Sacro Imperio Romano Germánico, extendió el poder de los Habsburgo más de setecientos kilómetros hacia el este, hasta lo que actualmente es Ucrania. Pero España supuso un premio aún mayor, pues vino acompañada del Nuevo Mundo y de una empresa colonial que llegaba hasta el océano Pacífico y Asia. Los dominios de los Habsburgo constituyeron el primer imperio en el que nunca se ponía el sol.[12]
El título oficial que ostentaba en 1521 el emperador Carlos V nos da cierta idea de la extensión de las posesiones de los Habsburgo:
Carlos, por la clemencia y el favor de Dios electo Emperador de Romanos, siempre Augusto, etc.; y Rey de Alemania, de Castilla, de Aragón, de León, de las Dos Sicilias, de Jerusalén, de Hungría, de Dalmacia, de Croacia, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, del Algarve, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas Canarias, y también de las Islas de las Indias y de la Tierra Firme del Mar Océano, etc.; Archiduque de Austria, Duque de Borgoña, de Lorena, de Brabante, de Estiria, de Carintia, de Carniola, de Limburgo, de Luxemburgo, de Güeldres, de Württemberg, de Calabria, de Atenas y de Neopatria, etc.; Conde de Flandes, de Habsburgo, de Tirol, de Gorizia, de Barcelona, de Artois y de Borgoña; Conde Palatino de Henao, de Holanda, de Zelanda, de Ferrete, de Kiburgo, de Namur, de Rosellón, de Cerdaña y de Zutphen; Landgrave de Alsacia; Marqués de Oristano y Gociano y del Sacro Romano Imperio; Príncipe de Suabia, de Cataluña, de Asturias, etc.; Señor de Frisia, de la Marca Víndica, de Pordenone, de Vizcaya, de Molina, de Salinas, de Trípoli y de Malinas, etcétera.[13]
La lista es enorme e incluye lugares que ya no eran, o que nunca habían sido, posesiones de los Habsburgo (Jerusalén, Atenas, etc.), pero sobre los que seguían atribuyéndose dudosos derechos de propiedad. Otros fueron añadidos precisamente porque estaban en litigio, aunque muchos otros se omitían, como indica la sucesión de «etcéteras». No obstante, el orden detallado de títulos alude a un rasgo del dominio de los Habsburgo que perduraría en buena parte hasta los siglos XIX y XX. Todos esos lugares no estaban unificados, sino que cada uno mantenía su propio Gobierno, sus leyes, su nobleza, sus patricios y sus parlamentos o dietas. En esa medida, eran países casi independientes, unidos solo por la persona de su soberano. Dada la distancia existente entre los distintos lugares, esa desunión era hasta cierto punto inevitable, pero respondía también a una política deliberada cuya finalidad era mantener a los distintos pueblos conciliados bajo el dominio de un soberano ausente. Como un jurista español explicaba a propósito de Carlos V (emperador entre 1519 y 1556), para preservar la lealtad de sus dominios, los reinos debían ser regidos y gobernados por separado, «como si el rey que los mantiene unidos fuera solo el rey de cada uno de ellos».[14]
Los Habsburgo adoptaron una visión global de un mundo unido bajo el dominio intangible de un solo soberano, entregado al servicio de la religión, a la consecución de la paz entre los cristianos y a la guerra contra los infieles. Pero ese principio nunca llegó a convertirse en un programa político ni siquiera dentro de los territorios gobernados por los Habsburgo. Todas las monarquías han empezado siendo estados mixtos, formados a partir de territorios distintos, que luego serían unificados y uniformizados. Incluso los estados construidos a partir de varios reinos, con el tiempo, han tendido a volverse más metropolitanos, mientras que la singularidad de sus partes integrantes iba desvaneciéndose gradualmente hasta perder su carácter y sus instituciones independientes. Los Habsburgo nunca llegaron a eso; de hecho, salvo en breves ocasiones, ni siquiera lo intentaron realmente. Pese a la relativa unificación experimentada por el aparato administrativo y legislativo a lo largo de los siglos XVIII y XIX, sus dominios siguieron siendo gobernados como si el monarca fuera solo el señor de cada uno de ellos y no un supersoberano poseedor de una autoridad ilimitada. Mientras que en el siglo XVIII a un monarca francés se lo llamaba simplemente «rey de Francia y Navarra», y no se le añadían los títulos de duque de Aquitania y Bretaña, conde de Tolosa, duque de Normandía, etcétera, hasta el siglo XX los títulos de los emperadores de la casa de Habsburgo enumeraban todos los elementos integrantes del conjunto de su imperio como unidades distintas.
Los historiadores escriben con la ventaja que les da la visión retrospectiva. Como saben que en el futuro se impondrá el Estado nación centralizado, los conglomerados políticos basados en los principios de descentralización y diferenciación tienen que estar condenados al fracaso. «Desvencijado», «anacrónico» y «adventicio» son algunos de los calificativos que utilizan con más frecuencia para referirse a los últimos Habsburgo y a su imperio. Pero no podemos juzgarlos con tanta ligereza. Su visión estaba formada a partir de facetas distintas que iban más allá de un territorio o una serie de imponentes baluartes de piedra. Estaba enraizada, como pone de manifiesto la biblioteca de Carlos VI, en aspiraciones e ideales complementarios: en la historia y en sus legados, en la Roma de los césares y de la religión católica, en una autoridad benévola y en la búsqueda del conocimiento, de una gloria inmutable y celestial.
Por supuesto, la política se inmiscuiría en todo esto, confundiría la mística de la monarquía habsbúrgica y haría que sus manifestaciones resultaran a menudo superfluas o banales. Pero algo quedaría de esa visión, incluso cuando la dinastía de los Habsburgo llegó a las últimas décadas de su existencia, hace poco más de un siglo. La finalidad de la presente obra es explicar su imperio, lo que ellos imaginaban y cómo los imaginaban, así como sus fines, sus proyectos y sus fracasos. Durante quinientos años, desde el siglo XV hasta el XX, la casa de Habsburgo fue una de las dinastías más importantes de Europa y durante varias centurias sus dominios se extendieron hasta el Nuevo Mundo y aún más allá, de manera que su imperio se convirtió en la primera empresa global de la historia. Lo que viene a continuación es en parte su historia, pero es además una reflexión sobre lo que significaba para un Habsburgo gobernar el mundo.
1
EL CASTILLO DE HABSBURGO Y EL «EFECTO FORTIMBRÁS»
A comienzos del siglo pasado, un estudioso singularmente diligente se impuso la tarea de averiguar el linaje del archiduque Francisco Fernando, que en aquellos momentos era el heredero del emperador Francisco José. La genealogía que estableció ocupaba treinta y tres tablas y enumeraba a más de cuatro mil antepasados de Francisco Fernando, remontándose hasta el siglo XVI. Sin embargo, teniendo en cuenta los matrimonios endogámicos, eran tantos los solapamientos de unos individuos y otros que el erudito solo logró localizar a mil quinientos personajes distintos, pues muchos maridos eran al mismo tiempo primos y las esposas eran a menudo sobrinas por partida múltiple. De modo que Francisco Fernando estaba emparentado con un emperador del siglo XVI, Fernando I, a través de más de cien antepasados distintos suyos y con una prima lejana de Fernando, la piadosísima Renata de Lorena, de la que por lo demás ya nadie se acuerda, a través de otros veinticinco.[15]
En la dedicatoria de su estudio a Francisco Fernando, el investigador disculpaba la magnitud de los matrimonios endogámicos de los Habsburgo y demostraba estadísticamente que todas las familias reinantes de Europa habían sido en el pasado igualmente incestuosas. Pedía además perdón por no haber podido continuar sus investigaciones hasta la Edad Media. Pero si hubiera intentado rastrear el linaje del archiduque hasta el siglo XI, habría tenido que incluir los nombres de varios cientos de miles de antepasados, pues cada generación que se remontara hacia atrás habría multiplicado por dos el número de ancestros. Aun así, la tarea de nuestro erudito habría resultado en cierto sentido más fácil cuanto más atrás se hubiera remontado, pues los testimonios escritos son proporcionalmente más escasos y hay muchas más lagunas. En el siglo X, el linaje de los Habsburgo, en teoría compuesto de cientos de miles de individuos, quedó reducido a unos cuantos personajes oscuros.
Los libros acerca de la primitiva historia de los Habsburgo se parecen a las novelas de misterio, con especulaciones que siguen el linaje de la estirpe hasta la oscura familia de los Eticónidas, que eran condes de Alsacia, y por ende hasta la dinastía franca de los merovingios, cuyo mítico progenitor del siglo V fue un quinotauro, es decir, un toro de cinco cuernos. En realidad, solo puede seguirse la pista de los primeros Habsburgo hasta finales del siglo X, cuando vivían en la región del Alto Rin y de Alsacia, en la actual frontera entre Francia y Alemania, y en Argovia (Aargau), al norte de la Suiza actual. Todo este territorio constituía una parte del Sacro Imperio Romano Germánico, perteneciente al ducado de Suabia, y se hallaba dividido en distritos o Gaue en gran medida autónomos, cada uno de los cuales tenía varios condes. El primer Habsburgo del que tenemos conocimiento cierto es un tal Kanzelin (a veces llamado Lanzelin), asociado en relatos posteriores con la pequeña fortaleza de Altenburg, cerca de la ciudad de Brugg, en el cantón suizo de Argovia.[16]
A la muerte de Kanzelin, acontecida alrededor de 990, sus dos hijos, Radbot (985-1045) y Rodolfo, se repartieron sus tierras. Entre las posesiones de Radbot se hallaba la aldea de Muri, a veinticinco kilómetros al sur de Altenburg. Cuando se casó, Radbot entregó Muri como dote a su esposa, Ida (Ita), que en 1027 fundó en el lugar una abadía de monjes benedictinos. La piedad de Ida fue recompensada con una sepultura junto al altar de la iglesia del monasterio. Pese al saqueo que sufrió la abadía a manos de los protestantes de Berna en 1531, la tumba de Ida ha sobrevivido hasta nuestros días. A ella fueron a parar a su muerte parte de los restos del último emperador y de la última emperatriz de la casa de Habsburgo, Carlos y Zita, cuyos corazones reposan en sendas urnas en una capilla junto al altar mayor. Como no se permitió que regresara a Austria al término de la Primera Guerra Mundial, el resto del cuerpo de Carlos se encuentra en la isla portuguesa de Madeira, donde el soberano murió en 1922, aunque el de Zita descansa en la Cripta Imperial en la iglesia de los Capuchinos de Viena.
La abadía de Muri prosperó gracias a la generosidad de los fieles y de sus fundadores. Llegó a acumular tierras en más de cuarenta localidades vecinas, así como un verdadero tesoro de reliquias, que incluían los huesos de más de cien santos y mártires, además de diversos fragmentos de la Veracruz, de las tablas en las que fueron escritos los diez mandamientos y de la columna junto a la cual Poncio Pilato juzgó a Jesús. No obstante, los descendientes de Radbot e Ida pensaban que todo eso les pertenecía. Dado que eran miembros de su familia quienes la habían fundado y enriquecido, la abadía se consideraba como un «monasterio de propiedad», un lugar de enterramiento en el que se decían misas por sus antepasados y sobre el que tenían derecho a nombrar al abad que quisieran. El linaje de los Habsburgo asumió además las obligaciones de protector o Vogt (término traducido a veces por «mayordomo» o «defensor»), a cambio de las cuales cobraba una renta a la abadía.[17]
El hijo de Radbot, Werner (1025-1096), posteriormente llamado «el Piadoso», se mostró muy atento a las nuevas tendencias de la vida monástica surgidas en las grandes abadías de Cluny y Hirsau, que favorecían la obediencia, la oración constante y el alejamiento del mundo. Decepcionado por los monjes de Muri, que —según se nos cuenta— iban y venían de un lado a otro a su antojo, Werner llevó a la abadía familiar a algunos frailes disciplinados procedentes de la Selva Negra para que dieran ejemplo. Pero el venerable acto de Werner fracasó. El movimiento en pro de la reforma monástica nunca se interesó solo por la moral de los monjes, sino que también hacía hincapié en el derecho que tenían las autoridades eclesiásticas a supervisar los centros religiosos y se oponía a la costumbre de que los laicos trataran los monasterios como si fueran su propiedad privada. Esta actitud afectaba directamente a los intereses de Werner, que adivinó que acabaría perdiendo todo el control sobre un monasterio en cuya fundación tanto había invertido su familia.[18]
A mediados de la década de 1080, Werner falsificó unas constituciones que, según él, habían sido escritas sesenta años antes por su tío (o posiblemente por su tío abuelo), el obispo Werner de Estrasburgo. Dichas constituciones atribuían a su supuesto autor, el obispo, la fundación de la abadía y la concesión a perpetuidad del cargo de Vogt a algún miembro de su familia. Las constituciones falsas se registraron en una asamblea de notables de Argovia y posteriormente las refrendó en Roma el Colegio Cardenalicio. Para dar más crédito aún a esta historia, unos cuantos monjes leales a Werner redactaron un obituario en el que se enumeraban los difuntos en sufragio de los cuales había que decir misas. El obituario en cuestión resaltaba en rojo el nombre del obispo Werner, pero omitía por completo el de Ida. La fundación de la abadía quedó así ligada no con Ida, sino con el obispo, y de ese modo, en consecuencia, con los derechos enumerados en las constituciones que se habían falsificado en su nombre.[19]
Los términos de dichas constituciones falsas fueron aprobados en 1114 por el titular del Sacro Imperio Romano Germánico, Enrique V. En esta ocasión, sin embargo, el emperador introdujo la salvedad de que los protectores de la abadía no debían ni aprovecharse de su cargo ni interferir en el funcionamiento del monasterio. A partir de ese momento, los herederos de Werner fueron perdiendo gradualmente los derechos que ostentaban sobre la abadía. Para asegurarse de que mientras tanto no se llevaban los bienes del monasterio, los monjes elaboraron una detallada lista de sus tierras y de sus preciadas reliquias. Además, compusieron una relación de la primitiva historia de Muri, que presentaba a la familia fundadora como un hatajo de ladrones y saqueadores, que habían donado tierras a la abadía con el único fin de lavar sus conciencias culpables. Aunque es posible que haya algo de verdad en las historias que contaban los monjes de Muri, su obra alimentó la creencia de que los primeros Habsburgo no fueron más que una banda de magnates desaprensivos que, según cierta descripción moderna, «recorrían los campos asesinando a sus habitantes y saqueándolo todo».[20]
Los terratenientes fundaban monasterios como fábricas de oraciones en las que debían decirse infinitas misas para acortar la estancia de sus almas en el purgatorio. Pero para protegerse en el mundo terrenal, construían castillos. Mientras que en tiempos pasados las fortificaciones se habían construido en su mayoría en forma de terraplén, a partir del siglo XI se harían a base de madera y piedra. Su finalidad era defender, dominar e intimidar las zonas rurales circundantes, pero los castillos se levantaban además como símbolo del poder y la independencia cada vez mayores de los condes y señores feudales en general. En Suiza, la zona de Argovia tenía una de las concentraciones más densas de castillos de la Europa medieval. Un anticuario de finales del siglo XIX llegó a contar ni más ni menos que setenta fortalezas de piedra, la mayor parte de ellas construidas originalmente antes del año 1300, en una zona de apenas mil cuatrocientos kilómetros cuadrados. La región de Argovia las necesitaba, pues sus ricos pastos y el control de los caminos que cruzaban los Alpes hacían que la zona fuera víctima de las asechanzas de sus ambiciosos vecinos.[21]
Cuenta la leyenda que Radbot salió un día de caza y perdió a su azor preferido. Mientras lo buscaba, fue a parar por casualidad a un peñasco junto al río Aar, ya en el límite de sus posesiones, que le pareció el emplazamiento ideal para construir una fortaleza. Radbot puso por nombre al baluarte que erigió allí Habichtsburg o castillo del Azor (en antiguo alto alemán, el azor se llama Habicht o Habuh). La fortaleza acabó quedándose con este nombre, en la forma contracta Habsburg[o], y así, con el tiempo, lo que fuera un topónimo pasó a designar a los herederos de Radbot. Muchos siglos después, la leyenda del azor de Radbot y de los orígenes del castillo siguió excitando la imaginación de los románticos. El primer especialista inglés en escribir una historia de los Habsburgo, el archidiácono William Coxe (1748-1828), atribuía su inspiración a la contemplación del castillo de Habsburgo y se comparaba a sí mismo con Edward Gibbon inspeccionando las ruinas del Foro Romano.[22]
Erigido en un emplazamiento escarpado, el castillo de Habsburgo sigue siendo una estructura imponente, a pesar de que se ha convertido en restaurante, provisto de sombrillas en sus almenas. La leyenda del azor de Radbot, sin embargo, se tomó a todas luces de otras fuentes. El nombre Habichtsburg no aparece hasta la década de 1080. Su origen probablemente no tuviera nada que ver con ningún azor, sino con un vado o Hafen, pues la fortaleza se hallaba en las inmediaciones de un punto por el que se cruzaba el río Aar. Además, Habsburg[o] en sus diversas formas primitivas (Havechisburg, Havichsberg, Havesborc, etcétera), no era más que uno de los múltiples lugares a los que hacía referencia la lista preferida de títulos de la familia. Una vez que la familia empezó a acumular propiedades en otros lugares, la referencia al castillo de Habsburgo fue perdiéndose, hasta desaparecer finalmente en la espesura de los demás títulos de propiedades y posesiones de la casa. El nombre de Habsburgo no se recuperó hasta el siglo XVIII, en una época en la que se puso de moda recordar los orígenes ancestrales de los nombres, y se hizo moneda corriente gracias a la popular balada histórica de Schiller «El conde de Habsburgo» (1803). Hasta entonces, la única familia que había adoptado constantemente el nombre de Habsburgo había sido la de los condes de Denbigh, en Warwickshire, en Inglaterra. Al tratarse de unos meros advenedizos, se inventaron ambiciosas genealogías y cultivaron el uso de títulos extranjeros espurios con la esperanza de añadir lustre a su nombre.[23]
El castillo de Habsburgo no era un «nido de ladrones», sino que pretendía ser un hogar, además de una fortaleza militar. El núcleo original del castillo era un baluarte rectangular de piedra, de más de 18 × 13 metros, con muros de casi dos metros de espesor en su base. Sobre este edificio se levantó después una residencia de cuatro pisos, unida por su lado nororiental a una torre cuadrada. A finales del siglo XII, tanto el baluarte como la torre se hallaban rodeados por una larga muralla, que permitió también la creación de un patio. Por esta misma época se construyó una segunda torre al oeste del baluarte principal, que posteriormente se convirtió en el núcleo de un complejo distinto, que llevaba aparejados un salón y diversos aposentos. Es esta construcción más reciente la que visitan en la actualidad los turistas, y el resto no son más que montones de piedras.
Durante la segunda mitad del siglo XIII, los Habsburgo abandonaron este castillo y prefirieron trasladarse al de Lenzburg, situado unos diez kilómetros más al sur. Pero tenían casas solariegas también en Brugg, donde un bisnieto de Werner, Alberto el Rico (fallecido en 1199), había erigido previamente la llamada Torre Negra (que todavía se conserva) y luego un castillo levantado en la cima de una colina en Baden de Argovia (actualmente en ruinas). Como lugar de residencia, tanto Brugg como Baden eran preferibles al castillo de Habsburgo, pues su proximidad a los centros de mercado hacía que el aprovisionamiento resultara más fácil. Mientras tanto, el viejo castillo de Habsburgo se asignó a varios vasallos de los Habsburgo, y posteriormente se dividió en dos reductos distintos. Finalmente fue conquistado por la ciudad de Berna en 1415.
Suabia meridional, ca. 1200 {lista de mapas}
El corazón del territorio de los Habsburgo se hallaba en torno a la confluencia de los ríos Aar, Limmat y Reuss, que en la Edad Media eran navegables. La región estaba situada además en una encrucijada que unía las montañas de la Suiza central y las tierras bajas de la llanura. La apertura del paso de San Gotardo a comienzos del siglo XIII llevaría el comercio de la Italia septentrional a las grandes ferias de Champaña y de Flandes a través de Lucerna y Argovia. En total, los Habsburgo poseían varias decenas de puestos de peaje que explotaban ese comercio, que por entonces era principalmente de lana, paño, metales y pescado. La meseta de Argovia era también rica desde el punto de vista agrícola, y los campesinos que trabajaban sus tierras pagaban rentas a los Habsburgo, en metálico o en especie, así como diversos tributos por el derecho de explotar el forraje, los molinos y los pastos. Así, según un documento de comienzos del siglo XIV correspondiente a una aldea próxima al castillo de Habsburgo:
los dos aparceros de Windisch pagarán anualmente como renta dos heminas de centeno cada uno, que hacen cinco celemines, dos cerdos, uno de los cuales tendrá el valor de ocho chelines y el otro de siete chelines, dos corderos, cada uno de los cuales valdrá dieciocho peniques, cuatro gallinas y cuarenta huevos. [Doce peniques hacen un chelín y cinco celemines equivalen a treinta y cinco litros].[24]
En otras posesiones de los Habsburgo en la propia Argovia, las obligaciones de los campesinos incluían el pago de tres chelines a su señor «por el derecho de pernada». Los historiadores nacionalistas necesitaban personajes que representaran al malo de la película y en las obras de los historiadores suizos los Habsburgo han desempeñado tradicionalmente ese papel. Posteriormente los historiadores suizos harían mucho hincapié en el pago de esos tres chelines, pues veían en él un impuesto degradante que les cobraban sus anteriores señores, los Habsburgo, a cambio de condonarles un humillante derecho sexual. El droit de signeur, sin embargo, es una salaz invención de generaciones posteriores. El pago de los tres chelines era simplemente una tasa que había que abonar a la hora de contraer matrimonio y no era muy distinta del regalo de Cuaresma que marcaba el fin de los carnavales. Era también bastante habitual en otras regiones de Suiza. De hecho, los tributos que los Habsburgo imponían a los campesinos no solían exigirse de forma demasiado rigurosa y muchos de ellos acababan venciendo con el tiempo. Las cargas fiscales que pesaban sobre los aparceros de Windisch no eran desde luego muy onerosas.[25]
En el siglo XIII, el grueso de las rentas de los Habsburgo provenía de los derechos de aduana y de portazgo, en particular de los que se cobraban en los puentes de Baden y Brugg. Otras rentas provenían de la administración de justicia. En el registro de las propiedades y las rentas que se elaboró a comienzos del siglo XIV y que reflejaba las posesiones de los Habsburgo, ese era el concepto enumerado habitualmente en primer lugar: «Multar e imponer castigos, y juzgar los robos y los actos de violencia». Como las multas y las confiscaciones a menudo iban a parar al señor, este concepto era una importante fuente de ingresos. Con su riqueza, los Habsburgo atrajeron a otros terratenientes para que los sirvieran. A cambio de servirlos como vasallos, se les daba un castillo o se les autorizaba a construir uno, y ellos lo ocupaban y mantenían en nombre de sus señores, los Habsburgo. En el siglo XIV, los Habsburgo poseían cerca de treinta castillos que se extendían desde el lago de Constanza hasta la margen izquierda del Rin y hasta Alsacia, y cada uno de ellos tenía aparejadas múltiples aldeas, fincas y granjas. Los Habsburgo no eran en absoluto los «condes pobres» creados por la imaginación de algunos historiadores.[26]
Por lo pronto, los Habsburgo eran una de las múltiples familias señoriales existentes en la Argovia suiza. Los historiadores suelen atribuir su ascenso a la política. En el siglo XII, los Habsburgo apoyaron al emperador Lotario III (1125-1137) frente a sus rivales, los Staufen, y por ello Lotario les regaló un puñado de nuevas posesiones en la Alta Alsacia y les concedió el prestigioso título de landgrave. Luego, a mediados de siglo, los Habsburgo pasaron a apoyar a los Staufen. Werner II, nieto de Werner I, murió en 1167 cerca de Roma combatiendo por el emperador Federico I Barbarroja, de la dinastía de Staufen. Su hijo, Alberto el Rico, y su nieto, Rodolfo el Viejo (también llamado el Benigno o el Bueno, fallecido en 1232), apoyaron respectivamente las pretensiones de los herederos de los Staufen, Felipe de Suabia y Federico de Staufen. Posteriormente Rodolfo financió la campaña militar emprendida por Federico, que culminó con la toma del poder de este como titular del Sacro Imperio Romano Germánico en 1211, de modo que en adelante pasó a ser conocido como Federico II. De todo ello se derivaron importantes recompensas para la casa de Habsburgo: alianzas matrimoniales con el linaje de los Staufen, la graciosa decisión de Federico II de apadrinar al nieto de Rodolfo el Viejo, y nuevas ganancias territoriales al sudoeste del Sacro Imperio Romano Germánico.
La ascensión de los Habsburgo debió más, sin embargo, a lo que podríamos llamar el «efecto Fortimbrás». En la última escena del Hamlet de Shakespeare, han muerto ya todos los protagonistas y en ese momento aparece Fortimbrás, príncipe de Noruega, a reclamar el trono vacante, pues, afirma, «tengo sobre este reino antiguos derechos». Como Fortimbrás, los Habsburgo recogieron las migajas sobrantes cuando todos los demás habían perecido. Durante los siglos XII y XIII, establecieron alianzas matrimoniales con las familias nobles de las regiones que hoy día pertenecen a Suiza y al sudoeste de Alemania. Cuando esos linajes se extinguieron, los Habsburgo reclamaron los antiguos derechos que tenían sobre ellos, de modo que obtuvieron la totalidad o parte de las posesiones vacantes de las casas de Lenzburg, Pfullendorf y Homburg. Aunque al principio los Habsburgo solo se quedaron con una parte del legado de los Lenzburg, las tierras que consiguieron durante la década de 1170 trajeron consigo el título de conde. Hasta entonces, los Habsburgo solo habían ostentado ese título de forma honorífica.[27]
Pero el aumento más significativo de las propiedades de los Habsburgo en la zona sudoccidental del Sacro Imperio Romano Germánico llegó con la extinción de los linajes de los Zähringen y los Kiburgo en 1218 y 1264 respectivamente. Los Zähringen eran viejos enemigos de los Staufen y sus posesiones eran muy vastas, pues abarcaban desde la Selva Negra hasta Saboya. Al morir sin heredero el último duque, Bertoldo V, el patrimonio de los Zähringen se dividió. Buena parte de sus posesiones fueron a parar a manos de los Kiburgo en virtud del matrimonio contraído poco antes por la hermana de Bertoldo con un Kiburgo. Pero en 1264, la rama masculina de la estirpe también se extinguió. Como su madre era una Kiburgo, el conde Rodolfo de Habsburgo (1218-1291), nieto de Rodolfo el Viejo, se quedó con la mayor parte de sus propiedades, situadas entre Zúrich y Constanza. Con las posesiones de los Kiburgo llegaron las tierras de los Zähringen y la parte del patrimonio de los Lenzburg con la que no habían podido quedarse los Habsburgo un siglo antes.
Los fundamentos territoriales del poder de los Habsburgo no eran tan fuertes como pueda dar a entender una mera lista de sus adquisiciones. Las propiedades y posesiones de la familia no eran contiguas, sino que estaban separadas por tierras de la Iglesia y otras haciendas feudales, así como por diversas ciudades y villas libres. Algunas tierras de los Habsburgo se habían pignorado, mientras que otras se habían cedido a criados y administradores para conseguir ingresos. Las rentas y otros derechos que se les debían se habían vendido o arrendado a cambio de una suma global. Las complejidades y las transformaciones introducidas incluso en pequeños sectores de las posesiones de los Habsburgo hacen que cueste trabajo pensar en un dominio uniforme y unificado, pues cada uno de esos sectores mantenía una relación distinta con su señor. Aun así, a mediados del siglo XIII los Habsburgo eran la familia más poderosa del ducado de Suabia. Sus posesiones se extendían desde Estrasburgo hasta el lago de Constanza y desde el río Aar hasta los valles boscosos de los Alpes, es decir, desde lo que actualmente es el este de Francia hasta la frontera occidental de Austria, incluido un buen pedazo del norte de Suiza. Sería desde esta amplia franja de territorios desde donde el conde Rodolfo, el nieto de Rodolfo el Viejo, lanzaría la empresa más ambiciosa promovida hasta entonces por los Habsburgo: la conquista del propio Sacro Imperio Romano Germánico.[28]
Los Habsburgo tuvieron la suerte de que el corazón de sus tierras cruzara los caminos y los puestos del cobro de portazgos y derechos de aduana que iban desde el norte de Italia hasta Francia. También tuvieron suerte con sus alianzas políticas. Pero detrás del crecimiento inicial de los Habsburgo se oculta su robustez genealógica. Como supo descubrir el diligente estudioso del linaje de Francisco Fernando, los Habsburgo fueron unos supervivientes. Generación tras generación, lograron engendrar herederos; si no tenían hijos varones, siempre tenían a mano a algún primo o a algún sobrino. Con la longevidad llegó la oportunidad de hacerse con las riquezas de otras familias menos duraderas, con las cuales habían establecido alianzas matrimoniales. A lo largo de los siglos siguientes, los Habsburgo conservarían su buena suerte biológica y se les presentarían otros momentos y oportunidades a la manera de Fortimbrás. «¿Quién habla de victorias? Sobrevivir lo es todo», se preguntaba el poeta austriaco Rainer Maria Rilke (1875-1926). En el caso de los Habsburgo, fue su supervivencia la que les procuró sus primeras victorias.
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EL SACRO IMPERIO ROMANO GERMÁNICO Y EL REY DE ORO
En 1184, el emperador Federico I Barbarroja (que reinó de 1155 a 1190) construyó en Kaiserswerth una torre destinada al cobro de derechos de aduana con el fin de imponer más tributos al tráfico fluvial que discurría por el Rin. En ella hizo grabar la inscripción «El emperador Federico construyó este esplendor del imperio para engrandecer la justicia y llevar la paz a todos». Una exigencia tributaria que expresara unos sentimientos tan arrogantes sería hoy día objeto de burla, pero las palabras de Federico nos dicen mucho acerca de cómo se concebía el Sacro Imperio Romano Germánico por aquel entonces. No era considerado un reino unificado, ni mucho menos, sino una asociación de territorios y ciudades cada vez más independientes, cada uno de los cuales tenía sus propios «derechos y libertades». La finalidad del imperio era suministrar los mecanismos y el contexto a través de los cuales esos derechos y libertades pudieran protegerse de modo que, según la concepción de la justicia vigente por aquel entonces, «a cada uno se le diera lo suyo». El hecho de que un emperador justo cobrara unos peajes justos no hacía más que aumentar el orden que cabía esperar de su gobierno. Así pues, había que encomiarlos, del mismo modo que había que deplorar las gabelas ilegales que cobraban los señores carentes de escrúpulos.[29]
El problema radicaba en que el Sacro Imperio Romano Germánico no tenía un Gobierno que permitiera a cada uno mantener sus derechos y libertades. No había una administración central, ni unas rentas regulares, ni una capital ni ninguna jerarquía de tribunales que administraran una justicia delegada en nombre del soberano. Antes bien, el poder descansaba en los grandes señores y en los príncipes, y eran ellos los que elegían al monarca como «rey de romanos»; y solo cuando lo coronaba el papa se convertía en emperador. A los grandes señores, a los príncipes de la Iglesia y a los representantes de las ciudades, que de vez en cuando se reunían en las llamadas «asambleas cortesanas» o «dietas», les resultaba difícil llegar a un consenso. Seguían buscando autoridad en el soberano, pero este carecía de fuerza para imponerse. Si quería resultar persuasivo, a menudo tenía que ceder y hacer concesiones que poco a poco iban desgastando la poca influencia que hubiera podido quedarle. Según una vívida descripción que data de finales del siglo XIII, el emperador no era ya presentado como el águila que lucía su escudo de armas, sino como un mero pájaro carpintero que anidaba en el tronco de un árbol podrido.[30]
La solución consistiría en que el monarca creara unas fuentes de riqueza privada con la que pudiera ejercer el poder público. Los historiadores continúan criticando esta política y acusan a los sucesivos emperadores de establecer sus propias bases de poder personal y de ignorar las necesidades generales. Sin embargo, fue precisamente por el desarrollo de sus extensas posesiones en Suabia por lo que los Staufen, de los cuales el primero en llegar a emperador fue Federico Barbarroja, lograron ejercer su influencia. Pero los emperadores de la casa de Staufen intentaron también imponerse en Italia y establecer allí una base territorial. Esas pretensiones los llevaron a entrar en conflicto con el papado y con otros príncipes que codiciaban la riqueza del país. En los últimos doce años que ocupó el trono imperial, el nieto de Federico Barbarroja, Federico II, fue el primer emperador en ser excomulgado y luego destituido por el papa. Durante las dos décadas posteriores a la muerte de Federico II en 1250, su hijo, su otro hijo bastardo y heredero, y su nieto mayor murieron en Italia, el último de ellos bajo el hacha del verdugo en una plaza de Nápoles.
Durante el Gran Interregno, que se prolongó desde 1250 hasta 1273, se esfumó toda apariencia de Gobierno. Como no se llegó a ningún acuerdo sobre quién debía suceder a Federico II, diversos forasteros, a cuál más improbable, intentaron imponerse. Por razones que ni siquiera su biógrafo más reciente ha sido capaz de explicar del todo, el rey Alfonso X de Castilla se postuló como emperador, pero nunca se tomó la molestia de visitar el imperio. Un rival suyo, Ricardo de Cornualles, segundogénito de Juan I de Inglaterra, consiguió un amplio apoyo al contar con el respaldo de los tres arzobispos y cerca de una docena de electores laicos que lo nombraron rey en 1257. Pero lo que a él le interesaba era tomar la delantera al último representante de la casa de Staufen para hacer realidad las fantásticas pretensiones de Inglaterra sobre Sicilia. Las cuatro visitas de Ricardo al imperio fueron bastante efectivas, pero también demasiado breves para que el rey dejara alguna huella duradera.[31]
El fallecimiento de Federico II en 1250 fue seguido de la destrucción total y absoluta de las tierras de los Staufen, así como de la desaparición de sus títulos y sus rentas en Suabia. Las posesiones de los Staufen fueron invadidas, e incluso se les confiscaron los territorios imperiales que habían obtenido como emperadores y que no eran patrimonio de su familia. Y lo que no les quitaron a menudo fue dilapidado por los herederos de Federico. El saqueo no tardó en dar paso a las rivalidades en cuanto empezaron a surgir disputas por los despojos. En la lucha general que se desencadenó, algunos se apoderaron de muchas tierras que nunca habían formado parte del patrimonio de los Staufen, se cobraron derechos de portazgo ilegales y numerosos pequeños terratenientes quedaron desposeídos. «Se acercan días malos y el mal aumenta», escribía un cronista en torno a 1270. Por los campos arrasados y saqueados desfilaban las procesiones de disciplinantes que se flagelaban para aplacar la ira de Dios y revivían antiguas herejías.[32]
Uno de los mayores beneficiarios de la ruina de los Staufen fue el conde Rodolfo de Habsburgo (1218-1291). Nieto de Rodolfo el Viejo o el Benigno, el conde Rodolfo heredó la mayor parte de las tierras de los Habsburgo a la muerte de su padre, Alberto el Sabio, acontecida en 1239. Obtuvo muchas riquezas con apariencia de legalidad, al convencer a los herederos de Federico II de que le concedieran tierras, rentas y privilegios. Aun así, se aprovechó de la falta de autoridad reinante para arrebatar su dote a la viuda del último de los condes de Kiburgo. Su codicia le generó muchos enemigos, por lo que Rodolfo tuvo que lidiar hasta ocho contiendas con sus rivales. Aunque se suponía que las contiendas debían llevarse a cabo siguiendo una etiqueta, respetándose los días de descanso y mostrando la debida atención a los más vulnerables, Rodolfo era, según él mismo reconocía, un guerrero implacable. Los Anales de Basilea, escritos por aquel entonces, nos permiten vislumbrar un poco su personalidad: en 1269, mató a varios caballeros en Estrasburgo; en 1270, puso sitio durante tres días a Basilea; en 1271, impuso unos tributos nunca vistos hasta la fecha, incendió un monasterio y se apoderó de algunas aldeas; en 1272, arrasó el castillo de Tiefenstein y marchó contra Friburgo, y por el camino mató a mucha gente y quemó las cosechas; en 1273, arrasó la aldea de Klingen, y así sucesivamente.[33]
La muerte de Ricardo de Cornualles en 1272 dio a los electores la oportunidad de reunirse de nuevo y, al menos, empezar a considerar la restauración del orden. Aunque en 1257 la elección de Ricardo como rey había contado con un nutrido grupo de electores, en general se creía que bastaba solo el concurso de siete de ellos, si bien no estaba ni mucho menos claro quiénes debían ser esos siete. Bajo las intensas presiones del papa Gregorio X, los señores más destacados del imperio acordaron de antemano que el voto debía ser unánime, pues cualquier división amenazaba con precipitar al país a una guerra civil. Pero el problema era que no había un claro candidato al trono.
El príncipe más poderoso del Sacro Imperio Romano Germánico era el rey de Bohemia, Ottokar II. Pretendía ser coronado emperador y pensaba que, como Bohemia formaba parte del imperio, él mismo debía tener voz y voto a la hora de elegir al próximo rey de romanos. Pero Ottokar suscitaba una desconfianza generalizada y se apeló a su ascendencia eslava para descalificarlo, por lo cual ocupó su lugar como elector el duque de Baviera. Entre los otros grandes señores, no había demasiado interés por el cargo. Durante más de dos siglos, el título imperial se había visto enredado con la política de Suabia y el vecino ducado de Franconia, hasta tal punto que en aquellos momentos estos dos ducados eran considerados sinónimos de la cuestión imperial. Los ducados de Brandemburgo y de Sajonia se hallaban muy lejos del corazón del imperio y a sus titulares les preocupaban sobre todo sus propios asuntos y la expansión hacia el este. Los duques de Baviera y del Palatinado, de la casa de Wittelsbach, eran hermanos y estaban lo bastante enfrentados como para sabotearse uno a otro.[34]
Por lo tanto, no había nadie entre los electores que tuviera el interés o el apoyo suficiente para contar con un voto unánime. Rodolfo de Habsburgo supo aprovechar la ocasión. Su interés era precisamente la única cosa que disuadía a los demás: la asociación entre el título imperial y la zona del sudoeste del Sacro Imperio Romano Germánico, hacia la cual estaban ya expandiéndose los Habsburgo. Pero en su ambición no solo contaba la política territorial. Como ahijado del emperador Federico II, Rodolfo se consideraba el siguiente en la línea de sucesión al trono, una vez que todos los herederos naturales de Federico habían muerto. Además, era el señor más importante de Suabia, que era el hogar de los Staufen, y, por lo tanto, su calificación para la sucesión era inigualable. En este sentido, no era ningún forastero, ningún intruso, sino el «candidato de continuidad».[35]
Por lo que a los electores concernía, Rodolfo constituía una buena opción. Tenía ya cincuenta y cinco años y, por lo tanto, no representaba una amenaza a largo plazo. Además, tras haberse enriquecido a costa de las tierras de los Staufen, era harto improbable que exigiera la devolución de los territorios de los que se habían apoderado los otros grandes señores. Dejando a un lado consideraciones demasiado cínicas, Rodolfo daba bien el tipo. Era alto —una fuente dice que tenía una estatura de siete pies, en una época en la que el pie alemán (el Fuss) era ligeramente más largo que el actual pie británico (30,48 cm)— y tenía un aspecto distinguido. Como decía un chiste, tenía una nariz lo bastante larga como para cortar el tráfico. Además, en una época en la que la mayoría de los príncipes solo hablaban de boquilla sobre marchar a las cruzadas, Rodolfo había tomado la cruz, y había combatido durante la década de 1250 en lo más remoto de las costas del Báltico contra los paganos de Prusia (aunque hubiera sido a modo de penitencia por haber incendiado un convento de monjas). Rodolfo fue elegido en Aquisgrán el 29 de septiembre de 1273 y coronado al mes siguiente con la diadema real.[36]
Sus contemporáneos recogieron varias decenas de anécdotas acerca de Rodolfo, haciendo hincapié en su ingenio, su valor, su piedad y su sabiduría. Indudablemente, muchas de esas anécdotas serían fruto de la propaganda del propio Rodolfo, pero apuntan hacia un hombre de carácter exuberante, que era justamente lo contrario de la imagen que de él ofrecen sus dóciles escribanos: «Tan moderado en la comida y en la bebida como en todo lo demás». La lección más importante que había aprendido de toda una vida de actividades guerreras y de rapiña, sin embargo, había sido el cultivo de la paciencia y de la estrategia, y en este sentido tal vez no sea una casualidad que también le gustara jugar al ajedrez. El discurso que pronunció inmediatamente después de ser coronado en Aquisgrán es una obra maestra de falsa modestia: «Hoy perdono todos los entuertos que se me hayan hecho, libero a los presos que sufren en mis calabozos y prometo que de ahora en adelante seré un defensor de la paz en el país, igual que antes fui un guerrero rapaz».[37]
De momento, Rodolfo era solo rey. Para titularse emperador, tenía que coronarlo el papa en Roma. Aun así, Rodolfo hablaba en términos altisonantes de «nos y el imperio» y añadió a su título la frase que hasta el siglo XIX seguiría formando parte de la titulación oficial del soberano: «siempre augusto» (semper augustus en latín, zu allen Zeiten Mehrer des Reichs en alemán). Rodolfo se atuvo además con bastante fidelidad a su discurso de la coronación. Resolvió sus disputas, aunque en términos ventajosos para él, y se unió a las ciudades de Renania para eliminar los nidos de bandoleros que había a lo largo del valle del Rin. Las ruinas del castillo de Sooneck, cerca de Rüdesheim, aunque reconstruido parcialmente en el estilo neogótico propio del siglo XIX, siguen dando testimonio del orden que restableció; así lo atestigua también la leyenda que cuenta cómo Rodolfo mandó colgar a los señores bandoleros de la cercana localidad de Reichenstein y cómo recicló la madera de los cadalsos en los que los ahorcó para construir una capilla en la que se decían misas por sus almas.[38]
No menos significativa fue la reorganización de la administración emprendida por Rodolfo para ponerla al servicio del orden. Anteriormente muchos monarcas habían proclamado una «paz del país» (pax iurata) prohibiendo toda clase de violencia, y habían decretado severos castigos para quienes desobedecieran sus órdenes. Pocos habían sido, sin embargo, los que habían establecido mecanismos adecuados para implantarla, de modo que no habían tardado en reaparecer las rencillas y «la ley del más fuerte» (el Faustrecht). No obstante, Rodolfo asociaba la paz del país con el nombramiento de «protectores del país» o Landvögte, encargados de mantener el orden a través de medios militares. Para suministrarles efectivo, Rodolfo estableció en 1274 un impuesto general a todas las ciudades del imperio, que renovó ocho años después. La división del imperio en regiones, cada una de las cuales era responsable del mantenimiento de la paz local, prefiguraba el que a partir de 1500 se convertiría en el sistema de «circunscripciones imperiales» (Reichskreise) y de aplicación de la ley que perduraría hasta el siglo XIX.[39]
Los Landvögte tenían a su cargo no solo el mantenimiento del orden, sino también la recuperación de todas las tierras imperiales que se habían donado después de 1245. Esta política, apoyándose en el uso de la fuerza, se aplicó con éxito moderado en Suabia y en la vecina Franconia. Las posesiones recuperadas de este modo fueron a parar directamente a manos de Rodolfo, pues, como rey, era considerado su legítimo propietario. Sin embargo, Rodolfo no renunció a las tierras imperiales que había fusionado con sus dominios privados ni cedió los otros territorios de los que se había apoderado ilegalmente. Tampoco consideró conveniente agriar las relaciones con los Wittelsbach, titulares de los ducados de Baviera y del Palatinado, y obligarlos a devolver las posesiones de las que se habían incautado.[40]
El programa de recuperación de las tierras imperiales perdidas se extendió a los derechos y competencias jurídicas. Nadie había atentado contra ellos más que el rey Ottokar de Bohemia (ca. 1232-1278). Cuando todavía no era más que el presunto heredero del trono bohemio, Ottokar había ocupado el ducado de Austria, que había quedado vacante en 1246 a la muerte del duque Federico II, último representante de la casa de Babenberg. Ottokar justificó sus pretensiones con la invitación que había recibido de la nobleza austriaca y, efectivamente, parece que contó con una buena cantidad de apoyos en el ducado. Para cimentar su dominio, Ottokar contrajo matrimonio con la hermana del duque Federico, Margarita de Babenberg. Margarita tenía ya bastante escuela. Anteriormente había estado casada con el hijo del emperador Federico II, Enrique, aquejado de lepra, y cuando quedó viuda, se metió a monja, pero abandonó el claustro para reivindicar sus derechos sobre el ducado de Austria. A punto de cumplir los cincuenta, era casi treinta años mayor que Ottokar. Además del problema evidente que suponía el hecho de que su unión no pudiera darle descendencia, Ottokar se encontró con otra dificultad. Como feudo imperial, el ducado de Austria habría debido revertir a la corona al extinguirse la casa de Babenberg y ser asignado a la persona que escogiera el monarca. A pesar de la decisión de los nobles austriacos y del matrimonio con Margarita, el ducado de Austria no pertenecía a Ottokar.
Durante las décadas siguientes, Ottokar extendió su dominio a Estiria, anteriormente ocupada por el rey de Hungría, y los ducados vecinos de Carintia y Carniola, sobre los que reclamaba unos derechos hereditarios más que dudosos. Se convirtió también en rey de Bohemia a la muerte de su padre en 1253. Pero la cuestión de la herencia de los Babenberg seguía sin resolverse. En 1262 Ricardo de Cornualles lo había reconocido como heredero legítimo, pero la autoridad de Ricardo estaba en entredicho y la poca influencia que le quedaba se esfumó una vez que volvió definitivamente a Inglaterra en 1269. Además, pocos años después de su matrimonio con Margarita, Ottokar la había repudiado y había tomado por esposa a una princesa húngara de dieciséis años. La apetitosa Cunegunda dio a Ottokar el heredero que este ansiaba, pero no tenía valor alguno para sustentar los derechos de su marido sobre Austria.
Ottokar no solo era un usurpador, sino que además resultaba peligroso. En términos de territorios, era el hombre más importante del imperio al dominar un conjunto de tierras que ocupaban todo su flanco oriental. Su riqueza era prodigiosa, pues la mayoría de ella procedía de sus minas de Bohemia y de las lucrativas cecas que poseía. Según una fuente de la época, su tesoro se hallaba almacenado en cuatro castillos fuertemente guarnecidos y equivalía a más de doscientos mil marcos de plata y ochocientos marcos de oro, en monedas, bandejas y vasos incrustados de piedras preciosas. Por otra parte, se calcula que la renta anual que Ottokar obtenía de Bohemia ascendía a unos cien mil marcos de plata, a los que habría que añadir una suma equivalente procedente de sus posesiones austriacas. Por situar estas cifras en su contexto, la renta total del arzobispo de Colonia ascendía por aquel entonces a cincuenta mil marcos de plata y la del duque de Baviera a veinte mil. Las rentas imperiales ascendían por entonces a apenas siete mil marcos de plata. El célebre comentario de Rodolfo en el sentido de que no necesitaba emplear ningún tesorero imperial porque todo lo que poseía eran cinco chelines en moneda mala no era del todo caprichoso ni tampoco el calificativo que le aplicaban sus contemporáneos, «el Rey de Oro».[41]
Como Rodolfo, también Ottokar había tomado la cruz —no una, sino dos veces—, y en su honor los cruzados de la Orden de los Caballeros Teutónicos habían llamado Königsberg (literalmente «Monterrey», la actual Kaliningrado, en Rusia) a la ciudad que les había ayudado a fundar a orillas del Báltico. Para Ottokar, Rodolfo era un don nadie, indigno del título de rey, y no vaciló en decírselo así al papa. El soberano bohemio se había opuesto a la elección de Rodolfo y seguía considerándola ilegal, pues se le había negado la posibilidad de votar en ella. Ottokar alardeaba públicamente de su ambición, imitaba en el estilo de su correspondencia las formas de las cédulas imperiales y utilizaba el águila imperial como uno de sus emblemas. Aunque, al igual que Austria, Bohemia era un feudo del imperio, Ottokar hacía caso omiso de ello y afirmaba que ostentaba el poder no ya por decisión del emperador, sino «por la gracia de Dios, por quien reinan los reyes y gobiernan los príncipes».[42]
Pero Rodolfo logró burlar a Ottokar. Se reconcilió con sus enemigos y se alió con ellos casándolos con sus hijas (y tenía ni más ni menos que seis). Presentó además los actos de Ottokar como un agravio no ya contra él, sino contra la dignidad del Sacro Imperio Romano Germánico. Poco después de ser elegido rey, Rodolfo convenció a la dieta de que condenara a Ottokar por retener unas tierras que por derecho pertenecían al imperio. Cuando el soberano bohemio se negó a acatar la decisión de la dieta, fue declarado fuera de la ley, lo que según la terminología de la época lo reducía a la condición de «pájaro suelto» (Vogelfrei), del que nadie debía cuidarse, obligado a vivir en los bosques, y al que incluso podía matar cualquiera si así se le antojaba. Para dejarlo bien claro, el obispo de Maguncia excomulgó a Ottokar, absolvió a sus súbditos del juramento de lealtad que le habían prestado y prohibió la celebración de los sacramentos en Bohemia. En todo el reino de Ottokar, la vida religiosa se interrumpió por completo.[43]
Rodolfo aguardó a que llegara el momento propicio y, mientras tanto, amplió el número de sus aliados y fomentó rumores de todas clases: que si el papa también había excomulgado al Rey de Oro; que si Ottokar había encerrado a una hija suya de diez años en un convento para impedir que contrajera matrimonio con uno de los hijos de Rodolfo; que si un ermitaño había soñado con una esfinge que había pronosticado la inminente derrota del rey de Bohemia, etcétera. Por último, a finales del verano de 1276, Rodolfo asestó el golpe de gracia al lanzar un ataque al sur del Danubio y no en Bohemia, como esperaba Ottokar. Al tener que enfrentarse a una rebelión en su propio territorio y con sus enemigos ya en Viena, Ottokar capituló. Una crónica de la época describe cómo el monarca bohemio, ataviado con sus mejores galas, se sometió a Rodolfo. Este, vestido con un traje de lo más vulgar, recibió al Rey de Oro diciendo: «¡A menudo se había burlado de mi capa parda! ¡A ver si se burla ahora de ella!». Ottokar se prosternó ante Rodolfo, que estaba sentado en un sillón, y recibió de él, de nuevo, el reino de Bohemia en calidad de feudo, pero no recuperó las tierras de Austria que Rodolfo se concedió a sí mismo.[44]
La imagen del poderoso y enjoyado rey humillándose ante su adversario, vestido de la forma más vulgar, se convirtió en un tropo medieval con el que se pretendía poner de manifiesto la humildad de Rodolfo. Pero, evidentemente, Ottokar no tenía intención de guardar lealtad a Rodolfo. De vuelta a Bohemia, utilizó su riqueza para sobornar a los antiguos aliados de Rodolfo y fomentar el descontento con el dominio de los Habsburgo en Austria. Las hostilidades se reanudaron en el verano de 1278 y Rodolfo tuvo que apoyarse en gran medida en las tropas que obtuvo de Hungría. Los dos ejércitos se enfrentaron en Dürnkrut,