I
«En consecuencia», escribió Betty Flanders, hundiendo un poco más los talones en la arena, «no me quedaba más remedio que irme».
En el lento fluir de la punta de la plumilla de oro, la pálida tinta azul transformó el punto en borrón; sí, ya que clavada allí quedó la plumilla, fija la mirada de Betty Flanders, mientras las lágrimas preñaban sus ojos, despacio. La bahía entera tembló; el faro vaciló; y a Betty Flanders le pareció que el mástil del yatecillo del señor O’Connor se doblaba como una candela puesta al sol. Parpadeó rápidamente. Los accidentes eran hechos horrorosos. Volvió a parpadear. El mástil era recto, las olas, regulares, el faro, enhiesto, pero el borrón se había extendido.
«... más remedio que irme», leyó.
«Bueno, si Jacob no quiere jugar» (la sombra de Archer, su hijo mayor, se proyectó sobre el papel, y parecía azul en la arena, y Betty Flanders sintió frío; era ya el tres de septiembre), «si Jacob no quiere jugar»— ¡qué horrible borrón! Seguramente era tarde ya.
—¿Y dónde está ese niño tan pesado? —dijo—. No lo veo. Anda, corre a buscarlo. Y dile que venga enseguida.
«Pero, por fortuna», escribió haciendo caso omiso del punto, «parece que todo se ha solucionado, a pesar de que estamos apretujados como sardinas, y obligados a aguantar el engorro del cochecito del niño, que la dueña de la casa, como es natural, no ha permitido...».
Así eran las cartas de Betty Flanders al capitán Barfoot —con muchas páginas y manchadas de lágrimas—. Scarborough se encuentra a setecientas millas de Cornualles: el capitán Barfoot está en Scarborough: Seabrook ha muerto. Las lágrimas eran culpables de que las dalias del jardín se ondularan como olas rojas y de que en sus ojos destellaran los vidrios del invernadero, y poblaban la cocina con las rayas de los relucientes cuchillos, e inducían a la señora Jarvis, la esposa del rector, a concluir, en la iglesia, mientras sonaba el himno y mientras la señora Flanders se inclinaba sobre las cabezas de sus hijos, que el matrimonio es una fortaleza y que las viudas vagan solitarias en los anchos campos, recogiendo piedras, alguna que otra pajilla dorada, solas, sin protección, pobres seres. La señora Flanders llevaba dos años viuda.
—¡Ja-cob! ¡Ja-cob! —gritó Archer.
«Scarborough», escribió la señora Flanders en el sobre, y trazó una audaz raya debajo; era su ciudad natal; el centro del universo. Pero ¿y el sello? Huronearon sus dedos en el interior del bolso; luego lo volcó; después buscó en su regazo, y todo lo hizo de modo tan vigoroso que Charles Steele, con su sombrero de paja, mantuvo suspenso en el aire el pincel.
Como las antenas de un insecto irritable, el pincel, realmente, temblaba. ¡Maldición, aquella mujer se movía, e incluso se disponía a levantarse! Dio en el lienzo una apresurada pincelada de negro-violeta. Sí, era lo que el paisaje necesitaba. Resultaba excesivamente pálido —los grises se transformaban en lavanda, y había una estrella o una gaviota suspendida así—, demasiado pálido, como de costumbre. Los críticos dirían que era pálido en exceso, puesto que Charles Steele era un pintor desconocido que exponía oscuramente, favorito de los niños de las dueñas de las casas en que vivía, con una cruz en la cadena del reloj, y muy agradecido cuando sus cuadros gustaban a las dueñas de las casas en que vivía, lo que ocurría a menudo.
—¡Ja-cob! ¡Ja-cob! —gritó Archer.
Exasperado por el ruido, a pesar de que los niños le gustaban, Steele picoteó nerviosamente con el pincel los oscuros montoncitos en forma de rosca, en la paleta.
Cuando Archer pasó junto a él, arrastrando la pala y mirando ceñudo a tan viejo caballero con gafas, Steele efectuó un movimiento afirmativo con la cabeza y dijo:
—He visto a tu hermano, he visto a tu hermano.
Con el pincel entre los dientes, mientras exprimía el tubo de tierra siena, fija la vista en la espalda de Betty Flanders, murmuró:
—Allá, en la peña.
—¡Ja-cob! ¡Ja-cob! —gritó Archer, reanudando la marcha tras un segundo.
La voz tenía una tristeza extraordinaria. Ajena a todo cuerpo, ajena a toda pasión, pura, penetrando en el mundo, solitaria, sin respuesta, quebrándose contra las rocas, así sonaba.
Steele frunció el ceño; pero estaba satisfecho del efecto del negro; esta nota, precisamente, daba unidad al resto del cuadro. «¡Ah, se puede aprender a pintar a los cincuenta años! Ahí tenemos a Ticiano...», y ahora, después de haber hallado el tono justo, levantó la vista y vio, con horror, una nube sobre la bahía.
La señora Flanders se levantó, se golpeó a palmadas aquí y allá la falda para limpiarla de arena, y cogió la sombrilla negra.
La peña era una de aquellas peñas de un castaño tremendamente oscuro, o mejor negro, que surgen de la arena como un fenómeno primitivo. Áspera la superficie, con rugosas conchas de lapas y ralamente cubierta de greñas de algas secas, un niño ha de dar grandes zancadas, y ser de temple un tanto heroico, para llegar a la cima.
Pero allí, en la mismísima cima, hay un hoyo rebosante de agua, cubierto de arena el fondo; con una gelatinosa medusa pegada a un lado, y unos cuantos mejillones. Destellante, cruza un pez. Se ondula la castaño amarillenta melena de algas, de ella sale un cangrejo opalino.
—Oh, un cangrejo grande —murmuró Jacob.
Y comenzó el viaje, con sus débiles piernas, al fondo arenoso. ¡Ahora! Jacob hundió rápidamente la mano. El cangrejo estaba fresco y era muy ligero. Pero el agua estaba densa de arena. Jacob descendía atropelladamente y, cuando iba a saltar, sosteniendo el cubo ante sí, vio, rígidamente estirados, el uno al lado del otro, las caras muy enrojecidas, a un hombre enorme y a una mujer.
Un hombre enorme y una mujer (era día medio-festivo) estaban tumbados inmóviles, con las cabezas descansando sobre pañuelos de bolsillo, el uno al lado del otro, a pocos pies del mar, en el instante en que dos o tres gaviotas sobrevolaban grácilmente las olas camino de la playa y se posaban cerca de los zapatos del hombre y los zapatos de la mujer.
Los grandes rostros colorados que reposaban sobre los pañuelos alzaron la vista para mirar a Jacob. Jacob les devolvió la mirada. Entonces, mientras sostenía con mucho cuidado el cubo, Jacob dio un bien medido salto y se alejó al trote, al principio con aire muy despreocupado, pero más y más aprisa a medida que la espuma de las olas le acosaba, de manera que tenía que zigzaguear para evitarla, y las dos gaviotas se alzaron ante él y flotaron en el aire, y volvieron a posarse un poco más allá. Una mujer negra y grande estaba sentada en la arena. Jacob corrió hacia ella.
—¡Tata! ¡Tata! —gritó, en palabras como sollozos nacidos en la cresta de los entrecortados alientos.
Las olas la rodeaban. Era una peña. La cubrían algas de aquella especie que revientan cuando se oprimen. Jacob estaba perdido.
Y allí se quedó, en pie. Se le compuso el gesto. Se disponía a gritar cuando, yacente entre los negros palos y la paja bajo la roca, vio una calavera entera, quizá calavera de vaca, una calavera, quizá, con dientes. Sollozando, aunque distraído, Jacob corrió y corrió, alejándose más y más, hasta que llegó a tener la calavera entre los brazos.
La señora Flanders rodeó la roca y, con la vista, cubrió la playa entera en pocos segundos.
—¡Aquí está! Pero ¿qué lleva? ¡Deja esto, Jacob! ¡Suéltalo enseguida! Deja esta porquería. ¿Por qué te has ido? Eres un niño muy malo. Deja esto. Venid aquí, los dos.
Dio media vuelta, llevando de la mano a Archer, y buscando con la otra mano el brazo de Jacob. Pero Jacob la esquivó, agachándose, y agarró la quijada del carnero, que estaba suelta.
Balanceando el bolso, sosteniendo la sombrilla, con Archer de la mano, y relatando la historia de aquella explosión de pólvora en la que el pobre señor Curnow perdió un ojo, la señora Flanders avanzaba presurosa por la empinada senda, siempre consciente de cierta insatisfacción enterrada en las profundidades de su mente.
Allá, en la arena, no muy lejos del lugar en que se hallaban los enamorados, yacía la calavera de carnero sin quijada. Limpia, blanca, pulida por el viento y por la arena, era el hueso más higiénico de toda la costa de Cornualles. Por las cuencas de los ojos crecerían las plantas marinas; se transformaría en polvo, o un jugador de golf al golpear, en un hermoso día, la pelota, dispersaría un poco de polvo... Pero no en casa ajena, pensó la señora Flanders. Era un gran experimento ir tan lejos, con niños. Y no hay un hombre que me ayude a llevar el cochecito de niño. Y Jacob es tremendo. Tan pequeño y tan tozudo ya.
—Tira esto, hijo mío, tíralo, por favor —dijo, cuando llegaron a la carretera.
Pero Jacob se alejó de ella, esquivándola; y se levantó viento, Betty se quitó la aguja del sombrero, miró el mar, y volvió a clavar la aguja. Se alzaba el viento. Y las olas daban muestras de aquella inquietud, como algo vivo y en descanso esperando el latigazo, propia de las olas antes de la tormenta. Las barcas de pesca se recostaban en la rompiente. Una pálida luz amarilla cruzó el mar de púrpura, y se apagó. El faro estaba encendido.
—Vamos —dijo Betty Flanders.
El sol llameaba en sus rostros y doraba las grandes moras que temblaban en el seto al que Archer se arrimaba al pasar para arrancar sus frutos.
—Chicos, no os ensuciéis, que no tenéis ropa para cambiaros —dijo Betty.
Y contempló con aprensiva emoción la tierra que tan fantástica se mostraba, con súbitos destellos de luz surgidos de los invernaderos en los jardines, con cierta mutabilidad amarilla y negra, contra el llameante ocaso, aquella penosa agitación y vitalidad de colores, que conmovía a Betty Flanders y le hacía pensar en la responsabilidad y en el peligro. Cogió la mano de Archer. Siguió ascendiendo despacio por la ladera de la colina.
—¿De qué te he dicho que te acordaras? —preguntó.
—No lo sé —dijo Archer.
—Pues yo tampoco.
Betty lo dijo con sencillez y sentido del humor, ¿y quién osará negar que esta vaciedad mental, cuando se combina con la plenitud, el ingenio de madre, los cuentos de viejas, el comportamiento al buen tun-tun, los momentos de pasmosa osadía, el sentido del humor y el sentimentalismo, quién osará negar que, en estas facetas, toda mujer es más simpática que cualquier hombre?
Bueno, por lo menos Betty Flanders.
Tenía la mano en la verja del jardín.
—¡La carne! —exclamó, dejando caer el pestillo.
Se había olvidado de la carne.
Rebecca estaba en la ventana.
La desnudez de la habitación principal de la casa de la señora Pearce quedaba plenamente de relieve a las diez de la noche, cuando en medio de la mesa había una poderosa lámpara de aceite. La dura luz se proyectaba en el jardín; cruzaba con rectitud el césped; iluminaba un cubo de niño, un áster purpúreo, y llegaba hasta el seto. La señora Flanders había dejado la labor sobre la mesa. Allí estaban sus grandes carretes de blanco algodón y sus gafas con montura de acero; su caja de agujas; su lana castaña enrollada alrededor de una vieja postal. Allí estaban las agujas de hacer calceta y los ejemplares de la revista Strand; y, en el linóleo, arena desprendida de los zapatos de los chicos. Un moscardón volaba raudo de una esquin