Cuando el cielo se rompa y caigan las estrellas (Rose Lake 1)

Cherry Chic

Fragmento

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Prólogo

Maia

Enero

Siempre pensé que moriría siendo anciana. No sé, cuando tienes diecisiete años no te planteas que hay una posibilidad de que no llegues a cumplir la mayoría de edad. Quieres vivir rápido para quemar etapas y, al pensar en la muerte, lo único que acude es la certeza de tenerla lejos, muy lejos.

Pero no siempre es así.

Me trago el pánico cuando el suelo cruje bajo mis pies. No puedo gritar, porque no sé si el eco de mi voz dará el pistoletazo de salida definitivo para desencadenar mi muerte.

No quiero morir, joder.

Tengo mucho que hacer aún, y tengo mucho que decir.

Pienso en mi madre, en lo último que le dije, o más bien grité, antes de salir corriendo, y las ganas de llorar me asaltan con tanta fuerza que suelto un quejido. Me doy cuenta enseguida del error que ha sido, porque mi pésima estabilidad se ve afectada y oigo cómo la grieta que hay entre mis pies se ensancha. Se va a abrir. Esta maldita grieta de hielo se abrirá, creará un agujero, y el agua helada me engullirá para siempre.

Morir ahogada debe de ser horrible, pero morir ahogada después de decirle a mi madre que prefería haber muerto yo en vez de mi abuelo y que todo esto es culpa de ella... eso sería demasiado macabro.

Si pudiera volver atrás una hora, solo una hora, cambiaría tantas cosas... Abrazaría a mi madre de nuevo, solo porque podría. Me perdería entre sus brazos y apoyaría la mejilla en su pecho, como cuando era una niña. Dejaría que ella me convenciera de que todo va a estar bien, aunque sepa que no es así, y acabaría creyéndolo porque ¿acaso hay algo que las madres no sepan? Si pudiera volver atrás una hora, sabiendo que este era mi destino, dejaría de lamentar todo lo que he perdido y me preocuparía más por lo que aún podía recuperar.

Saldría a dar un paseo por el bosque con mi padre y no me quejaría ni una sola vez de los bichos, el frío o el maldito aire puro del que tanto le gusta presumir. Incluso puede que presumiera con él. O quizá no tanto, pero me encargaría de sonreír para que vea que no me importa que sea feliz aquí. Que me gusta que sea feliz, joder, aquí, en las montañas de Oregón, o donde él quiera.

Y abrazaría a Steve, a mis abuelos y a Kellan... A Kellan le diría tantas cosas... Como que adoro el modo en que los acordes de su guitarra me sanan y que su voz, aunque no lo crea, porque nunca lo he confesado, me ha hecho creer que había esperanza y la felicidad, después de todo, no era tan ajena a mí.

Pero no puedo volver atrás una hora. Ni siquiera treinta minutos. No puedo evitar las desastrosas consecuencias de mis últimas decisiones y no puedo salir de este maldito lago congelado sin provocar mi muerte. ¿Y lo peor? Quedarme aquí quieta, esperando lo inevitable, es tan agonizante que me pregunto si no sería mejor acabar con todo de una vez.

El problema es que no tengo el valor. He huido del pueblo, primero, y a través del bosque, después; he corrido tanto como me lo permitían las piernas y la visión de un manto blanco de nieve y no he mirado, ni por un segundo, si el camino era el correcto. No me he dado cuenta de lo mal que iba hasta que, al pisar, ha dejado de haber nieve blanda bajo mis pies. He querido frenar, pero iba tan rápido que ha sido imposible. En este momento siento más frío del que he sentido nunca, sé que estoy encima de un lago que, por tranquilo que parezca ahora, aguarda cobrarse una víctima, y lo peor es que ni siquiera creo que alguien me haya seguido hasta aquí. ¿Quién iba a seguirme? Mi padre estará consolando a mi madre y preguntándose qué demonios ha hecho tan mal para merecer a una hija que es capaz de gritar cosas tan horribles como las que he gritado yo. Y a una madre preguntándose si de verdad pienso que ojalá hubiera muerto yo y no...

Ahogo un sollozo, incapaz de controlarme, y oigo el hielo crujir al ritmo de mi desesperación.

El suelo se abre, claro que se abre, era evidente que iba a hacerlo, porque las nevadas han comenzado más tarde este año y el grosor no puede ser mucho. El agua me recibe tan helada como un millón de cuchillas acariciando mi piel.

Este es el final y, ahora que lo tengo claro, lo que de verdad lamento es no haber dicho a la gente que me importa que, pese al dolor, la rabia y las lágrimas, los quiero tanto como un ser humano es capaz de querer.

Solo espero que lo sepan y que, algún día, cuando yo no sea más que un recuerdo lejano, puedan pensar en mí con una sonrisa en los labios. Con un poco de suerte, hasta puede que me perdonen por esto.

Supongo que, si eso pasa, después de todo, morir en medio de un lago congelado habrá valido la pena.

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1

Maia

Unos meses antes

Estados Unidos tiene, según Google, 328 millones de personas.

Oregón tiene 4,218 millones de personas.

El condado de Marion posee 365.579 habitantes.

Salem, capital del estado, tiene 169.259.

Y Rose Lake, el lugar inmundo entre las montañas al que me han traído, tiene la friolera de 1.181 habitantes.

Joder, he estado en conciertos con más gente.

Me quiero morir.

—Vamos, Maia, intenta animarte un poco. ¿De verdad me vas a decir que no te impresiona este paisaje?

Observo los árboles de copas casi infinitas a través de la ventanilla del coche antes de centrar la mirada en mi madre.

—Es una mierda.

—Eh, Maia...

Pongo los ojos en blanco en cuanto oigo el tono repelente de mi padre. Me muerdo la lengua con rabia. Él ni siquiera tiene derecho a meterse en esto, nunca lo ha tenido, pero no entiendo por qué, de pronto, la única que lo ve soy yo. Me quedo mirando su nuca mientras conduce. Es una de esas camionetas americanas que tanto se ven en las películas. Ya sabes, una de esas con espacio en el maletero para cuatro de estos árboles y un par de mesas de pícnic. Bueno, quizá eso es exagerado, pero quiero decir que es un trasto enorme que, en Madrid, daría tanto el cante que la gente se lo quedaría mirando. ¡Y es difícil dar el cante en Madrid, donde todo el mundo va a su aire! Es lo bueno de las ciudades grandes. A nadie le importa lo que te ocurra, ni lo que hagas, ni cómo vistas, ni cómo seas ni si prefieres estar con chicas o con chicos. Bueno, a casi nadie. Y, de todos modos, da igual. Lo importante no es eso, sino que en este pueblo de mierda probablemente todos están al tanto de la vida de los demás.

Oh, me sé la peli. He visto demasiadas americanadas como para no hacerlo. Nada en contra, si es ficción, pero en el momento en que toda esta porquería salió de la pantalla de cualquier plataforma digital de esas que están tan de moda, dejó de ser divertido.

El traqueteo constante hace que me mueva en el asiento y pienso en la M-30. Si los madrileños tuvieran que pasar por aquí cada día, se quejarían muchísimo menos de ella. Esto está en medio de la nada. No, mentira, hasta la nada está más ubi

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