Capítulo 1
Orbec era, como la mayoría de grandes urbes, un lugar inmenso y desagradable. El aroma a orines y carne pútrida manaba de la mayor parte de las esquinas y callejones, donde pequeñas pilas de desperdicios se acumulaban para que el limpiador se las llevara. Por supuesto, tenía sus cosas buenas, pero para el hombre rubio de ojos grises y aspecto extranjero resultaban menores en comparación. Einar puso los ojos en blanco cuando un par de mujeres le miraron y susurraron antes de perderse calle abajo a paso rápido.
No era eso lo que había esperado encontrar en una ciudad normanda fundada por hombres y mujeres del norte, escandinavos como él. Sabía que habían pasado varias generaciones desde la construcción y que la gente que habitaba allí era tan cristiana como el rey de Francia, pero eso no menguaba su decepción. Por suerte no pasaría mucho más tiempo allí, pues los carpinteros que su tío había contratado para construir el barco que lo llevaría de regreso a Svealand habían terminado su trabajo aquella mañana. Habían sido unas semanas curiosas las que había pasado allí y, aunque Ulmer no había sido más que bueno y hospitalario, no podía decir lo mismo de su esposa e hijas.
Tiró de las riendas distraído y giró en una callejuela empedrada que conducía al hogar de su tío antes de acariciar el flanco del caballo alazán que montaba para calmarlo. Apenas había pasado el mediodía, pero los preparativos para su marcha comenzaron en cuanto uno de los carpinteros se presentó en el umbral de su puerta con la noticia de que el navío estaba terminado. Einar había sonreído y empezado a empacar sus cosas, pero Ulmer lo detuvo, alegando que no se precipitara o todo saldría mal. Necesitaba hombres que lo ayudaran a tripular la nave y pertrecharse de agua y comida; no iba a viajar solo en aquella travesía después de todo, debía pensar también en su nueva esposa.
Una sonrisa asomó a sus labios al pensar en ella, y con el ánimo alegre dio un toquecito con los talones sobre el costado del animal para que comenzara a andar en dirección a la casa. Se moría por verla. Apenas habían pasado un par de horas separados, pero deseaba mostrarle lo que le había comprado en el mercado: una capa de piel.
Einar sabía cómo eran los viajes por mar, acostumbrado a criarse entre asaltos, pero Gabriella nunca había salido de la cálida península itálica. Las aguas turquesas de Venecia y las cerúleas de Génova en nada se parecían a las frías profundidades del mar del Norte. Pronto la joven lo iba a comprobar de primera mano, y la capa de piel y terciopelo le haría mucha falta. Había esperado que Gabriella se sintiera abrumada por la posibilidad, pero, en contra de lo que había supuesto, ella estaba tan emocionada como él, y comprobar el valor y la energía de la mujer que amaba aumentaba su ansiedad.
Quería regresar a Svealand sin demora, y cuanto más rápido dejaran Francia mejor.
Cuando la elegante fachada de la casa de Ulmer apareció ante él, Einar desmontó de un salto y amarró el caballo de su tío al poste de piedra junto a la entrada antes de darle una palmada cariñosa y encaminarse hacia la puerta doble de oscuro roble labrado.
La casa no se parecía a las que había en Híðrborg, ni tampoco a los palàzzos de Venecia. Era una mansión de tres plantas de piedra gris con una balconada delante y altos ventanales de forma ojival a los lados. En contraposición al lujo veneciano era más sobria, aunque no menos impresionante. Sin embargo, algo en aquella construcción se sentía frío y ajeno: no se había sentido como el hogar de su familia en ningún momento.
Cuando la puerta delantera se abrió ante sus narices de forma brusca, Einar se hizo a un lado para ser testigo de cómo sus primas discutían, ajenas a su presencia.
—¡Tú la usaste el domingo pasado, ahora es mi turno! —exclamó Sonja, la más joven—. ¡No seas egoísta, Greta!
—Soy la mayor y la heredera, es justo que porte las alhajas familiares en los eventos —se defendió Greta—. No seas avariciosa y confórmate con la cruz que te regaló padre.
—Padre se enterará de esto, no te quepa la menor duda.
Ambas detuvieron la discusión al ver que su primo pagano las estaba observando y, cuando sendos sonrojos tiñeron sus mejillas, Einar sonrió. Ambas jóvenes eran tan necias que no podía evitar divertirse a su costa. Greta era más joven que Gabriella, apenas había alcanzado la veintena, y Sonja acababa de salir de la adolescencia, pero a pesar de ser cristianas bien educadas no eran más que chiquillas de clase alta malcriadas.
—¿Debo robar algunas joyas de oro y piedras preciosas para ti, prima? Mi hacha se aburre de estar tanto tiempo guardada —comentó Einar—. Seguro que alguno de esos cristianos orbecenses tiene algo que te complace, y yo por ti haré lo que sea, querida.
Sonja abrió la boca para responder, pero como si de un pez agonizante se tratara balbuceó y no encontró su voz. Sin embargo, cuando logró salir de su aturdimiento negó de forma categórica y se santiguó un par de veces con espanto.
—Por Jesucristo, primo Einar, no digas esas cosas. Recuerda lo que te dijo padre: no puedes matar a nadie mientras estés aquí, la gente civilizada no hace... eso.
—Bueno, es una lástima, pero habrás de conformarte con la cruz —respondió Einar, suspirando de forma teatral—. Si cambias de idea solo tienes que pedírmelo.
—L-lo haré, muchas gracias —asintió Sonja.
Einar ahogó una risa y asintió mientras se daba la vuelta para entrar en la casa, pero antes de cruzar el umbral se detuvo, recordando lo que había pensado hacer.
—¿Está Ulmer dentro? Debo hablar con él sin demora.
—Está en el salón hablando con tu esposa —respondió Greta.
—Gracias —dijo Einar—. Oh, y, Greta..., también lo haría por ti.
La joven de cabello rubio claro y ojos pardos no respondió, y Einar se dio la vuelta y se permitió ampliar su sonrisa. Eran tan ingenuas que ni siquiera Brina había sido así cuando la conoció, y apenas había tenido diez años entonces. Hacía un año de aquello.
Negó para sí sin perder el buen ánimo y, tras cruzar a paso rápido los corredores que había junto al recibidor, llegó al salón principal de la casa. Recorrió con la mirada la estancia en busca de Gabriella, pero solo encontró a Ulmer de pie frente a la chimenea. El hombre estaba inclinado sobre un pergamino y Einar lo observó en silencio.
Ulmer compartía los rasgos de su familia y sus ojos claros, aunque su aspecto estaba lejos de asemejarse al de un escandinavo. Su cabello rubio surcado de canas lo llevaba peinado al estilo cristiano, largo entre la mandíbula y los hombros, y su barba estaba corta casi a ras de la piel. Vestía túnicas normandas azul índigo y de no haber sabido su origen podría haber pasado por un cristiano adinerado común. Tal camuflaje se debía a Geraldine, su esposa, Einar lo sabía. La mujer odiaba todo lo relacionado con su origen.
Lo había dejado muy claro cuando Gabriella y él llegaron: no compartiría mesa con un pagano y su mujer, y deseaba que abandonaran su mansión cuanto antes. Él deseaba complacerla ese mismo día si era posible, así que carraspeó para hacerse notar. Ulmer alzó la cabeza al escuchar el sonido y sonrió con calidez al ver de qui