De tu mano al fin del mundo (Júpiter en Saturno 2)

Zahara C. Ordóñez

Fragmento

de_tu_mano_al_fin_del_mundo-2

Capítulo 1

«Querido Universo:

Es hora de parar.

Tómate un mojito, haz yoga, adopta un gato, no sé... Lo que sea, pero: DEJA DE COMPLICARME LA VIDA.

Hay muchas ofertas en internet para gente aburrida como tú. Algunas de ellas, por cierto, me encantaría poder hacerlas, en cambio, no dejas de mandarme más trabajo. Sé que un día dije que lo único que me importaba en la vida era mi carrera: estaba enfadada. ¿No sabes perdonar? Fue después de lo de Jaime. ¿Te acuerdas? Creo que tenía motivos para estarlo. Supéralo. No seas rencoroso. Quiero hacer algo más que trabajar en esta vida, y tú, en vez de mandarme de crucero con mi amiga a beber mojitos, me mandas a un retiro de quince días —o mejor debería llamarlo tortura— con mis compañeros de trabajo. ¿A quién se le ocurre eso? Maldito seas».

Con eso en mente, y la sensación de que iba de cabeza a la más terrible de mis experiencias, estaba plantada en la puerta de casa poco después de las cinco de la mañana, esperando un taxi para ir al aeropuerto. Había huelga de metro y el servicio estaba colapsado, pero la compañía me había avisado de que estaba en camino, así que respiré hondo y aguardé.

Minutos después, uno enfiló nuestra calle y se detuvo ante mí.

—¿Ha pedido usted el taxi? —preguntó el conductor tras bajar la ventanilla del copiloto.

Estaba de tan mal humor que casi le suelto un «no, estoy en una calle de Madrid, de madrugada, esperando ver pasar un ovni».

—Sí, señor —dije en cambio.

Se apeó para ayudarme a guardar la maleta y, entretanto, yo iba a tirar de la manilla de una de las puertas traseras cuando alguien más, que se había situado a mi lado a toda prisa, puso la mano sobre ella. Alcé la mirada y me encontré con quien menos esperaba ver en ese momento y lugar: Roi, mi compañero de trabajo.

Nadie me había despertado tantos sentimientos contradictorios como él. En la oficina siempre era callado y no perdía horas de trabajo; era raro verlo distraído o que se dejase engatusar para tomar un café extra. Se pasaba horas sin decir nada, centrado en sus cosas. A veces casi parecía que no respiraba. Solo observaba a su alrededor, de vez en cuando. Me lo imaginaba como en las escenas en las que Iron Man, dentro de su traje, recibe datos y coordenadas: así debía funcionar su mirada. Sin embargo, en los descansos, era muy cercano. Cuando coincidíamos, hablábamos largo rato sobre cosas que teníamos en común, pues también le gustaban los musicales y los libros. Quizá por eso me fastidiaba más sospechar que era él quien estaba robando la información. La última vez que algo se filtró, acabábamos de estar juntos y yo le había hablado de una nueva idea. No podía ser coincidencia. Además, eso de que nos mirase a unos y otros, desde la seguridad de su puesto, sonaba a vigía del enemigo.

—Hola, Elisabeth.

Solo él me llamaba por mi nombre completo. Su voz era preciosa, muy suave. De las que hipnotizan. No obstante, por más bonita que fuera, no iba a dejarme engañar. En ese viaje estaba dispuesta a desenmascararlo.

—¿Qué haces aquí? —pregunté un tanto seca.

—Vivo en este barrio, ya lo sabes.

Un dato que yo había elegido olvidar.

Debía haberse duchado hacía poco porque desprendía un agradable olor a jabón y a colonia. Ningún perfume caro. Roi era un tío sencillo, educado, encantador y nada presumido. Moreno, de pelo ensortijado y barba bien recortada. Aquel día llevaba vaqueros, camiseta blanca, una pequeña mochila y, colgando del asa de la maleta, muy parecida a la mía, un abrigo negro de paño, de esos de estilo militar.

En el edificio donde trabajábamos había quien tenía puesto el ojo en él, no porque fuera increíblemente guapo, pues no tenía una de esas bellezas destacables, pero era atractivo a su manera y cuando sonreía tenía un halo especial. Su sonrisa podía llegar a ser un arma de destrucción masiva si se lo proponía. Suerte que yo no le hacía mucho caso. Igual que a sus ojos miel, cargados también de un influjo particular.

Bajé la mirada hacia nuestras manos, consciente de que llevaban la una junto a la otra un tiempo prolongado y de que no había sentido deseos de retirar la mía.

—Lo siento. No quería molestarte —dijo él, apartando la suya—. Llevo más de media hora buscando taxi. Con la huelga están saturados.

—No pasa nada.

No era habitual que alguien se disculpara con tanta sinceridad en uno de estos encontronazos y eso me hizo sonreír. Sus ojos y los míos se clavaron los unos en los otros. Durante unos segundos no hubo nada más. Me había pasado antes con él.

Un coche se situó tras el taxi y pitó, reclamando el paso, y nos sacó de esa mirada. Sacudí la cabeza y anclé mi pensamiento a la tierra para que dejara de volar. El taxista nos apremió a tomar una decisión. Puede que estuviera en guerra con Roi, pero hasta en la contienda se tenían gestos de cortesía, así que le ofrecí compartirlo.

—Pasa, por favor. —Retiré la mano.

Él abrió la puerta y me invitó a pasar.

—Tú primero —dijo.

Le di las gracias. La única puerta que me había abierto un tío antes era la de su dormitorio cuando me quería llevar a la cama. Y a veces ni eso.

Entré en el taxi y me acomodé tras el asiento del conductor. Él cerró y, después de que el taxista se hiciera cargo de las maletas, se sentó al otro lado, a cierta distancia de mí.

Poco a poco dejamos atrás las calles del centro para tomar la carretera que nos llevaría a nuestro destino. Aunque traté de mantener la vista en el paisaje al otro lado de la ventanilla, o en el móvil revisando las redes sociales, me fue imposible no dirigirle alguna mirada furtiva. Me puso nerviosa darme cuenta de que, en más de una ocasión, él también me miraba. No dijimos nada, solo nos sonreímos. Abrí el chat con Nerea y le escribí:

«Voy en el taxi con Roi. Socorro».

Seguro que contestaba con una burrada propia de ella. Reí para mis adentros al pensarlo.

—¿Estás nerviosa? —preguntó él de repente, rompiendo el silencio.

—¿Por qué me preguntas eso? —Lo miré extrañada.

—No te gusta volar. Ni las alturas.

No sabía si sentirme halagada o disgustada porque se acordase de esos detalles.

—Estoy atacada, pero tengo pastillas para relajarme en el vuelo. —Saqué de mi mochila los medicamentos y los agité como si fueran un sonajero—. Magia.

—Esos tumban a un elefante, eh.

—Pues a mí casi no me hacen efecto. —Los guardé—. Tengo que tomarme dos.

—Vigilaré que no te quedes dormida de pie.

La sonrisa de su cara llamó a la mía a manifestarse, por más que me resistí.

—Gracias. Tú... tú me dijiste que sueles leer en los viajes para distraerte, ¿no?

Sobre las piernas había dejado la chaqueta y la mochila. La abrió para sacar un libro que me mostró. Tenía ese aspecto de los ejemplares que han sido usados con cariño. Cuando vi el título me sorprendí. Me encantaba.

—Los miserables, de Víctor Hugo —dije en voz alta.

—¿Lo has leído?

—Varias veces.

—Yo también. —Acarició la cubierta con cariño—. Es uno de mis libros favoritos.

—Y de los míos.

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