Los mejores casos de Sherlock Holmes (Colección Alfaguara Clásicos)

Sir Arthur Conan Doyle

Fragmento

1. El señor Sherlock Holmes

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EL SEÑOR SHERLOCK HOLMES

El año 1878 me doctoré en medicina en la Universidad de Londres y me trasladé a Netley con el fin de asistir al curso obligatorio para cirujanos del ejército. Al terminar mis estudios allí, fui destinado al 5.° de Fusileros de Northumberland como cirujano auxiliar. Por aquel entonces el regimiento estaba destacado en la India, y, antes de que yo pudiera incorporarme, estalló la segunda guerra de Afganistán. Al desembarcar en Bombay, me enteré de que mi unidad había cruzado la frontera y se había adentrado ya en territorio enemigo. Sin embargo, seguí viaje, con otros muchos oficiales que se encontraban en la misma situación, y conseguí llegar sano y salvo a Candar, donde encontré a mi regimiento y me incorporé en el acto a mi nuevo puesto.

La campaña proporcionó honores y ascensos a muchos, pero a mí solo me trajo desdichas y calamidades. Me separaron de mi brigada y me destinaron al regimiento Berkshire, con el que participé en la desastrosa batalla de Maiwand. Allí fui herido en el hombro por una bala jezail, que me destrozó el hueso y me rozó la arteria subclavia. Habría caído en manos de los asesinos gazis a no ser por la lealtad y el valor de que dio muestras Murray, mi ordenanza, que me tendió sobre un caballo de carga y logró llevarme a salvo hasta las líneas británicas.

Consumido por el dolor y debilitado por las prolongadas penalidades, me trasladaron, en un gran convoy de heridos, al hospital de la base Peshawur. Allí me restablecí, y, cuando ya podía pasear por las salas e incluso tomar un poco el sol en la veranda, caí enfermo de tifus, ese flagelo de nuestras posesiones de la India. Durante meses me debatí entre la vida y la muerte, y, cuando por fin reaccioné e inicié la convalecencia, estaba tan débil y extenuado que un consejo médico dictaminó que se me enviara de regreso a Inglaterra sin perder un solo día. Por consiguiente, me embarcaron en el transporte militar Orontes, y un mes más tarde tomaba tierra en el muelle de Portsmouth, con la salud irremediablemente dañada, pero con un permiso del paternal gobierno para intentar recuperarla en los siguientes nueve meses.

Yo no tenía parientes ni amigos en Inglaterra, y era por lo tanto libre como el aire, o todo lo libre que se puede ser con una asignación diaria de once chelines y seis peniques. En tales circunstancias me dirigí, como es lógico, a Londres, gran sumidero al que son arrastrados inevitablemente todos los haraganes y desocupados del Imperio. Durante un tiempo me alojé en un buen hotel del Strand, y llevé una existencia incómoda y sin sentido, gastando el dinero de que disponía con mucha mayor liberalidad de lo que podía permitirme. El estado de mis finanzas llegó a ser tan alarmante que pronto comprendí que, o abandonaba la metrópoli y me iba a languidecer al campo, o tenía que cambiar por completo mi estilo de vida. Elegida la segunda alternativa, mi primera decisión fue abandonar el hotel e instalar mis cuarteles en un alojamiento menos pretencioso y menos caro.

El mismo día que llegué a esta conclusión, estaba en el Criterion Bar, cuando alguien me dio un golpecito en el hombro y, al volverme, reconocí al joven Stamford, otrora mi ayudante en el hospital. Ver un rostro amigo en el inmenso páramo de Londres es un verdadero placer para un hombre solitario. En el pasado no habíamos sido especialmente amigos, pero ahora lo acogí con entusiasmo, y él, por su parte, pareció encantado de verme. Llevado de mi arrebato de alegría, le invité a almorzar en el Holborn, y hacia allí nos dirigimos en un coche.

—¿Qué ha sido de su vida, Watson? —me preguntó, sin ocultar su asombro, mientras traqueteábamos por las concurridas calles de Londres—. Está tan delgado como un fideo y tan moreno como una nuez.

Le hice un breve resumen de mis aventuras, y apenas había terminado cuando llegamos a nuestro destino.

—¡Pobre amigo! —me dijo él en tono compasivo, tras escuchar mis desdichas—. ¿Y qué hace ahora?

—Busco alojamiento —respondí—. Intento resolver el problema de conseguir habitaciones confortables a un precio razonable.

—Qué curioso —observó mi acompañante—. Es usted la segunda persona que me habla hoy en estos términos.

—¿Y quién ha sido la primera? —pregunté.

—Un colega que trabaja en el laboratorio químico del hospital. Se lamentaba esta mañana de no encontrar a nadie con quien compartir unas bonitas habitaciones que había encontrado, y que eran demasiado caras para su bolsillo.

—¡Por Júpiter! —grité—. ¡Si está buscando de verdad a alguien con quien compartir las habitaciones y los gastos, yo soy su hombre! Prefiero tener un compañero a vivir solo.

El joven Stamford me miró de un modo raro por encima de su vaso de vino.

—Usted no conoce todavía a Sherlock Holmes —dijo—. Tal vez no le guste tenerlo constantemente de compañero.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?

—¡Oh, yo no he dicho que tenga nada malo! Alimenta ideas un poco raras, le entusiasman determinadas ramas de la ciencia. Pero, que yo sepa, es un tipo decente.

—Estudia medicina, supongo.

—No. No tengo la menor idea de lo que pretende hacer. Creo que domina la anatomía, y es un químico de primera, pero, que yo sepa, nunca ha seguido cursos sistemáticos de medicina. Sus estudios son poco metódicos y muy excéntricos, pero ha acumulado gran cantidad de conocimientos insólitos que asombrarían a sus profesores.

—¿No le ha preguntado usted nunca a qué piensa dedicarse?

—No, no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque puede mostrarse comunicativo cuando le da por ahí.

—Me gustaría conocerlo —dije—. Si he de compartir alojamiento, prefiero a un hombre estudioso y de costumbres tranquilas. No estoy lo bastante fuerte todavía para soportar mucho ruido y barullo. Tuve bastante de ambas cosas en Afganistán para lo que me resta de vida. ¿Cómo podría conocer a ese amigo suyo?

—Seguro que está en el laboratorio —respondió mi compañero—. A veces pasa semanas sin asomarse por allí, y otras veces trabaja allí desde la mañana hasta la noche. Si usted quiere, podemos ir en coche después del almuerzo.

—Claro que sí —contesté.

Y la conversación tomó otros derroteros.

Mientras nos dirigíamos al hospital tras abandonar el Holborn, Stamford me informó de otras peculiaridades del caballero con quien me proponía yo compartir alojamiento.

—No me eche a mí la culpa si no se llevan bien —me dijo—. Solo sé de él lo que he averiguado en nuestros esporádicos encuentros en el laboratorio. Ha sido usted quien ha propuesto este arreglo, de modo que no me haga responsable.

—Si no nos llevamos bien, será fácil separarnos —respondí—. Pero me parece, Stamford —añadí, mirándole fijamente—, que debe tener usted alguna razón concreta para lavarse las manos en este asunto. ¿Tan insoportable es ese individuo? Hable sin rodeos.

—No es fácil explicar lo inexplicable —respondió, riendo—. Holmes es un poco demasiado científico para mi gusto... Raya en la falta de humanidad. Puedo imaginarlo ofreciéndole a un amigo una pizca del más reciente alcaloide vegetal, no por malevolencia, entiéndame, sino simplemente porque su espíritu curioso quiere formarse una idea clara de sus efectos. Para hacerle justicia, creo que ingeriría él mismo la droga con idéntica tranquilidad. Parece sentir pasión por los conocimientos concretos y exactos.

—Lo cual está muy bien.

—Sí, pero puede alcanzar extremos excesivos. Si llega hasta el punto de golpear con un palo los cadáveres de la sala de disección, toma una forma ciertamente chocante.

—¡Golpear los cadáveres!

—Sí, para verificar qué magulladuras se pueden producir en un cuerpo después de la muerte. Se lo vi hacer con mis propios ojos.

—¿Y dice usted que no estudia medicina?

—No. Sabe Dios cuál será el objetivo de sus estudios. Pero ya hemos llegado, y usted podrá formarse su propia opinión.

Mientras él hablaba, doblarnos por un estrecho callejón y traspusimos una puertecilla lateral, que daba a un ala del gran hospital. El terreno me era familiar, y no necesité guía para subir la lúgubre escalera de piedra y recorrer el largo pasillo de paredes encaladas y puertas color pardusco. Casi al final se abría un bajo pasadizo abovedado que llevaba al laboratorio de química.

Era una sala muy alta de techo, con hileras de frascos por todas partes. Sobre varias mesas, bajas y anchas, se agolpaban retortas, tubos de ensayo y pequeños mecheros Bunsen de vacilantes llamas azules. En la habitación solo había un estudiante, que se inclinaba sobre una mesa apartada, absorto en su trabajo. Al oír el sonido de nuestros pasos, dio media vuelta y se levantó de un salto con una exclamación de alegría.

—¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado! —le gritó a mi compañero, corriendo hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano—. He encontrado un reactivo que se precipita con la hemoglobina y solo con la hemoglobina.

Si hubiese descubierto una mina de oro, su rostro no hubiera reflejado mayor satisfacción.

—El doctor Watson, el señor Sherlock Holmes —nos presentó Stamford.

—¿Cómo está usted? —me dijo Holmes cordialmente, estrechándome la mano con una fuerza que yo habría estado lejos de atribuirle—. Veo que ha estado en Afganistán.

—¿Cómo diablos lo sabe? —pregunté atónito.

—Carece de importancia —dijo, sonriendo para sí mismo—. Ahora se trata de la hemoglobina. Sin duda usted percibe la importancia de mi descubrimiento, ¿verdad?

—Es interesante desde el punto de vista de la química, claro está —respondí—, pero desde el punto de vista práctico...

—Pero, hombre, ¡es el descubrimiento más práctico de la medicina forense de los últimos años! ¿No ve que nos proporciona una prueba infalible para las manchas de sangre? ¡Venga conmigo!

En su impaciencia, me agarró por la manga de la chaqueta y me arrastró hasta la mesa donde había estado trabajando.

—Tomemos un poco de sangre fresca —dijo, clavándose en el dedo una gruesa aguja y dejando caer en una probeta la gota de sangre—. Y ahora añado esta pequeña cantidad de sangre a un litro de agua. La proporción de sangre es como mucho de una millonésima parte. Y estoy seguro, no obstante, de que podremos obtener la reacción característica.

Mientras hablaba, echó unos cristales blancos en el recipiente, y después agregó unas gotas de un líquido transparente. Al instante, el contenido adquirió un apagado color caoba y un polvillo pardusco se precipitó en el fondo del recipiente de cristal.

—¡Ajá! —exclamó, batiendo palmas, tan contento como un niño con zapatos nuevos—. ¿Qué me dice de esto?

—Parece una prueba muy delicada —observé.

—¡Magnífico! ¡Es magnífico! La vieja prueba del guayaco resultaba muy burda e insegura. Lo mismo ocurre con el examen microscópico de los corpúsculos de sangre. Ese último carece de valor si las manchas tienen unas horas. Pues bien, mi prueba funciona por igual con sangre nueva y con sangre vieja. De haberse inventado antes, cientos de personas que ahora andan sueltas por ahí habrían pagado hace tiempo sus crímenes.

—Ah, ¿sí? —murmuré.

—Las causas criminales giran constantemente alrededor de este punto. Meses después de haberse cometido un crimen, las sospechas recaen en un individuo. Se examinan sus trajes y su ropa interior, y se descubren unas manchas pardas. ¿Son manchas de sangre, o manchas de barro, o manchas de óxido, o manchas de fruta, o qué son? Es una cuestión que ha desconcertado a muchos expertos, y ¿por qué? Porque no existía un análisis fiable. Ahora tenemos la prueba de Sherlock Holmes y ya no habrá problemas.

Al hablar le brillaban los ojos; se llevó una mano al corazón y se inclinó, como si correspondiera a los aplausos de un público imaginario.

—Sin duda hay que felicitarlo por ello —observé, bastante sorprendido ante su entusiasmo.

—El año pasado tuvo lugar en Frankfurt la causa contra Von Bischoff. No cabe duda de que le hubieran ahorcado si hubiera existido esta prueba. Y los casos de Mason en Bradford, y el famoso de Muller y Lefevre en Montpellier, y de Samson en Nueva Orleans. Podría citar una veintena de casos en los que mi prueba habría sido decisiva.

—Parece usted un almanaque viviente de delitos —dijo Stamford con una sonrisa—. Podría iniciar una publicación en esta línea y llamarla «Noticias policiales de antaño».

—Pues su lectura sería muy interesante —comentó Sherlock Holmes, aplicándose un pequeño parche en el pinchazo del dedo—. Debo andar con cuidado —añadió, volviéndose hacia mí con una sonrisa—, porque manejo venenos con mucha frecuencia.

Extendió la mano mientras hablaba, y vi que estaba salpicada de pedacitos de parche similares, y descolorida por los ácidos corrosivos.

—Hemos venido para tratar un asunto —dijo Stamford, sentándose en un alto taburete de tres patas y empujando otro con el pie hacia mí—. Mi amigo anda buscando alojamiento, y, como usted se lamentó de no encontrar a nadie con quien compartir un alquiler, pensé que lo mejor sería ponerlos en contacto.

A Sherlock Holmes pareció encantarle la idea de compartir su alojamiento conmigo.

—Tengo echado el ojo a unas habitaciones de Baker Street que nos vendrían que ni pintadas. Espero que no le moleste el olor del tabaco fuerte.

—Yo mismo fumo siempre tabaco de la marina —respondí.

—Vamos bien. Suelo llevar conmigo sustancias químicas y a veces hago experimentos. ¿Le molestará esto?

—En absoluto.

—Veamos qué otros defectos tengo. A veces me deprimo y no abro la boca durante días. Cuando esto ocurra, no debe pensar que estoy enfadado. Déjeme solo y pronto se me pasará. Y ahora, ¿qué tiene que confesarme usted a mí? Es conveniente que dos individuos conozcan lo peor del otro antes de vivir juntos.

Este interrogatorio de segundo grado me arrancó una sonrisa.

—Tengo un cachorrillo —dije—, y me molesta el barullo porque tengo los nervios deshechos, además me levanto a las horas más intempestivas y soy extremadamente perezoso. Tengo un surtido de vicios distintos cuando me encuentro bien de salud, pero en el presente estos son los principales.

—¿Incluye usted el violín en la categoría de barullo? —me preguntó con ansiedad.

—Depende de quién lo toque —respondí—. Cuando el violín se toca bien, es un placer de dioses; cuando se toca mal...

—De acuerdo, pues —exclamó, con una alegre sonrisa—. Creo que podemos considerar zanjado el asunto. Si las habitaciones le gustan, claro.

—¿Cuándo las veremos?

—Venga a recogerme mañana a las doce del mediodía. Iremos juntos y cerraremos el trato —me respondió.

—De acuerdo, a las doce en punto —le dije, estrechándole la mano.

Le dejamos trabajando con sus productos químicos y regresamos caminando a mi hotel.

—Por cierto —pregunté de repente, parándome y dirigiéndome a Stamford—, ¿cómo demonios supo que vengo de Afganistán?

Mi compañero sonrió con una enigmática sonrisa.

—Esta es precisamente su pequeña peculiaridad —dijo—. Mucha gente se ha preguntado cómo descubre ese tipo de cosas.

—Vaya, ¿se trata de un misterio? —exclamé, frotándome las manos—. Es muy emocionante. Le estoy reconocido por habernos puesto en contacto. «El más apropiado tema de estudio para la humanidad es el hombre», usted ya sabe.

—Entonces estudie a Holmes —dijo Stamford, al despedirse de mí—. Me parece que le va a resultar un problema peliagudo. Apuesto a que él averiguará más cosas de usted que usted de él. Adiós.

—Adiós —le respondí.

Y seguí caminando hacia mi hotel, muy intrigado por el individuo al que acababa de conocer.

2 La ciencia de la deducción

2

LA CIENCIA DE LA DEDUCCIÓN

Nos encontramos al día siguiente, como habíamos acordado, e inspeccionamos las habitaciones del número 221 B de Baker Street, a las que se había referido en nuestra entrevista. Consistían en dos cómodos dormitorios y una única sala de estar, espaciosa, ventilada, amueblada con gusto e iluminada por dos amplias ventanas. Tan satisfactorias eran las habitaciones en todos los aspectos, y tan moderado nos pareció el precio cuando lo dividimos entre dos, que cerramos el trato allí mismo y tomamos inmediatamente posesión de ellas. Aquella misma tarde trasladé mis cosas desde el hotel, y a la mañana siguiente llegó Sherlock Holmes con varias cajas y maletas. Durante un día o dos estuvimos muy ocupados deshaciendo el equipaje y colocando nuestras cosas del mejor modo posible. Hecho esto, empezamos gradualmente a aposentarnos y a adaptarnos a nuestro nuevo entorno.

Ciertamente, Holmes no era una persona con la que resultara difícil vivir. Sus modales eran tranquilos y sus costumbres, regulares. Era raro que estuviera fuera de casa después de las diez de la noche, e invariablemente había desayunado y había salido antes que yo me levantara por la mañana. A veces pasaba el día en el laboratorio, a veces en las salas de disección, y en ocasiones dando largos paseos, que al parecer le llevaban a los barrios más bajos de la ciudad. Nada excedía su energía cuando le daba la fiebre del trabajo, pero de tanto en tanto se producía una reacción violenta, y permanecía días enteros tumbado en el sofá de la sala, sin apenas pronunciar palabra ni mover un músculo desde la mañana hasta la noche. En tales ocasiones, advertía yo en sus ojos una mirada tan absorta y ausente que, si la templanza y la integridad de su vida no me lo hubieran impedido, habría sospechado que era adicto a algún estupefaciente.

Con el transcurrir de las semanas, mi interés por Holmes y mi curiosidad por saber cuáles eran los objetivos de su vida se fueron acrecentando y profundizando. Ya su mero aspecto bastaba para atraer la atención del observador menos atento. Medía más de seis pies y era tan extremadamente delgado que parecía todavía más alto. Sus ojos eran agudos y penetrantes, salvo en los intervalos de sopor a los que he aludido; y su fina nariz aguileña confería a todo su semblante un aire vivaz y decidido. También su barbilla, prominente y cuadrada, revelaba a un hombre resuelto. Aunque sus manos estaban invariablemente manchadas de tinta y cubiertas de marcas causadas por productos químicos, Holmes poseía una extraordinaria delicadeza de tacto, como tuve ocasión de observar con frecuencia al verle manipular sus frágiles instrumentos de trabajo.

El lector tal vez me tome por un entrometido impertinente si le confieso lo mucho que aquel hombre excitaba mi curiosidad y en cuántas ocasiones intenté romper la reserva que mostraba en cuanto le concernía. Sin embargo, antes de emitir un juicio, debe recordar hasta qué punto estaba mi vida vacía de objetivos y cuán pocas cosas atraían mi atención. Mi salud me impedía aventurarme al exterior, a menos que el tiempo fuera excepcionalmente benigno, y no disponía de amigos que vinieran a visitarme y rompieran la monotonía de mi vida diaria. En tales circunstancias, acogí con avidez el pequeño misterio que envolvía a mi compañero y pasé gran parte de mi tiempo tratando de desvelarlo.

No estudiaba medicina. Él mismo, respondiendo a una pregunta mía, había confirmado lo que Stamford ya me dijera sobre esta cuestión. Tampoco parecía haber seguido el tipo de lecturas que pudiera llevarle a licenciarse en ciencias ni en ninguna otra formación académica. Pero era notable el celo que mostraba en determinados estudios, y sus conocimientos, dentro de excéntricos límites, eran tan extraordinariamente amplios y detallados que sus observaciones me asombraban. Sin duda nadie trabajaría con tanto ahínco ni se procuraría una información tan precisa a menos de perseguir un objetivo concreto. Los lectores poco metódicos se distinguen rara vez por la exactitud de sus conocimientos. Nadie carga su mente de minucias sin tener una buena razón para hacerlo.

Su ignorancia era tan notable como sus conocimientos. De literatura contemporánea, de filosofía y de política no parecía saber apenas nada. En cierta ocasión cité a Thomas Carlyle, y Holmes me preguntó con toda ingenuidad quién era el tal Carlyle y qué había hecho. Pero mi sorpresa alcanzó su punto culminante cuando descubrí casualmente que ignoraba la teoría copernicana y la composición del sistema solar. Que a principios del siglo XIX, un hombre civilizado pudiera no saber que la tierra gira alrededor del sol me parecía un hecho tan insólito que apenas podía darle crédito.

—Parece usted estupefacto —me dijo, sonriendo ante mi expresión de asombro—. Pues bien, ahora que lo sé, haré lo posible por olvidarlo.

—¡Olvidarlo!

—Mire —me explicó—, considero que el cerebro del hombre es originalmente un pequeño desván vacío, que uno debe ir llenando con los enseres que prefiera. El necio mete en él todos los trastos que encuentra, de modo que los conocimientos que podrían serle útiles no disponen de lugar, o, en el mejor de los casos, están mezclados con tantas otras cosas que es difícil dar con ellos. Ahora bien, el artesano habilidoso pone mucho cuidado con lo que introduce en su cerebro-desván. Solo tendrá las herramientas que puedan ayudarle en su trabajo, pero de estas tendrá un buen surtido, y todas dispuestas en un orden perfecto. Es un error creer que el cuartito tiene paredes elásticas y puede dilatarse sin límite. Créame, llega un momento en que todo conocimiento añadido supone el olvido de algo que antes sabías. Es, por tanto, de máxima importancia no permitir que datos inútiles desalojen a los útiles.

—Pero el sistema solar... —protesté.

—¿Qué diablos me importa a mí? —me interrumpió impaciente—. Usted dice que giramos alrededor del Sol. Si girásemos alrededor de la Luna, ello no supondría la más insignificante diferencia para mí o para mi trabajo.

Estuve a punto de preguntarle en qué consistía el tal trabajo, pero algo en su actitud me indicó que la pregunta no sería bien recibida. Sin embargo, reflexioné sobre nuestra breve conversación, y me esforcé en sacar mis propias deducciones. Él había dicho que no adquiriría ningún conocimiento que no sirviera a su objetivo. Por lo tanto, todo el saber que poseía le era útil. Enumeré mentalmente las variadas cuestiones sobre las que me había demostrado estar excepcionalmente bien informado. Incluso cogí un lápiz y las puse por escrito. Cuando concluí el documento, no pude evitar una sonrisa. Decía lo siguiente:

SHERLOCK HOLMES. SUS CONOCIMIENTOS.

1. De literatura: ninguno.

2. De filosofía: ninguno.

3. De astronomía: ninguno.

4. De política: escasos.

5. De botánica: desiguales. Conoce bien la belladona, el opio y los venenos en general. No sabe nada de jardinería...

6. De geología: prácticos pero limitados. Distingue de un vistazo los diferentes tipos de suelos. Después de sus paseos, me ha mostrado las salpicaduras de sus pantalones y, a partir de su color y consistencia, me ha explicado de qué parte de Londres procedían.

7. De química: profundos.

8. De anatomía: precisos, pero poco sistemáticos.

9. De literatura sensacionalista: inmensos. Parece conocer todos los detalles de todos los horrores perpetrados en este siglo.

10. Toca bien el violín.

11. Es experto en el críquet, el boxeo y la esgrima.

12. Posee buenos conocimientos prácticos de la ley inglesa.

Al llegar a ese punto de mi lista, la tiré, desesperado, al fuego. Si conciliar todos estos conocimientos y discurrir una profesión en la que se precisen es el único modo de averiguar los objetivos de ese individuo, me dije, ya puedo darme por vencido.

Veo que antes he aludido a sus facultades para el violín. Eran realmente notables, pero tan excéntricas como el resto. Yo sabía bien que era capaz de ejecutar piezas musicales, y piezas difíciles, porque, a petición mía, había tocado algunos Lieder de Mendelssohn y otras de mis obras favoritas. Pero, si se le dejaba a su aire, rara vez ejecutaba verdadera música o intentaba tocar piezas reconocibles. Recostado toda una velada en su sillón, solía cerrar los ojos y pasaba descuidadamente el arco por las cuerdas de su violín, cruzado sobre las rodillas. A veces los acordes eran sonoros y melancólicos. Otras, fantásticos y alegres. Evidentemente reflejaban los pensamientos que le ocupaban, pero no me atrevería a determinar si la música le ayudaba a pensar, o si lo que tocaba era solo el resultado de un capricho o fantasía. Aquellos solos exasperantes hubieran podido sublevarme, a no ser porque solía rematarlos tocando, en rápida sucesión, toda una serie de mis piezas preferidas, como leve compensación por haber puesto a prueba mi paciencia.

Durante la primera semana no recibimos ninguna visita, y empecé a pensar que mi compañero andaba tan falto de amigos como yo mismo. Pero pronto descubrí que tenía muchas relaciones, y en las más distintas capas de la sociedad. Una de ellas era un tipo cetrino, de cara de rata y ojos oscuros, que me fue presentado como el señor

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