De tu mano al más bello atardecer (Júpiter en Saturno 4)

Zahara C. Ordóñez

Fragmento

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Capítulo 1

Existe una palabra en noruego, gjensynsglede, que significa la alegría de encontrarse con alguien a quien no habías visto hace mucho tiempo. Ese alguien, en ocasiones, somos nosotros mismos. Vamos por la vida dejando a cada paso un poco de nuestra esencia hasta que no queda nada, hasta desdibujarnos como lo hacen las huellas que se dejan en la orilla. Y después, cuando pretendemos encontrarnos, volver atrás, no siempre hallamos la forma.

No me di cuenta de lo perdida que estaba hasta que no contemplé aquel último atardecer en Finisterre. Después de tantos días lejos de todo, fui consciente de que, aunque tenía un destino en la vida, no tenía un rumbo. Había olvidado la ilusión por muchas cosas, dejándome arrastrar de un lado a otro. Poniendo un pedazo de mí en cada lugar en el que se me requería. Un poco de Cristina en España; otro en Noruega. Un poco en mis estudios; otro en la empresa. Un poco en Jairo, otro... en ninguna parte. Porque a él tendría que habérselo dado todo, pero esas idas y venidas nunca me dieron la oportunidad plena de hacerlo. Jairo y yo, en el fondo, habíamos jugado a tener una relación más que tenido una. Aunque lo quisiera con toda mi alma, esa era la realidad.

El asunto de la diferencia de edad fue lo de menos. Él nunca fue un chico corriente. Sabía estar a mi lado en los momentos de madurez y hacerme reír como una niña si lo necesitaba. Me habría gustado que lo nuestro fuera para siempre. Oírlo hablar mal el noruego el resto de mi vida. Despertarme con su olor a naranja y café; dormirme acunada por su voz cuando cantaba. Pero si había algo que me importaba más que nuestra relación amorosa era la de amistad. Por ello, la decisión de tomar caminos separados no fue tan complicada. Eso no quería decir que no le llorase un río. Que no lo extrañase. Que no me costase, durante un tiempo, no ver su sonrisa reflejada en todos los espejos. Porque Jairo dejaba huella por donde pasaba.

A pesar de ello, me parecía bonito poder sonreír al pensar en lo que tuvimos, porque siempre habría una parte de él en mí; una parte de mí en él. Y una amistad que perduraría.

Después de casi dos años desde nuestra ruptura, su vida y la mía estaban tomando el cauce que les correspondía. Él, con todas esas giras para el musical. Yo, rodeada de libros. Los dos donde siempre habíamos querido estar. Solo que él ya se había encontrado y yo todavía estaba en ello.

No obstante, me sentía cerca. Mi gjensynsglede particular, antes un eco lejano, era ahora un susurro. Tenue, pero más próximo. Sabía que llegaría, que estaba en el camino correcto.

Málaga me estaba ayudando. La ciudad tenía algo de terapéutica. A ratos había en ella un sabor a la antigua y la veía como una especie de abuela muy española, de esas de mesas camilla; de las que te cuentan sus historias mientras van tejiendo otras. A ratos era una especie de sueño sin proyectar. Siempre con ganas de más. Con ideas nuevas. Era difícil ser Málaga, a medio camino entre lo viejo y lo nuevo. Los malagueños peleaban mucho por ese asunto. El turismo masivo, los edificios modernos... Y la abuela, entretanto, haciendo croquetas. O mejor dicho, espetos. Los espetos se habían convertido en parte esencial de mi existencia. Eran mi cita de fin de semana. Mi pareja más estable.

A los pocos días de vivir en ella ya me sentía una malagueña más. Jugaba con la ventaja de parecer guiri, pero sin serlo del todo. Así que me querían mucho por lo primero, por ser la que viene de fuera, y también por lo segundo, porque ya había un pedazo de su país en mí. La gente de Málaga ha sido siempre muy acogedora. Y muchos viajeros que estaban de paso acabaron por hacerla su hogar. De las primeras anécdotas que me contaron fue el origen de algunas palabras en las que los extranjeros tenían que ver, como «aliquindoi» o «merdellón». El responsable de que llenase mi vocabulario de palabras malagueñas fue Guille, mi compañero de trabajo, al que pronto pasé a llamar «mejor amigo». Tenía solo veintiún años y algunas ocurrencias que me recordaban a Jairo, así como su gusto por bailar y cantar. Entró como becario, pero al final se quedó. Era muy trabajador.

A poco de conocernos, me dijo:

—En verdad mi nombre es Guillermo Jesús, pero no me llames así, que no me gusta. Me hace parecer del siglo pasado. Llámame «Guille», que me da un aire más moderno.

—A mí me gusta Guillermo Jesús, creo que tiene mucha solera.

—Solera... —Se rio—. Mira la guiri, lo rápido que aprende.

Tenía una risa muy contagiosa, y me reí también.

—Que solo soy medio guiri.

—Si tuviera que aprender noruego, menudo espectáculo. Es hablando inglés y parece que voy invocando demonios.

—No es tan difícil.

—A ver, dime una palabra en noruego. Algo sencillito.

—Hei.

—Chiquilla, sencillito, no nivel guardería.

—Hvordan går det?[1] —dije tras reírme.

—Eso va a significar... —Miró al techo, pensativo—. Que tienes ganas de comer unos churritos.

—Los churros engordan mucho.

—Los malagueños no. Bueno, algunos te engordan de nueve meses. Ten cuidao.

Desde ese momento, supe que con Guille nunca me faltarían risas ni buenos momentos. Me llevó a Casa Aranda, una churrería que nos quedaba cerca del trabajo, en el centro, y desde entonces no faltábamos a desayunar.

Por eso, aquel día, mientras estaba enterrada en papeles que firmar, asomó por la puerta del despacho con la precisión de un reloj suizo, y tan bien arreglado con una de sus americanas, para recordarme que nos tocaba salir a desayunar.

—Vamos, que nos esperan los tejeringos y ya los oigo llorar por nuestra ausencia.

En Málaga tenían un tipo de churro al que llamaban así. Eran los que más nos gustaban.

—¿Ya es la hora? Se me está pasando la mañana volá.

—La mañana... Si solo son las diez y media.

—Llevo aquí desde las seis. ¿No te has enterado del problema de goteras que tenemos?

—Algo he oído. Es que este edificio es muy bonito, pero tiene sus añitos. Yo creo que hay hasta fantasmas.

—El de Canterville, para empezar. Es una biblioteca, claro que hay fantasmas. En un montón de títulos.

Era, mayormente, una biblioteca académica especializada en el estudio de las Humanidades y las Artes, y un centro de investigación. La tercera que la fundación para la que trabajaba abría en España, pero en esta además habían incorporado nuevos intereses, como la difusión de la literatura de género.

—No, Cristina. —Miró a un lado y al otro, con gesto misterioso, y se acercó a la mesa—. Fantasmas de verdad. Y no te estoy hablando del conserje, que es muy de contar batallitas. —Tuvieron un lío de una noche, que acabó en desastre, y desde entonces no se miraban bien—. Me refiero a fantasmas de los del Cuarto milenio.

Guille estaba muy enganchado a ese programa.

—Tú sabes que yo me quedo aquí sola muchas veces, ¿no?

—Pues ojito. Pon una vela a algún santo. De este sitio se cuentan historias truculentas.

—Como la de la noruega que mató al malagueño. —Intercambiamos un gesto burlón—. Yo no he visto nunca nada raro.

—Serás la única. ¿

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